Hacia el 23 de julio divisóse en la
lejanía, por encima del mar, un reflejo que anunció los primeros bancos de
hielo, que salían entonces del estrecho de Davis para precipitarse en el
océano. En seguida se recomendó a. los vigías que no descuidasen un solo
momento la vigilancia, para evitar que el bergantín chocara con alguna de
aquellas enormes masas.
A este efecto, se dividió la
tripulación en dos cuartos, el primero de los cuales estaba compuesto por Fidel
Misonne, Grandlin y Gervique, y el segundo por Andrés Vasling, Aupic y
Penellán; pero, como en aquellas frías regiones las fuerzas del hombre
disminuyen tanto que casi quedan reducidas a la mitad, estos cuartos sólo
debían durar dos horas cada uno.
El termómetro señalaba ya nueve
grados centígrados bajo cero, aunque La Joven Audaz no estaba aún sino a los
setenta y tres grados de latitud.
Llovía y nevaba copiosamente con
frecuencia; pero, cuando el horizonte se despejaba y el viento no soplaba con
mucha violencia, María subía al puente y su vista iba, poco a poco,
familiarizándose con las rudas escenas de los mares polares.
El 1º de agosto fue un día claro,
en el que ni una sola nube empañaba el azul purísimo del cielo, y la joven, que
había abandonado su camarote, empezó a pasear a popa del bergantín, entablando
conversación con su tío, con Andrés Vasling y con Penellán.
La joven Audaz acababa de entrar en un
paso de tres millas de anchura, por el que descendían rápidamente hacia el Sur
innume-rables grupos de carámbanos despedazados.
‑¿Cuándo veremos tierra? ‑inquirió
la joven.
‑Dentro de tres o cuatro días, a lo
sumo ‑contestó Juan Cornbutte.
‑¿Y encontraremos nuevos indicios
de mi pobre Luis?
‑Quizá los encontremos, hija mía;
pero temo mucho que estemos todavía muy lejos del término de nuestro viaje. Es
muy probable que el Frooern haya sido arrastrado más al Norte.
‑Seguramente lo ha sido ‑agregó
Andrés Vasling, porque la borrasca que nos alejó del buque noruego duró tres
días, y en ese tiempo corre mucho un barco cuando está tan desamparado que no
puede resistir el viento.
‑Permítame que le diga, señor
Vasling ‑objetó Penellán, que, como eso ocurrió en el mes de abril, cuando
todavía no había empezado el deshielo, el Frooern debió de quedar pronto
detenido por los carámbanos.
‑Y seguramente hecho añicos ‑replicó
el segundo, porque la tripulación no podía maniobrar.
‑Pero las llanuras de hielo ‑dijo
Penellán‑ le facilitaban el acceso a la tierra, de la que no podía estar muy
lejos.
‑Esperemos ‑dijo Juan Cornbutte
para poner término a la discusión que el segundo y el timonel renovaban
diariamente. Creo que pronto veremos tierra.
‑¡Allí está! ‑exclamó María. Miren
las montañas.
‑No, hija mía ‑dijo Juan Cornbutte,
no son montañas de tierra, sino de hielo, las que tú ves. Son las primeras que
encontramos, y nos triturarían como vidrio si tuviéramos la desgracia de que
nos cogieran.
¡Penellán! ¡Vasling! Cuiden ustedes
de la maniobra.
Poco a poco fueron acercándose al
bergantín aquellas enormes masas flotantes, de las que aparecían en aquel
momento en el horizonte más de cincuenta. Penellán agarró el timón y Juan
Cornbutte, que subió a los baos del juanete de proa, indicó la dirección que se
debía seguir.
Por la tarde, el bergantín estaba completamente
rodeado de escollos movedizos de irresistible potencia destructora. Tratábase,
a la sazón, de atravesar por entre aquella serie de montañas, porque la
prudencia aconsejaba caminar hacia delante. Pero no era ésta la única
dificultad con que se tropezaba entonces, porque, además, había que luchar con
la que oponía la imposibilidad de reconocer la dirección del bergantín, pues,
como todos los puntos circundantes no cesaban de variar de dirección, se
carecía de perspectiva estable.
