Translate

lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. III

De cómo conocí a la que después fue mi esposa

Durante dos días estuve alrededor del pabellón tomando muchas precau-ciones para no ser descubierto; pero a pesar de mis incesantes pesquisas pude averiguar muy poco sobre Northmour o sus misterio-.sos huéspedes.
La vieja nodriza de la mansión señorial renovó las provisiones durante las sombras de la noche. Northmour y su joven huésped salieron a pasear algunas veces una ya juntos otras, separados y encaminándose siempre hacia las arenas pantanosas, sin duda para tener más seguridad de no ser vistos, pues aquella parte de la playa resguardada por grandes montones de arena, no puede verse más que desde el mar.
Para mí, no podía estar el sitio mejor escogido, pues se hallaba situado junto a la más alta y accidentada de las colinas de arena y echándome dentro de un hoyo, podía, sin ser visto, no perder un movimiento de los paseantes.
El hombre alto parecía haber desaparecido; no sólo no salía del pabellón, sino que ni siquiera asomaba su faz a la ventana; o al menos yo no le había visto, pues de día no me acercaba más que a cierta distancia y por la noche, cuando podía aventurarme algo más, las ventanas estaban herméticamente cerradas como si tuvieran que aguantar un sitio. A veces pensaba que el hombre debía estar en cama enfermo, pues recordaba su lenta e insegura marcha, y otras que se debía haber escapado dejando a la joven y a Northmour solos en el pabellón. Esta idea, no sé por qué me era especial-mente desagradable.
Aunque aquella pareja fuera marido y mujer, no me parecían sus relaciones las más cordiales ni denotaban ningún cariño ni confianza. Desde el sitio en que estaba no podía oír su conversación, pero la expresión sombría de él y el aspecto reservado de ella sobre todo, denotaba poca familiaridad o mejor dicho antipatía. La joven marchaba más deprisa cuando iba acompañada por Northmour que cuando paseaba sola, y yo creo que cuando hay inclinación entre un hombre y una mujer, más bien maquinalmente se retarda el paso que se apresura; además siempre marchaba a un metro de distancia de él y llevando la sombrilla como si fuera una barrera entre los dos. Northmour trataba de aproximarse a la joven y ésta se retiraba: de modo que su paseo tenía algo de diagonal, y de haber sido más largo hubiera acabado por encaminarlos a los pantanos. Cuando la proximidad de éstos impedía a la joven retroceder más por aquel lado, cambiaba sin ostentación de sitio dejando a su acompañante entre ella y el mar. Estas maniobras que yo observaba con placer merecían por completo mi aprobación y hacían que me restregara las manos de gusto.
En la mañana del tercer día salió a pasear sola, y con gran sorpresa vi que lloraba sin cesar. Tenía un paso firme y gracioso y su cabeza, bien plantada entre sus hombros, reunía la altivez y la modestia; cada uno de sus pasos era digno de ser admirado y toda ella me parecía la personificación de la belleza y de la dulzura.
El día estaba muy agradable; el viento en calma; el sol brillante; el mar tranquilo; y corría una brisa tan fresca y saludable, que contra su costumbre salió otra vez a paseo, esta vez acompañada por Northmour. No habían dado más que algunos pasos por la playa cuando vi a éste posesionarse de una de sus manos; la joven trató de retirarla lanzando una exclamación que parecía un grito. Yo salté de mi escondite dispuesto a correr en su ayuda, pero con no poca sorpresa mía vi a Northmour quitarse el sombrero e inclinarse como dando disculpas después de soltar la mano. Entonces me paré; intercambiaron otras cuantas palabras y volviéndose a inclinar se separó él dirigiéndose solo al pabellón. Pasó muy cerca de mí y pude observar su rostro pálido (en el que reconocí como obra mía un profundo arañazo cerca de un ojo), sus ojos centelleantes y su mano crispada empuñando su bastón. Por algunos momentos permaneció la joven en el mismo sitio que la había dejado el atrevido galán, mirando hacia la pequeña isla y el brillante mar; después, como quien sacude sus preocupaciones y reúne sus energías, emprendió una marcha rápida y resuelta. Sin duda lo que había pasado le había hecho olvidar todo lo demás, pues se encaminaba en línea recta a las pérfidas arenas pantanosas, y pocos pasos le faltaban ya para que su salvación fuera imposible cuando saliendo yo de mi escondite me precipité en su camino gritándola que se detuviera. Así lo hizo y mirándome sin el menor vestigio de miedo se dirigió a mí como una reina.
