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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. I

Relata cómo establecí mis reales en los bosques marinos de graden y cómo vi una luz en el pabellón

De joven era muy amante de la soledad. Me sentía orgulloso de permanecer aislado y bas­tarme para mi entretenimiento, y sin mentir puedo asegurar que nunca tuve amigos ni rela­ciones hasta que encontré la incomparable ami­ga que actualmente es mi esposa y la madre de mis hijos.
Solamente tenía un amigo íntimo y era R. Northmour, Hidalgo de Graden Easter, en Es­cocia. Éramos compañeros de colegio y aunque no nos queríamos mucho, nuestros gustos eran tan semejantes que podíamos reunirnos sin violencia para ninguno de los dos. Nos creía­mos misántropos y sólo éramos huraños. No puede decirse que había entre nosotros compa­ñerismo, sino asociación de insociabilidad. El carácter violento de Northmour le hacía impo­sible tratar con alguien que no fuera yo; y como él respetaba mi silencio y nunca me hacía pre­guntas y me dejaba ir y venir a mi gusto, yo toleraba su presencia sin rechazarla. Creo que nos llamábamos amigos.
Cuando Northmour tomó su título en la Universidad y yo decidí dejarla sin él, me invi­tó a pasar una larga temporada en Graden Eas­ter y así es como llegué a conocer el sitio en que estas aventuras tuvieron lugar.
La residencia señorial se alzaba a poca dis­tancia de las orillas del Océano Germánico. Como había sido construido con una piedra blanda que presentaba poca resistencia a las ásperas brisas marinas, el edificio era frío y húmedo en el interior y en la fachada tenía as­pecto de ruina; imposible habitar dentro de él con mediana comodidad.
Afortunadamente hacia el norte del inmenso dominio, en medio de colinas de arena y ro­deado de una salvaje espesura de liquen, hiedra y jaramagos, existía un pabellón o Belvedere de construcción moderna y por completo apropia­do a nuestras necesidades; y en esta soledad de ermitaños, hablando poco, leyendo mucho, y reuniéndonos raras veces, excepto en las comi­das, nos pasamos Northmour y yo cuatro lar­gos meses del invierno. Hubiera podido pro­longar mi estancia, pero una noche de marzo surgió entre nosotros una disputa que hizo ne­cesaria mi partida. A propósito de una peque­ñez, Northmour me habló con altanería, yo creo que le contesté agriamente y aquél saltó sobre mí y tuve que luchar sin exageración, para de­fender mi vida, y no con gran esfuerzo logré dominarle porque era un joven robusto y pare­cía tener el demonio en el cuerpo. A la mañana siguiente nos encontramos como si tal cosa, pero a mí me pareció más apropiado marchar­me, y él tampoco hizo nada para disuadirme. Pasaron nueve años antes de que yo volviera a visitar aquellos parajes. Por aquel entonces, yo viajaba en un carrito cubierto en el que llevaba un hornillo para guisar y las noches las pasaba dónde y cómo podía, en una cueva entre las rocas o bajo los árboles de un bosque. De este modo he visitado todas las regiones más so­litarias y salvajes de Inglaterra y Escocia, y no tenía amigos ni parientes ni nada de lo que hemos convenido en llamar domicilio oficial, como no fuera el despacho de mi notario don­de, dos veces al año, pasaba para recoger mis rentas. Para mí era esta una vida deliciosa en la que esperaba llegar a viejo y morirme al fin en la mayor soledad.
Mi única ocupación era descubrir rincones ocultos en los que pudiera acampar sin temor a ser molestado y encontrándome en aquellas regiones, de repente me acordé del pabellón de la hiedra,. no había tránsito en tres millas a la redonda, y sólo a diez de distancia estaba la ciudad más próxima, que era una aldea de pes­cadores. Toda aquella porción de tierra estaba por un lado rodeada de mar y por el otro de­fendida del mundo por la espesura y fragosi‑ dad de sus bosques casi vírgenes. Puedo afir­mar que era el mejor sitio para esconderse en todo el Reino Unido. Determiné pasar una se­mana en los de Graden Easter y dando un largo rodeo los alcancé al ponerse el sol de un des­apacible y ventoso día de septiembre.
El terreno, ya lo he dicho, era una mezcla de colinas de arena, bosques y liquen. El liquen es una especialidad de Escocia y lo forma una especie de maleza que recubre la arena en los terrenos próximos al mar. El pabellón ocupaba una meseta algo elevada, inmediatamente de­trás empezaba el bosque cuyos árboles centena­rios se agitaban movidos por el viento y delante tenía algunas colinas arenosas que le separaban del mar. La Naturaleza había colocado una roca que servía de bastión para la arena y formaba una pequeña bahía natural, y durante las ma­reas altas la roca se sumergía y presentaba el aspecto de una islita de reducidas dimensiones pero de original contorno. Las arenas mojadas que quedaban al descubierto durante las mareas bajas, tenían malísima reputación en toda la comarca. Cerca de la orilla entre la roca y el banco de arena, se decía que se tragaban a un hombre en cuatro minutos y medio, pero qui­zás había alguna exageración en estos rumores.
