El
señor León Berthelini cuidaba mucho su apariencia, a fin de adecuar su aspecto
exterior a las necesidades del momento. Así es que en la época en que le
presentamos, afectaba cierto aire caballeresco y aventurero con cierto dejo
doméstico a lo Rembrandt. Era más bien bajo y con alguna inclinación a la
obesidad; su rostro sonriente; y la parte más notable de él la constituían sus
negros ojos en los que se reflejaba un corazón bondadoso, una naturaleza sana y
el más infatigable buen humor. Si se hubiera vestido con las ropas usuales, le
hubiérais tomado por un ejemplar híbrido, mezcla de barbero, hostelero y amable
mancebo de botica; pero con la fantástica indumentaria de una chaqueta de terciopelo
y sombrero de alas flotantes, calzones cortos y estrechos, pañuelo blanco
anudado con descuido al cuello, abundantes bucles sobre la frente y los pies
metidos en finísimos zapatos, desde luego llamaba la atención su originalidad,
y comprendíais que os hallabais delante de un ser superior. Cuando se ponía
gabán, no consentía en meterse las mangas; se lo sujetaba con un solo botón
sobre los hombros, y echando a la espalda el resto como si fuera una capa, lo
llevaba con la gracia de un Almaviva. En mi opinión es que el señor Berthelini
se acercaba a los cuarenta. Pero tenía un corazón joven y marchaba a través de
la vida como un niño en perpetua representación teatral. Si no era el mismo
Almaviva, no era por falta de querer parecerlo; y en justa compensación os
puedo añadir que si no era Almaviva era tan feliz como si lo fuese.
Le
he visto algunas veces en momentos en que creía encontrarse a solas y sin
testigos adoptar unas posturas tan caballerescas para desempeñar bien su papel
y emplear en esto tanto fuego y entusiasmo, que la ilusión era completa y yo
mismo llegaba a creer de verdad las afectaciones del gran hombre. Desgraciadamente
la vida no sólo se compone de privadas representaciones; no es posible vivir
de hacer el Almaviva por la calle; y el gran hombre, después de varias
tentativas desgraciadas en distintos géneros del arte, acabó por verse obligado
a descender de sus alturas cada noche y cantar seis u ocho canciones, tocar la
guitarra, decir un monólogo cómico y presidir por último los misterios de una
tómbola.
La
señora Berthelini que compartía con él estas tareas sin gloria, ocupaba quizás
un sitio más alto en la escala social de los seres, y tenía más dignidad y
menos afectación. Su corazón no era mejor porque eso era imposible, y todo su
rostro estaba bañado por una melancolía muy atractiva pero menos regocijante
que el sempiterno buen humor que resplandecía en el de su esposo.
Nuestro
héroe volaba como una cometa empujada por el viento sobre todas las miserias y
convencionalismos terrenales. Algunas ráfagas de cólera atravesaban, a veces,
las zonas en que viajaba, pero las nieblas persistentes o las tempestades de
lágrimas le eran igualmente desconocidas. Un golpe bien aplicado sobre una mesa,
seguido de una actitud robada a Melisne o a Frederic, bastaban para calmar su
irritación. Aunque se hubiese caído el Cielo, si él hubiera podido expresar con
su actitud la grandeza de la catástrofe, se habría declarado satisfecho.
Su
esposa, aunque no seguía su ejemplo, no dejaba de conta-giarse algo por la
atmósfera que envolvía a este notable personaje. Por lo demás, los dos esposos
se idolatraban, y aun pareciendo que viajaban en distintos mundos, no habían
dejado de caminar siempre de la mano.
Sucedió
un día en que el señor Berthelini y su esposa descendie-ron, acompañados de dos
mundos y una caja con la guitarra, en la estación de la pequeña ciudad de
Castel-le-Gâchis, y el ómnibus los llevó a ellos y su equipaje al hotel de la
Cabeza Negra. Éste era un edificio conventual y sombrío, capaz de resistir un
sitio una vez cerradas sus puertas, y con un extraño olor en su interior mezcla
de fresa, chocolate y perfumes descompuestos.
Berthelini
se detuvo en el zaguán. Tenía una reminiscencia de que en algún otro sitio anteriormente
visitado había olido igual y había sido muy mal recibido.
El
hostelero, un hombre de aspecto triste, se levantó de la mesa en que escribía
debajo de los manojos de llaves y se adelantó hacia los recién llegados
quitándose el sombrero al mismo tiempo.
-¡Caballero,
se os saluda! ¿Puedo permitirme preguntar cuál es vuestro precio para artistas?
-¿Para
artistas? -repitió el hostelero y decayó su semblante, desapareció la sonrisa
de bienvenida y se encasquetó el sombrero. ¡Oh, artistas! Cuatro francos
diarios.
-Y
volvió la espalda a los insignificantes huéspedes.
Un
viajante de comercio también tiene tarifa aparte, pero es bien recibido y puede
discutir las viandas. Pero un artista aunque tenga las maneras de Almansa y
vaya vestido como Salomón en toda su gloria, es recibido como un perro y se
cuidan de él como de una señora tímida que viaja sola.
A
pesar de lo acostumbrado que estaba Berthelini a los escollos de su profesión,
no le gustó nada la grosera acogida del hostelero.
