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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. VIII

Trata de la última aparición del hombre alto

Reuniendo nuestras fuerzas los tres que estábamos allí, llevamos arriba, como pudimos, a Bernardo Hudlstone y le dejamos toda la operación, tendido en la cama del cuarto del tío. Durante toda la operación que fue larga y penosa, no dio señales de vida, permaneciendo sin mover ni un dedo en la misma actitud que cayó. Su hija empezó a mojar sus sienes y a prestarle los cuidados compatibles con la situación, mientras nosotros dos corrimos a la ventana. El tiempo continuaba claro; la luna que estaba casi llena, arrojaba su pálida luz sobre los campos de hiedra y liquen, pero por más que esforzábamos nuestros ojos, no podíamos ver nada movible. A la entrada del bosque se veían algunas sombras, pero era imposible distinguir si se trataba de hombres agachados o de la sombra de los árboles.
-Gracias a Dios -dijo Northmour- que Aggie no ha venido hoy.
Aggie era el nombre de la vieja nodriza, y el que en estos momentos se acordara de ella era un rasgo que me sorprendió mucho en él.
De nuevo estábamos condenados a esperar. Northmour fue a la chimenea y extendió sus manos ante las calientes cenizas como si tuviera frío; le seguí maquinalmente con los ojos y para hacerlo tuve que volver la espalda a la ventana, y en este instante se sintió un ruido leve y una bala, rompiendo el cristal, quedó sepultada en la madera a dos pulgadas de mi cabeza. Oí el grito de Clara y antes de que yo hubiera podido hacer un movimiento, ni decir una palabra, ya estaba ella ante mí preguntándome si estaba herido. Creo que me dejaría fusilar cuantas veces quisieran por obtener la recompensa de una mirada como aquella, y me apresuré a tranquilizarla con las más tiernas palabras y olvidando por completo la situación, hasta que la voz de mi rival me volvió a la realidad.
-Es una escopeta de aire comprimido -dijo; esto demuestra que no quieren hacer ruido.
Dejé a Clara al lado de su padre y le miré. Estaba de pie con la espalda a la chimenea y las manos a la espalda y por la sombría mirada de sus grandes ojos comprendí que padecía un ataque de cólera; el mismo aspecto tenía nueve años atrás, cuando me atacó en la habitación vecina. Disculpaba su furor, pero temblaba por las consecuencias que podía traer. A pesar de que no nos miraba, comprendí que nos veía y su rabia seguía aumentando como la marea creciente. Cuando una batalla nos esperaba en el exterior, la perspectiva de esta lucha interior me aterró.
De repente, mientras yo le observaba y me estaba preparando para lo peor, se pasó la mano por la frente y haciendo un visible esfuerzo logró dominar su furor; un momento después me decía con voz casi natural:
-Convendría dilucidar un punto. ¿Quieren hacer una endiablada tortilla con todos nosotros, o se contentan con Hudlstone? ¿Es que a través del cristal os han confundido con él u os han tirado por vuestros bellos ojos?
-Me han tomado seguramente por él -contesté. Soy casi tan alto y tengo el pelo rubio.
-Voy a asegurarme -dijo. Y cogiendo la lámpara para ser más visible se acercó a la ventana desafiando la muerte por breves momentos.
Clara quiso correr a él para quitarle de aquel peligrosísimo puesto, pero tuve el comprensible egoísmo de impedírselo, reteniéndola casi a la fuerza.
-Sí -dijo tranquilamente Northmour dejando la lámpara sobre la mesa. Se trata solamente de Hudlstone.
-¡Oh! ¡señor Northmour! -dijo Clara como si le reprochara su despiadada afirmación, pero admirada de la loca temeridad que acababa de presenciar.
Él me lanzó una mirada de triunfo y comprendí entonces que al arriesgar su vida, no había tenido más objeto que atraer la atención de Clara y desposeerme a mí de mi aureola de héroe momentáneo. Sacudió él los dedos diciendo:
-Esto sólo acaba de empezar; cuando se calienten los dedos tirando, ya no tendrán tantos miramientos.
De pronto una voz nos llamó desde fuera. Desde la ventana pudimos ver a la luz de la luna un hombre inmóvil de frente al pabellón y con algo blanco en la mano, que extendía hacia nosotros. Aunque estaba a algunos metros de distancia, podíamos ver la luna reflejarse en sus ojos.
