Misonne y Turquiette, que habían
logrado romper las ligaduras que los sujetaban, transportaron a Herming,
mortalmente herido, a su cama. Como este miserable se encontraba ya en la agonía
y todo auxilio habría sido ineficaz, los dos marineros se ocuparon en socorrer
a Pedro Nouquet, cuya herida no era grave, por fortuna.
Pero Luis Cornbutte era víctima de
una desgracia mayor. Su amante y bondadoso padre no daba señal alguna de vida.
¿Había dejado de existir con la angustia de ver a su cariñoso hijo en manos de
sus enemigos? ¿Había muerto ante el horror de la terrible escena? No se sabe.
Lo cierto fue que el infortunado marino, agotado por la enfermedad, había
abandonado ya este mundo miserable, entregan-do su alma a Dios.
Este golpe inesperado ocasionó una
profunda desesperación a Luis Cornbutte y a María, quienes, arrodillados junto
al lecho del difunto, rogaron a Dios con tanta piedad como desconsuelo por el
eterno descanso del alma de su padre.
Penellán, Misonne y Turquiette,
respetando el dolor de los jóvenes, los dejaron solos en la cámara y subieron
al puente del bergantín.
Los tres osos muertos quedaron
apartados para desollarlos cuando hubiera tiempo, con el fin de aprovechar las
pieles; pero no la carne, de la que, por haber disminuido mucho el número de
personas que tenían que alimentarse, no había necesidad.
Los cadáveres de Andrés Vasling,
Aupic y Jocki fueron sepultados en una fosa que se abrió en la costa, y al día
siguiente fue a hacerles compañía el de Herming. Este murió por la noche, sin
haberse arrepentido de sus maldades, con la espuma de la cólera en los labios.
Penellán, Misonne y Turquiette
compusieron el toldo del puente, que había sido rasgado por varios puntos, y lo
volvieron a colocar para impedir que penetrase la nieve.
La temperatura era extremadamente
fría, y así se mantuvo hasta que el 8 de enero volvió a aparecer el sol en el
horizonte.
El anciano marino Juan Cornbutte
quedó enterrado en la costa. Había abandonado su patria para ir en busca de su
hijo y había encontrado la muerte en aquel clima inhospita-lario y horrible. Su
cadáver fue sepultado en la cima de un montículo, sobre el cual se colocó una
sencilla cruz de madera para que velase su sueño eterno.
Los sufrimientos de Luis Cornbutte
y de sus compañeros no habían terminado, sin embargo, pues las inclemencias del
tiempo continuaron sometiéndolos a pruebas muy rudas. Esto no obstante, como
recobraron los limones sustraídos por Vasling, pronto se encontraron bien de
salud, todos.
Quince días después de tan
terribles acontecimientos, pudieron abandonar la cama y hacer algún ejercicio
Gervique, Grandlin y Pedro Nouquet, y la caza, fácil y abundante, no tardó en
ser la distracción de los invernadores, pues las aves acuáticas volvían en
considerable número a aquel país tan lejano.
Un día mataron una especie de pato
salvaje enorme, que proporcionó a los marinos excelente alimento. En sus
excursiones, no tuvieron que lamentar los cazadores otra pérdida que la de los
dos perros, que desaparecieron en una ocasión en que los marinos se habían
alejado veinticinco millas del bergantín, hacia el Sur, para ver en qué estado
se encontraba la llanura de hielo.
Durante el mes de febrero se
desencadenaron tempestades muy violentas y nevó abundantemente; pero estos
fenómenos no hicieron sufrir mucho a los invernantes, a pesar de que la
temperatura media que reinó fue de veinticinco grados bajo cero. Además, la
presencia del sol, que cada día se elevaba más en el horizonte, les inundaba el
alma de alegría, porque era el anuncio del término de sus angustias. Debía
creerse que el cielo misericordioso, compadecido de ellos, les enviaba aquel
año el calor prematu-ramente.
En el mes de marzo, fueron vistos
algunos cuervos revoloteando en torno del bergantín, y Luis Cornbutte cazó
algunas grullas que, en su peregrinación a los países septentrionales, llegaron
hasta allí. También se dejaron ver, hacia el Sur, algunas bandadas de gansos
salvajes.
Este regreso de las aves revelaba
disminución del frío; pero los marineros no confiaban mucho en este anuncio,
porque de vez en cuando un cambio cualquiera de viento hacía bajar de pronto
tanto la temperatura, especialmente en los novilunios y plenilunios, que se
veían obligados a adoptar grandes precauciones para resguardarse.
Ya era tiempo de que terminase la
invernada, porque los tripulantes del bergantín habían quemado, para
calentarse, todo el parapeto del barco, los tabiques de los camarotes en que no
habitaban y gran parte del falso puente. Por fortuna, durante el mes de marzo,
la temperatura media fue de dieciséis grados bajo cero, que, comparada con la
que hasta entonces habían tenido que soportar los invernantes, era bastante
sufrible.
María se ocupó en preparar los
trajes de todos para la próxima estación de verano, que aquel año fue, como ya
se ha dicho, muy precoz.
