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lunes, 15 de diciembre de 2014

La guitarra providencial - Cap. V

León se colocó a la cabeza del movimiento, como si supiera adonde iba. Los sollozos de su esposa eran aún perceptibles y nadie habló una palabra. Un perro ladró con furia al pasar delante de una verja y el reloj de la iglesia dio las dos, seguido de otros muchos en diversidad de tonos. Justamente entonces descubrió Berthelini una luz. Brillaba en una casita de los alrede-dores de la ciudad y en su dirección encaminaron sus pasos nuestros noctámbulos
«Siempre es una probabilidad», pensaba León.
La casa en cuestión debía tener la fachada dando a otra calle y era la parte trasera la que daba a la especie de patio-jardín al que se acercaron nuestros amigos. La casa parecía haber sufrido recientes obras. Una enorme ventana que se veía en la pared parecía más reciente que la casa. León concibió la esperanza de que fuera un estudio.
-Si solamente fuese un pintor -dijo frotándose las manos, apuesto doble contra sencillo que seremos bien recibidos y provistos de cuanto necesitamos.
-Pero yo creí que los pintores son siempre muy pobres -observó el estudiante.
-No conocéis el mundo como yo lo conozco -dijo León con un aire muy filosófico; para nosotros cuanto más pobres sean mejor.
Y el trío avanzó en el patio.
La luz estaba colocada en el piso bajo de la casita; la ventana que se vela brillantemente iluminada junto a otras dos con claridad más débil hacía suponer que era una lámpara encendida en una vasta habitación; y cierto aumento irregular que se notaba en la luz demostraba que una buena lumbre contribuía a aquella iluminación. Al acercarse, oyeron una voz y los tres se detuvieron. El diapasón era alto y el tono de enfado, pero aun así era una voz masculina bien timbrada y agradable. La modulación era demasiado rápida para poder ser percibido con claridad; era una cascada de palabras cayendo más o menos rápidas, y de cuando en cuando una frase pronunciada muy distintamente, como si el orador tuviera especial confianza en su virtud.
De pronto se alzó otra voz. Esta vez era de mujer. Y si la voz masculina denotaba enfado, la de la mujer estaba en el grado supremo de la furia; era esa voz incolora y antinatural que lo mismo puede conducir a un homicidio que a una crisis nerviosa. La voz en que a veces la mejor de las mujeres dice palabras más dolorosas que la muerte a las personas más queridas. Si los huesos que yacen en los sepulcros fueran dotados del don de la palabra, tendrían una voz muy semejante.
León era valiente y aun creo que algo escéptico, pero al oír aquella voz prevaleció el hábito de la niñez y se santiguó devota-mente
Ya había él conocido varias mujeres en su vida. Sin duda las palabras que pronunció la mujer fueron muy duras, pues volvió a oírse la voz del hombre denunciando una violenta cólera.
El estudiante, que no había comprendido las palabras de la mujer, se tapó los oídos al escuchar los gritos del hombre
-¡Aquí se van a pegar! -opinó.
La mujer replicó de nuevo, aún dueña de sí misma, pero un poco más alterada.
-¿Se acerca la crisis? -preguntó León a su esposa. Me parece que esta escena no puede ser muy larga.
-¡Yo qué sé! -replicó Elvira con alguna acritud.
-¡Oh, mujeres, mujeres! -dijo León abriendo la caja de la guitarra. Es una de las cargas de mi vida, señor Stubbs, se ayudan unas a otras, dicen que no lo hacen por sistema, que es la naturaleza. Hasta la señora Berthelini, que es una artista dramática.
-No tenéis corazón, esposo -dijo la interesante Elvira. Esta pobre mujer está disgustada.
-¿Y el hombre, ángel mío? -preguntó el señor Berthelini sacando la guitarra, ¿y el hombre, amor mío?
-Para eso es hombre -fue la sencilla respuesta
-¿Oís esto? -dijo León a Stubbs. Aún es tiempo para vos. Apuntaos esa entonación de voz. Y ahora -continuó, ¿qué les vamos a cantar?
-¿Pero vais a cantar ahora? -preguntó Stubbs.
-Yo soy un trovador y pido hospitalidad a cambio de mi arte -contestó León. ¿Podría hacer eso si fuese banquero?
-Tampoco tendríais necesidad de hacerlo -contestó el estudiante,
-¡Calla! -se dijo León. ¡Pues es verdad, Elvira, es verdad!
-Naturalmente que lo es -replicó la aludida, y bien por figurártelo.
-Querida mía -dijo León con su énfasis natural; yo no me figuro más que lo que es poético, pero ¿qué vamos a cantar?
Yo quisiera algo apropiado.
El joven inglés estuvo por proponer una canción familiar en su Universidad, pero pensando que estaba en inglés se abstuvo de dar ningún consejo en el asunto.
-Algo que recuerde nuestra actual situación.
-¡Ya lo tengo! -y empezó a cantar una antigua romanza de Pierre Dupont, que dice:

¿Sabéis en dónde está mayo,
que es el mes más hermoso?

Elvira unió su voz; también lo hizo Stubbs con buen oído y no mala voz, aunque con muy imperfecto conocimiento de la música. La guitarra de León servía de punto de apoyo a las voces. El actor lanzaba las notas de pecho con prodigalidad y entusiasmo, y al mirar al cielo, de la manera heroica que él acostumbraba arrojando atrás los rizos negros de sus cabellos, le parecía que las estrellas contribuían con su silencioso aplauso a su gloria y que el universo le concedía su silencio como coro para sus trovas; y un eterno Endymios como nuestro artista no necesita más para ser feliz.
Él solo (y hemos de hacer observar que era el peor cantante de los tres) tomó la música en serio juzgando la serenata desde un punto artístico muy elevado.
Elvira estaba preocupadísima con su situación, y en cuanto a Stubbs, le pareció que era una broma colosal. Las tres voces continuaron preguntando dónde se encontraba el mes de mayo.
Los inquilinos empezaron por asustarse, se vio la luz andar de un lado al otro, dejando una ventana casi a oscuras para iluminar otra, y por último se abrió la puerta y apareció un hombre en blusa llevando una lámpara de mano. Era muy joven aún, de revuelta barba y luenga cabellera y llevaba el cuello desnudo. Su blusa llena de manchas de todos colores parecía una túnica arlequinesca, y tenía algo de rural en la manera de llevar los calzones sujetos con un cinturón.
Inmediatamente detrás de él y mirando por encima de su hombro, apareció una mujer. Estaba pálida y un poco ajada, aunque muy joven todavía. La expresión de su rostro era agridulce y todo el conjunto recordaba vagamente a algunas medicinas, provechosas para la salud, pero insípidas al gusto. De todos modos su rostro no era desagradable ni mucho menos.
-¿Qué es eso? -preguntó el joven.

 1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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