Volvió a abrir los labios y pronunció varias palabras en una voz tan estentórea que no sólo se oyó en todo el pabellón, sino seguramente en todos los rincones del bosque. Era la misma voz que había gritado: ¡Traditore! a través de la ventana, y que ahora hacía una proposición clara y concreta. Si les entregaban al traidor Hudlstone, todos los demás serían respetados; de lo contrario no escaparía nadie.
-¡Y bien, Hudlstone! -preguntó Northmour volviéndose hacia el lecho, ¿qué pensáis de esto?
Hasta entonces momento el banquero no había dado señal de vida. Y yo creía que continuaba presa del desmayo; pero el mismo terror le hizo volver en sí y empezó a suplicarnos, en tono y frases tan incoherentes como los que se oyen en los manicomios, que no le abandonáramos. Quería tirarse de la cama para arrodillarse a nuestros pies. Nunca he visto espectáculo más abyecto que la vista de aquel degradado viejo, luchando por conservar una vida que la enfermedad tenía ya minada.
-Basta -dijo Northmour, y llegándose a la ventana la abrió, se inclinó afuera y con total olvido de lo que se debe a la presencia de una señora, empezó a solas en tono declamatorio, la sarta más brutal de juramentos, blasfemias e interjecciones que contienen los idiomas inglés e italiano. Creo que en este momento la idea que más complacía a Northmour era la de que antes de que pasara la noche íbamos a perecer todos infaliblemente.
El parlamentario italiano retiró su trapo blanco, se lo metió en el bolsillo y desapareció andando despacio, por entre las colinas de arena.
-Hacen una guerra honrosa -dijo Northmour. Son todos caballeros y soldados. Más agradable sería poderse batir en su campo, vos y yo Frank, y vos también, hermosa señorita, y dejar a ese esqueleto en la cama sólo con sus culpas. ¡Eh, no os escandalicéis jovencita, todos vamos por la posta a ese sitio desconocido y llamado eternidad y bien se puede gastar una broma antes de emprender el viaje! Por mi parte creo que si pudiera, ahorcar a Hudlstone y tener a Clara entre mis brazos, moriría con satisfacción y orgullo.
Antes que yo pudiera hacer nada para impedirlo cogió en sus brazos a la descuidada muchacha y le aplicó dos sonoros besos, pero un instante después le arrancaba yo a mi adorada Clara y le arrojaba a él contra la pared con una furia que centuplicaba mis fuerzas. Soltó él una larga y ruidosa carcajada y creo verdaderamente que sus encontradas emociones le produjeron un rapto de locura, porque nunca, ni aun estando de buen humor, era hombre que reía mucho.
-¡Frank! -me dijo cuando se calmó su hilaridad. Ahora nos toca a nosotros. ¡Buenas noches! ¡Hasta la vista!
-Y viendo que yo permanecía silencioso e indignado, añadió: Pero, hombre, ¿habéis creído que vamos a morir con la corrección de un baile de etiqueta?
Me separé de él con una mirada de desprecio que no traté de ocultar.
-Como gustéis -dijo él encogiéndose de hombros. Habéis sido un infeliz en la vida y según parece vais a morir lo mismo.
Se sentó con un rifle sobre las rodillas, entreteniéndose en abrir y cerrar la llave; pero pude observar que aquel acceso de alegría (el único que le conocí) había pasado ya, dejando el puesto a un humor taciturno y sombrío.
Durante todo este tiempo no nos habíamos ocupado de los asaltadores, que quizás estuvieran ya próximos a entrar en la casa; la tempestad de nuestros corazones nos había casi hecho olvidar la que se cernía sobre nuestras cabezas. Pero en este momento el señor Hudlstone lanzó un estridente grito y exclamó, saltando de la cama:
-¡Fuego! ¡Han pegado fuego a la casa!
Northmour se puso de pie de un salto y él y yo corrimos a la puerta que comunicaba con el despacho. La habitación estaba iluminada por una luz roja y siniestra. Coincidiendo con nuestra entrada, se alzó un penacho de llamas delante de la ventana; a su calor saltó un cristal de ella que cayó sobre la alfombra. Habían pegado fuego al tejadillo de la galería que servía a Northmour de cámara fotográfica.
-¡Mal negocio! -exclamó Northmour. Vamos a buscar salida por vuestro antiguo cuarto.
