Después que Luis Cornbutte hubo
salido del bergantín para ir a cazar, cerró Penellán cuidadosamente la puerta
de la cámara, que estaba en la parte inferior de la escalera del puente, y
volvió al lado de la estufa para encargarse de guardarla, mientras sus
compañeros se metían en el lecho, donde esperaban encontrar algún calor.
Eran las seis de la tarde, y el
timonel, creyendo llegada la hora de preparar la cena, bajó a la bodega para
buscar la carne salada que se proponía cocer.
Al subir de nuevo a la cámara
quedóse sorprendido al ver que su puesto estaba ocupado por Andrés Vasling, que
en aquellos momentos derretía varios trozos de grasa en una cazuela.
‑Estaba yo aquí antes que usted ‑dijo
con acritud Penellán a Andrés Vasling. ¿Por qué ha ocupado mi puesto?
‑Por la misma razón que le induce a
reclamarlo: porque necesito preparar mi cena.
‑Quite de ahí todo eso
inmediatamente, sino quiere que nos veamos las caras.
‑No nos veremos nada, y haré mi
cena a pesar de usted.
‑No la probará ‑replicó Penellán
acometiendo a Andrés Vasling.
Éste empuñó su cuchillo, gritando:
‑¡A mí los míos!
Éstos acudieron inmediatamente,
armados de pistolas y puñales. Sin duda alguna, el golpe había sido premeditado.
Penellán acometió a Andrés Vasling,
que le hizo frente sin la ayuda de nadie, en tanto que sus cómplices corrieron
hacia las camas de Misonne, Turquiette y Notiquet.
Este último, indefenso y extenuado
por la enfermedad, fue víctima de la ferocidad de Herming.
El carpintero abandonó
precipitadamente el lecho en que yacía, se apoderó de un hacha y salió al
encuentro de Aupic.
Turquiette y Jocki luchaban entre
sí encarnizadamente, y Gervique y Grandlin, postrados por horribles
sufrimientos, ni aun se dieron cuenta de lo que ocurría.
Herming, después de asestar una
terrible puñalada a Pedro Nouquet en el costado, se lanzó contra Penellán, que
luchaba furiosa-mente con Andrés Vasling.
Éste tenía agarrado al timonel por el cuerpo;
pero cuando empezaron a reñir, la cazuela en que el segundo del bergantín
estaba preparando la cena, se había derramado sobre la lumbre, y la grasa, al
quemarse, impregnaba la atmósfera de emanaciones infectas.
María, al oír el ruido de la lucha,
se levantó también, lanzando gritos de desesperación, y corrió desalentada
hacia la cama en que el anciano Juan Cornbutte estaba agonizando.
Andrés Vasling, menos fuerte que
Penellán, sintió que sus brazos eran vigorosamente rechazados por los de éste;
pero ninguno de los dos podía hacer uso de las armas, porque estaban demasiado
juntos.
‑¡A mí, Herming! ‑gritó el segundo
del barco, al ver a su cómplice.
‑¡A mí, Misonne! ‑gritó también
Penellán.
Pero Misonne no podía acudir en
auxilio del timonel, porque en aquel momento rodaba sobre el puente del
bergantín, abrazado a Aupic, que trataba de herirlo con la cuchilla.
El hacha que esgrimía el carpintero
era arma poco a propósito para la defensa, porque en la situación en que se
encontraban los combatientes no se podía manejar, y a Misonne le costaba mucho
trabajo eludir las puñaladas que su adversario le asestaba.
La sangre no cesaba de correr, y
los marineros de uno y otro bando no dejaban de proferir gritos y rugidos.
Turquiette, después de ser
derribado por Jocki, que era hombre de fuerzas hercúleas, había recibido una
puñalada en un hombro y pugnaba inútilmente por apoderarse de una pistola que
el noruego tenía en el cinto; pero le era imposible moverse, porque su enemigo
lo apretaba como un torno.
Al grito de Andrés Vasling, a quien
Penellán apretaba contra la puerta de entrada, acudió Herming. Éste pretendió
herir con su cuchillo al bretón por la espalda, pero, en el momento de asestar
el golpe, recibió un vigoroso puntapié que lo hizo rodar por el suelo.