Desde el equinoccio el sol estaba
constantemente sobre el horizonte. Había comenzado el día de ocho meses, y la
claridad perpetua y el calor incesante, a pesar de ser muy débiles, no tardaron
en ejercer influencia sobre el hielo.
Se necesitaba adoptar grandes
precauciones para lanzar La
Joven Audaz desde lo alto de los bloques de hielo
que lo rodeaban al mar libre. El bergantín, por consiguiente, fue sólidamente
apuntalado, y pareció conveniente esperar que los hielos empezaran a licuarse;
pero como los témpanos inferiores descansaban sobre una capa de agua más
caliente, iban desprendiéndose poco a poco y el bergantín iba descendiendo
insensiblemente. En los primeros días de abril había ya recobrado su nivel
natural.
Con el mes de abril llegaron las
lluvias torrenciales que, esparcidas sobre la helada planicie, contribuyeron
eficazmente a su descomposición. El termómetro subió a diez grados bajo cero.
Algunos invernantes se quitaron sus trajes de piel de foca y no fue ya
necesario tener encendida la estufa día y noche. El alcohol, cuya provisión no
se había agotado, se empleó solamente, desde entonces, para cocer los
alimentos.
Pronto empezó el hielo a quebrarse
con sordos crujidos, abriéndose en la planicie grandes grietas, por lo que era
peligroso aventurarse en ella sin ir provisto de un palo para sondear el sitio
en que iba a ponerse el pie, si no se quería caer al agua, como ocurrió a
algunos marineros, que tuvieron la suerte de no recibir otro daño que un baño
algo frío.
Las focas hicieron su aparición en
esta época, y los tripulantes del bergantín se apresuraron a darles caza,
porque su grasa les era muy útil.
La salud de todos era excelente, y
todos se ocupaban en hacer los preparativos necesarios para la partida. El
tiempo que no se dedicaba a estos trabajos se empleaba en cazar.
Luis Cornbutte, que salla con
frecuencia a examinar los pequeños canales que el deshielo abría, resolvió, a
causa de la configuración de la costa meridional, intentar el paso más al Sur.
Ya se había roto el hielo en diferentes puntos, y los carámbanos flotaban sobre
el agua dirigiéndose a alta mar.
El 25 de abril fue puesto el
bergantín en estado de abandonar la bahía.
Al sacar las velas de sus fundas,
se vio que estaban perfecta-mente conservadas, y cuando, colocadas en sus palos
respectivos, fueron mecidas por el viento, el corazón de los marinos se inundó
de alegría.
El bergantín se estremeció, pues
había recobrado ya su línea de flotación, y, aunque no podía navegar aún,
reposaba en su elemento natural.
En el mes de mayo, el hielo su
licuó rápidamente. La nieve que cubría las orillas se fundía por todos lados
formando un barro espeso que hacía la costa casi inabordable. Por entre los
restos de la nieve asomaban tímidamente algunas pequeñas plantas, rosadas y
pálidas, que parecían sonreír al recibir las caricias del sol. El termómetro
subió, al fin, por encima del cero.
A veinte millas del bergantín, al
Sur, los témpanos de hielo, completamente sueltos, navegaban hacia el océano
Atlántico, y aunque el mar no estaba aún completamente libre en torno del
navío, se abrieron algunos pasos que Luis Cornbutte quiso apro-vechar.
Éste, después de rezar por última
vez sobre la tumba de su padre, abandonó por fin la bahía de invernada el 21 de
mayo. Al emprender el viaje de regreso, el corazón de aquellos bravos marinos
rebosaba de alegría, al mismo tiempo que de tristeza, porque las almas nobles
no abandonan sin pesar los lugares donde han visto morir a un amigo.
El viento, que soplaba del Norte,
favoreció la marcha del bergantín, que a veces se vio detenido por bancos de
hielo, que hubo necesidad de aserrar y, en ocasiones, hacerlos volar con
barrenos.
Durante un mes, la navegación fue
muy peligrosa aún, llegando a verse el bergantín a dos dedos de su perdición,
pero, como la tripulación era atrevida y estaba acostumbrada a las maniobras
más arriesgadas, todos los obstáculos fueron salvados.
Penellán, Pedro Nouquet, Turquiette
y Fidel Misonne hacían, ellos solos, el trabajo de diez marineros, pero sus
esfuerzos eran ampliamente recompensados con las sonrisas de gratitud que María
les dirigía a todos.
El 16 de agosto se encontraba de
nuevo La Joven Audaz
a la vista de Dunkerque. Había sido señalado por el vigía, y toda la población
acudió en masa al muelle para recibirla.
Los valerosos marineros del
bergantín cayeron pronto en brazos de sus amigos, y el anciano cura estrechó
contra su corazón a Luis Cornbutte y a María.
De las dos primeras misas que,
después de esto, rezó el bondadoso sacerdote, la primera fue aplicada por el
eterno descanso del alma de Juan Cornbutte, y en la segunda fue bendecida la
unión de los dos jóvenes prometidos, que desde hacía ya mucho tiempo habían
sido unidos por la desgracia.
1.016. Verne (Julio)
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