Los marineros, casi constantemente
con la sierra en las manos, tuvieron, además, que emplear la pólvora para volar
los enormes bloques de hielo que obstruían el paso.
El 12 de setiembre, todo el mar que
se divisaba desde el bergantín era una llanura sólida sin salida, de suerte que
era imposible avanzar ni retroceder.
El termómetro señalaba casi
constantemente dieciséis grados bajo cero.
Se aproximaba, por consiguiente, el
momento de invernar y la estación de las grandes heladas con su obligado
acompañamiento de torturas y de peligros.
Juan Cornbutte se dispuso a hacer
los preparativos necesarios para invernar. En primer lugar se ocupó en buscar
una ensenada que le permitiera estar a cubierto de los chubascos y de los
grandes deshielos, y, como la tierra, que debía encontrarse a unas diez millas
al Oeste, era el único lugar que podía ofrecerle un refugio seguro, resolvió ir
a hacer un reconocimiento.
Al efecto, emprendió la marcha,
acompañado por Andrés Vasling, Penellán, Grandlin, y Turquiette, llevando cada
uno raciones para dos días, porque no era probable que la excursión durara más
tiempo.
Llevaron, además, pieles de búfalo
para dormir sobre ellas.
Como había nevado copiosamente y la
nieve no se había helado aún, les fue imposible a los excursionistas caminar
con la rapidez que deseaban, porque a veces se hundían hasta medio cuerpo y
tenían que adoptar grandes precauciones para no precipitarse en las grietas
ocultas.
Penellán, que iba delante, sondeaba
cuidadosamente las depre-siones del suelo con un bastón ferrado.
Hacia las cinco de la tarde empezó
a condensarse la bruma y los excursionistas se vieron precisados a detenerse.
Penellán se ocupó en buscar un
bloque de hielo que pudiera abrigarlos contra el aire, después de lo cual los
expedicionarios tomaron algún alimento y, con el pesar de carecer de bebidas
calientes, extendieron sobre la nieve las pieles de búfalo de que iban
provistos, se envolvieron en ellas, se apretaron unos contra otros v se
quedaron dormidos. El sueño fue más poderoso que el cansancio.
A la mañana del día siguiente, Juan
Cornbutte y sus compañeros se encontraron, al despertar, sepultados bajo una
capa de nieve de más de un pie de espesor; pero como afortunadamente las pieles
en que estaban envueltos eran absolutamente impenetrables, la misma nieve que
había caído sobre ellos contribuyó a conservarles el calor natural impidiendo
la radiación.
Juan Cornbutte dispuso en seguida
la partida, y, aproximada-mente al mediodía, los expedicionarios divisáron por
fin la costa, que ya un rato antes habían entrevisto, aunque sólo confusamente
a causa de los enormes bloques de hielo que, cortados en dirección
perpendicular, se elevaban sobre la playa.
Las variadas cimas de estas masas
de hielo, cortadas en todos sentidos y afectando todas las formas, reproducían
los fenómenos de la cristalización.
Al aproximarse los expedicionarios,
tendieron el vuelo millares de aves acuáticas, y las focas, que se hallaban
indolentemente tendidas sobre el hielo, se apresuraron a zambullirse.
‑No nos faltarán aquí pieles ni
caza ‑dijo Penellán.
‑Según parece ‑agregó Juan
Cornbutte, no es ésta la primera vez que estos animales ven hombres, porque en
los parajes completamente deshabitados no suelen ser tan ariscos.
‑Únicamente los groenlandeses
visitan esta zona ‑repuso Andrés Vasling.
‑Sin embargo, aquí no hay señal
alguna de su paso, ni se ve ningún campamento, ni la más pequeña choza ‑objetó
Penellán, después de extender la vista en tomo suyo, desde un pico elevado.
‑¡Eh! ¡Capitán! Venga usted. Desde
aquí se divisa una punta de tierra que nos preservará muy bien de los vientos
de Nordeste.
‑¡Por aquí, muchachos! ‑dijo Juan
Cornbutte.
Le siguieron los compañeros, y
pronto se unieron todos a Penellán, quien, efectivamente, había dicho la
verdad. Una punta de tierra bastánte alta adelantábase como un promontorio y,
encorván-dose hacia la costa, formaba una barrera de una milla de profundidad,
a lo sumo. Algunos bloques movibles de hielo, rotos al chocar con esta punta de
tierra, flotaban en medio, y el mar, abrigado contra los vientos más fríos, no
se encontraba aún completamente helado.
El sitio era excelente para
invemar; pero faltaba conducir a él el bergantín.
Ahora bien, habiendo observado Juan
Cornbutte que la planicie de hielo próxima era de gran espesor y siendo, por
consiguiente, difícil abrir en ella un canal para llevar el buque a su destino,
era preciso buscar otra ensenada, pero Juan Cornbutte avanzó inútilmente hacia
el Norte en busca de ella. La costa era recta y escarpada en una gran longitud
y, más allá de la punta, encontrábase directamente expuesta a los vientos del
Este.
Esta circunstancia desconcertó al
capitán, tanto mis cuanto que Andrés Vasling, fundándose en motivos perentorios,
hizo ver que la situación era muy grave.
A Penellán le costó gran trabajo
probarse a sí mismo que lo que ocurría en aquella coyuntura era lo mejor que
podía ocurrir.