El esfuerzo realizado por el
timonel permitió a Andrés Vasling desasir su brazo derecho; pero, cediendo en
aquel momento la puerta en que uno y otro se apoyaba, cayó de espaldas el
segundo del bergantín.
De pronto, oyóse un rugido terrible
y apareció un oso gigantesco en las gradas de la escalera.
Andrés Vasling, que estaba a cuatro
pasos de él, fue el primero que vio al animal.
Sonó entonces una detonación, y el
oso, herido o espantado, retrocedió; pero fue perseguido por Andrés, que
acababa de levantarse y que, en aquel instante, se olvidó de Penellán.
El timonel volvió a colocar en su
sitio la puerta que acababa de caerse y miró en torno suyo: Misonne y
Turquiette, fuertemente atados por sus enemigos, habían sido arrojados a un
rincón y hacían vanos esfuerzos por romper sus ligaduras. Penellán se apresuró
a socorrerlos; pero, antes de conseguirlo, fue derribado por los dos noruegos y
Aupic.
Sus fuerzas, ya agotadas, no le
permitían resistir a aquellos tres hombres, que también le ataron para impedir
que se moviera.
Luego corrieron los criminales
hacia el puente, donde, juzgando por los gritos que profería Andrés Vasling,
creyeron que éste estaba luchando con Luis Cornbutte; pero vieron que combatía
con un oso, al que había asestado ya dos puñaladas.
La fiera, agitando sus dos formidables
patas delanteras en el aire, trataba de apresar a Andrés Vasling, que poco a
poco había ido estrechándose contra la borda. Ya se consideraba perdido cuando
sonó el ruido de otra detonación.
Andrés Vasling levantó entonces la
cabeza y vio a Luis Cornbutte, que estaba encaramado sobre el palo trinquete,
desde donde había hecho el disparo, dejando muerto al oso.
La generosidad de Luis Cornbutte no
fue agradecida por el miserable Vasling, en cuyo corazón prevaleció el odio;
pero antes de desahogar su cólera, miró en torno suyo, quizá para convencerse
de que era el más fuerte.
Aupic, a quien un oso había roto de
una patada la cabeza, yacía sin vida sobre el puente. Jocki, con el hacha en la
mano, se esforzaba por parar los golpes que le asestaba el mismo animal,
furioso por las dos puñaladas que había recibido. El tercer oso se dirigía a la
proa del bergantín.
Andrés Vasling, sin hacer caso de
esta tercera fiera y seguido por Herming, acudió en socorro de Jocki, que,
apretado fuertemente por las patas del animal, estaba despedazado.
Cuando el plantígrado, muerto por
los disparos que con sus pistolas le hicieron Andrés Vasling y Herming, aflojó
las patas y soltó el cuerpo de Jocki, éste era cadáver.
‑Ya sólo quedamos dos ‑dijo Andrés
Vasling con voz apagada por la cólera‑; pero no sucumbiremos sin habernos
vengado.
Herming no respondió, pero volvió a
cargar su pistola.
Era preciso, ante todo, exterminar
al tercer oso.
Andrés Vasling miró hacia delante y
no vio al animal, pero al levantar luego la vista, lo distinguió trepando por
los flechastes en persecu-ción de Luis Cornbutte.
El miserable Vasling, cuyo rostro
reflejaba la más feroz alegría, dejó caer el fusil con que iba a apuntar al
animal.
‑¡Ah! ‑exclamó‑. ¡Me debías este
desquite!
Mientras tanto, Luis Cornbutte
habíase refugiado en la cofa del trinquete, donde esperaba que la fiera se le
acercase.
Cuando ésta, que continuó subiendo,
sólo estuvo a seis pies de distancia, Luis Cornbutte, con admirable serenidad,
le apuntó al corazón.
Andrés Vasling, al ver esto, volvió
a tomar su fusil para matar a Luis Cornbutte si llegaba a caer el oso.
El capitán del bergantín disparó,
efectivamente, pero, sin duda, no tocó al animal, porque éste saltó a la cofa,
haciendo mover todo el palo.
