Relata
cómo establecí mis reales en los bosques marinos de graden y cómo vi una luz en
el pabellón
De
joven era muy amante de la soledad. Me sentía orgulloso de permanecer aislado y
bastarme para mi entretenimiento, y sin mentir puedo asegurar que nunca tuve
amigos ni relaciones hasta que encontré la incomparable amiga que actualmente
es mi esposa y la madre de mis hijos.
Solamente
tenía un amigo íntimo y era R. Northmour, Hidalgo de Graden Easter, en Escocia.
Éramos compañeros de colegio y aunque no nos queríamos mucho, nuestros gustos
eran tan semejantes que podíamos reunirnos sin violencia para ninguno de los
dos. Nos creíamos misántropos y sólo éramos huraños. No puede decirse que
había entre nosotros compañerismo, sino asociación de insociabilidad. El carácter
violento de Northmour le hacía imposible tratar con alguien que no fuera yo; y
como él respetaba mi silencio y nunca me hacía preguntas y me dejaba ir y
venir a mi gusto, yo toleraba su presencia sin rechazarla. Creo que nos
llamábamos amigos.
Cuando
Northmour tomó su título en la Universidad y yo decidí dejarla sin él, me invitó
a pasar una larga temporada en Graden Easter y así es como llegué a conocer el
sitio en que estas aventuras tuvieron lugar.
La
residencia señorial se alzaba a poca distancia de las orillas del Océano
Germánico. Como había sido construido con una piedra blanda que presentaba poca
resistencia a las ásperas brisas marinas, el edificio era frío y húmedo en el
interior y en la fachada tenía aspecto de ruina; imposible habitar dentro de
él con mediana comodidad.
Afortunadamente hacia el norte del inmenso dominio, en
medio de colinas de arena y rodeado de una salvaje espesura de liquen, hiedra y
jaramagos, existía un pabellón o Belvedere de construcción moderna y por
completo apropiado a nuestras necesidades; y en esta soledad de ermitaños,
hablando poco, leyendo mucho, y reuniéndonos raras veces, excepto en las comidas,
nos pasamos Northmour y yo cuatro largos meses del invierno. Hubiera podido
prolongar mi estancia, pero una noche de marzo surgió entre nosotros una
disputa que hizo necesaria mi partida. A propósito de una pequeñez, Northmour
me habló con altanería, yo creo que le contesté agriamente y aquél saltó sobre
mí y tuve que luchar sin exageración, para defender mi vida, y no con gran
esfuerzo logré dominarle porque era un joven robusto y parecía tener el
demonio en el cuerpo. A la mañana siguiente nos encontramos como si tal cosa,
pero a mí me pareció más apropiado marcharme, y él tampoco hizo nada para
disuadirme. Pasaron nueve años antes de que yo volviera a visitar aquellos
parajes. Por aquel entonces, yo viajaba en un carrito cubierto en el que
llevaba un hornillo para guisar y las noches las pasaba dónde y cómo
podía, en una cueva entre las rocas o bajo los árboles de un bosque. De este
modo he visitado todas las regiones más solitarias y salvajes de Inglaterra y
Escocia, y no tenía amigos ni parientes ni nada de lo que hemos convenido en
llamar domicilio oficial, como no fuera el despacho de mi notario donde, dos
veces al año, pasaba para recoger mis rentas. Para mí era esta una vida
deliciosa en la que esperaba llegar a viejo y morirme al fin en la mayor
soledad.
Mi
única ocupación era descubrir rincones ocultos en los que pudiera acampar sin
temor a ser molestado y encontrándome en aquellas regiones, de repente me
acordé del pabellón de la hiedra,. no había tránsito en tres millas a la
redonda, y sólo a diez de distancia estaba la ciudad más próxima, que era una
aldea de pescadores. Toda aquella porción de tierra estaba por un lado rodeada
de mar y por el otro defendida del mundo por la espesura y fragosi‑ dad de sus bosques casi vírgenes.
Puedo afirmar que era el mejor sitio para esconderse en todo el Reino Unido.
Determiné pasar una semana en los de Graden Easter y dando un largo rodeo los
alcancé al ponerse el sol de un desapacible y ventoso día de septiembre.
El terreno, ya lo he dicho, era una mezcla de colinas de
arena, bosques y liquen. El liquen es una especialidad de Escocia y lo forma
una especie de maleza que recubre la arena en los terrenos próximos al mar. El
pabellón ocupaba una meseta algo elevada, inmediatamente detrás empezaba el
bosque cuyos árboles centenarios se agitaban movidos por el viento y delante
tenía algunas colinas arenosas que le separaban del mar. La Naturaleza había
colocado una roca que servía de bastión para la arena y formaba una pequeña
bahía natural, y durante las mareas altas la roca se sumergía y presentaba el
aspecto de una islita de reducidas dimensiones pero de original contorno. Las
arenas mojadas que quedaban al descubierto durante las mareas
bajas, tenían malísima reputación en toda la comarca. Cerca de la orilla entre
la roca y el banco de arena, se decía que se tragaban a un hombre en cuatro
minutos y medio, pero quizás había alguna exageración en estos rumores.
