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lunes, 15 de diciembre de 2014

El pabellon de hiedra - Cap. IV

De qué sorprendente manera me enteré de que no estaba solo en el bosque marino de graden

Esta es la historia que mi mujer me explico entre lágrimas y lamentos:
Su nombre era Clara Hudlstone. Me sonó muy bien en los oídos, pero no tanto como el de Clara Cassilis que llevó durante el período más largo y, gracias sean dadas a Dios, más feliz de su vida. Su padre, Bernardo Hudlstone había sido un banquero ocupado en importantes y arriesgados negocios. Desde años atrás, sus asuntos empezaron a marchar mal y para evitar la ruina se lanzó a operaciones dudosas y por último criminales. Todo fue inútil, se halló cada vez más comprometido y por último perdió el honor al mismo tiempo que los postreros recursos de su fortuna. Por esta época Northmour hacía la corte a la hija, con gran asiduidad pero con poco éxito, y sabiéndole en extremo interesado, a él recurrió Bernardo en demanda de ayuda. No era solamente la ruina y la deshonra, la condena legal y sus consecuencias lo que había trastornado la cabeza del desdichado y culpable banquero. Él se hubiera resignado a ir a la cárcel. Pero lo que le aterraba, quitándole el sueño por las noches o causándole horribles pesadillas, era el temor de un atentado personal. Deseaba con ansia sepultarse en un lugar desierto y se apresuró a aceptar el ofrecimiento del yate de Northmour. Puestos de acuerdo, el Conde Rojo los recogió clandestinamente en las costas de Gales, y los depositó en Graden mientras se hacían los preparativos para un viaje más largo. No dudaba Clara que su mano había sido el precio estipulado del viaje. Porque aunque Northmour no se mostraba grosero ni aun descortés con ella, en varias ocasiones había demos-trado algunos atrevimientos de palabra u obra. No necesito encarecer la extremada atención con que escuché ese relato, ni las muchas preguntas que hice en los pasajes que me parecieron más oscuros. Pero fue en vano. Ella no sabía de dónde venía el golpe ni qué es lo que iba a suceder. Los temores bien físicos de su padre, por lo que pude comprender, eran más y producidos por una alteración del celebro. Más de una vez había pensado en rendirse entregándose a las autoridades. Pero abandonó este proyecto convencido de que toda la fuerza de las instituciones de nuestra vieja Inglaterra no bastaría para librarle de sus perseguidores.
Durante los últimos años de su residencia en Londres había tenido muchos negocios con Italia y con italianos establecidos en la Gran Bretaña, y estos últimos, según opinión de Clara, entraban por mucho en sus terrores. Había el exbanquero manifestado el mayor espanto a la vista de un marinero italiano que navegaba en el Conde Rojo y había hecho los más amargos reproches a su dueño por llevarle en su tripulación; pero éste había contestado que Beppo (que así se llamaba el marinero) era un buen muchacho y se podía confiar en él. A pesar de estas afirmaciones el señor Hudlstone no recobró la confianza, asegurando que su muerte era cuestión de días, y que aquel italiano sería seguramente su perdición.
La base de esta historia me pareció una alucinación producida por los disgustos y las penas. El pobre hombre había sufrido grandes pérdidas de intereses en sus negocios de Italia y la vista de cualquier natural de este país bastaba para reverdecer su manía aumentando sus temores.
-Lo que vuestro padre necesita -dije- es un buen médico y muchos calmantes.
-Pero Sir Northmour no ha sufrido penas ni disgustos y también comparte y a veces hasta aumenta sus temores -objeto Clara.
No pude menos que reírme de su inocencia.
-Querida mía -le dije, vos misma me habéis confesado el precio que recibirá Northmour como recompensa del viaje. Ya sabéis que todas las estratagemas son buenas ante el amor, y si Northmour fomenta los terrores de vuestro padre no es porque le tema a ningún hombre sino porque quiere conseguir una mujer.
Ella entonces recordó el ataque de que fui víctima la noche de la llegada y eso efectivamente no pude explicármelo. En resumen; decidimos de común acuerdo que yo partiría para la aldea próxima, leería todos los periódicos y procuraría informarme de si había alguna base para esas continuas alarmas; que nos encontraríamos a la siguiente mañana y que yo le daría cuenta de mis investigaciones. Clara no insistió en mi partida; ni aun trató de disimular que mi proximidad le era agradable y la tranquilizaba, y yo, por mi parte, no la hubiese abandonado aunque me lo hubiese pedido de rodillas.
Antes de las diez de la mañana estaba ya en Graden Wester. Por entonces era yo un excelente andarín, y como ya he dicho la distancia no pasaba de siete millas. La aldea es una de las más pobres de la costa, lo que ya es mucho decir. En una hondonada está la iglesia que por un lado cae sobre las rocas en donde se han destrozado tantas barcas en los días de tempestad. Tres viejas casas de piedra forman con la iglesia la plaza del pueblo, dos calles en que campean con notable desigualdad varias casitas pobres y bajas componen el lugar y en la esquina de una de estas calles que va a la plaza está situada una miserable taberna por vía de casino del pueblo.
