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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap IV. En los pasos

Hacia el 23 de julio divisóse en la lejanía, por encima del mar, un reflejo que anunció los primeros bancos de hielo, que salían entonces del estrecho de Davis para precipitarse en el océano. En seguida se recomendó a. los vigías que no descuidasen un solo momento la vigilancia, para evitar que el bergantín chocara con alguna de aquellas enormes masas.
A este efecto, se dividió la tripulación en dos cuartos, el primero de los cuales estaba compuesto por Fidel Misonne, Grandlin y Gervique, y el segundo por Andrés Vasling, Aupic y Penellán; pero, como en aquellas frías regiones las fuerzas del hombre disminuyen tanto que casi quedan reducidas a la mitad, estos cuartos sólo debían durar dos horas cada uno.
El termómetro señalaba ya nueve grados centígrados bajo cero, aunque La Joven Audaz no estaba aún sino a los setenta y tres grados de latitud.
Llovía y nevaba copiosamente con frecuencia; pero, cuando el horizonte se despejaba y el viento no soplaba con mucha violencia, María subía al puente y su vista iba, poco a poco, familiarizándose con las rudas escenas de los mares polares.
El 1º de agosto fue un día claro, en el que ni una sola nube empañaba el azul purísimo del cielo, y la joven, que había abandonado su camarote, empezó a pasear a popa del bergantín, entablando conversación con su tío, con Andrés Vasling y con Penellán.
La joven Audaz acababa de entrar en un paso de tres millas de anchura, por el que descendían rápidamente hacia el Sur innume-rables grupos de carámbanos despedazados.
‑¿Cuándo veremos tierra? ‑inquirió la joven.
‑Dentro de tres o cuatro días, a lo sumo ‑contestó Juan Cornbutte.
‑¿Y encontraremos nuevos indicios de mi pobre Luis?
‑Quizá los encontremos, hija mía; pero temo mucho que estemos todavía muy lejos del término de nuestro viaje. Es muy probable que el Frooern haya sido arrastrado más al Norte.
‑Seguramente lo ha sido ‑agregó Andrés Vasling, porque la borrasca que nos alejó del buque noruego duró tres días, y en ese tiempo corre mucho un barco cuando está tan desamparado que no puede resistir el viento.
‑Permítame que le diga, señor Vasling ‑objetó Penellán, que, como eso ocurrió en el mes de abril, cuando todavía no había empezado el deshielo, el Frooern debió de quedar pronto detenido por los carámbanos.
‑Y seguramente hecho añicos ‑replicó el segundo, porque la tripulación no podía maniobrar.
‑Pero las llanuras de hielo ‑dijo Penellán‑ le facilitaban el acceso a la tierra, de la que no podía estar muy lejos.
‑Esperemos ‑dijo Juan Cornbutte para poner término a la discusión que el segundo y el timonel renovaban diariamente. Creo que pronto veremos tierra.
‑¡Allí está! ‑exclamó María. Miren las montañas.
‑No, hija mía ‑dijo Juan Cornbutte, no son montañas de tierra, sino de hielo, las que tú ves. Son las primeras que encontramos, y nos triturarían como vidrio si tuviéramos la desgracia de que nos cogieran.
¡Penellán! ¡Vasling! Cuiden ustedes de la maniobra.
Poco a poco fueron acercándose al bergantín aquellas enormes masas flotantes, de las que aparecían en aquel momento en el horizonte más de cincuenta. Penellán agarró el timón y Juan Cornbutte, que subió a los baos del juanete de proa, indicó la dirección que se debía seguir.
Por la tarde, el bergantín estaba completamente rodeado de escollos movedizos de irresistible potencia destructora. Tratábase, a la sazón, de atravesar por entre aquella serie de montañas, porque la prudencia aconsejaba caminar hacia delante. Pero no era ésta la única dificultad con que se tropezaba entonces, porque, además, había que luchar con la que oponía la imposibilidad de reconocer la dirección del bergantín, pues, como todos los puntos circundantes no cesaban de variar de dirección, se carecía de perspectiva estable.
A estas dificultades vino a sumarse la oscuridad, que aumentó pronto con la niebla.
