De
qué sorprendente manera me enteré de que no estaba solo en el bosque marino de
graden
Esta
es la historia que mi mujer me explico entre lágrimas y lamentos:
Su nombre era Clara Hudlstone. Me sonó muy bien en los
oídos, pero no tanto como el de Clara Cassilis que llevó durante el período más
largo y, gracias sean dadas a Dios, más feliz de su vida. Su padre, Bernardo
Hudlstone había sido un banquero ocupado en importantes y arriesgados negocios.
Desde años atrás, sus asuntos empezaron a marchar mal y para evitar la ruina se
lanzó a operaciones dudosas y por último criminales. Todo fue inútil, se halló
cada vez más comprometido y por último perdió el honor al mismo tiempo que los
postreros recursos de su fortuna. Por esta época Northmour hacía la corte a la
hija, con gran asiduidad pero con poco éxito, y sabiéndole en extremo
interesado, a él recurrió Bernardo en demanda de ayuda. No era solamente la
ruina y la deshonra, la condena legal y sus consecuencias lo que había
trastornado la cabeza del desdichado y culpable banquero. Él se hubiera
resignado a ir a la cárcel. Pero lo que le aterraba, quitándole el sueño por
las noches o causándole horribles pesadillas, era el temor de un atentado personal.
Deseaba con ansia sepultarse en un lugar desierto y se apresuró a aceptar el
ofrecimiento del yate de Northmour. Puestos de acuerdo, el Conde Rojo los
recogió clandestinamente en las costas de Gales, y los depositó en Graden
mientras se hacían los preparativos para un viaje más largo. No dudaba Clara
que su mano había sido el precio estipulado del viaje. Porque aunque Northmour
no se mostraba grosero ni aun descortés con ella, en varias ocasiones había
demos-trado algunos atrevimientos de palabra u obra. No necesito encarecer la
extremada atención con que escuché ese relato, ni las muchas preguntas
que hice en los pasajes que me parecieron más oscuros. Pero fue en vano. Ella
no sabía de dónde venía el golpe ni qué es lo que iba a suceder. Los temores
bien físicos de su padre, por lo que pude comprender, eran más y producidos por
una alteración del celebro. Más de una vez había pensado en rendirse
entregándose a las autoridades. Pero abandonó este proyecto convencido de que
toda la fuerza de las instituciones de nuestra vieja Inglaterra no bastaría
para librarle de sus perseguidores.
Durante
los últimos años de su residencia en Londres había tenido muchos negocios con
Italia y con italianos establecidos en la Gran Bretaña, y estos últimos, según
opinión de Clara, entraban por mucho en sus terrores. Había el exbanquero
manifestado el mayor espanto a la vista de un marinero italiano que navegaba en
el Conde Rojo y había hecho los más amargos reproches a su dueño por llevarle
en su tripulación; pero éste había contestado que Beppo (que así se llamaba el
marinero) era un buen muchacho y se podía confiar en él. A pesar de estas
afirmaciones el señor Hudlstone no recobró la confianza, asegurando que su
muerte era cuestión de días, y que aquel italiano sería seguramente su
perdición.
La
base de esta historia me pareció una alucinación producida por los disgustos y
las penas. El pobre hombre había sufrido grandes pérdidas de intereses en sus
negocios de Italia y la vista de cualquier natural de este país bastaba para reverdecer
su manía aumentando sus temores.
-Lo
que vuestro padre necesita -dije- es un buen médico y muchos calmantes.
-Pero
Sir Northmour no ha sufrido penas ni disgustos y también comparte y a veces
hasta aumenta sus temores -objeto Clara.
No
pude menos que reírme de su inocencia.
-Querida
mía -le dije, vos misma me habéis confesado el precio que recibirá Northmour
como recompensa del viaje. Ya sabéis que todas las estratagemas son buenas ante
el amor, y si Northmour fomenta los terrores de vuestro padre no es porque le
tema a ningún hombre sino porque quiere conseguir una mujer.
Ella
entonces recordó el ataque de que fui víctima la noche de la llegada y eso
efectivamente no pude explicármelo. En resumen; decidimos de común acuerdo que
yo partiría para la aldea próxima, leería todos los periódicos y procuraría
informarme de si había alguna base para esas continuas alarmas; que nos
encontraríamos a la siguiente mañana y que yo le daría cuenta de mis
investigaciones. Clara no insistió en mi partida; ni aun trató de disimular que
mi proximidad le era agradable y la tranquilizaba, y yo, por mi parte, no la
hubiese abandonado aunque me lo hubiese pedido de rodillas.
Antes
de las diez de la mañana estaba ya en Graden Wester. Por entonces era yo un
excelente andarín, y como ya he dicho la distancia no pasaba de siete millas.
La aldea es una de las más pobres de la costa, lo que ya es mucho decir. En una
hondonada está la iglesia que por un lado cae sobre las rocas en donde se han
destrozado tantas barcas en los días de tempestad. Tres viejas casas de piedra
forman con la iglesia la plaza del pueblo, dos calles en que campean con
notable desigualdad varias casitas pobres y bajas componen el lugar y en la
esquina de una de estas calles que va a la plaza está situada una miserable
taberna por vía de casino del pueblo.
