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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap XIV. Horas de angustia

El 20 de enero estaban tan abatidos aquellos infortunados, que la mayor parte de ellos no tenían fuerzas para levantarse, y veíanse obligados a permanecer en el lecho.
Cada uno de ellos tenía, además de sus mantas de lana, una piel de búfalo que lo preservaba del frío; pero ninguno podía sacar un brazo al aire, porque tan pronto como lo intentaba le acometía tal dolor que inmediatamente se veía obligado a meterlo entre la ropa.
Cuando Luis Cornbutte hubo encendido la estufa, Penellán, Misonne y Andrés Vasling se levantaron de la cama y se colocaron cerca del fuego. El timonel preparó en seguida el café y lo sirvió a sus compañeros, quienes recobraron un tanto las fuerzas. María también tomó este frugal desayuno.
Luis Cornbutte se acercó luego al lecho en que gemía su padre, que casi no podía moverse y tenía las piernas imposibilitadas por la enfermedad.
El anciano marinero no cesaba de murmurar palabras vacías de sentido, que desgarraban al hijo el corazón.
‑¡Luis, voy a morirme! ‑exclamaba. ¡Oh! ¡Sufro mucho! ¡Sálvame!
Luis Cornbutte adoptó una resolución decisiva. Se dirigió a Andrés Vasling y, haciendo esfuerzos supremos por contener la cólera que lo dominaba, le preguntó:
‑¿Sabe dónde están los limones?
‑Supongo que en la despensa ‑contestó el segundo del bergantín, sin desconcertarse.
‑Sabe usted muy bien que no están allí, puesto que los ha robado.
‑Luis Cornbutte, como es usted el amo, puede permítirse decir y hacer cuanto se le antoje ‑respondió Andrés Vasling con ironía.
‑¡Por piedad, Vasling! ¡Mi padre se muere y usted puede salvarlo! Responda: ¿dónde están los limones?
‑No tengo nada que responder.
‑¡Miserable! ‑rugió Penellán, avanzando hacia el segundo navaja en mano.
‑¡Aquí los míos! ‑voceó Andrés Vasling, retrocediendo algunos pasos.
Al oír esto, saltaron inmediatamente del lecho Aupic y los dos noruegos, que corrieron a colocarse detrás del segundo del bergantín.
Misonne, Turquiette, Penellán y Luis Cornbutte se apercibieron para la defensa. Pedro Nouquet y Grandlin se apresuraron a levantarse, a pesar de los muchos dolores que sufrían, para ponerse al lado del capitán.
¡Sois todavía muy fuertes para nosotros, y no nos batiremos hasta que tengamos seguridad de vencer! dijo entonces Andrés Vasling.
Los marineros se encontraban tan débiles, que no se atrevieron a acometer a los cuatro miserables que se habían declarado enemigos suyos, porque si no triunfaban quedaban irremisi-blemente perdidos.
‑¡Andrés Vasling ‑dijo Luis Cornbutte, con la voz velada por la emoción y por la rabia, si mi padre muere, tú lo habrás matado! Pero ¡desgraciado de ti si esto ocurre, porque te mataré como a un perro!
El segundo del bergantín y sus cómplices se retiraron al otro extremo, sin responder.
Entonces, como hubiera necesidad de renovar la provisión de leña, Luis Cornbutte, a pesar del intenso frío que hacía, salió al puente y se puso a cortar parte de las cintas del bergantín; pero viose obligado a abandonar este trabajo un cuarto de hora después, para no quedarse helado. Al pasar, dirigió una mirada al termómetro, que estaba a la intemperie, y vio que el mercurio se había congelado en la cubeta. A la sazón, el tiempo estaba seco y despejado, y el viento soplaba del Norte.
El día 26 varió de dirección el viento, que empezó a soplar del Nordeste, y el termómetro colocado al aire libre señaló treinta y cinco grados bajo cero.
Juan Cornbutte estaba agonizando, y su hijo Luis, que inútilmente había tratado de aliviar sus dolores, estaba entregado a la más profunda desesperación, por considerarse impotente para prolongar la vida del bondadoso anciano.
Aquel día, se arrojó de improviso sobre Andrés Vasling para arrebatarle un limón que éste estaba chupando. El segundo del bergantín no se movió para recuperar la presa. Esperaba, sin duda, una ocasión propicia para llevar a cabo sus criminales y odiosos proyectos.
El zumo de limón reanimó algo las fuerzas de Juan Cornbutte; mas, para que se curara, era preciso continuar proporcionándole el remedio, y su hijo no lo tenía.
En estas circunstancias, postróse María a los pies de Andrés Vasling, suplicándole que le dijera dónde habíaa ocultado los limones; pero el miserable no le contestó siquiera.
Entonces oyó Penellán que el segundo del bergantín decía a sus cómplices:
‑¡El viejo está ya agonizando! Gervique, Grandlin y Pedro Notiquet no valen para nada, y los otros se encuentran cada día más débiles. Se acerca, por consiguiente, el momento de que seamos dueños de la situación y de que la vida de nuestros enemigos nos pertenezca.
