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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap XVI. Conclusión

Misonne y Turquiette, que habían logrado romper las ligaduras que los sujetaban, transportaron a Herming, mortalmente herido, a su cama. Como este miserable se encontraba ya en la agonía y todo auxilio habría sido ineficaz, los dos marineros se ocuparon en socorrer a Pedro Nouquet, cuya herida no era grave, por fortuna.
Pero Luis Cornbutte era víctima de una desgracia mayor. Su amante y bondadoso padre no daba señal alguna de vida. ¿Había dejado de existir con la angustia de ver a su cariñoso hijo en manos de sus enemigos? ¿Había muerto ante el horror de la terrible escena? No se sabe. Lo cierto fue que el infortunado marino, agotado por la enfermedad, había abandonado ya este mundo miserable, entregan-do su alma a Dios.
Este golpe inesperado ocasionó una profunda desesperación a Luis Cornbutte y a María, quienes, arrodillados junto al lecho del difunto, rogaron a Dios con tanta piedad como desconsuelo por el eterno descanso del alma de su padre.
Penellán, Misonne y Turquiette, respetando el dolor de los jóvenes, los dejaron solos en la cámara y subieron al puente del bergantín.
Los tres osos muertos quedaron apartados para desollarlos cuando hubiera tiempo, con el fin de aprovechar las pieles; pero no la carne, de la que, por haber disminuido mucho el número de personas que tenían que alimentarse, no había necesidad.
Los cadáveres de Andrés Vasling, Aupic y Jocki fueron sepultados en una fosa que se abrió en la costa, y al día siguiente fue a hacerles compañía el de Herming. Este murió por la noche, sin haberse arrepentido de sus maldades, con la espuma de la cólera en los labios.
Penellán, Misonne y Turquiette compusieron el toldo del puente, que había sido rasgado por varios puntos, y lo volvieron a colocar para impedir que penetrase la nieve.
La temperatura era extremadamente fría, y así se mantuvo hasta que el 8 de enero volvió a aparecer el sol en el horizonte.
El anciano marino Juan Cornbutte quedó enterrado en la costa. Había abandonado su patria para ir en busca de su hijo y había encontrado la muerte en aquel clima inhospita-lario y horrible. Su cadáver fue sepultado en la cima de un montículo, sobre el cual se colocó una sencilla cruz de madera para que velase su sueño eterno.
Los sufrimientos de Luis Cornbutte y de sus compañeros no habían terminado, sin embargo, pues las inclemencias del tiempo continuaron sometiéndolos a pruebas muy rudas. Esto no obstante, como recobraron los limones sustraídos por Vasling, pronto se encontraron bien de salud, todos.
Quince días después de tan terribles acontecimientos, pudieron abandonar la cama y hacer algún ejercicio Gervique, Grandlin y Pedro Nouquet, y la caza, fácil y abundante, no tardó en ser la distracción de los invernadores, pues las aves acuáticas volvían en considerable número a aquel país tan lejano.
Un día mataron una especie de pato salvaje enorme, que proporcionó a los marinos excelente alimento. En sus excursiones, no tuvieron que lamentar los cazadores otra pérdida que la de los dos perros, que desaparecieron en una ocasión en que los marinos se habían alejado veinticinco millas del bergantín, hacia el Sur, para ver en qué estado se encontraba la llanura de hielo.
Durante el mes de febrero se desencadenaron tempestades muy violentas y nevó abundantemente; pero estos fenómenos no hicieron sufrir mucho a los invernantes, a pesar de que la temperatura media que reinó fue de veinticinco grados bajo cero. Además, la presencia del sol, que cada día se elevaba más en el horizonte, les inundaba el alma de alegría, porque era el anuncio del término de sus angustias. Debía creerse que el cielo misericordioso, compadecido de ellos, les enviaba aquel año el calor prematu-ramente.
En el mes de marzo, fueron vistos algunos cuervos revoloteando en torno del bergantín, y Luis Cornbutte cazó algunas grullas que, en su peregrinación a los países septentrionales, llegaron hasta allí. También se dejaron ver, hacia el Sur, algunas bandadas de gansos salvajes.
Este regreso de las aves revelaba disminución del frío; pero los marineros no confiaban mucho en este anuncio, porque de vez en cuando un cambio cualquiera de viento hacía bajar de pronto tanto la temperatura, especialmente en los novilunios y plenilunios, que se veían obligados a adoptar grandes precauciones para resguardarse.
Ya era tiempo de que terminase la invernada, porque los tripulantes del bergantín habían quemado, para calentarse, todo el parapeto del barco, los tabiques de los camarotes en que no habitaban y gran parte del falso puente. Por fortuna, durante el mes de marzo, la temperatura media fue de dieciséis grados bajo cero, que, comparada con la que hasta entonces habían tenido que soportar los invernantes, era bastante sufrible.
María se ocupó en preparar los trajes de todos para la próxima estación de verano, que aquel año fue, como ya se ha dicho, muy precoz.