Me había vestido de un modo algo más adecuado a mi
posición social y mi primera visita fue para el Pastor en su casita inmediata
al cementerio. Me conoció en seguida, aunque hacía nueve años que no nos veíamos.
Le expliqué primero la vida solitaria y aislada que había llevado; y, cuando le
pedí el favor de darme algunos periódicos para ponerme al corriente de las
noticias, se apresuró a alargarme un paquete conteniendo todos los números,
desde un mes atrás hasta la fecha. Después de darle las gracias y despedirme,
me instalé en la taberna y pidiendo un almuerzo me dediqué a
estudiar «La quiebra de Hudlstone».
Según
se desprendía de las columnas del diario el caso era flagrante. Miles de
personas habían quedado arruinadas; y un sujeto se había saltado la tapa de los
sesos al anunciarse la suspensión de pagos. Yo mismo me sorprendí al ver que, a
pesar de estos detalles, continuaba teniendo más lástima del señor Hudlstone
que de sus víctimas; tal era ya la influencia de mi amor por su hija.
Natural-mente se había puesto precio a la prisión del banquero; y, como el caso
era extraordinario y la opinión pública se mostraba indignada, se ofreció la
elevada suma de 750 libras esterlinas por su captura. También se decía que el
fugado llevaba en su poder cuantiosas cantidades. Un día había sido visto en
España; al siguiente se afirmaba que vivía en una finca entre Manchester y
Liverpool; después se le supuso en los montes de Gales y, por último, un
telegrama anunció su llegada a Cuba. En todo esto no había ni una palabra de
italianos ni la menor señal de misteriosa conjuración.
En
el último número, sin embargo, encontré algo que no estaba muy claro. Los
encargados de liquidar la quiebra habían encontrado las trazas de una
importantísima suma, que figuró algún tiempo en las transacciones de la firma
Bernardo Hudlstone que había desapa-recido de un modo misterioso sin justificar
y en qué había sido invertido. El rumor público asociaba el nombre de un
personaje de la familia real con la imposición de esta suma. «El cobarde
estafador -decía textualmente el diario citado- debió fugarse llevando consigo
la cantidad cuyo paradero no había sido justificado».
Estaba
aún meditando sobre los múltiples incidentes de la ruidosa quiebra, cuando
entró un individuo en la taberna y pidió pan y queso con marcado acento
extranjero.
-Siete
Italiano? -pregunté yo.
-Si,
Signore -fue la respuesta.
Le
dije que sería muy difícil que en aquellas regiones lograra encontrar algún
compatriota; pero él se encogió de hombros, replicando que el hombre debe de ir
a todas partes, a buscar trabajo. ¿Qué trabajo podía buscar en Graden? Me era
imposible hallar satisfactoria contestación. El incidente me causó una
impresión de desagrado; y mientras el tabernero me hacía el cambio, o de una
moneda, le pregunté si había visto algún otro italiano. Me contestó que había
visto a varios noruegos procedentes de un naufragio en las costas de Graden
Wester.
-No
es eso -le dije yo; pregunto si habéis visto algún italiano así como el que ha
comprado el pan y el queso.
-¿Qué decís? -exclamó el buen escocés. ¿Ese demonio
negro con los dientes blancos es un italiano? Pues es el primero que veo y
puede que con la ayuda de Dios sea el último. Mientras hablábamos eché una
mirada a la calle para ver por dónde iba el truhán y le vi a unos treinta
metros de distancia en animada conversación con otros dos
individuos, cuyas hermosas facciones, oscuro color y grandes sombreros de
fieltro los delataban como pertenecientes a la misma nacionalidad. Todos los
chiquillos de la aldea los rodeaban divirtién-dose mucho con sus figuras
exóticas e incomprensible lenguaje. Aquel trío tenía un aspecto demasiado
extranjero en aquella pobre callecita escocesa y bajo el cielo gris que la
cubría, y confieso que en aquel momento mi incredulidad sufrió un golpe del que
salió muy mal parada, pues aunque procuraba razonar con calma, la verdad es que
empecé a contagiarme con el terror al italiano.
Empezaba
anochecer, cuando después de haber devuelto los periódicos en la Rectoría,
emprendí el camino de regreso a casa, si tal nombre puedo dar a mi refugio de
las peñas. Nunca olvidaré este camino. El tiempo se puso frío y lúgubre. El
viento silbaba entre los árboles. La lluvia empezó a caer menuda, fría y
continua; y un inmenso penacho de nubes, negras y apretadas, empezó a
levantarse sobre el mar.
Será
imposible imaginar una tarde más siniestra, y quizás a causa de estas
influencias exteriores o porque mis nervios estuvieran excitados por lo que
habían visto y oído, ello es que mis pensamientos estaban tan sombríos como la
tarde.