En los claros días del verano la perspectiva era
brillante y hasta alegre, pero en un anochecer de septiembre, con un viento
tormen-toso y espesas nubles agolpándose en el horizonte, aquel sitio sólo
hablaba de marinos muertos y de desastres marinos. Un barco lejano luchando
contra el temporal y los restos de un naufragio a mis pies, acababan de dar
color local a la escena.
El
pabellón había sido construido por el último propietario, tío de Northmour (un
pródigo excéntrico) y se conservaba bastante bien. Tenía dos pisos de altura y
era de arquitectura italiana y rodeado de un trozo de jardín en el que nada
había prosperado más que la hiedra y la maleza, y con sus ventanas cerradas, no
parecía una mansión abandonada sino que nunca hubiese sido habitada. Eviden-temente
Northmour no había vuelto por allí. Si es que se hallaba escondiendo sus
rarezas en el camarote de su yate o en una de sus caprichosas y extravagantes
apariciones en la sociedad, yo, naturalmente, no tenía medios de averiguarlo.
Aquel
sitio tenía un aspecto solitario capaz de sorprender hasta a un amante de la
soledad como yo. El viento producía en las chimeneas unos sonidos tan lúgubres
que sentí como una sensación casi de terror cuando conduciendo al caballo de mi
carro, me refugié bajo la espesura del bosque. Los bosques marinos de Graden
habían sido plantados para preservar los campos detrás de ellos y resguardarlos
de la lluvia de arena que traía el viento. Estos árboles que habían crecido en
medio de las tempestades y que constante-mente eran sacudidos por los
vendavales marinos, eran fuertes y robustos pero perdían pronto sus hojas
arrebatadas prematuramente por las borrascas, y apenas había pasado la
primavera parecía otoño en la expuesta plantación. Esparcidas por el bosque
había una o dos chozas ruinosas que según Northmour habían pertenecido en otras
épocas a piadosos ermitaños; entre los árboles de la parte más baja había un
pequeño arroyo que cegado por las hojas caídas y las materias que el mismo
arrastraba, formaba, una serie de infectas charcas.
Entre
las rocas que esmaltaban aquella selva marina, encontré una abertura y pequeña
cueva en la que había un manantial agua de clara y allí senté mis reales y me
dispuse a encender fuego para guisarme la cena. Até en el bosque a mi caballo,
donde había un montón de hierba suficiente para su alimento. El grueso de la peña
no sólo ocultaba la luz de mi lumbre, sino que me prestaba abrigo guareciéndome
del viento que era fuerte y frío.
La
vida que llevaba me había hecho duro y frugal; nunca bebía más que agua, rara
vez comía más que una sopa preparada con alguna harina alimenticia, y
necesitaba tan poco sueño que aunque me
levantaba con los primeros albores del día, a menudo permanecía despierto
hasta altas horas de la noche, disfrutando la hermosa soledad de los campos.
Así es que aunque después de instalarme en los bosques marinos de Graden, me
dormí profundamente a las ocho, a las once me desperté, por completo dueño de
mis facultades y sin ningún síntoma de cansancio o sopor. Me senté al lado del
fuego, mirando los árboles y las nubes que en tumultuosa carrera volaban
sobre ellos, y oyendo los ruidos combinados del huracán y las olas, hasta que
cansado de mi inacción, me levanté, dirigiéndome a la linde del bosque. Una
luna nueva que procuraba disipar las nubes, alumbraba débilmente mis pasos, y
su luz se hizo algo más intensa cuando pasé del dominio de la selva al de la
hiedra y el liquen. Una bocanada de aire salino me dio de lleno en la cara,
salpicándomelo de partículas de arena con tal fuerza que tuve que bajar la
cabeza y cerrar los ojos.
Al
abrirlos de nuevo advertí que en el pabellón de hiedra había luz; no era una
luz fija sino una que pasaba de una ventana a otra como si fuera llevada por
una persona que estuviera recorriendo la casa. Con la mayor sorpresa la observé
durante algunos momentos. Cuando llegué, aquella misma tarde, la casa parecía
desierta y ahora no cabía duda de que estaba ocupada. Mi primera idea fue que
una banda de ladrones había asaltado el pabellón y debían estar ahora vaciando
los no mal provistos armarios de mi antiguo amigo. Pero ¿cómo es posible que
llegaran los ladrones a Graden Easter?