Me había vestido de un modo algo más adecuado a mi posición social y mi primera visita fue para el Pastor en su casita inmediata al cementerio. Me conoció en seguida, aunque hacía nueve años que no nos veíamos. Le expliqué primero la vida solitaria y aislada que había llevado; y, cuando le pedí el favor de darme algunos periódicos para ponerme al corriente de las noticias, se apresuró a alargarme un paquete conteniendo todos los números, desde un mes atrás hasta la fecha. Después de darle las gracias y despedirme, me instalé en la taberna y pidiendo un almuerzo me dediqué a estudiar «La quiebra de Hudlstone».
Según se desprendía de las columnas del diario el caso era flagrante. Miles de personas habían quedado arruinadas; y un sujeto se había saltado la tapa de los sesos al anunciarse la suspensión de pagos. Yo mismo me sorprendí al ver que, a pesar de estos detalles, continuaba teniendo más lástima del señor Hudlstone que de sus víctimas; tal era ya la influencia de mi amor por su hija. Natural-mente se había puesto precio a la prisión del banquero; y, como el caso era extraordinario y la opinión pública se mostraba indignada, se ofreció la elevada suma de 750 libras esterlinas por su captura. También se decía que el fugado llevaba en su poder cuantiosas cantidades. Un día había sido visto en España; al siguiente se afirmaba que vivía en una finca entre Manchester y Liverpool; después se le supuso en los montes de Gales y, por último, un telegrama anunció su llegada a Cuba. En todo esto no había ni una palabra de italianos ni la menor señal de misteriosa conjuración.
En el último número, sin embargo, encontré algo que no estaba muy claro. Los encargados de liquidar la quiebra habían encontrado las trazas de una importantísima suma, que figuró algún tiempo en las transacciones de la firma Bernardo Hudlstone que había desapa-recido de un modo misterioso sin justificar y en qué había sido invertido. El rumor público asociaba el nombre de un personaje de la familia real con la imposición de esta suma. «El cobarde estafador -decía textualmente el diario citado- debió fugarse llevando consigo la cantidad cuyo paradero no había sido justificado».
Estaba aún meditando sobre los múltiples incidentes de la ruidosa quiebra, cuando entró un individuo en la taberna y pidió pan y queso con marcado acento extranjero.
-Siete Italiano? -pregunté yo.
-Si, Signore -fue la respuesta.
Le dije que sería muy difícil que en aquellas regiones lograra encontrar algún compatriota; pero él se encogió de hombros, replicando que el hombre debe de ir a todas partes, a buscar trabajo. ¿Qué trabajo podía buscar en Graden? Me era imposible hallar satisfactoria contestación. El incidente me causó una impresión de desagrado; y mientras el tabernero me hacía el cambio, o de una moneda, le pregunté si había visto algún otro italiano. Me contestó que había visto a varios noruegos procedentes de un naufragio en las costas de Graden Wester.
-No es eso -le dije yo; pregunto si habéis visto algún italiano así como el que ha comprado el pan y el queso.
-¿Qué decís? -exclamó el buen escocés. ¿Ese demonio negro con los dientes blancos es un italiano? Pues es el primero que veo y puede que con la ayuda de Dios sea el último. Mientras hablábamos eché una mirada a la calle para ver por dónde iba el truhán y le vi a unos treinta metros de distancia en animada conversación con otros dos individuos, cuyas hermosas facciones, oscuro color y grandes sombreros de fieltro los delataban como pertenecientes a la misma nacionalidad. Todos los chiquillos de la aldea los rodeaban divirtién-dose mucho con sus figuras exóticas e incomprensible lenguaje. Aquel trío tenía un aspecto demasiado extranjero en aquella pobre callecita escocesa y bajo el cielo gris que la cubría, y confieso que en aquel momento mi incredulidad sufrió un golpe del que salió muy mal parada, pues aunque procuraba razonar con calma, la verdad es que empecé a contagiarme con el terror al italiano.
Empezaba anochecer, cuando después de haber devuelto los periódicos en la Rectoría, emprendí el camino de regreso a casa, si tal nombre puedo dar a mi refugio de las peñas. Nunca olvidaré este camino. El tiempo se puso frío y lúgubre. El viento silbaba entre los árboles. La lluvia empezó a caer menuda, fría y continua; y un inmenso penacho de nubes, negras y apretadas, empezó a levantarse sobre el mar.
Será imposible imaginar una tarde más siniestra, y quizás a causa de estas influencias exteriores o porque mis nervios estuvieran excitados por lo que habían visto y oído, ello es que mis pensamientos estaban tan sombríos como la tarde.
