Penellán había tenido razón una vez
más. Lo que había ocurrido era lo mejor que podía ocurrir, puesto que el
temblor de hielos había abierto camino para que el bergantín pudiera llegar a
la bahía.
Los marineros no tuvieron, por
consiguiente, otra cosa que hacer que utilizar hábilmente las corrientes para
dirigir los témpanos de hielo de modo que dejaran expedita la navegación.
El 19 de setiembre quedó, al fin,
el barco sólidamente anclado sobre buen fondo en la bahía de invernada, a dos
cables de distancia de tierra, y el hielo, que desde el día siguiente empezó a
formarse alrededor de su casco, no tardó en adquirir la consistencia suficiente
para sostener el peso de un hombre.
Establecida ya, por este medio, la
comunicación directa con la tierra y dejando los aparejos como estaban, según
acostumbraban hacer los navegantes árticos, se replegaron cuidadosamente las
velas sobre las vergas, se las guarneció con fundas y se dispuso que continuara
armado el nido de corneja para poder observar a lo lejos y atraer la atención
sobre el bergantín.
Como desde el solsticio de junio
habían ido reduciéndose las espirales que describe el sol en el horizonte, el
astro diurno elevábase ya muy poco y no tardaría en desaparecer por completo.
La tripulación se apresuró a hacer
todos los preparativos necesarios para la invernada, bajo la dirección de
Penellán.
El hielo fue consolidándose más
cada día, hasta el punto de que llegó a temerse que su presión perjudicara al
bergantín.
Para evitar este peligro, esperó
Penellán que, a causa del vaivén de los témpanos flotantes y de su adherencia,
adquiriese un espesor de veinte pies, después de lo cual lo hizo achaflanar en
derredor del bergantín, de manera que adquiriese su forma, con lo que quedó el
barco enclavado en un lecho sin que la presión del hielo, falto de movimiento,
lo pudiera perjudicar.
Después levantaron los marineros
una muralla de nieve de cinco a seis pies de grueso, a lo largo de las cintas y
a la altura del parapeto. Esta muralla, que no tardó en adquirir la dureza de
la roca, impedía que el calor irradiase hacia fuera.
A todo lo largo del puente fue
tendido un toldo, herméticamente cerrado y cubierto de pieles, que formaba una
especie de paseo para la tripulación.
En tierra construyóse también con
nieve un almacén en el que fueron depositados todos aquellos objetos que
estorbaban en el bergantín, y se quitaron los tabiques de las cámaras que,
luego, no formaron ya sino una sola, muy amplia, lo mismo delante que detrás.
Esta pieza única tenía la doble
ventaja de que era más fácil de calentar, porque el hielo y la humedad
encontraban menos rincones donde acumularse, y la de que se ventilaba mejor,
por medio de mangas de lienzo que desembocaban fuera.
En estos preparativos, que quedaron
terminados el 25 de setiembre, todos los marineros desplegaron suma actividad,
no siendo Andrés Vasling quien menos esfuerzos realizó y quien menos hábil se
mostró en todas estas disposiciones. De manera especial, desplegó
extraordinaria solicitud en las cosas pertinentes a la joven, quien, distraída
por el recuerdo de su pobre Luis, nada observó; pero todo fue advertido por
Juan Cornbutte.
Este, comprendiendo el móvil que
impulsaba a su segundo para mostrarse tan solícito con María, habló de ello a
Penellán y recordó varios hechos que le confirmaron en su creencia.
Andrés Vasling amaba a María y
pediría su mano tan pronto como se adquiriese la certidumbre de que los
náufragos habían perecido. Entonces, regresarían todos a Dunkerque, y el
segundo mejoraría de posición contrayendo matrimonio con una joven bella y
rica, heredera única de Juan Cornbutte.
Pero la impaciencia no permitía a
Andrés Vasling mostrarse siempre hábil, y esta carencia de habilidad le había
hecho declarar con demasiada frecuencia que eran inútiles las exploraciones que
para encontrar a los náufragos se efectuaban, por lo que, cada vez que se
adquiría un nuevo indicio que contradecía la opinión del segundo, se apresuraba
Penellán a ponerlo de relieve.
Por este motivo, Andrés Vasling
odiaba cordialmente al timonel, que no dejaba de corresponderle, y que,
temiendo que el segundo del bergantín introdujera gérmenes de discordia en la
tripulación, aconsejó a Juan Cornbutte que contestara a aquél evasivamente en
la primera ocasión que se presentara.
Terminados todos los preparativos
para la invernada, el capitán empezó a preocuparse por la salud de los
tripulantes, y, al efecto, adoptó diversas medidas encaminadas a prevenir las
enfermedades.
Todas las mañanas se ventilaban las
cámaras y se enjugaban cuidadosamente las paredes interiores para
desembarazarlas de la humedad de la noche; los marineros tomaban, mañana y
tarde, té o café muy calientes, por ser los mejores cordiales que se pueden emplear
contra el frío; y, para adquirir diariamente carne fresca, se dividió la
tripulación en dos grupos, que salían, alternativamente, a cazar.
Todos tenían que hacer también cada
día ejercicios higiénicos y se aconsejó que ninguno se expusiera a sufrir las
inclemencias de la temperatura, sino por necesidad absoluta y en activo
movimiento, porque, como el termómetro marcaba treinta grados bajo cero, podía
ocurrir que cualquiera se quedara helado de pronto. En este caso, se debía
acudir inmediatamente a las fricciones de nieve, por ser éstas las únicas que
pueden salvar la parte enferma.
Penellán recomendó mucho también el
uso de abluciones frías por las mañanas, aunque realmente se necesitaba tener
cierto valor para meter las manos y la cara en la nieve, que se hacía derretir;
pero el timonel daba valerosamente el ejemplo, y María no fue la última en
imitarle.
Juan Cornbutte no olvidó la lectura
ni los rezos, para evitar que los hombres se dejaran arrastrar por la
desesperación o por el aburrimiento, cosas ambas muy peligrosas en aquellas
desoladas latitudes.
El cielo, constantemente nublado,
inundaba el alma de tristeza; la nieve no cesaba de caer copiosamente, envuelta
en los torbellinos del viento impetuoso, y el sol estaba próximo a desaparecer.
En la dilatada noche polar no podrían gozar los navegantes ni aun del
resplandor de la luna, que era el único que debía alumbrarles, a causa de las
nubes.
Como a pesar de los vientos del
Oeste que reinaban no cesaba de nevar, todas las mañanas había necesidad de despejar
los contornos del buque, y labrar en el hielo escalones que permitieran
descender a la planicie. Esto se obtenía con relativa facilidad, merced a las
cuchillas de cortar el hielo.
Después de labrar los escalones, se
vertía sobre ellos agua que, helándose inmediatamente, los endurecía.
Penellán hizo abrir un hoyo en el
hielo, cerca del bergantín, y todos los días se rompía la capa que se formaba
en la parte superior para tomar a cierta profundidad el agua, que estaba menos
fría.
Terminados, tres semanas después,
estos preparativos, se pensó en proseguir activamente las investigaciones para
encontrar a los náufragos.
El bergantín, preso entre los
hielos, no podría abrirse paso hasta cinco o seis meses después, y era, por
consiguiente, necesario aprovechar esta quietud forzosa para dirigir las
exploraciones hacia el Norte.
1.016. Verne (Julio)
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