A estas dificultades vino a sumarse
la oscuridad, que aumentó pronto con la niebla.
María bajó a su camarote, y los
ocho hombres de la tripulación, cumpliendo la orden dada por el capitán,
quedaron sobre el puente. Todos estaban armados con largos bicheros guarnecidos
con puntas de hierro para apartar las masas de hielo y evitar que el barco
chocara con ellas.
Afortunadamente la maniobra no hizo
perder velocidad al bergantín, porque el viento sólo podía hacer presa en las
velas superiores, y éstas bastaron para impelerlo con rapidez.
Merced a las condiciones de su
casco, penetró el bergantín en aquellos valles llenos de torbellinos de lluvia,
mientras que los carámbanos chocaban unos contra otros produciendo crujidos
siniestros.
Juan Cornbutte volvió a bajar al
puente; pero su vista no logro penetrar las tinieblas en que estaba envuelto el
bergantín.
Como éste corría el riesgo de tocar
el fondo, en cuyo caso se habría perdido, se cargaron las velas altas.
‑¡Maldito viaje! ‑murmuraba Andrés
Vasling entre los marineros de proa, que con el bichero en las manos evitaban
los choques de más peligro.
‑¡La verdad es que, sí de ésta
salimos bien librados, deberemos a Nuestra Señora de los Hielos una hermosa
vela! ‑respondió Aupic.
‑¿Quién sabe por entre cuántas de
estas montañas flotantes nos veremos obligados todavía a atravesar? ‑agregó el
segundo.
‑Y, ¿quién puede prever lo que
vendrá después? ‑replicó el marinero.
‑No hables tanto, charlatán ‑aconsejó
Gervique, y cuidate más de lo que tienes que hacer. Cuando haya pasado el peligro,
podrás gruñir cuanto gustes; pero ahora atiende a tu bichero.
En aquel momento, un bloque enorme
de hielo, metido en el angosto canal que seguía el bergantín, corría con gran
rapidez hacia La Joven
Audaz , obstruyendo la anchura del paso. Como el bergantín
no podía virar, parecía imposible evitar el choque.
‑¿Sientes la barra? ‑preguntó Juan
Cornbutte al timonel.
‑No, mi capitán. El bergantín no
obedece ya.
‑¡Eh, muchachos! ‑gritó el capitán
a la tripulación. No temáis y apoyad con fuerza los bicheros en la regala.
El bloque de hielo, que amenazaba
chocar con el bergantín, tenía unos sesenta pies de altura. Era, pues, evidente
que, si el choque llegaba a verificarse, el barco quedaría triturado.
Hubo un momento de indefinible
angustia durante el cual la tripulación, contraviniendo las órdenes de Juan
Cornbutte, corrió despavorida hacia popa; pero por fortuna, cuando el bloque de
hielo sólo se encontraba ya a medio cable de distancia de La Joven Audaz , oyóse un
ruido sordo y cayó una tromba de agua sobre la proa del bergantín, que fue
elevado sobre el lomo de una ola gigantesca.
Los marineros profirieron un grito
de terror; pero cuando miraron hacia delante, el bloque de hielo había
desaparecido, el paso estaba libre y, más allá, distinguiase una inmensa
llanura de agua, iluminada por los últimos rayos del sol, y por la que ya era
fácil navegar.
‑¡Todo va bien! ‑exclamó Penellán.
Orientemos las gavias y el trinquete.
Lo que acababa de ocurrir era un
fenómeno muy común en aquellas regiones. Cuando, en la ¿poca del deshielo, se
desprenden unos de otros los bloques de hielo flotantes, navegan con perfecto
equilibrio hasta que, al llegar al Océano, cuya agua es más caliente, son
minados por la base que, quebrantada ya por el choque con otra masa, se derrite
poco a poco. Entonces, ocurre que el centro de gravedad varía de sitio, y los
bloques zozobran por completo. En el caso de referencia habría bastado que la
mole de hielo hubiera tardado dos minutos más en volverse para que el bergantín
hubiese sido aplastado por ella.
Por fortuna para los tripulantes de
La Joven Audaz ,
no ocurrió así.
1.016. Verne (Julio)
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