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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap VI. Terremoto de hielos

La Joven audaz viose obligada a luchar contra obstáculos insuperables durante algunos días más.
Los marineros, casi constantemente con la sierra en las manos, tuvieron, además, que emplear la pólvora para volar los enormes bloques de hielo que obstruían el paso.
El 12 de setiembre, todo el mar que se divisaba desde el bergantín era una llanura sólida sin salida, de suerte que era imposible avanzar ni retroceder.
El termómetro señalaba casi constantemente dieciséis grados bajo cero.
Se aproximaba, por consiguiente, el momento de invernar y la estación de las grandes heladas con su obligado acompañamiento de torturas y de peligros.
La Joven Audaz se encontraba, a la sazón, casi en el 21º de longitud occidental y en el 76º de latitud norte, a la entrada de la bahía de Gael‑Hamkes.
Juan Cornbutte se dispuso a hacer los preparativos necesarios para invernar. En primer lugar se ocupó en buscar una ensenada que le permitiera estar a cubierto de los chubascos y de los grandes deshielos, y, como la tierra, que debía encontrarse a unas diez millas al Oeste, era el único lugar que podía ofrecerle un refugio seguro, resolvió ir a hacer un reconocimiento.
Al efecto, emprendió la marcha, acompañado por Andrés Vasling, Penellán, Grandlin, y Turquiette, llevando cada uno raciones para dos días, porque no era probable que la excursión durara más tiempo.
Llevaron, además, pieles de búfalo para dormir sobre ellas.
Como había nevado copiosamente y la nieve no se había helado aún, les fue imposible a los excursionistas caminar con la rapidez que deseaban, porque a veces se hundían hasta medio cuerpo y tenían que adoptar grandes precauciones para no precipitarse en las grietas ocultas.
Penellán, que iba delante, sondeaba cuidadosamente las depre-siones del suelo con un bastón ferrado.
Hacia las cinco de la tarde empezó a condensarse la bruma y los excursionistas se vieron precisados a detenerse.
Penellán se ocupó en buscar un bloque de hielo que pudiera abrigarlos contra el aire, después de lo cual los expedicionarios tomaron algún alimento y, con el pesar de carecer de bebidas calientes, extendieron sobre la nieve las pieles de búfalo de que iban provistos, se envolvieron en ellas, se apretaron unos contra otros v se quedaron dormidos. El sueño fue más poderoso que el cansancio.

