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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. I

El señor León Berthelini cuidaba mucho su apariencia, a fin de adecuar su aspecto exterior a las necesidades del momento. Así es que en la época en que le presentamos, afectaba cierto aire caballeresco y aventurero con cierto dejo doméstico a lo Rembrandt. Era más bien bajo y con alguna inclinación a la obesidad; su rostro sonriente; y la parte más notable de él la consti­tuían sus negros ojos en los que se reflejaba un corazón bondadoso, una naturaleza sana y el más infatigable buen humor. Si se hubiera ves­tido con las ropas usuales, le hubiérais tomado por un ejemplar híbrido, mezcla de barbero, hostelero y amable mancebo de botica; pero con la fantástica indumentaria de una chaqueta de terciopelo y sombrero de alas flotantes, calzo­nes cortos y estrechos, pañuelo blanco anudado con descuido al cuello, abundantes bucles sobre la frente y los pies metidos en finísimos zapatos, desde luego llamaba la atención su origina­lidad, y comprendíais que os hallabais delante de un ser superior. Cuando se ponía gabán, no consentía en meterse las mangas; se lo sujetaba con un solo botón sobre los hombros, y echan­do a la espalda el resto como si fuera una capa, lo llevaba con la gracia de un Almaviva. En mi opinión es que el señor Berthelini se acercaba a los cuarenta. Pero tenía un corazón joven y marchaba a través de la vida como un niño en perpetua representación teatral. Si no era el mismo Almaviva, no era por falta de querer parecerlo; y en justa compensación os puedo añadir que si no era Almaviva era tan feliz co­mo si lo fuese.
Le he visto algunas veces en momentos en que creía encontrarse a solas y sin testigos adoptar unas posturas tan caballerescas para desempeñar bien su papel y emplear en esto tanto fuego y entusiasmo, que la ilusión era completa y yo mismo llegaba a creer de verdad las afectaciones del gran hombre. Desgraciadamente la vida no sólo se compone de priva­das representaciones; no es posible vivir de hacer el Almaviva por la calle; y el gran hom­bre, después de varias tentativas desgraciadas en distintos géneros del arte, acabó por verse obligado a descender de sus alturas cada noche y cantar seis u ocho canciones, tocar la guitarra, decir un monólogo cómico y presidir por últi­mo los misterios de una tómbola.
La señora Berthelini que compartía con él es­tas tareas sin gloria, ocupaba quizás un sitio más alto en la escala social de los seres, y tenía más dignidad y menos afectación. Su corazón no era mejor porque eso era imposible, y todo su rostro estaba bañado por una melancolía muy atractiva pero menos regocijante que el sempiterno buen humor que resplandecía en el de su esposo.
Nuestro héroe volaba como una cometa em­pujada por el viento sobre todas las miserias y convencionalismos terrenales. Algunas ráfagas de cólera atravesaban, a veces, las zonas en que viajaba, pero las nieblas persistentes o las tem­pestades de lágrimas le eran igualmente desco­nocidas. Un golpe bien aplicado sobre una me­sa, seguido de una actitud robada a Melisne o a Frederic, bastaban para calmar su irritación. Aunque se hubiese caído el Cielo, si él hubiera podido expresar con su actitud la grandeza de la catástrofe, se habría declarado satisfecho.
Su esposa, aunque no seguía su ejemplo, no dejaba de conta-giarse algo por la atmósfera que envolvía a este notable personaje. Por lo demás, los dos esposos se idolatraban, y aun parecien­do que viajaban en distintos mundos, no habí­an dejado de caminar siempre de la mano.
Sucedió un día en que el señor Berthelini y su esposa descendie-ron, acompañados de dos mundos y una caja con la guitarra, en la esta­ción de la pequeña ciudad de Castel-le-Gâchis, y el ómnibus los llevó a ellos y su equipaje al hotel de la Cabeza Negra. Éste era un edificio conventual y sombrío, capaz de resistir un sitio una vez cerradas sus puertas, y con un extraño olor en su interior mezcla de fresa, chocolate y perfumes descompuestos.
Berthelini se detuvo en el zaguán. Tenía una reminiscencia de que en algún otro sitio ante­riormente visitado había olido igual y había sido muy mal recibido.
El hostelero, un hombre de aspecto triste, se levantó de la mesa en que escribía debajo de los manojos de llaves y se adelantó hacia los recién llegados quitándose el sombrero al mismo tiempo.
-¡Caballero, se os saluda! ¿Puedo permitirme preguntar cuál es vuestro precio para artistas?
-¿Para artistas? -repitió el hostelero y decayó su semblante, desapareció la sonrisa de bienve­nida y se encasquetó el sombrero. ¡Oh, artistas! Cuatro francos diarios.
-Y volvió la espalda a los insignificantes huéspedes.
Un viajante de comercio también tiene tarifa aparte, pero es bien recibido y puede discutir las viandas. Pero un artista aunque tenga las maneras de Almansa y vaya vestido como Salomón en toda su gloria, es recibido como un perro y se cuidan de él como de una señora tímida que viaja sola.
A pesar de lo acostumbrado que estaba Berthelini a los escollos de su profesión, no le gustó nada la grosera acogida del hostelero.