María bajó a su camarote, y los ocho hombres de la tripulación, cumpliendo la orden dada por el capitán, quedaron sobre el puente. Todos estaban armados con largos bicheros guarnecidos con puntas de hierro para apartar las masas de hielo y evitar que el barco chocara con ellas.
La Joven Audaz entró en un canal tan angosto que las montañas que marchaban a la deriva rozaban a veces los extremos de las vergas, por lo que era necesario recoger los botalones rastreros y se hizo preciso orientar la verga mayor hasta tocar con los obenques.
Afortunadamente la maniobra no hizo perder velocidad al bergantín, porque el viento sólo podía hacer presa en las velas superiores, y éstas bastaron para impelerlo con rapidez.
Merced a las condiciones de su casco, penetró el bergantín en aquellos valles llenos de torbellinos de lluvia, mientras que los carámbanos chocaban unos contra otros produciendo crujidos siniestros.
Juan Cornbutte volvió a bajar al puente; pero su vista no logro penetrar las tinieblas en que estaba envuelto el bergantín.
Como éste corría el riesgo de tocar el fondo, en cuyo caso se habría perdido, se cargaron las velas altas.
‑¡Maldito viaje! ‑murmuraba Andrés Vasling entre los marineros de proa, que con el bichero en las manos evitaban los choques de más peligro.
‑¡La verdad es que, sí de ésta salimos bien librados, deberemos a Nuestra Señora de los Hielos una hermosa vela! ‑respondió Aupic.
‑¿Quién sabe por entre cuántas de estas montañas flotantes nos veremos obligados todavía a atravesar? ‑agregó el segundo.
‑Y, ¿quién puede prever lo que vendrá después? ‑replicó el marinero.
‑No hables tanto, charlatán ‑aconsejó Gervique, y cuidate más de lo que tienes que hacer. Cuando haya pasado el peligro, podrás gruñir cuanto gustes; pero ahora atiende a tu bichero.
En aquel momento, un bloque enorme de hielo, metido en el angosto canal que seguía el bergantín, corría con gran rapidez hacia La Joven Audaz, obstruyendo la anchura del paso. Como el bergantín no podía virar, parecía imposible evitar el choque.
‑¿Sientes la barra? ‑preguntó Juan Cornbutte al timonel.
‑No, mi capitán. El bergantín no obedece ya.
‑¡Eh, muchachos! ‑gritó el capitán a la tripulación. No temáis y apoyad con fuerza los bicheros en la regala.
El bloque de hielo, que amenazaba chocar con el bergantín, tenía unos sesenta pies de altura. Era, pues, evidente que, si el choque llegaba a verificarse, el barco quedaría triturado.
Hubo un momento de indefinible angustia durante el cual la tripulación, contraviniendo las órdenes de Juan Cornbutte, corrió despavorida hacia popa; pero por fortuna, cuando el bloque de hielo sólo se encontraba ya a medio cable de distancia de La Joven Audaz, oyóse un ruido sordo y cayó una tromba de agua sobre la proa del bergantín, que fue elevado sobre el lomo de una ola gigantesca.
Los marineros profirieron un grito de terror; pero cuando miraron hacia delante, el bloque de hielo había desaparecido, el paso estaba libre y, más allá, distinguiase una inmensa llanura de agua, iluminada por los últimos rayos del sol, y por la que ya era fácil navegar.
‑¡Todo va bien! ‑exclamó Penellán. Orientemos las gavias y el trinquete.
Lo que acababa de ocurrir era un fenómeno muy común en aquellas regiones. Cuando, en la ¿poca del deshielo, se desprenden unos de otros los bloques de hielo flotantes, navegan con perfecto equilibrio hasta que, al llegar al Océano, cuya agua es más caliente, son minados por la base que, quebrantada ya por el choque con otra masa, se derrite poco a poco. Entonces, ocurre que el centro de gravedad varía de sitio, y los bloques zozobran por completo. En el caso de referencia habría bastado que la mole de hielo hubiera tardado dos minutos más en volverse para que el bergantín hubiese sido aplastado por ella.
Por fortuna para los tripulantes de La Joven Audaz, no ocurrió así.

1.016. Verne (Julio)

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