A la mañana siguiente, cuando los
marineros se despertaron, encontráronse envueltos en la más completa
oscuridad. La lámpara se había apagado.
Juan Cornbutte despertó a Penellán
para pedirle el eslabón, que el timonel se apresuró a entregarle.
Éste se levantó para encender la
cocinilla, y, al hacerlo, tropezó su cabeza en el techo de la casa. Como la
víspera podía estarse en pie todavía en ella, se atemorizó al advertir que el
techo había descendido notablemente, cosa que pudo comprobar, después de
encender la lamparilla, a la indecisa luz del hornillo de alcohol.
Penellán empezó a trabajar con
furia.
María, que despertó en aquel
momento, vio, a los resplandores que proyectaba la luz en la ruda fisonomía del
timonel, reflejada la lucha que sostenían la desesperación y la voluntad del
bravo marino.
Se aproximó a él, le cogió las
manos y se las estrechó con ternura.
El valor de Penellán se reanimó.
¡No puede morir de este modo! ‑exclamó.
Y con vigor extraordinario reanudó
el trabajo, volviendo a hacer uso de la cocinilla.
Un instante después, introdujo con
fuerza su bastón ferrado en la masa de nieve que estaba perforando y no
encontró resistencia. ¿Había llegado a las capas blandas de la nieve? Retiró en
seguida el bastón, y un brillante rayo de luz penetró al punto en la casa de
hielo.
‑¡Ayudadme, amigos míos! ¡Ayudadme!
‑gritó, repeliendo la nieve con pies y manos al mismo tiempo.
Pero la superficie exterior no
estaba, como él había creído, deshelada, y juntamente con el rayo de luz
penetró en la casa un frío intensísimo que inmediatamente solidificó todas las
partes húmedas.
Con ayuda de la cuchilla ensanchó
Penellán la abertura, logrando, al poco rato, respirar el aire libre.
Al salir fuera de la casa, lo
primero que hizo el timonel fue hincarse de rodillas y dar gracias a Dios por
haberlo libertado de la prisión. María y los demás compañeros no tardaron en
unirse a él.
Una luna magnífica brillaba, a la
sazón, en el espacio con todo su esplendor; pero el frío que hacía era tan
intenso que los marineros no lo pudieron soportar.
Todos volvieron a entrar en la casa
de nieve; pero Penellán, antes de hacerlo, miró en torno suyo y vio que el
promontorio no se encontraba allí. La casa estaba en medio de una inmensa
planicie de hielo, y el trineo, con las provisiones y todos los demás efectos
de los expedicionarios, habían desaparecido.
El frío le obligó a cesar en sus
observaciones y entró en la casa; pero a sus compañeros no dijo nada de cuanto
acababa de ver.
El termómetro marcaba treinta
grados bajo cero.
Una hora después, Andrés Vasling y
Penellán, que decidieron arrostrar el frío exterior, se arrebujaron en sus
ropas, húmedas aún, y salieron de la casa por la abertura practicada en ella,
cuyas paredes habían adquirido la dureza del granito.
Andrés Vasling, orientándose por
las estrellas, que brillaban con extraordinario fulgor, dijo:
‑Hemos sido arrastrados al
Nordeste.
‑Eso no importaría mucho ‑contestó
Penellán si el trineo nos hubiera acompañado.
‑Pero, ¿no está el trineo ahí? ‑preguntó
Andrés Vasling. Entonces, estamos perdidos.
‑Vamos a buscarlo ‑repuso Penellán.
Y, dicho esto, uno y otro dieron
vuelta a la casa, que se había convertido en una mole de más de quince pies de
altura. Había nevado muy copiosamente durante la tempestad, y la nieve había
sido acumulada por el viento sobre la única prominencia que existía en la
llanura. Después, el mismo viento había arrastrado toda la mole, por en medio
de los témpanos destrozados, a una distancia de más de veinticinco millas al
Nordeste y, prisioneros dentro de aquella cárcel flotante habían sido
arrastrados también los expedicionarios.
El trineo, arrastrado sobre otro
bloque de hielo, había sin duda derivado hacia otra parte, porque no se veía el
menor rastro de él. Los perros habían debido sucumbir durante la espantosa
tempestad.
Andrés Vasling y Penellán sintieron
que se apoderaba de su alma la más negra desesperación.
Por no atreverse a comunicar a sus
compañeros de infortunio la fatal noticia, se resistían a volver a entrar en la
casa de hielo.
Subieron sobre el bloque de hielo
del que formaba parte la casa, miraron en todas direcciones y sólo vieron la
inmensa llanura blanca.
Ya el frío entumecía sus miembros,
y la humedad de la ropa se transformaba en carámbanos que les colgaban de todas
partes.
En el momento en que Penellán iba a
descender del montículo, dirigió la vista a Andrés Vasling, que estaba mirando
ávidamente hacia un lado, y advirtió que se estremecía.