A la mañana del día siguiente, Juan Cornbutte y sus compañeros se encontraron, al despertar, sepultados bajo una capa de nieve de más de un pie de espesor; pero como afortunadamente las pieles en que estaban envueltos eran absolutamente impenetrables, la misma nieve que había caído sobre ellos contribuyó a conservarles el calor natural impidiendo la radiación.
Juan Cornbutte dispuso en seguida la partida, y, aproximada-mente al mediodía, los expedicionarios divisáron por fin la costa, que ya un rato antes habían entrevisto, aunque sólo confusamente a causa de los enormes bloques de hielo que, cortados en dirección perpendicular, se elevaban sobre la playa.
Las variadas cimas de estas masas de hielo, cortadas en todos sentidos y afectando todas las formas, reproducían los fenómenos de la cristalización.
Al aproximarse los expedicionarios, tendieron el vuelo millares de aves acuáticas, y las focas, que se hallaban indolentemente tendidas sobre el hielo, se apresuraron a zambullirse.
‑No nos faltarán aquí pieles ni caza ‑dijo Penellán.
‑Según parece ‑agregó Juan Cornbutte, no es ésta la primera vez que estos animales ven hombres, porque en los parajes completamente deshabitados no suelen ser tan ariscos.
‑Únicamente los groenlandeses visitan esta zona ‑repuso Andrés Vasling.
‑Sin embargo, aquí no hay señal alguna de su paso, ni se ve ningún campamento, ni la más pequeña choza ‑objetó Penellán, después de extender la vista en tomo suyo, desde un pico elevado.
‑¡Eh! ¡Capitán! Venga usted. Desde aquí se divisa una punta de tierra que nos preservará muy bien de los vientos de Nordeste.
‑¡Por aquí, muchachos! ‑dijo Juan Cornbutte.
Le siguieron los compañeros, y pronto se unieron todos a Penellán, quien, efectivamente, había dicho la verdad. Una punta de tierra bastánte alta adelantábase como un promontorio y, encorván-dose hacia la costa, formaba una barrera de una milla de profundidad, a lo sumo. Algunos bloques movibles de hielo, rotos al chocar con esta punta de tierra, flotaban en medio, y el mar, abrigado contra los vientos más fríos, no se encontraba aún completamente helado.
El sitio era excelente para invemar; pero faltaba conducir a él el bergantín.
Ahora bien, habiendo observado Juan Cornbutte que la planicie de hielo próxima era de gran espesor y siendo, por consiguiente, difícil abrir en ella un canal para llevar el buque a su destino, era preciso buscar otra ensenada, pero Juan Cornbutte avanzó inútilmente hacia el Norte en busca de ella. La costa era recta y escarpada en una gran longitud y, más allá de la punta, encontrábase directamente expuesta a los vientos del Este.
Esta circunstancia desconcertó al capitán, tanto mis cuanto que Andrés Vasling, fundándose en motivos perentorios, hizo ver que la situación era muy grave.
A Penellán le costó gran trabajo probarse a sí mismo que lo que ocurría en aquella coyuntura era lo mejor que podía ocurrir.
El bergantín no tenía, pues, sino la probabilidad de encontrar un lugar de invernada en la parte meridional de la costa, lo cual era retroceder, pero no se podía vacilar.
Los expedicionarios emprendieron el camino de regreso al bergantín y, como los víveres empezaban a faltar, marcharon con gran rapidez.
Mientras recorrían el trayecto que les separaba de La Joven Audaz, Juan Cornbutte buscó un paso que fuese practícable o, por lo menos, alguna grieta que permitiese abrir un canal a través de la planicie de hielo, pero no encontró una cosa ni otra.
Al caer la tarde, llegaron los marineros al sitio donde habían pasado la noche anterior v, como durante el día no había nevado, pudieron encontrar las huellas de sus cuerpos sobre el hielo. Tenían, pues, el lecho dispuesto y se acostaron, envueltos en sus pieles de búfalo.
Penellán, muy contrariado por el fracaso de su exploracíón, dormía bastante mal, cuando, en un momento de insomnio percibió un ruido sordo y se quedó escuchando.
Aquel ruido parecióle tan extraño que, sorprendido y alarmado al mismo tiempo, dio un codazo a Juan Cornbutte para que despertara,
‑¿Qué sucede? ‑preguntó el capitán, que, según la costumbre de los marinos, tuvo en seguida tan despierta la inteligencia como el cuerpo.
‑Escuche usted, capitán ‑respondió Penellán.
El ruido aumentaba con sensible violencia.
¡Este ruido, en una latitud tan elevada, no puede ser un trueno! ‑dijo Juan Cornbutte levartándose.
‑Creo que pronto vamos a tener que entendérnoslas con los osos blancos ‑repuso Penellán.
‑¡Diablos! Sin embargo todavía no los hemos visto.
‑Más pronto o más tarde, debemos esperar su visita. Comen-cemos, por recibirlos bien.
Penellán cogio su fusil y se encaramó precipitadamente sobre el bloque de hielo que les servía de abrigo. Como la oscuridad era muy densa por estar el cielo cubierto, no descubrió nada; pero un nuevo incidente le convenció de que el ruido no procedía de las inmediaciones.
Juan Cornbutte acudió al lado de Penellán y ambos advirtieron con espanto que el ruido, cuya intensidad había despertado ya a los compañeros, se producía bajo sus pies.
Un peligro de nueva especie les amenazaba. A este ruido, que pronto semejó el de los truenos, agregóse un movimiento de ondulación muy perceptible en el bloque de hielo.
Algunos marineros, perdiendo el equilibrio, cayeron rodando.
¡Atención! ‑gritó Penellán.
¡Sí! ‑le contestaron.
¡Turquiette! ¡Grandlin! ¿Dónde estáis?
Aquí ‑respondió Turquiette, sacudiéndose la nieve de que estaba cubierto.
‑¡Por aquí, Vasling! ‑gritó Cornbutte a su segundo. ¿Y Grandlin?
‑Presente, capitán... Pero ¡estamos perdidos! ‑exclamó Grandlin con espanto.
‑De ningún modo! ‑repuso Penellán. Por lo contrario, quizá nos hemos salvado.
No bien hubo concluido de pronunciar estas palabras cuando se oyó un crujido espantoso, la llanura de hielo se quebró por completo y los marineros viéronse obligados a agarrarse al bloque que oscilaba bajo sus pies.
A pesar de lo dicho por el timonel, los expedícionarios se encontraban en una situación sumamente peligrosa, porque lo que acababa de ocurrir era un temblor.
Los hielos habían levado el ancla, según la expresión de los marinos.
El temblor había durado cerca de dos minutos y era de temer que se abriese una grieta bajo los mismos pies de los desgraciados marineros quienes esperaron la llegada del nuevo día en medio de continuas angustías, porque no podían, sin exponerse a perecer, atreverse a dar un paso. En consecuencia, quedáronse tendidos a todo lo largo para no sumergirse
Al alborear el día, ofrecióse a sus ojos un cuadro muy diferente. La extensa planicie, unida la víspera, encontrábase partida en mil puntos distintos, y las olas, levantadas por alguna conmoción submarina, habían roto la espesa capa que las cubría.
Juan Cornbutte acordóse inmediatamente de su bergantín, temiendo por su suerte.
‑¡Mí pobre buque! ‑exclamó. ¡Debe de haberse perdido!
En el rostro de todos los expedicionarios comenzó a reflejarse la más sombría desesperación, porque la pérdida del bergantín era inevitablemente la muerte próxima de toda la tripulación.
‑¡Valor, amigos míos! ‑dijo Penellán. Esperemos, por el contrario, que el temblor de esta noche nos haya abierto un camino a través de los hielos, que nos permitirá conducir nuestro bergantín a la bahía de invernada. ¡Eh! No me engaño. Miren, ahí está La Joven Audaz, una milla más cerca de nosotros.
Todos se precipitaron hacia delante, pera tan imprudentemente que Turquiette se deslizó en una grieta, donde habría sin duda alguna perecido si Juan Cornbutte no le hubiese agarrado por el capuchón. Por fortuna, todo quedó reducído a un baño frío.
Efectivamente, el bergantín se encontraba sólo a dos millas de distancia; pero, esto no obstante, costóles inmenso trabajo a los expedicionarios llegar a él.
La Joven Audaz se conservaba en buen estado; pero su timón, que por inexcusable negligencia no había sido retirado, había quedado destrozado por los hielos.

1.016. Verne (Julio)

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