Yo estaba descalzo y vestía como un vulgar marinero menos una faja egipcia que rodeaba mi cintura; debió de tomarme al pronto por alguno de los habitantes de la más próxima aldea. En cuanto a mí, cuando la vi de cerca y mirándome firmemente con sus grandes y hermosísimos ojos, me pareció mil veces más bella de lo que hasta entonces había creído.
Ni pude admirar bastante el que una mujer que obra con tanta resolución conserve al mismo tiempo un aire tan dulce y encantadoramente femenino. Esta expresión la ha conservado mi esposa a través de toda su admirable vida; excelente cosa en una mujer y que da más relieve y valor a todas sus acciones.
-¿Por qué me llamáis y qué queréis? -preguntó ella.
-Vais directamente a las arenas pantanosas -contesté.
-¿Quién sois, que a pesar de vuestro traje parecéis un hombre bien educado?
-Creo tener derecho a este nombre -fue mi respuesta- aun con este disfraz.
Pero los ojos de la joven ya habían descubierto mi cinturón.
-¡Oh! -dijo ella. Esa faja os hace traición.
-Habéis pronunciado la palabra traición -repliqué. ¿Queréis no hacerme vos traición? He aparecido en interés suyo, pero si Northmour me descubre en este lugar, puede ocurrirme alguna desgracia.
-¿Sabéis a quién estáis hablando? -preguntó la joven.
-¿Espero que no será a la esposa de Sir Northmour? -pregunté en lugar de responder.
Ella hizo un ademán con la cabeza y continuó observándome con la mayor fijeza.
-Tenéis un rostro franco y honrado, sedlo tanto como vuestro rostro, caballero, y decidme qué deseáis y qué tenéis. ¿Creéis que yo puedo perjudicaron? Mayores son los daños que vos podéis causar-me. Pero no parecéis malo y sin embargo ¿cómo se explica que vos, un caballero, ande haciendo el papel de espía en estos solitarios parajes? Decidme, ¡a quién odiáis?
-Yo no odio a nadie -respondí- y tampoco temo a nadie cara a cara. Mi nombre es Cassilis, Frank Cassilis. Llevo la vida de vagabundo por mi propio placer, y soy uno de los amigos más antiguos de Northmour; y hace tres noches, cuando quise saludarle me dio una puñalada en este hombro que gracias a mi desesperada resistencia no me costó la vida.
-¡Ah! -dijo la dama. ¿Erais vos?
-Por qué ha hecho esto -proseguí como si no hubiera oído la interrupción- no lo sé ni me importa saberlo. No tengo muchos amigos ni soy muy susceptible al sentimiento de la amistad, pero no me dejo arrojar, contra mi voluntad, de ninguna parte. Yo había acampado en estos bosques antes de que él viniera, y en ellos permanezco. Si creéis que mi presencia puede perjudicaras a vos o a los vuestros, el remedio está en vuestra mano. Decidle que estoy acampado en la gruta de la Hemloch Den, y esta noche me podrá asesinar mientras duermo.
Diciendo esto me quité la gorra en señal de despedida y volví, a trepar sobre la colina de arena.
No sé por qué tenía yo en aquel momento la sensación de que se estaba cometiendo una gran injusticia conmigo. Sentía en mí algo de héroe y mucho de mártir. Cuando en realidad no tenía ni una palabra que exponer en mi defensa ni una razón plausible con que explicar mi conducta. Había permanecido en Graden por una curiosidad muy natural, pero de las más vulgares, y aunque también me había obligado a ello un sentimiento creciente y más poderoso, éste no era de los que en aquellos momentos hubiera sido oportuno explayar.