Al enterarse de esto, Luis Cornbutte y sus compañeros resolvieron aprovechar las escasas fuerzas que les quedaban y matar, durante la noche siguiente, a los miserables que los habían sentenciado a ellos a ‑muerte, antes de que los enemigos los exterminaran. No se podía esperar mas tiempo, porque, si no se apresuraban, se debilitarían de tal modo que les sería imposible defenderse si, como era de esperar, llegaban a ser acometidos.
La temperatura había subido un poco, y Luis Cornbutte cogió su fusil y se aventuró a salir de caza.
Se alejó unas tres millas del bergantín, porque, engañado frecuentemente por los efectos del espejismo, cuando pretendía acercarse, se separaba más. Fue una imprudencia, porque en el suelo había huellas recientes de animales feroces.
Sin embargo, Luis Cornbutte no quiso regresar sin haber cazado alguna pieza, y prosiguió su camino; pero entonces, sintió una impresión singular que le trastornó la cabeza. Fue lo que se ha dado en llamar "el vértigo de la blancura".
Efectivamente, la reflexión de los montículos de hielo y de la vasta planicie le trastornaba completamente, de modo tal que le ocasionaba una desazón que se revelaba en sus ojos y le extraviaba la vista. Temió que la blancura le hiciera perder el juicio.
Sin hacer caso de este efecto terrible, prosiguió caminando y no tardó en descubrir un ánade, que persiguió tenazmente para apoderarse de él. El ave cayó pronto muerta, y para cogerla pasó Luis Cornbutte de uno a otro montículo de hielo hasta que rodó pesadamente al suelo, por haber dado un salto de diez pies cuando creía haberlo dado sólo de dos.
Acometido por el vértigo, empezó a gritar, sin saber por qué, pidiendo auxilio, y en el suelo permaneció varios minutos dando voces, a Desar de no haber sufrido fractura alguna en la caída. Él frío, que empezó a invadirle, le devolvió el instinto de conservación, y se levantó torpemente.
De pronto, percibió su olfato cierto olorcillo a grasa quemada, cuya procedencia no acertaba a explicarse, pero como él estaba a contraviento del bergantín, supuso que venía de allí, aunque no podía adivinar el objeto que se proponían sus compañeros al quemar grasa, sabiendo que esta operación es muy peligrosa por tener la virtud de atraer con sus emanaciones a los osos blancos.
Sumamente preocupado, emprendió Luis Cornbutte el regreso al bergantín, no tardando su preocupación en convertirse en terror al divisar en el horizonte unas masas blancas que se movían, porque llegó a temer que se tratara de un terremoto de hielos.
Como algunas de aquellas masas se interpusieron entre él y el bergantín, creyó que subían por las bardas del barco, y se detuvo para observarlas más atentamente. Entonces vio que eran una manada de osos gigantescos y se quedó aterrorizado.
Los plantígrados habían sido atraídos por el olor de la grasa que tanto había sorprendido a Luis Cornbutte.
Éste se apresuró a refugiarse detrás de un cerro, y desde allí vio que tres osos escalaban los bloques de hielo que servían de sostén a La Joven Audaz.
 Como no había indicio alguno que revelase que en el interior del bergantín fuese conocido el peligro, Luis Cornbutte, con el corazón oprimido por una terrible angustia, tembló por su padre, por su amada y por sus compañeros. ¿Cómo contener a tan formidables fieras? ¿Se unirían todos los hombres de la tripulación, amigos y enemigos, para defenderse del común peligro? ¿Po­drían Penellán y sus compañeros hacer resistencia a los plantígrados carniceros, estando hambrientos los osos y famélicos y entorpecidos por el frío los hombres? ¿No sería él mismo atacado de improvisto por las fieras?
Todas esta retlexiones cruzaron en un momento por la mente de Luis Cornbutte, cuyo espanto era cada vez mayor.
Los osos, que habían trepado ya sobre los bloques de hielo en que se asentaba el bergantín, subían para asaltarlo. Entonces se decidió Luis Cornbutte a abandonar el lugar en que había buscado refugio y, aproximándose a rastras al barco, vio que las fieras rasgaban con las zarpas el toldo que cubría el puente y saltaban a éste.
Se le ocurrió disparar su fusil para dar a sus compañeros aviso del peligro que corrían; pero si por casualidad subían éstos al puente des-prevenidos, y sin armas, serían inevitablemente despedazados, porque, como ya hemos dicho, nada revelaba que tuviesen conocimiento del peligro que los amenazaba.
Luis Cornbutte, pues, se abstuvo de disparar.

1.016. Verne (Julio)

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