En un instante estuvimos en él, abrimos la persiana y miramos alrededor. A todo lo largo de la parte de atrás del pabellón habían puesto y encendido montones de leña seca, pero que debería haber sido regada con alguna sustancia combustible, pues a pesar de la lluvia de la mañana, ardía bravíamente.
Las llamas habían prendido ya en varias partes, aumentando por momentos su incremento. La puerta de atrás estaba ya cogida en medio de un inmenso brasero, y espesa columna de humo denso y negro empezaba a penetrar en la casa. No se veía ni un ser humano a derecha e izquierda.
-¡Me alegro! -murmuró Northmour. ¡Gracias a Dios ya llegamos al fin!
Volvimos al cuarto del tío. El señor Hudlstone se estaba poniendo las botas con las manos temblorosas, pero con un aire resuelto que no le conocía aún. Clara, a su lado, sostenía la bata que se había de poner su padre y envolvía a éste con una mirada muy triste.
-¡Bueno, señora y caballeros! -dijo Northmour. ¿Qué opináis de una salida? ¡El horno está cada vez más caldeado y no vamos a esperar a cocernos. En cuanto a mí, ardo en deseos de llegar a las manos con el enemigo y concluir de una vez.
-No nos queda más remedio -contesté yo. Clara y su padre, con diferente tono, dijeron: -Ninguno.
Cuando bajamos las escaleras, el calor empezaba a hacerse excesivo. El rumor del incendio llenaba nuestros oídos, y apenas habíamos llegado abajo, cuando la ventana de la escalera cayó con estrépito dando paso a un haz de llamas que empezó difundir por todas partes el terrible y destructor elemento. En el piso principal cayó algo pesado que dio a entender que también por allí se extendían sus destrozos; en una palabra, el pabellón ardía como una caja de cerillas, amenazando a cada instante con derrumbarse sobre nuestras cabezas.
Northmour y yo cargamos nuestros revólveres, el señor Hudlstone rehusó un arma de fuego y con una exaltación febril que le hacía parecer un iluminado, nos ordenó que nos pusiéramos detrás de él.
-¡Que abra Clara la puerta! -dijo el arquero. Así si hacen una descarga, quedará resguardada, y nosotros roguemos a Dios nos perdone nuestros pecados.
Yo le oí, mientras estaba sin respirar a su lado, murmurar algunas oraciones mezcladas con súplicas y palabras incoherentes. Y, a pesar de lo impío de semejante pensamiento, no puedo negar que le desprecié al creerle tan cobarde en aquellos momentos.
Mientras tanto, Clara que estaba pálida como la muerte pero sin perder el control, separaba la barricada de la puerta; un segundo más y la puerta estuvo abierta. Las llamas y la luna iluminaban todo el espacio de los campos de liquen y hiedra con cambiantes reflejos, mientras una espesa columna de humo subía recta hasta el cielo.
El señor Hudlstone; con una fuerza sobrenatural en un hombre como él, se volvió rápidamente y nos dio tan vigoroso empujón a Northmour y a mí que nos hizo vacilar y retroceder y aprovechando el instante en que lo brusco e inesperado de la acción nos tenía incapacitados para todo movimiento, levantó los brazos sobre su cabeza y como hombre fuera de sí se lanzó fuera del edificio gritando:
-¡Aquí estoy! ¡Soy Hudlstone el traidor! ¡Matadme y perdonad a los demás!
Su aparición súbita no pasó inadvertida para nuestros enemigos, pues apenas Northmour y yo cogimos a Clara entre los dos y quisimos acudir en su ayuda, sonaron al menos doce disparos y Bernardo Hudlstone cayó profiriendo un lúgubre alarido.
De entre los primeros árboles del bosque y desde detrás de las colinas de arena se oyeron voces que repetían la palabra ¡traditore! como si hubiera sido la sentencia de los invisibles vengadores.
En este momento se desplomó el techo del pabellón; tan rápidos habían sido los progresos del fuego. Ruidos de cristales rotos y crujidos de maderas acompañaron al sordo y horrible de la caída y la vasta columna de llamas se elevó hasta las nubes. El incendio en este instante debía verse a veinte millas de distancia en el mar, desde la playa de la aldea y desde Graystiel, o sea el límite de las colinas Caulder.
No podía quejarse Bernardo Hudlstone de que no ardiera una buena pira al lado de su cadáver; quizás Dios, en su infinita misericordia, le había perdonado en gracia de su muerte altruista, los crímenes de su vida.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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