Aquella noche la imagen de la bellísima desconocida no me abandonó un instante. Y aunque su posición y conducta pudiera despertar sospechas, mi corazón no tenía ninguna duda acerca de su inocencia; hubiera apostado mi vida a que ella estaba limpia de culpa, y que aunque todo estaba en el presente oscuro, ya vendría la clave del misterio a demostrar que la parte que ella había tomado en todos estos acontecimientos no sólo era justa sino indispensable. Cierto es, no quiero adular a mi imaginación, que no encontraba explicación posible a sus relaciones con Northmour, pero eso no debilitaba mi convencimiento, que tenía por base el instinto más que la razón, y su imagen fue la última que se borró de mis ojos al cerrarlos el sueño.
A la mañana siguiente, poco más o menos a la misma hora, salió del pabellón sola y tan pronto como las colinas de arena ocultaron la vista del pabellón, se acercó al lugar en que nos vimos el día anterior y me llamó por mi nombre en tono cauteloso. Me sorprendió mucho ver que estaba intensamente pálida y al parecer bajo el dominio de una intensa emoción.
-¡Señor Cassilis! -gritó. ¡Señor Cassilis!
Me apresuré a reunirme con ella y a mi vista su luminosa mirada expresó un sentimiento de íntima satisfacción.
-¡Ah! -exclamó como si el pecho se le hubiera aligerado de una pesada carga, y luego añadió: ¡Gracias a Dios que no os ha sucedido ninguna desgracia! Bien sabía yo que si podíais estaríais aquí.
-¿No es extraño? Tan sabiamente prepara la Naturaleza los cora-zones. Para estos afectos que duran toda la vida, que mi esposa y yo tuvimos el mismo presentimiento al segundo día de conocernos: yo había esperado que ella me buscaría, ella estaba segura de encontrarme.
Prometedme -dijo con rapidez- que no permaneceréis en este sitio. No durmáis más en ese bosque. No sabéis cuánto he sufrido esta noche pensando en vuestro peligro.
-¿Peligro? -pregunté. ¿Qué peligro? ¿El de encontrarme a Northmour?
-No es eso -contestó ella. ¿Habéis podido creer que yo os había de denunciar?
-¿No es eso? -repetí. Entonces ¿cuál? No veo ninguna otra causa que temer.
-No me preguntéis nada -fue su respuesta. No soy libre de poder contestar; pero creedme y marchaos pronto, ¡pronto!, si queréis salvar vuestra vida.
Tratar de inspirar miedo, no es buen sistema para desembara-zarse de un hombre que no sea un cobarde. Mi obstinación no hizo más que aumentar con sus palabras. Determiné el quedarme sin temer nada; y su solicitud por mí no hizo más que robustecer mi determinación.
-No me juzguéis indiscreto, señora -repliqué; pero si Graden es un sitio tan peligroso, quizá vos misma no estéis aquí completamente segura.
La joven me lanzó una mirada de reproche.
-Vos y vuestro padre -iba a continuar pero me interrumpió con angustia.
-¡Mi padre! -repitió. ¿Cómo lo sabéis?
-Os vi juntos la noche del desembarco -contesté y ella pareció tranquilizarse, pero añadí: No temáis nada por mi causa. Veo que tenéis algún motivo para ocultaros y yo os juro que vuestro secreto está tan seguro en mi pecho, como si yo hubiera sido tragado por las arenas de Graden. Hace años que apenas he hablado con alguien, mi caballo es mi único amigo, e incluso ese pobre animal tampoco está a mi lado. Podéis tener plena confianza en mi secreto. Así que, os lo suplico, decidme la verdad, testáis en peligro?
-He oído decir a Sir Northmour que sois un hombre de honor continuó- y lo he creído en cuanto os he visto. Os diré lo que pueda; tenéis razón, estamos aquí en un grande e inmenso peligro y vos lo compartís quedándoos.
-¡Ah! -dije yo. ¿Habéis tenido noticias mías por medio de North-mour?, y ¿han sido favorables?
-Anoche le he hablado de vos diciendo -contestó con alguna vacilación, diciendo que os había conocido hace ya mucho tiempo, y que vos me habíais hablado de él; no es cierto, pero yo no podía contenerme sin preguntar algo, y la verdad hubiera podido perju-dicaros. Hizo muchos elogios de vos.