-Elvira -dijo a su esposa- acuérdate bien de mí: Castel-le-Gâchis nos será fatal en nuestra gloriosa carrera.
-Aguarda a ver cómo caemos -contestó la esposa.
-Caeremos de cabeza -replicó el artista, nos pagarán con insultos. Ya sabes, Elvira, esposa mía, que tengo el don de adivinar lo futuro. El hostelero ha sido descor­tés; el comisario será un buitre y el público soez y avaro; y tú seguramente cogerás unas angi­nas. Hemos sido lo bastante necios para venir; la suerte está echada, pero será un segundo Sedán.
Sedán era una ciudad aborrecible para los Berthelini, no solamente por patriotismo (pues eran franceses, y su verdadero nombre era el algo vulgar de Durand), sino porque guardaban de ella malísimos recuerdos. Allí habían estado tres semanas detenidos sin poder mar­char ni pagar la cuenta del hotel; y, a no ser por un caso fortuito, allí estarían todavía. Nombrar a Sedán delante de estos modestos artistas era condensar en uno los efectos del terremoto de la inundación y del eclipse. El Conde de Almaviva se encajó el sombrero con un gesto que indicaba la desesperación; y hasta su esposa empezó a temer la mala influencia de aquellos lugares.
-Pidamos el almuerzo -dijo ella con su tono de mujer práctica.
El comisario de policía de Castel-le-Gâchis era un comisario muy corpulento, purpúreo y sujeto a una perpetua transpiración facial. A propósito he repetido el nombre de su cargo porque era mucho más comisario que hombre. Estaba poseído del espíritu de su dignidad y pasaba por la vida como si ésta fuese un acto oficial. Cuando insultaba a un pacífico ciuda­dano le parecía que defendía al gobierno, y a falta de dignidad era brutal en el excesivo celo con que cumplía sus funciones. La comisaría era un antro y los transeúntes podían percibir desde la calle una estentóreo voz que si no ex­ponía la ley daba a conocer el mal humor del comisario.
En seis ocasiones a lo largo día visitó el bue­no de Berthelini la residencia oficial en busca del necesario permiso para su función noctur­na, y las seis le dijeron que el importante per­sonaje había salido. La figura de León Bertheli­ni empezó a hacerse familiar en las calles de la pequeña ciudad. Adquirió una rápida celebri­dad local y fue señalado con el nombre de «el hombre que busca al señor comisario».
Varios chiquillos desocupados se pegaron a sus talones, acompañándole en sus frecuentes caminatas entre el hotel y la oficina. León podía hacer lo que quisiera; aquella caterva no se ale­jaba y en estas circunstancias es muy difícil de sostener el papel de Almaviva.
Cuando pasaba por séptima vez por la plaza del mercado, uno de sus espontáneos acompa­ñantes le señaló al comisario, que con el chaleco desabrochado y las manos a la espalda vigilaba desde las alturas de la ley el peso y venta de la manteca. Berthelini dirigió sus pasos hada el funcionario que se hallaba rodeado de cestas y con un saludo que era un triunfo del arte escé­nico:
-¿Tengo el honor de saludar al señor comisa­rio? -dijo el artista.
El funcionario quedó bien impresionado por lo respetuoso del saludo y con más majestad y menos grada:
-El honor es mío -respondió.
-Yo soy, señor comisario -dijo León, un ar­tista, y me he permitido interrumpimos en un asunto del servicio para poner en vuestro cono­cimiento que esta noche doy una pequeña ve­lada musical en el Café del Triunfo (me atrevo a ofrecemos un programa) y vengo a pediros la necesaria autorización.
A la palabra artista el comisario se caló el sombrero como para indicar que ya había teni­do sobrada condescendencia y que le reclama­ban los deberes de su cargo.
-Dejadme en paz ahora -dijo, estoy pesando la manteca.
-¡Cara de judío! -pensó León, pero añadió en voz alta: Perdonadme si insisto, pero he estado seis veces...
-Poned los carteles si queréis -le interrumpió el funcionario. En un par de horas examinaré vuestros documentos en la oficina, pero ahora marchad. Ya veis que estoy ocupado.
-¡Pesando la manteca! -pensó dolorosamente el artista. ¡Oh Francia! ¡Para eso hemos hecho el 93!
Los preparativos estuvieron pronto termi­nados. Los carteles colgados, los programas colocados en todas las mesas de los hoteles de la ciudad y un pequeño tablado puesto en un extremo del Café del Triunfo. Pero cuando León volvió a la oficina, el comisario se había marchado de nuevo.
-Es como Madame Beresiton -pensó Bert­helini. ¡Maldito comisario! -justamente en aquel momento se encontró con él cara a cara.
-Aquí están mis papeles, caballero -dijo León. ¿Queréis tener la bondad de examinar­los?
Pero el comisario se disponía a comer, así es que contestó:
-Es inútil, completamente inútil, estoy ocu­padísimo; pero no hallo inconveniente en que deis vuestra función.
-Y entró apresuradamente en la casa.
-¡Maldito comisario! -volvió a murmurar el artista.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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