El bergantín no tenía, pues, sino
la probabilidad de encontrar un lugar de invernada en la parte meridional de la
costa, lo cual era retroceder, pero no se podía vacilar.
Los expedicionarios emprendieron el
camino de regreso al bergantín y, como los víveres empezaban a faltar,
marcharon con gran rapidez.
Mientras recorrían el trayecto que
les separaba de La
Joven Audaz , Juan Cornbutte buscó un paso que
fuese practícable o, por lo menos, alguna grieta que permitiese abrir un canal
a través de la planicie de hielo, pero no encontró una cosa ni otra.
Al caer la tarde, llegaron los
marineros al sitio donde habían pasado la noche anterior v, como durante el día
no había nevado, pudieron encontrar las huellas de sus cuerpos sobre el hielo.
Tenían, pues, el lecho dispuesto y se acostaron, envueltos en sus pieles de
búfalo.
Penellán, muy contrariado por el
fracaso de su exploracíón, dormía bastante mal, cuando, en un momento de
insomnio percibió un ruido sordo y se quedó escuchando.
Aquel ruido parecióle tan extraño
que, sorprendido y alarmado al mismo tiempo, dio un codazo a Juan Cornbutte
para que despertara,
‑¿Qué sucede? ‑preguntó el capitán,
que, según la costumbre de los marinos, tuvo en seguida tan despierta la
inteligencia como el cuerpo.
‑Escuche usted, capitán ‑respondió
Penellán.
El ruido aumentaba con sensible
violencia.
¡Este ruido, en una latitud tan
elevada, no puede ser un trueno! ‑dijo Juan Cornbutte levartándose.
‑Creo que pronto vamos a tener que
entendérnoslas con los osos blancos ‑repuso Penellán.
‑¡Diablos! Sin embargo todavía no
los hemos visto.
‑Más pronto o más tarde, debemos
esperar su visita. Comen-cemos, por recibirlos bien.
Penellán cogio su fusil y se
encaramó precipitadamente sobre el bloque de hielo que les servía de abrigo.
Como la oscuridad era muy densa por estar el cielo cubierto, no descubrió nada;
pero un nuevo incidente le convenció de que el ruido no procedía de las inmediaciones.
Juan Cornbutte acudió al lado de
Penellán y ambos advirtieron con espanto que el ruido, cuya intensidad había
despertado ya a los compañeros, se producía bajo sus pies.
Un peligro de nueva especie les
amenazaba. A este ruido, que pronto semejó el de los truenos, agregóse un
movimiento de ondulación muy perceptible en el bloque de hielo.
Algunos marineros, perdiendo el
equilibrio, cayeron rodando.
¡Atención! ‑gritó Penellán.
¡Sí! ‑le contestaron.
¡Turquiette! ¡Grandlin! ¿Dónde
estáis?
Aquí ‑respondió Turquiette,
sacudiéndose la nieve de que estaba cubierto.
‑¡Por aquí, Vasling! ‑gritó
Cornbutte a su segundo. ¿Y Grandlin?
‑Presente, capitán... Pero ¡estamos
perdidos! ‑exclamó Grandlin con espanto.
‑De ningún modo! ‑repuso Penellán.
Por lo contrario, quizá nos hemos salvado.
No bien hubo concluido de
pronunciar estas palabras cuando se oyó un crujido espantoso, la llanura de
hielo se quebró por completo y los marineros viéronse obligados a agarrarse al
bloque que oscilaba bajo sus pies.
A pesar de lo dicho por el timonel,
los expedícionarios se encontraban en una situación sumamente peligrosa, porque
lo que acababa de ocurrir era un temblor.
Los hielos habían levado el ancla,
según la expresión de los marinos.
El temblor había durado cerca de
dos minutos y era de temer que se abriese una grieta bajo los mismos pies de
los desgraciados marineros quienes esperaron la llegada del nuevo día en medio
de continuas angustías, porque no podían, sin exponerse a perecer, atreverse a
dar un paso. En consecuencia, quedáronse tendidos a todo lo largo para no
sumergirse
Al alborear el día, ofrecióse a sus
ojos un cuadro muy diferente. La extensa planicie, unida la víspera,
encontrábase partida en mil puntos distintos, y las olas, levantadas por alguna
conmoción submarina, habían roto la espesa capa que las cubría.
Juan Cornbutte acordóse
inmediatamente de su bergantín, temiendo por su suerte.
‑¡Mí pobre buque! ‑exclamó. ¡Debe
de haberse perdido!
En el rostro de todos los
expedicionarios comenzó a reflejarse la más sombría desesperación, porque la
pérdida del bergantín era inevitablemente la muerte próxima de toda la
tripulación.
‑¡Valor, amigos míos! ‑dijo
Penellán. Esperemos, por el contrario, que el temblor de esta noche nos haya
abierto un camino a través de los hielos, que nos permitirá conducir nuestro
bergantín a la bahía de invernada. ¡Eh! No me engaño. Miren, ahí está La Joven Audaz ,
una milla más cerca de nosotros.
Todos se precipitaron hacia
delante, pera tan imprudentemente que Turquiette se deslizó en una grieta,
donde habría sin duda alguna perecido si Juan Cornbutte no le hubiese agarrado
por el capuchón. Por fortuna, todo quedó reducído a un baño frío.
Efectivamente, el bergantín se
encontraba sólo a dos millas de distancia; pero, esto no obstante, costóles
inmenso trabajo a los expedicionarios llegar a él.
1.016. Verne (Julio)
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