Las
ventanas superiores del pabellón dominaban un considerable espacio lleno de
hiedra y liquen en dirección a Graden Wester. Para evitar el ser visto, había
que bajar a la playa y oculto por las colinas de arena dar la vuelta al
pabellón y por el otro lado de éste alcanzar el lindero del bosque. La luz iba
siendo escasa, la marea baja dejaba casi al descubierto las pérfidas arenas
pantanosas, y yo caminaba despacio, perdido en pensamientos que no tenían nada
de alegres, cuando me quedé sorprendido el ver huellas humanas sobre la playa,
que seguían paralelas mi camino. Cuando me incliné a examinarlas de cerca, vi
en seguida por su tamaño y la ordinariez de su forma, que no pertenecían a ninguno
de los moradores del pabellón. Y además de eso, la irregularidad de los pasos y
lo mucho que éstos se habían acercado a los sitios más peligrosos, demostraban
que un extranjero había estado por allí.
Paso
a paso seguí las huellas hasta que me convencí de que éstas acababan en las
terribles arenas: era evidente que el temerario o el ignorante había perecido
en el pantano. El sol, que había conseguido con esfuerzo, lanzar su último rayo
a través de las nubes, coloreó de una púrpura sangrienta el eterno amarillo de
las arenas. Permanecí mucho tiempo mirando aquellos sitios por los que mi
conciencia me decía que había pasado la muerte.
Mi
pensamiento se empeñaba en reconstruir la escena, en pensar cuánto tiempo había
durado la tragedia y en, si los gritos del desgraciado habían sido oídos en el
pabellón. Estaba a punto de hacer un esfuerzo y retirarme, cuando una ráfaga de
viento más fuerte que las anteriores, trajo a poca distancia un sombrero de
flexible fieltro, con anchas alas y forma un poco cónica como los que yo había
visto sobre las cabezas de los italianos.
Creo,
aunque no estoy seguro, que grité. El viento hacía revolo-tear el sombrero; y
yo con dificultades logré alcanzarlo; lo cogí con el interés que se puede
imaginar. Demostraba haber prestado algunos servicios pero estaba menos usado
que los que yo había visto aquel día. El forro era rojo y llevaba la marca de
la tienda, el nombre lo he olvidado, y el sitio de la manufactura era Venedig.
Este es el nombre que los germanos dan a la hermosa ciudad de Venecia.
El
golpe fue decisivo. Empecé a ver italianos por todas partes y por primera vez
en mi vida (también puedo decir que por última) fui presa de un gran pánico.
Personalmente no tenía nada que temer; y, sin embargo, a mí mismo me confesaba
que tenía miedo, y no sin repugnancia imposible de ocultar, regresé a mi
solitario albergue en los bosques marinos.
Comí
un poco de sopa que me había guardado del día anterior pues no quería hacer
fuego, y al encontrarme más tranquilo y muy cansado, procuré alejar todos estos
motivos de preocupación y me eché a dormir con relativa tranquilidad.
No sé exactamente cuánto duró mi sueño, pero lo cierto es
que me despertó una luz muy viva y cerca de mis ojos. Desperté sobresaltado y
me levanté sobre las rodillas; pero la luz había desaparecido tan rápidamente
como apareció, y como la mar bramaba como si fuera descargas de artillería y el
viento rugía desencadenado, estos potentes ruidos ahogaban todos los otros.
Transcurrieron
uno o dos minutos antes de que yo recobrara por completo el dominio de mi
mismo; a no ser por circunstancias hubiera creído despertar de una nueva forma
de pesadilla. Primero el trozo de lona con que yo cerraba la entrada de mi
cueva y que había dejado bien cerrado cuando me acosté, colgaba medio desprendido;
y después podía aún percibir un olor a metal caliente y a aceite, que no tenía nada que ver con las alucinaciones y que era la
prueba evidente de que allí había estado alguien con una linterna. Conclusión
de todo esto, que había sido despertado por alguien que me había puesto una
linterna ante los ojos; que aquello no fue más que un relámpago, y que en
cuanto vieron mi rostro habían huido. Al preguntarme a mí mismo el motivo de
esta extraña conducta, la contestación no se hizo esperar; el hombre, quien
quiera que fuera, me había tomado por otro. Pero quedaba una cuestión por
resolver y a ésa temía encontrarle la solución. Si hubiera sido yo la persona
que buscaba, ¿qué hubiera hecho?
Cesé
de temer por mí mismo y adquirí el convencimiento de algún grave peligro
amenazaba a los huéspedes del pabellón. Se necesitaba algún valor para lanzarse
en medio de tales circunstancias, y en semejante noche en medio de la espesura
que rodeaba mi cueva; pero no vacilé ni un momento y me lancé a los campos de
hiedra y liquen, empapado en agua, batido por el viento y temiendo a cada
momento apoyar mi mano sobre el cuerpo de un adversario desconocido.
La
oscuridad era tan completa que podía haber estado rodeado de un ejército sin
darme cuenta de ello, y el estruendo del huracán era tan horrísono, que mis
oídos resultaban tan inútiles como mis ojos. El resto de la noche lo pasé
patrullando en torno del pabellón, pero sin encontrar alma viviente ni oír más
que el concierto del mar, de la lluvia y del viento.
Una
luz que se filtraba por una rendija de la ventana del piso de arriba me hizo
compañía casi hasta la aurora.
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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