El día antes de emprender el viaje
de regreso y en el momento en que los expedicionarios se disponían a cenar,
ocupábase Penellán en hacer pedazos varios cajones vacíos para alimentar la
estufa, cuando se vio de pronto envuelto en una nube de humo espeso, al mismo
tiempo que advirtió que la casa de nieve se conmovía, como si hubiese un
terremoto.
Todos prorrumpieron en un grito de
terror, y Penellán salió inmediatamente de la casa.
La oscuridad era absoluta y una
tempestad horrible estallaba en el espacio. Torbellinos de nieve caían con
extraordinaria violencia sobre aquellos parajes, en los que hacía un frío tan
intenso que el timonel sintió que se le helaban las manos.
Se las frotó fuertemente con nieve
y volvió a entrar en la casa, diciendo:
‑Ya se nos ha echado la tempestad
encima. Dios quiera que pueda resistirla nuestra casa, porque si el huracán la
destruye nos veremos perdidos.
Mientras las ráfagas de viento se
desencadenaban sobre la extensa planicie helada, sentíase un ruido espantoso
bajo el suelo; los trozos de hielo, precipitándose unos sobre otros, chocaban
con estrépito, y el aire soplaba con tal violencia que parecía que la casa
variaba de sitio.
Entre los torbellinos de nieve
corrían resplandores de extraña fosforescencia, inexplicables en aquellas
latitudes.
‑¡María! ¡María! ‑gritó Penellán,
cogiendo las manos a la joven.
‑¡Mal andamos! ‑dijo Fidel Misonne.
‑¡Con tal de que todo acabe bien repuso Aupic.
‑Dejemos esta casa de hielo ‑aconsejó Andrés
Vasling.
‑Imposible ‑repuso Penellán, porque
fuera hace un frío espantoso. Mientras permanezcamos aquí, quizá podamos
soportarlo.
‑Dadme el termómetro ‑dijo
imperativamente Andrés Vasling.
Aupic se apresuró a entregarle el
instrumento pedido, que señalaba en aquel momento diez grados bajo cero dentro
de la casa, donde estaba encendido el fuego. Andrés Vasling levantó la especie
de cortina que cubría la puerta y la sacó hacia fuera rápidamente, para evitar
que le hicieran daño los pedazos de hielo que, levanta-dos por el viento, se
proyectaban como granizo.
‑Y bien, señor Vasling ‑preguntó
Penellán, ¿insiste usted en salir? Ya ve que nos encontramos aquí más seguros.
‑Sí, más seguros ‑corroboró Juan
Cornbutte; pero tendremos que hacer cuantos esfuerzos sean posibles para
afirmar la casa por dentro.
‑El peligro que nos amenaza dentro
es mayor que el que corremos fuera ‑insistió Andrés Vasling.
‑¿Qué peligro? ‑preguntó Juan
Cornbutte.
‑El de que el viento rompa el
bloque de hielo en que estamos, y seamos de pronto sumergidos.
‑Es difícil que eso ocurra -replicó
Penellán porque hiela de tal modo que no puede quedar ninguna superficie
líquida. Veamos qué temperatura hay fuera.
Y dicho esto, levantó la cortina y
sacó el brazo; pero le costó gran trabajo encontrar el termómetro entre la
nieve, conseguido lo cual acercó el instrumento a la lámpara para mirarlo.
‑¡Treinta y dos grados bajo cero! ‑exclamó.
Es el frío más intenso que hemos tenido que soportar.
A estas palabras siguió un silencio
sombrío.
Aproximadamente a las ocho de la
mañana, intentó de nuevo Penellán salir de la casa para ver si el tiempo había
variado. Además. era necesario dejar paso al humo que el aire empujaba hacia
dentro.
El timonel se ajustó perfectamente
al cuerpo la ropa, se sujetó el capuchón a la cabeza por medio de un pañuelo y
levantó la cortina que colgaba sobre la puerta.
Le fue imposible salir.
La puerta estaba completamente
obstruida por la nieve, ya endurecida. Penel!án introdujo, no sin gran esfuerzo,
el bastón forrado en la compacta masa, y el terror le paralizó la sangre en
las venas. El extremo del bastón no estaba libre; se había detenido en un
cuerpo duro.
‑¡Cornbutte! ‑dijo al capitán que
acababa de acercárselo. ¡Estamos sepultados bajo la nieve!
‑¿Qué dices?
‑Que la nieve se ha amontonado y
helado en derredor nuestro, y estamos enterrados vivos.
‑Derribemos la masa de nieve.
Y dicho esto, ambos amigos se
apoyaron sobre el obstáculo y empujaron tratando de derribarlo, pero les fue
imposible moverlo. La nieve tenía más de cinco pies de espesor y había
constituido una sola pieza con la casa.
Juan Cornbutte, al ver la triste
realidad, Po fue dueño de si mismo y exhaló un grito que desesperó a Misonne y
a Andrés Vasling. Éste dejó escapar una interjección y sus facciones se
contrajeron.
En aquel momento, el humo, más
denso que nunca, no teniendo salida, refluyó al interior.
‑¡Maldición! ‑exclamó Misonne. El
hielo ha obstruido el cañón de la estufa.