Además
habían abierto todas las persianas y en las costumbres de esa gente más está el
cerrarlas. Deseché esa idea y concebí otra; debía haber llegado el mismo
propietario y estaría ahora ventilando e inspeccionando la casa.
Ya
he dicho que no existía cariño verdadero entre él y yo; pero aunque le hubiera
querido como a un hermano, en aquella época quería mucho más a la soledad y del
mismo modo hubiera evitado su compañía. Esto es lo que hice, volví rápidamente
sobre mis pasos y con íntima satisfacción volví a ocupar mi lugar junto al
fuego.
Había
escapado a un conocido, podía disfrutar de una noche apacible. A la mañana siguiente
ya vería si optaba por marcharme sin ver a Northmour o si hacerle una breve
visita.
Pero cuando llegó la mañana encontré la situación tan
divertida que a pesar de mi genio adusto, me propuse gastar una broma a Northmour,
aunque no había olvidado que su carácter se prestaba poco a las bromas y que
era peligroso gastarlas con él; pero regocijándome de antemano con el efecto
que iba a causar tomé sitio entre los primeros olmos del bosque desde donde
podría ver bien la puerta del pabellón. Todas las persianas estaban cerradas
de nuevo, lo que no dejó de sorprenderme. La casa con sus paredes blancas
cubiertas parcialmente por la hiedra, y sus persianas verdes, a la luz de la
mañana parecía más alegre y habitable. Hora tras hora, pasé en espera sin
observar el menor síntoma de la presencia de Northmour. Bien sabía yo que no
era madrugador, pero al acercarse las doce, perdí la paciencia. Para decir
toda la verdad me había propuesto quebrantar mi ayuno en el pabellón y el
hambre empezaba a dejar sentir sus efectos. Era una lástima perder la ocasión
de dar una broma tan inesperada, pero el apetito iba en aumento y yo me dirigí
a mi cueva, cambiando la risa por el alimento, una vaga sensación de
intranquilidad, estaba lo mismo que en el momento de mi llegada, y yo había
esperado hallar en ella por la mañana algunos síntomas de habitantes. Pero no
era así, todas las persianas estaban herméticamente cerradas, las chimeneas no
despedían humo y la puerta presentaba todas las trazas de no haber sido abierta
en mucho tiempo. Se me ocurrió la idea, muy verosímil por cierto, de que
Northmour podría haber entrado por la puerta pequeña situada al otro lado del
edificio, pero tuve que desecharla al ver que también estaba igualmente
cerrada. Entonces volví a acoger la idea de los ladrones, haciéndome amargos
reproches por mi egoísta inacción de la noche última. Debían haber entrado por
la galería exterior, donde Northmour tenía instalada su cámara fotográfica y
de ahí habrían alcanzado la ventana del despacho o de mi antiguo dormitorio, y
después les era fácil recorrer toda la casa en sus criminales pesquisas.
Quise
seguir lo que yo creía su ejemplo. Salté a la galería descubierta y alcancé
las ventanas, pero ambas estaban bien cerradas sin señales de fractura; no me
di por vencido y haciendo alguna fuerza logré que la persiana se abriera
causándome una arañazo en la mano que instintivamente me llevé a los labios
para contener la sangre. Mientras hacía esto mis ojos divisaron un yate
bastante cercano y que hasta entonces no había visto. Restañada mi sangre por
este primitivo procedimiento, no quise quedarme a medio camino y salté al
interior de la habitación.
Entré
en ella y nada puede explicar la sorpresa que experimenté. No había el menor
signo de desorden, al contrario, todo estaba muy limpio y las habitaciones
presentaban un aspecto tan elegante como agradable; encontré la leña puesta en
las chimeneas, tres cuartos de dormir preparados con un lujo por completo fuera
de las costumbres de Northmour, el agua en los lavabos y las camas hechas con
lujosas y limpias ropas. La mesa estaba servida con tres cubiertos y abundante
repuesto de fiambres, y variados postres. Todo esto demostraba, sin dejar lugar
a duda, que se esperaban huéspedes; pero ¿quién podían ser si Northmour aborrecía
al género humano? Y sobre todo ¿cómo es que estos preparativos se llevaban a
cabo en las altas horas de la noche? Y ¿por qué habían vuelto a cerrar las
persianas y las puertas?
Procuré
no dejar huellas de mi visita y salí del pabellón muy pensativo.
El
hermoso yate seguía en el mismo sitio; como un relámpago atravesó mi mente la
idea de que aquel pudiera ser El Conde Rojo que trajera al propietario del
pabellón y sus huéspedes, pero el barco tenía la proa puesta en dirección opuesta.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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