Las ventanas superiores del pabellón dominaban un considerable espacio lleno de hiedra y liquen en dirección a Graden Wester. Para evitar el ser visto, había que bajar a la playa y oculto por las colinas de arena dar la vuelta al pabellón y por el otro lado de éste alcanzar el lindero del bosque. La luz iba siendo escasa, la marea baja dejaba casi al descubierto las pérfidas arenas pantanosas, y yo caminaba despacio, perdido en pensamientos que no tenían nada de alegres, cuando me quedé sorprendido el ver huellas humanas sobre la playa, que seguían paralelas mi camino. Cuando me incliné a examinarlas de cerca, vi en seguida por su tamaño y la ordinariez de su forma, que no pertenecían a ninguno de los moradores del pabellón. Y además de eso, la irregularidad de los pasos y lo mucho que éstos se habían acercado a los sitios más peligrosos, demostraban que un extranjero había estado por allí.
Paso a paso seguí las huellas hasta que me convencí de que éstas acababan en las terribles arenas: era evidente que el temerario o el ignorante había perecido en el pantano. El sol, que había conseguido con esfuerzo, lanzar su último rayo a través de las nubes, coloreó de una púrpura sangrienta el eterno amarillo de las arenas. Permanecí mucho tiempo mirando aquellos sitios por los que mi conciencia me decía que había pasado la muerte.
Mi pensamiento se empeñaba en reconstruir la escena, en pensar cuánto tiempo había durado la tragedia y en, si los gritos del desgraciado habían sido oídos en el pabellón. Estaba a punto de hacer un esfuerzo y retirarme, cuando una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores, trajo a poca distancia un sombrero de flexible fieltro, con anchas alas y forma un poco cónica como los que yo había visto sobre las cabezas de los italianos.
Creo, aunque no estoy seguro, que grité. El viento hacía revolo-tear el sombrero; y yo con dificultades logré alcanzarlo; lo cogí con el interés que se puede imaginar. Demostraba haber prestado algunos servicios pero estaba menos usado que los que yo había visto aquel día. El forro era rojo y llevaba la marca de la tienda, el nombre lo he olvidado, y el sitio de la manufactura era Venedig. Este es el nombre que los germanos dan a la hermosa ciudad de Venecia.
El golpe fue decisivo. Empecé a ver italianos por todas partes y por primera vez en mi vida (también puedo decir que por última) fui presa de un gran pánico. Personalmente no tenía nada que temer; y, sin embargo, a mí mismo me confesaba que tenía miedo, y no sin repugnancia imposible de ocultar, regresé a mi solitario albergue en los bosques marinos.
Comí un poco de sopa que me había guardado del día anterior pues no quería hacer fuego, y al encontrarme más tranquilo y muy cansado, procuré alejar todos estos motivos de preocupación y me eché a dormir con relativa tranquilidad.
No sé exactamente cuánto duró mi sueño, pero lo cierto es que me despertó una luz muy viva y cerca de mis ojos. Desperté sobresaltado y me levanté sobre las rodillas; pero la luz había desaparecido tan rápidamente como apareció, y como la mar bramaba como si fuera descargas de artillería y el viento rugía desencadenado, estos potentes ruidos ahogaban todos los otros.
Transcurrieron uno o dos minutos antes de que yo recobrara por completo el dominio de mi mismo; a no ser por circunstancias hubiera creído despertar de una nueva forma de pesadilla. Primero el trozo de lona con que yo cerraba la entrada de mi cueva y que había dejado bien cerrado cuando me acosté, colgaba medio desprendido; y después podía aún percibir un olor a metal caliente y a aceite, que no tenía nada que ver con las alucinaciones y que era la prueba evidente de que allí había estado alguien con una linterna. Conclusión de todo esto, que había sido despertado por alguien que me había puesto una linterna ante los ojos; que aquello no fue más que un relámpago, y que en cuanto vieron mi rostro habían huido. Al preguntarme a mí mismo el motivo de esta extraña conducta, la contestación no se hizo esperar; el hombre, quien quiera que fuera, me había tomado por otro. Pero quedaba una cuestión por resolver y a ésa temía encontrarle la solución. Si hubiera sido yo la persona que buscaba, ¿qué hubiera hecho?
Cesé de temer por mí mismo y adquirí el convencimiento de algún grave peligro amenazaba a los huéspedes del pabellón. Se necesitaba algún valor para lanzarse en medio de tales circunstancias, y en semejante noche en medio de la espesura que rodeaba mi cueva; pero no vacilé ni un momento y me lancé a los campos de hiedra y liquen, empapado en agua, batido por el viento y temiendo a cada momento apoyar mi mano sobre el cuerpo de un adversario desconocido.
La oscuridad era tan completa que podía haber estado rodeado de un ejército sin darme cuenta de ello, y el estruendo del huracán era tan horrísono, que mis oídos resultaban tan inútiles como mis ojos. El resto de la noche lo pasé patrullando en torno del pabellón, pero sin encontrar alma viviente ni oír más que el concierto del mar, de la lluvia y del viento.
Una luz que se filtraba por una rendija de la ventana del piso de arriba me hizo compañía casi hasta la aurora.

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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