-Elvira
-dijo a su esposa- acuérdate bien de mí: Castel-le-Gâchis nos será fatal en
nuestra gloriosa carrera.
-Aguarda
a ver cómo caemos -contestó la esposa.
-Caeremos
de cabeza -replicó el artista, nos pagarán con insultos. Ya sabes, Elvira,
esposa mía, que tengo el don de adivinar lo futuro. El hostelero ha sido descortés;
el comisario será un buitre y el público soez y avaro; y tú seguramente cogerás
unas anginas. Hemos sido lo bastante necios para venir; la suerte está echada,
pero será un segundo Sedán.
Sedán
era una ciudad aborrecible para los Berthelini, no solamente por patriotismo
(pues eran franceses, y su verdadero nombre era el algo vulgar de Durand), sino
porque guardaban de ella malísimos recuerdos. Allí habían estado tres semanas
detenidos sin poder marchar ni pagar la cuenta del hotel; y, a no ser por un
caso fortuito, allí estarían todavía. Nombrar a Sedán delante de estos modestos
artistas era condensar en uno los efectos del terremoto de la inundación y del
eclipse. El Conde de Almaviva se encajó el sombrero con un gesto que indicaba
la desesperación; y hasta su esposa empezó a temer la mala influencia de
aquellos lugares.
-Pidamos
el almuerzo -dijo ella con su tono de mujer práctica.
El
comisario de policía de Castel-le-Gâchis era un comisario muy corpulento,
purpúreo y sujeto a una perpetua transpiración facial. A propósito he repetido
el nombre de su cargo porque era mucho más comisario que hombre. Estaba poseído
del espíritu de su dignidad y pasaba por la vida como si ésta fuese un acto
oficial. Cuando insultaba a un pacífico ciudadano le parecía que defendía al
gobierno, y a falta de dignidad era brutal en el excesivo celo con que cumplía
sus funciones. La comisaría era un antro y los transeúntes podían percibir
desde la calle una estentóreo voz que si no exponía la ley daba a conocer el
mal humor del comisario.
En
seis ocasiones a lo largo día visitó el bueno de Berthelini la residencia
oficial en busca del necesario permiso para su función nocturna, y las seis le
dijeron que el importante personaje había salido. La figura de León Berthelini
empezó a hacerse familiar en las calles de la pequeña ciudad. Adquirió una
rápida celebridad local y fue señalado con el nombre de «el hombre que busca
al señor comisario».
Varios
chiquillos desocupados se pegaron a sus talones, acompañándole en sus
frecuentes caminatas entre el hotel y la oficina. León podía hacer lo que
quisiera; aquella caterva no se alejaba y en estas circunstancias es muy
difícil de sostener el papel de Almaviva.
Cuando
pasaba por séptima vez por la plaza del mercado, uno de sus espontáneos acompañantes
le señaló al comisario, que con el chaleco desabrochado y las manos a la
espalda vigilaba desde las alturas de la ley el peso y venta de la manteca.
Berthelini dirigió sus pasos hada el funcionario que se hallaba rodeado de
cestas y con un saludo que era un triunfo del arte escénico:
-¿Tengo
el honor de saludar al señor comisario? -dijo el artista.
El
funcionario quedó bien impresionado por lo respetuoso del saludo y con más
majestad y menos grada:
-El
honor es mío -respondió.
-Yo
soy, señor comisario -dijo León, un artista, y me he permitido interrumpimos
en un asunto del servicio para poner en vuestro conocimiento que esta noche
doy una pequeña velada musical en el Café del Triunfo (me atrevo a ofrecemos
un programa) y vengo a pediros la necesaria autorización.
A
la palabra artista el comisario se caló el sombrero como para indicar que ya
había tenido sobrada condescendencia y que le reclamaban los deberes de su
cargo.
-Dejadme
en paz ahora -dijo, estoy pesando la manteca.
-¡Cara
de judío! -pensó León, pero añadió en voz alta: Perdonadme si insisto, pero he
estado seis veces...
-Poned
los carteles si queréis -le interrumpió el funcionario. En un par de horas
examinaré vuestros documentos en la oficina, pero ahora marchad. Ya veis que
estoy ocupado.
-¡Pesando
la manteca! -pensó dolorosamente el artista. ¡Oh Francia! ¡Para eso hemos hecho
el 93!
Los
preparativos estuvieron pronto terminados. Los carteles colgados, los
programas colocados en todas las mesas de los hoteles de la ciudad y un pequeño
tablado puesto en un extremo del Café del Triunfo. Pero cuando León volvió a la
oficina, el comisario se había marchado de nuevo.
-Es
como Madame Beresiton -pensó Berthelini. ¡Maldito comisario! -justamente en aquel
momento se encontró con él cara a cara.
-Aquí
están mis papeles, caballero -dijo León. ¿Queréis tener la bondad de examinarlos?
Pero
el comisario se disponía a comer, así es que contestó:
-Es
inútil, completamente inútil, estoy ocupadísimo; pero no hallo inconveniente
en que deis vuestra función.
-Y
entró apresuradamente en la casa.
-¡Maldito
comisario! -volvió a murmurar el artista.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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