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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap X. Enterrados vivos

El día antes de emprender el viaje de regreso y en el momento en que los expedicionarios se disponían a cenar, ocupábase Penellán en hacer pedazos varios cajones vacíos para alimentar la estufa, cuando se vio de pronto envuelto en una nube de humo espeso, al mismo tiempo que advirtió que la casa de nieve se conmovía, como si hubiese un terremoto.
Todos prorrumpieron en un grito de terror, y Penellán salió inmediatamente de la casa.
La oscuridad era absoluta y una tempestad horrible estallaba en el espacio. Torbellinos de nieve caían con extraordinaria violencia sobre aquellos parajes, en los que hacía un frío tan intenso que el timonel sintió que se le helaban las manos.
Se las frotó fuertemente con nieve y volvió a entrar en la casa, diciendo:
‑Ya se nos ha echado la tempestad encima. Dios quiera que pueda resistirla nuestra casa, porque si el huracán la destruye nos veremos perdidos.
Mientras las ráfagas de viento se desencadenaban sobre la extensa planicie helada, sentíase un ruido espantoso bajo el suelo; los trozos de hielo, precipitándose unos sobre otros, chocaban con estrépito, y el aire soplaba con tal violencia que parecía que la casa variaba de sitio.
Entre los torbellinos de nieve corrían resplandores de extraña fosforescencia, inexplicables en aquellas latitudes.
‑¡María! ¡María! ‑gritó Penellán, cogiendo las manos a la joven.
 ‑¡Mal andamos! ‑dijo Fidel Misonne.
 ‑¡Con tal de que todo acabe bien  repuso Aupic.
 ‑Dejemos esta casa de hielo ‑aconsejó Andrés Vasling.
‑Imposible ‑repuso Penellán, porque fuera hace un frío espantoso. Mientras permanezcamos aquí, quizá podamos soportarlo.
‑Dadme el termómetro ‑dijo imperativamente Andrés Vasling.
Aupic se apresuró a entregarle el instrumento pedido, que señalaba en aquel momento diez grados bajo cero dentro de la casa, donde estaba encendido el fuego. Andrés Vasling levantó la especie de cortina que cubría la puerta y la sacó hacia fuera rápidamente, para evitar que le hicieran daño los pedazos de hielo que, levanta-dos por el viento, se proyectaban como granizo.
‑Y bien, señor Vasling ‑preguntó Penellán, ¿insiste usted en salir? Ya ve que nos encontramos aquí más seguros.
‑Sí, más seguros ‑corroboró Juan Cornbutte; pero tendremos que hacer cuantos esfuerzos sean posibles para afirmar la casa por dentro.
‑El peligro que nos amenaza dentro es mayor que el que corremos fuera ‑insistió Andrés Vasling.
‑¿Qué peligro? ‑preguntó Juan Cornbutte.
‑El de que el viento rompa el bloque de hielo en que estamos, y seamos de pronto sumergidos.
‑Es difícil que eso ocurra -replicó Penellán porque hiela de tal modo que no puede quedar ninguna superficie líquida. Veamos qué temperatura hay fuera.
Y dicho esto, levantó la cortina y sacó el brazo; pero le costó gran trabajo encontrar el termómetro entre la nieve, conseguido lo cual acercó el instrumento a la lámpara para mirarlo.
‑¡Treinta y dos grados bajo cero! ‑exclamó. Es el frío más intenso que hemos tenido que soportar.
A estas palabras siguió un silencio sombrío.
Aproximadamente a las ocho de la mañana, intentó de nuevo Penellán salir de la casa para ver si el tiempo había variado. Además. era necesario dejar paso al humo que el aire empujaba hacia dentro.
El timonel se ajustó perfectamente al cuerpo la ropa, se sujetó el capuchón a la cabeza por medio de un pañuelo y levantó la cortina que colgaba sobre la puerta.
Le fue imposible salir.
La puerta estaba completamente obstruida por la nieve, ya endurecida. Penel!án introdujo, no sin gran esfuerzo, el bastón forrado en la compacta masa, y el terror le paralizó la sangre en las venas. El extremo del bastón no estaba libre; se había detenido en un cuerpo duro.
‑¡Cornbutte! ‑dijo al capitán que acababa de acercárselo. ¡Estamos sepultados bajo la nieve!
‑¿Qué dices?
‑Que la nieve se ha amontonado y helado en derredor nuestro, y estamos enterrados vivos.
‑Derribemos la masa de nieve.
Y dicho esto, ambos amigos se apoyaron sobre el obstáculo y empujaron tratando de derribarlo, pero les fue imposible moverlo. La nieve tenía más de cinco pies de espesor y había constituido una sola pieza con la casa.
Juan Cornbutte, al ver la triste realidad, Po fue dueño de si mismo y exhaló un grito que desesperó a Misonne y a Andrés Vasling. Éste dejó escapar una interjección y sus facciones se contrajeron.
En aquel momento, el humo, más denso que nunca, no teniendo salida, refluyó al interior.
‑¡Maldición! ‑exclamó Misonne. El hielo ha obstruido el cañón de la estufa.
