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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap IX. La casa de nieve

A las once de la mañana del 23 de octubre, se puso en marcha la caravana, a la luz de una hermosa luna.
Esta vez se habían tomado todas las precauciones necesarias para que el viaje se pudiera prolongar largo tiempo, si de ello llegaba a haber precisión.
Juan Cornbutte siguió a lo largo de la costa, subiendo hacia el Norte. Los viajeros no dejaban tras de sí huella alguna de sus pasos sobre el duro hielo, por lo que Juan Cornbutte viose obligado a guiarse por medio de puntos de referencia escogidos a lo lejos, y, así, tan pronto caminaba por una colina erizada de picos como por un enorme bloque de hielo que la presión había levantado sensiblemente por encima de la planicie.
En la primera jornada recorrieron los expedicionarios quince millas y, al detenerse, Penellán hizo los preparativos necesarios para acampar. La tienda fue colocada junto a un bloque de hielo.
A María no le había hecho sufrir mucho el frío, a pesar de ser muy riguroso, porque, por fortuna, se había calmado la brisa, haciendo más soportable la temperatura; pero, esto no obstante, tuvo que apearse muchas veces del trineo, para evitar que el entorpecimiento le paralizase la circulación de la sangre. Además, la garita dentro de la cual iba, tapizada con pieles por Penellán, reunía todas las comodidades posibles.
Al llegar la noche o, por mejor decir, al llegar el momento de entregarse al reposo, la garita fue colocada dentro de la tienda, donde sirvió de dormitorio a la joven.
La cena se compuso de carne fresca, pemmican y té caliente, y Juan Cornbutte, para prevenir los funestos efectos del escorbuto, hizo que todos tomasen, además, algunas gotas de zumo de limón. Luego, se durmieron confiando en que Dios velaba su sueño.
Ocho horas después, los expedicionarios se hallaban nuevamente en disposición de emprender la marcha; pero antes de ponerse en camino, los hombres y los perros almorzaron suculentamente.
El hielo, excesivamente liso, permitía que el trineo fuese arrastrado con gran facilidad por los perros, viéndose los hombres precisados, a veces, a realizar grandes esfuerzos para seguirlos.
El deslumbramiento, que en aquellas regiones es una verdadera enfermedad, no tardó en acometer a los viajeros, especialmente a Aupic y Misonne, que adquirieron oftalmías rebeldes. La luz de la luna, al reverberar en aquellas blancas planicies, abrasaba los ojos produciendo un insoportable escozor.
Los expedicionarios tenían que luchar también con uno de los más curiosos efectos de la refracción, que, a veces, les hacía meter el pie en una hondonada cuando creían que iban a ponerlo sobre una loma. Esto ocasionaba caídas, que por fortuna no tenían desagradables consecuencias y que Penellán tomaba a broma; pero, esto no obstante, recomendó que no se diera un paso sin tantear antes el suelo con el bastón ferrado de que todos iban provistos.
El 1º de noviembre, es decir, a los diez días de haber emprendido el viaje, la caravana encontrábase cincuenta leguas más al Norte, pero este largo recorrido tenía extremadamente fatigados a todos. Juan Cornbutte, cuya vista se iba alterando sensiblemente, sufría horribles deslumbramientos. Aupic y Fidel Misonne andaban ya casi a tientas, porque la reflexión blanca de la nieve les había casi quemado los ojos y los tenían rodeados por un círculo rojo. María, merced a su larga permanencia en la garita, se había librado hasta entonces de estos accidentes. Penellán, a quien sostenía su indomable valor, lo soportaba todo sin abatirse, y Andrés Vasling, cuyo cuerpo de hierro estaba habituado a toda esta clase de fatigas, sólo experimentaba un poco de cansancio, pues ni el frío ni los deslumbramientos hacían en él mella.
Por esto, previendo ya próximo el momento en que habría necesidad de retroceder, el segundo del bergantín gozaba al ver que el cansancio se iba apoderando de los más robustos.
En vista, pues, de tantas contrariedades, consideróse indispón-sable suspender la marcha para descansar durante uno o dos días, y, al efecto, se eligió lugar para acampar y se resolvió construir con nieve una casa, que quedaría apoyada en una peña de un promon-torio.
Trazados por Fidel Misonne los cimientos, que medían quince pies de largo por cinco de ancho, Penellán, Aupic y el mismo Misonne cortaron con sus cuchillos grandes trozos de hielo, los llevaron al lugar designado y los colocaron como los albañiles habrían colocado las piedras para levantar los muros de una casa de mampostería.
La pared de fondo, de cinco pies de altura y de grueso casi igual, quedó levantada muy pronto, porque había materiales en abundancia e importaba que la obra tuviera la solidez necesaria para que durase algunos días.
Ocho horas se invirtieron en construir los cuatro muros, en uno de los cuales, que miraba al Sur, se dejó una abertura para que sirviese de puerta. Luego, tendióse por encima del edificio un toldo, de modo que colgase cubriendo la entrada. Sólo faltaba ya, por consiguiente, colocar encima de todo grandes trozos de hielo, que sirvieran de tejado de aquella poco duradera construcción.
Terminada, al fin, la casa después de otras tres horas de penoso trabajo, metiéronse todos en ella, rendidos de cansancio y desaliento.
Juan Cornbutte sufría horriblemente y no podía dar un paso, y Andrés Vasling, al verlo en tal estado, aprovechó la ocasión para arrancarle la promesa de no proseguir las investigaciones en aquellas horribles soledades.
El segundo explotaba el dolor del capitán en beneficio propio.
Penellán, que creía que era una indignidad impropia de marinos el abandonar a sus compañeros, los náufragos, devanábase los sesos para encontrar razones que indujesen a los expedicionarios a proseguir las exploraciones; pero todos sus esfuerzos y su elocuencia toda resultaron inútiles, porque, al fin, quedó decidido el regreso al bergantín, si bien, a causa del cansancio que todos tenían, se convino en descansar durante tres días.
Durante este tiempo no se hizo preparativo alguno para la partida; pero el 4 de noviembre empezó Juan Cornbutte a hacer enterrar las provisiones que creyó innecesarias en un punto de la costa, que fue señalado con una marca, para el caso, poco probable, de que nuevas exploraciones los volviesen a llevar a aquel lado.
Como había dejado a lo largo del camino varios depósitos de víveres, porque cada cuatro días de marcha había hecho uno, no tenía necesidad de transportarlos en el viaje de regreso, lo que permitiría a los perros arrastrar el trineo con mayor facilidad.
Se convino en emprender la marcha a las diez de la mañana del 5 de noviembre; pero todos los expedicionarios estaban abismados en profunda tristeza, especialmente María, quien, al ver tan desanimado a su tío, no cesaba de derramar lágrimas. ¡Cuántos sufrimientos inútiles! ¡Cuánto trabajo infructuoso!
Penellán, que estaba de un humor insoportable, mandaba a los diablos a todos sus compañeros y les llamaba débiles y cobardes, por encontrarse, según decía él, más abatidos que María, quien habría sido capaz de ir al fin del mundo sin fatigarse.
Andrés Vasling, por el contrario, no cabía en sí de gozo, por haberse resuelto regresar al bergantín, y mostrábase más obsequioso que nunca con la joven, a quien no vaciló en prometer que, pasado el invierno, se reanudarían las exploraciones, a pesar de estar convencido de que entonces sería ya muy tarde.

1.016. Verne (Julio)

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