-Y, permitidme otra pregunta -dije: este peligro ¿es a causa de Northmour?
-¿De Sir Northmour? -contestó ella. ¡Oh no!, al contrario, lo com-parte con nosotros.
-Y ¿por qué queréis que yo me marche? -le dije. Poco me apre-ciáis.
-¿Y por qué habíais de permanecer? -fue la respuesta. Vos no sois amigo nuestro.
No sé lo que me pasó al oír estas palabras, porque desde niño no había sentido ocurrido debilidad igual, pero lo cierto es que tras un extraño escozor se me llenaron los ojos de lágrimas.
-¡No!, ¡no! -exclamó ella vivamente y con voz conmovida, no ha sido mi ánimo el ofendemos.
-Yo soy quien debe de pedir me disculpéis la indiscreción -y con una mirada suplicante le tendí la mano, y ella también, emocionada, se apresuró a darme la suya. Yo la retuve entre las mías clavando mis ojos en los suyos. Ella fue la primera que desprendió su mano y olvidando sus preguntas y sus consejos, sin decir una sola palabra, emprendió precipitadamente su camino de regreso, sin parar ni volver la cabeza hasta que se perdió de vista.
Entonces ya no pude ocultarme que la amaba con toda mi alma y que ella ¡ella! tampoco era indiferente a mi pasión. Muchas veces después me lo ha negado pero siempre sonriendo y ruborizándose. Por mi parte afirmo que nuestras manos no se hubieran unido tan estrechamente si nuestros corazones no hubieran estado iden-tificados.
Poco más sucedió aquella mañana. En la siguiente volvimos a encontrarnos, ella insistió en mi partida y, como me encontró inquebrantable, empezó a preguntar detalles de mi llegada. Le conté por qué series de casualidades había llegado a ser testigo de su desembarco y cómo había resuelto quedarme después, parte por curiosidad acerca de los huéspedes y parte para vengarme del incalificable ataque de Northmour.
En cuanto a lo primero, me temo que exageré algo al darle a entender que desde aquella misma noche me había sentido atraído hacia ella, cuando la vi atravesando la playa. Cuadra a mi sinceridad hacer esta confesión ahora que mi querida esposa está en presencia de Dios y sabe la verdad de todas las cosas. Mientras vivía no me hubiera atrevido a decírselo por temor de causarle un disgusto por pequeño que fuera. Pequeños secretos de esta naturaleza, en una vida matrimonial tan larga y feliz como la nuestra, son como la hoja de rosa que impedía dormirse a la Princesa.
La conversación cambió de giro; y yo le conté muchas cosas acerca de mi nómada y solitaria existencia. Ella hablaba poco y escuchaba con naturalidad de asuntos casi indiferentes, pero ambos estábamos dulcemente conmovidos.
Demasiado pronto llegó el momento en que ella debía marcharse y como por un convenio tácito nos separamos sin darnos la mano, como si entre nosotros no debiera haber vulgares ceremonias.
La siguiente mañana, es decir, al cuarto día de habernos conocido nos reunimos algo más temprano, con mucha más familiaridad, pero también con mayor timidez. Después que ella habló de nuevo de mis peligros (creo que éste era el pretexto para venir) Yo, que durante la noche había preparado muchos temas de conversación, empecé a ponderarle lo mucho que apreciaba su bondadoso interés, afirmándole que nadie se había cuidado nunca de mi vida, ni yo había tenido gusto en contársela a nadie hasta el día anterior. De repente me interrumpió.
-Y sin embargo, si supierais quién soy, no querríais ni siquiera dirigirme la palabra.
La dije que semejante idea era una locura; que a pesar de habernos visto muy poco, me era un ser querido, pero mis protestas en lugar de tranquilizarla aumentaron su desesperación.
-Mi padre -murmuró con voz trémula- ¡es un desterrado!
-¡Querida mía! -exclamé olvidando por primera vez añadir señorita, y ¿a mí qué me importa? Si lo estuviera yo veinte veces ¿cambiaría esto vuestros sentimientos?
-¡Pero la causa -gimió ella, la causa... es la deshonra para nosotros!

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

No hay comentarios:

Publicar un comentario