Penellán arrojó nieve sobre los tizones para apagarlos y desmontó la estufa, lo que produjo tal humareda que la luz de la lámpara casi no se distinguía. Después, trató de desembarazar el orificio, pero le fue imposible lograrlo; por todas partes encontró una roca de hielo.
Sólo podía esperarse un fin desastroso, al que debía preceder una horrible agonía.
El humo, introduciéndose en la garganta de los desgraciados, les causaba una molestia intolerable. No debía tardar mucho en faltarles por completo el aire.
Entonces se levantó María. Su presencia, que era la desesperación de Juan Cornbutte, reanimó el valor de Penellán, que no podía creer que aquella pobre joven estuviera condenada a morir de un modo tan horrible como el que era de temer si Dios no intervenía en favor de todos ellos.
¿Qué ocurre? ‑preguntó María. Habéis echado demasiada leña al fuego y la casa está llena de humo.
‑Sí, sí, eso es ‑tartamudeó el timonel.
‑Ya lo veo ‑repuso María; pero no había necesidad, porque no hace frío. Nunca hemos tenido tanto calor como ahora.
Ninguno se atrevió a revelarle la verdad.
‑Vamos, María ‑dijo Penellán, ayuda a preparar el almuerzo, porque hace demasiado frío para salir. Ahí están la cocinilla, el alcohol y el café, y puesto que este tiempo maldito nos impide ir a cazar, tomemos primero un poco de pemmican.
Estas palabras reanimaron a sus compañeros.
‑Si, como es probable, la tempestad dura todavía, debemos estar enterrados diez pies bajo el hielo, porque no se oye ningún ruido de fuera.
Penellán miró a María, quien se dio cuenta de lo que ocurría, sin asustarse.
El timonel aproximó a la llama del espíritu de vino la punta de su bastón ferrado y, cuando ésta estuvo enrojecida, la introdujo sucesivamente en las cuatro paredes de la casa de hielo, pero en ninguna de ellas encontró salida.
Juan Cornbutte resolvió entonces hacer una abertura en la misma puerta de la casa; pero el hielo era tan duro que las cuchillas apenas podían cortarlo.
Los pedazos que, al fin, se lograba arrancar fueron llenando la casa; pero, esto no obstante, en dos horas de este trabajo tan penoso no se había profundizado sino tres pies.
Fue preciso pensar en un medio más rápido y menos susceptible de conmover la casa, porque, cuanto más se avanzaba, el hielo era más duro y se necesitaban mayores esfuerzos para arrancarlo.
A Penellán se le ocurrió valerse de la cocinilla de alcohol para derretir el hielo en la dirección deseada; pero éste era un medio arriesgado porque, si la prisión se prolongaba, llegaría a faltarles combustible, del que les quedaba muy poca cantidad, para preparar las comidas.
Sin embargo, el proyecto fue aprobado por todos e inmediata-mente se procedió a ponerlo en práctica.
Se abrió, en primer lugar, un hoyo de tres pies de profundidad y un pie de diámetro para recoger el agua procedente del deshielo, y no hubo que arrepentirse de esta operación, porque, en efecto, el agua no tardó en correr bajo la acción del fuego que Penellán paseaba por la masa de nieve endurecida.
La abertura iba agrandándose poco a poco, pero no se podía prolongar mucho tiempo la operación, porque el agua, cayendo sobre la ropa, la calaba de parte a parte.
Penellán tuvo que cesar en su trabajo al cabo de un cuarto de hora y retirar la cocinilla para secarse él; pero no tardó en remplazarlo Misonne, quien puso en la operación el mismo ardor que el timonel.
En dos horas de trabajo se había abierto en el hielo una galería de cinco pies de profundidad, pero el bastón ferrado no pudo encontrar salida aún.
‑No es posible que haya caído tanta nieve ‑dijo Juan Cornbutte. Para que aquí la haya en tanta abundancia es preciso que el viento la haya amontonado. Quizás hayamos debido tratar de escapar por otra parte.
‑No sé ‑respondió Penellán; mas para no desanimar a nuestros compafieros, debemos continuar perforardo el muro en la misma dirección. Es imposible que dejemos de encontrar una salida.
‑¿No llegará a faltar espíritu de vino? -preguntó el capitán.
‑Espero que no ‑respondió Penellán; pero tendremos que privarnos del café y de las demás bebidas calientes. Sin embargo, no es esto lo que más me inquieta.
‑¿Qué es, pues, Penellán? ‑preguntó Juan Cornbutte.
‑Que la lámpara va a apagarse por falta de aceite y que los víveres se concluyen. En fin, confiemos en Dios.
Luego, Penellán fue a relevar a Andrés Vasling, que trabajaba con ahínco por la salvación común.
Señor Vasling ‑le dijo, voy a ocupar su puesto, pero le ruego que vigile bien, para que avise en seguida que advierta el menor síntoma de desplome, para que tengamos tiempo de contenerlo.
Cuando llegó el momento de descansar, Penellán, que había agrandado la galería un pie más, fue a acostarse cerca de sus compañeros.

1.016. Verne (Julio)

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