En los claros días del verano la perspectiva era brillante y hasta alegre, pero en un anoche­cer de septiembre, con un viento tormen-toso y espesas nubles agolpándose en el horizonte, aquel sitio sólo hablaba de marinos muertos y de desastres marinos. Un barco lejano luchando contra el temporal y los restos de un naufragio a mis pies, acababan de dar color local a la es­cena.
El pabellón había sido construido por el úl­timo propietario, tío de Northmour (un pródi­go excéntrico) y se conservaba bastante bien. Tenía dos pisos de altura y era de arquitectura italiana y rodeado de un trozo de jardín en el que nada había prosperado más que la hiedra y la maleza, y con sus ventanas cerradas, no pa­recía una mansión abandonada sino que nunca hubiese sido habitada. Eviden-temente North­mour no había vuelto por allí. Si es que se hallaba escondiendo sus rarezas en el camarote de su yate o en una de sus caprichosas y extra­vagantes apariciones en la sociedad, yo, natu­ralmente, no tenía medios de averiguarlo.
Aquel sitio tenía un aspecto solitario capaz de sorprender hasta a un amante de la soledad como yo. El viento producía en las chimeneas unos sonidos tan lúgubres que sentí como una sensación casi de terror cuando conduciendo al caballo de mi carro, me refugié bajo la espesura del bosque. Los bosques marinos de Graden habían sido plantados para preservar los cam­pos detrás de ellos y resguardarlos de la lluvia de arena que traía el viento. Estos árboles que habían crecido en medio de las tempestades y que constante-mente eran sacudidos por los vendavales marinos, eran fuertes y robustos pero perdían pronto sus hojas arrebatadas prematuramente por las borrascas, y apenas había pasado la primavera parecía otoño en la expuesta plantación. Esparcidas por el bosque había una o dos chozas ruinosas que según Northmour habían pertenecido en otras épocas a piadosos ermitaños; entre los árboles de la parte más baja había un pequeño arroyo que cegado por las hojas caídas y las materias que el mismo arrastraba, formaba, una serie de infec­tas charcas.
Entre las rocas que esmaltaban aquella selva marina, encontré una abertura y pequeña cueva en la que había un manantial agua de clara y allí senté mis reales y me dispuse a encender fuego para guisarme la cena. Até en el bosque a mi caballo, donde había un montón de hierba suficiente para su alimento. El grueso de la pe­ña no sólo ocultaba la luz de mi lumbre, sino que me prestaba abrigo guareciéndome del viento que era fuerte y frío.
La vida que llevaba me había hecho duro y frugal; nunca bebía más que agua, rara vez co­mía más que una sopa preparada con alguna harina alimenticia, y necesitaba tan poco sueño que aunque me levantaba con los primeros al­bores del día, a menudo permanecía despierto hasta altas horas de la noche, disfrutando la hermosa soledad de los campos. Así es que aunque después de instalarme en los bosques marinos de Graden, me dormí profundamente a las ocho, a las once me desperté, por completo dueño de mis facultades y sin ningún síntoma de cansancio o sopor. Me senté al lado del fue­go, mirando los árboles y las nubes que en tu­multuosa carrera volaban sobre ellos, y oyendo los ruidos combinados del huracán y las olas, hasta que cansado de mi inacción, me levanté, dirigiéndome a la linde del bosque. Una luna nueva que procuraba disipar las nubes, alum­braba débilmente mis pasos, y su luz se hizo algo más intensa cuando pasé del dominio de la selva al de la hiedra y el liquen. Una bocanada de aire salino me dio de lleno en la cara, salpi­cándomelo de partículas de arena con tal fuerza que tuve que bajar la cabeza y cerrar los ojos.
Al abrirlos de nuevo advertí que en el pabe­llón de hiedra había luz; no era una luz fija sino una que pasaba de una ventana a otra como si fuera llevada por una persona que estuviera recorriendo la casa. Con la mayor sorpresa la observé durante algunos momentos. Cuando llegué, aquella misma tarde, la casa parecía desierta y ahora no cabía duda de que estaba ocupada. Mi primera idea fue que una banda de ladrones había asaltado el pabellón y debían estar ahora vaciando los no mal provistos ar­marios de mi antiguo amigo. Pero ¿cómo es posible que llegaran los ladrones a Graden Eas­ter?