Andrés Vasling prorrumpió en una carcajada
de alegría feroz.
‑iHerming! ‑gritó. ¡Tráeme a María!
¡Tráeme a mi prometida!
Herming, obedeciendo al punto, bajó
la escalera de la cámara.
Mientras tanto, la fiera,
enfurecida, habíase lanzado sobre Luis Cornbutte, que se retiró a un extremo de
la cofa, y en el momento en que la formidable pata del animal iba a caer sobre
su cabeza, se apoderó el marinero de un brandal y, por él, se deslizó hasta el
puente. Durante el descenso, silbó una bala en sus oídos. El infame Vasling le
había disparado su fusil, pero había errado la puntería. ¡Dios vela siempre por
los buenos!
El capitán y el segundo del
bergantín se encontraron, por consiguiente, "frente a frente, y ambos
empuñaban sus cuchillos. Iba a entablarse un combate, que debía ser decisivo.
Para satisfacer por completo su
venganza, haciendo que María presenciara la muerte de su prometido, Andrés
Vasling se había privado del auxilio de Herming, a quien había enviado a buscar
a ¡a joven. No podía, por lo tanto, contar sino consigo mismo.
Luis Cornbutte y Andrés Vasling
entablaron en seguida la lucha, agarrándose mutuamente por el cuello, de tal
modo que a uno y a otro les era imposible retroceder. Uno de los dos debía
morir.
Como estaban agarrados, sólo podían
parar a medias las cuchilladas que se asestaban, y la sangre de ambos no tardó
en correr. Andrés Vasling hacía esfuerzos inauditos por derribar a su
adversario; pero como Luis Cornbutte sabía que el que de ellos cayera sería
hombre muerto, se debatió con tal coraje que consiguió agarrar a su enemigo por
ambos brazos; pero, obtenido esto, se le cayó de la mano el cuchillo que
empuñaba.
En aquel momento llegaron a sus
oídos los gritos horribles que profería María, quien pugnaba en vano por
desasirse de Herming, que trataba de arrastrarla.
Luis Cornbutte, presa de una rabia
feroz, hizo entonces un esfuerzo supremo por derribar a su adversario, pero
ambos se vieron, a la vez, apretados entre las formidables patas del oso que
había descendido de la cofa arrojándose sobre ellos.
Andrés Vasling estaba apoyado
contra el cuerpo de la fiera, cuyas uñas penetraban en las carnes de Luis
Cornbutte. El oso apretaba a ambos en su abrazo vigoroso.
‑¡A mí, Herming! ¡A mí! ‑gritó
Vasling.
‑¡A mí, Penellán! ‑gritó, a su vez,
Cornbutte.
Oyéronse entonces pasos en la escalera,
y apareció Penellán, con la pistola en la mano.
El timonel se acercó al oso y le
disparó en un oído.
La fiera lanzó un rugido de dolor,
abrió un momento las patas, y este momento bastó a Luis Cornbutte para
deslizarse sobre el puente, desasiéndose del abrazo del plantígrado.
El oso, en la convulsión de la
agonía, volvió en seguida a apretar las patas, y cayó arrastrando consigo al
infame Andrés Vasling, que quedó despedazado.
Penellán se apresuró a socorrer a
Luis Cornbutte, que, sin ninguna herida grave, había perdido momentáneamente el
sentido.
‑¡María! ‑exclamó al abrir de nuevo
los ojos.
‑¡Salvada! ‑contestó el timonel,
que agregó: Herming está ahí tendido con una cuchillada en el vientre.
‑¿Y los osos?
‑Muertos, como nuestros enemigos;
pero puede asegurarse que, sin la oportuna intervención de las fieras, seríamos
nosotros los que habríamos sucumbido. Sin duda alguna, la Providencia envió
estos animales en auxilio nuestro. ¡Bendigamos a Dios, que se ha compla-cido en
socorremos!
Luis Cornbutte y Penellán
descendieron a la cámara, donde María, profundamente conmovida, se arrojó en
brazos de su prometido.
1.016. Verne (Julio)
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