Desde el equinoccio el sol estaba constantemente sobre el horizonte. Había comenzado el día de ocho meses, y la claridad perpetua y el calor incesante, a pesar de ser muy débiles, no tardaron en ejercer influencia sobre el hielo.
Se necesitaba adoptar grandes precauciones para lanzar La Joven Audaz desde lo alto de los bloques de hielo que lo rodeaban al mar libre. El bergantín, por consiguiente, fue sólidamente apuntalado, y pareció conveniente esperar que los hielos empezaran a licuarse; pero como los témpanos inferiores descansaban sobre una capa de agua más caliente, iban desprendiéndose poco a poco y el bergantín iba descendiendo insensiblemente. En los primeros días de abril había ya recobrado su nivel natural.
Con el mes de abril llegaron las lluvias torrenciales que, esparcidas sobre la helada planicie, contribuyeron eficazmente a su descomposición. El termómetro subió a diez grados bajo cero. Algunos invernantes se quitaron sus trajes de piel de foca y no fue ya necesario tener encendida la estufa día y noche. El alcohol, cuya provisión no se había agotado, se empleó solamente, desde entonces, para cocer los alimentos.
Pronto empezó el hielo a quebrarse con sordos crujidos, abriéndose en la planicie grandes grietas, por lo que era peligroso aventurarse en ella sin ir provisto de un palo para sondear el sitio en que iba a ponerse el pie, si no se quería caer al agua, como ocurrió a algunos marineros, que tuvieron la suerte de no recibir otro daño que un baño algo frío.
Las focas hicieron su aparición en esta época, y los tripulantes del bergantín se apresuraron a darles caza, porque su grasa les era muy útil.
La salud de todos era excelente, y todos se ocupaban en hacer los preparativos necesarios para la partida. El tiempo que no se dedicaba a estos trabajos se empleaba en cazar.
Luis Cornbutte, que salla con frecuencia a examinar los pequeños canales que el deshielo abría, resolvió, a causa de la configuración de la costa meridional, intentar el paso más al Sur. Ya se había roto el hielo en diferentes puntos, y los carámbanos flotaban sobre el agua dirigiéndose a alta mar.
El 25 de abril fue puesto el bergantín en estado de abandonar la bahía.
Al sacar las velas de sus fundas, se vio que estaban perfecta-mente conservadas, y cuando, colocadas en sus palos respectivos, fueron mecidas por el viento, el corazón de los marinos se inundó de alegría.
El bergantín se estremeció, pues había recobrado ya su línea de flotación, y, aunque no podía navegar aún, reposaba en su elemento natural.
En el mes de mayo, el hielo su licuó rápidamente. La nieve que cubría las orillas se fundía por todos lados formando un barro espeso que hacía la costa casi inabordable. Por entre los restos de la nieve asomaban tímidamente algunas pequeñas plantas, rosadas y pálidas, que parecían sonreír al recibir las caricias del sol. El termómetro subió, al fin, por encima del cero.
A veinte millas del bergantín, al Sur, los témpanos de hielo, completamente sueltos, navegaban hacia el océano Atlántico, y aunque el mar no estaba aún completamente libre en torno del navío, se abrieron algunos pasos que Luis Cornbutte quiso apro-vechar.
Éste, después de rezar por última vez sobre la tumba de su padre, abandonó por fin la bahía de invernada el 21 de mayo. Al emprender el viaje de regreso, el corazón de aquellos bravos marinos rebosaba de alegría, al mismo tiempo que de tristeza, porque las almas nobles no abandonan sin pesar los lugares donde han visto morir a un amigo.
El viento, que soplaba del Norte, favoreció la marcha del bergantín, que a veces se vio detenido por bancos de hielo, que hubo necesidad de aserrar y, en ocasiones, hacerlos volar con barrenos.
Durante un mes, la navegación fue muy peligrosa aún, llegando a verse el bergantín a dos dedos de su perdición, pero, como la tripulación era atrevida y estaba acostumbrada a las maniobras más arriesgadas, todos los obstáculos fueron salvados.
Penellán, Pedro Nouquet, Turquiette y Fidel Misonne hacían, ellos solos, el trabajo de diez marineros, pero sus esfuerzos eran ampliamente recompensados con las sonrisas de gratitud que María les dirigía a todos.
La Joven Audaz viose, al fin, completamente libre de hielos a la altura de la isla Juan Mayen, y el 25 de junio encontró algunos buques que se dírigían al Norte para cazar focas y ballenas. Había necesitado casi un mes para salir de los mares polares.
El 16 de agosto se encontraba de nuevo La Joven Audaz a la vista de Dunkerque. Había sido señalado por el vigía, y toda la población acudió en masa al muelle para recibirla.
Los valerosos marineros del bergantín cayeron pronto en brazos de sus amigos, y el anciano cura estrechó contra su corazón a Luis Cornbutte y a María.
De las dos primeras misas que, después de esto, rezó el bondadoso sacerdote, la primera fue aplicada por el eterno descanso del alma de Juan Cornbutte, y en la segunda fue bendecida la unión de los dos jóvenes prometidos, que desde hacía ya mucho tiempo habían sido unidos por la desgracia.

1.016. Verne (Julio)

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