Además habían abierto todas las persianas y en las costumbres de esa gente más está el ce­rrarlas. Deseché esa idea y concebí otra; debía haber llegado el mismo propietario y estaría ahora ventilando e inspeccionando la casa.
Ya he dicho que no existía cariño verdadero entre él y yo; pero aunque le hubiera querido como a un hermano, en aquella época quería mucho más a la soledad y del mismo modo hubiera evitado su compañía. Esto es lo que hice, volví rápidamente sobre mis pasos y con íntima satisfacción volví a ocupar mi lugar jun­to al fuego.
Había escapado a un conocido, podía disfru­tar de una noche apacible. A la mañana si­guiente ya vería si optaba por marcharme sin ver a Northmour o si hacerle una breve visita.
Pero cuando llegó la mañana encontré la si­tuación tan divertida que a pesar de mi genio adusto, me propuse gastar una broma a Northmour, aunque no había olvidado que su carácter se prestaba poco a las bromas y que era peligroso gastarlas con él; pero regocijándome de antemano con el efecto que iba a causar to­mé sitio entre los primeros olmos del bosque desde donde podría ver bien la puerta del pa­bellón. Todas las persianas estaban cerradas de nuevo, lo que no dejó de sorprenderme. La casa con sus paredes blancas cubiertas parcialmente por la hiedra, y sus persianas verdes, a la luz de la mañana parecía más alegre y habitable. Hora tras hora, pasé en espera sin observar el menor síntoma de la presencia de Northmour. Bien sabía yo que no era madrugador, pero al acer­carse las doce, perdí la paciencia. Para decir toda la verdad me había propuesto quebrantar mi ayuno en el pabellón y el hambre empezaba a dejar sentir sus efectos. Era una lástima per­der la ocasión de dar una broma tan inespera­da, pero el apetito iba en aumento y yo me di­rigí a mi cueva, cambiando la risa por el ali­mento, una vaga sensación de intranquilidad, estaba lo mismo que en el momento de mi lle­gada, y yo había esperado hallar en ella por la mañana algunos síntomas de habitantes. Pero no era así, todas las persianas estaban herméti­camente cerradas, las chimeneas no despedían humo y la puerta presentaba todas las trazas de no haber sido abierta en mucho tiempo. Se me ocurrió la idea, muy verosímil por cierto, de que Northmour podría haber entrado por la puerta pequeña situada al otro lado del edificio, pero tuve que desecharla al ver que también estaba igualmente cerrada. Entonces volví a acoger la idea de los ladrones, haciéndome amargos reproches por mi egoísta inacción de la noche última. Debían haber entrado por la galería exterior, donde Northmour tenía insta­lada su cámara fotográfica y de ahí habrían alcanzado la ventana del despacho o de mi an­tiguo dormitorio, y después les era fácil reco­rrer toda la casa en sus criminales pesquisas.
Quise seguir lo que yo creía su ejemplo. Sal­té a la galería descubierta y alcancé las venta­nas, pero ambas estaban bien cerradas sin seña­les de fractura; no me di por vencido y ha­ciendo alguna fuerza logré que la persiana se abriera causándome una arañazo en la mano que instintivamente me llevé a los labios para contener la sangre. Mientras hacía esto mis ojos divisaron un yate bastante cercano y que hasta entonces no había visto. Restañada mi sangre por este primitivo procedimiento, no quise quedarme a medio camino y salté al interior de la habitación.
Entré en ella y nada puede explicar la sor­presa que experimenté. No había el menor sig­no de desorden, al contrario, todo estaba muy limpio y las habitaciones presentaban un aspec­to tan elegante como agradable; encontré la leña puesta en las chimeneas, tres cuartos de dormir preparados con un lujo por completo fuera de las costumbres de Northmour, el agua en los lavabos y las camas hechas con lujosas y limpias ropas. La mesa estaba servida con tres cubiertos y abundante repuesto de fiambres, y variados postres. Todo esto demostraba, sin dejar lugar a duda, que se esperaban huéspe­des; pero ¿quién podían ser si Northmour abo­rrecía al género humano? Y sobre todo ¿cómo es que estos preparativos se llevaban a cabo en las altas horas de la noche? Y ¿por qué habían vuelto a cerrar las persianas y las puertas?
Procuré no dejar huellas de mi visita y salí del pabellón muy pensativo.
El hermoso yate seguía en el mismo sitio; como un relámpago atravesó mi mente la idea de que aquel pudiera ser El Conde Rojo que trajera al propietario del pabellón y sus huéspedes, pero el barco tenía la proa puesta en dirección opuesta.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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