Penellán arrojó nieve sobre los
tizones para apagarlos y desmontó la estufa, lo que produjo tal humareda que la
luz de la lámpara casi no se distinguía. Después, trató de desembarazar el
orificio, pero le fue imposible lograrlo; por todas partes encontró una roca de
hielo.
Sólo podía esperarse un fin desastroso,
al que debía preceder una horrible agonía.
El humo, introduciéndose en la
garganta de los desgraciados, les causaba una molestia intolerable. No debía
tardar mucho en faltarles por completo el aire.
Entonces se levantó María. Su
presencia, que era la desesperación de Juan Cornbutte, reanimó el valor de
Penellán, que no podía creer que aquella pobre joven estuviera condenada a
morir de un modo tan horrible como el que era de temer si Dios no intervenía en
favor de todos ellos.
¿Qué ocurre? ‑preguntó María.
Habéis echado demasiada leña al fuego y la casa está llena de humo.
‑Sí, sí, eso es ‑tartamudeó el
timonel.
‑Ya lo veo ‑repuso María; pero no
había necesidad, porque no hace frío. Nunca hemos tenido tanto calor como
ahora.
Ninguno se atrevió a revelarle la
verdad.
‑Vamos, María ‑dijo Penellán, ayuda
a preparar el almuerzo, porque hace demasiado frío para salir. Ahí están la
cocinilla, el alcohol y el café, y puesto que este tiempo maldito nos impide ir
a cazar, tomemos primero un poco de pemmican.
Estas palabras reanimaron a sus
compañeros.
‑Si, como es probable, la tempestad
dura todavía, debemos estar enterrados diez pies bajo el hielo, porque no se
oye ningún ruido de fuera.
Penellán miró a María, quien se dio
cuenta de lo que ocurría, sin asustarse.
El timonel aproximó a la llama del
espíritu de vino la punta de su bastón ferrado y, cuando ésta estuvo
enrojecida, la introdujo sucesivamente en las cuatro paredes de la casa de
hielo, pero en ninguna de ellas encontró salida.
Juan Cornbutte resolvió entonces
hacer una abertura en la misma puerta de la casa; pero el hielo era tan duro
que las cuchillas apenas podían cortarlo.
Los pedazos que, al fin, se lograba
arrancar fueron llenando la casa; pero, esto no obstante, en dos horas de este
trabajo tan penoso no se había profundizado sino tres pies.
Fue preciso pensar en un medio más
rápido y menos susceptible de conmover la casa, porque, cuanto más se avanzaba,
el hielo era más duro y se necesitaban mayores esfuerzos para arrancarlo.
A Penellán se le ocurrió valerse de
la cocinilla de alcohol para derretir el hielo en la dirección deseada; pero
éste era un medio arriesgado porque, si la prisión se prolongaba, llegaría a
faltarles combustible, del que les quedaba muy poca cantidad, para preparar las
comidas.
Sin embargo, el proyecto fue
aprobado por todos e inmediata-mente se procedió a ponerlo en práctica.
Se abrió, en primer lugar, un hoyo
de tres pies de profundidad y un pie de diámetro para recoger el agua
procedente del deshielo, y no hubo que arrepentirse de esta operación, porque,
en efecto, el agua no tardó en correr bajo la acción del fuego que Penellán
paseaba por la masa de nieve endurecida.
La abertura iba agrandándose poco a
poco, pero no se podía prolongar mucho tiempo la operación, porque el agua,
cayendo sobre la ropa, la calaba de parte a parte.
Penellán tuvo que cesar en su
trabajo al cabo de un cuarto de hora y retirar la cocinilla para secarse él;
pero no tardó en remplazarlo Misonne, quien puso en la operación el mismo ardor
que el timonel.
En dos horas de trabajo se había
abierto en el hielo una galería de cinco pies de profundidad, pero el bastón
ferrado no pudo encontrar salida aún.
‑No es posible que haya caído tanta
nieve ‑dijo Juan Cornbutte. Para que aquí la haya en tanta abundancia es
preciso que el viento la haya amontonado. Quizás hayamos debido tratar de
escapar por otra parte.
‑No sé ‑respondió Penellán; mas
para no desanimar a nuestros compafieros, debemos continuar perforardo el muro
en la misma dirección. Es imposible que dejemos de encontrar una salida.
‑¿No llegará a faltar espíritu de
vino? -preguntó el capitán.
‑Espero que no ‑respondió Penellán;
pero tendremos que privarnos del café y de las demás bebidas calientes. Sin
embargo, no es esto lo que más me inquieta.
‑¿Qué es, pues, Penellán? ‑preguntó
Juan Cornbutte.
‑Que la lámpara va a apagarse por
falta de aceite y que los víveres se concluyen. En fin, confiemos en Dios.
Luego, Penellán fue a relevar a
Andrés Vasling, que trabajaba con ahínco por la salvación común.
Señor Vasling ‑le dijo, voy a
ocupar su puesto, pero le ruego que vigile bien, para que avise en seguida que
advierta el menor síntoma de desplome, para que tengamos tiempo de contenerlo.
Cuando llegó el momento de
descansar, Penellán, que había agrandado la galería un pie más, fue a acostarse
cerca de sus compañeros.
1.016. Verne (Julio)
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