‑¿Qué tiene usted, señor Vasling? -le
preguntó.
‑Nada ‑respondió el segundo del ber
gantín. Descendamos y apresurémonos a abandonar estos parajes, que no debimos
pisar jamás.
Pero Penellán, lejos de obedecer,
subió a lo más alto y dirigió la vista hacia el lado que había atraído la
atención de Vasling. El resultado de esta observación produjo al timonel un
efecto muy distinto del que había producido al segundo del bergantín.
‑¡Loado sea Dios! ‑exclamó,
lanzando un grito de alegría.
Hacia el Nordeste elevábase al
espacio una ligera humareda. No, no se había equivocado. Allí había seres
animados.
Los gritos de alegría proferidos
por Penellán hicieron salir de la casa a los demás expedicionarios, quienes se
convencieron por sus propios ojos de que el timonel no se había engañado.
Inmediatamente, sin preocuparse por
la falta de víveres, sin tener en cuenta el extremado rigor de la temperatura,
envueltos en sus capuchones, avanzaron todos precipitadamente al lugar seña-lado
por Penellán.
El humo se veía hacía el Nordeste y
esta dirección siguió la caravana. El lugar al que se pretendía llegar distaba
cinco o seis millas, que eran muy difíciles de recorrer sin exponerse a graves
riesgos.
La humareda había desaparecido y en
la inmensa planicie helada no había elevación alguna que pudiera servir a la
caravana para orientarse. Importaba, sin embargo, no apartarse de la línea
recta.
‑Puesto que en las lejanías no hay
objeto alguno que nos pueda guiar ‑dijo Juan Cornbutte‑ vamos a emplear el
medio siguiente: Penellán marchará delante; a veinte pasos detrás de él irá
Vasling, y a otros veinte pasos de Vasling seguiré yo, y así podré apreciar si
el timonel se aparta o no de la línea recta.
A la media hora de camino, se
detuvo Penellán de pronto, poniéndose a escuchar.
Inmediatamente se acercaron a él
los demás marineros.
‑¿No han oído ustedes nada? ‑preguntó
el timonel.
‑ Absolutamente nada ‑respondió
Misonne.
‑¡Es singular! ‑exclamó Penellán.
Me ha parecido oír gritos hacia este lado.
‑¿Gritos? ‑preguntó María. ¿Será
posible que estemos cerca de nuestro objeto?
‑No hay motivo suficiente para
creer eso -respondió Andrés Vasling, porque en estas elevadas latitudes y con
este frío tan grande, el sonido recorre distancias extraordinarias.
‑De todos modos ‑dijo Juan
Cornbutte, caminemos si no queremos quedamos helados.
‑No ‑repuso Penellán, escuchen
ustedes.
Y, efectivamente, oíanse algunos
sonidos débiles, pero percep-tibles, que parecían gritos de dolor y de
angustia.
Estos gritos se renovaron dos
veces. Habría podido decirse que algún ser humano imploraba socorro.
Luego, todo quedó sumido en el más
profundo silencio.
‑No, no me he engañado ‑dijo
Penellán. ¡Adelante!
Y empezó a correr en la dirección
de los gritos, y, corriendo, anduvo unas dos millas; pero, de pronto, se detuvo
estupefacto al encontrarse a un hombre tendido sobre el hielo. Aproximóse a él,
lo incorporó, le miró el rostro y, luego, alzó los brazos al cielo, con gran
desesperación.
Andrés Vasling, que seguía de cerca
al timonel con el resto de los marineros, acudió en seguida y, al ver al hombre
tendido en el suelo, exclamó:
‑¡Es uno de los náufragos! ¡Es
nuestro marinero Cortrois!
‑¡Ha muerto! ‑replicó Penellán. ¡Ha
muerto de frío!
Juan Cornbutte y María se acercaron
al cadáver, que el hielo había puesto ya rígido. Todos los rostros reflejaron
la más profunda desesperación: ¡el muerto era uno de los compañeros de Luis
Cornbutte!
‑¡Adelante! ‑exclamó Penellán.
Y los expedicionarios reanudaron la
marcha, sin que ninguno de ellos pronunciase una palabra.
Al cabo de media hora divisaron una
prominencia, que seguramente debía de ser la tierra, y Juan Cornbutte dijo:
‑¡Es la isla de Shannon!
Anduvieron una milla más y vieron
salir de una pequeña casa de nieve, cerrada por una puerta de madera, una
columna de humo. Gritaron, y sus gritos tuvieron la virtud de hacer salir de la
casa a dos hombres, en uno de los cuales reconoció Penellán a Pedro Nouquet.
‑¡Pedrol ‑exclamó.
Éste se quedó inmóvil y como
atontado, sin conciencia de lo que pasaba en torno suyo.
Andrés Vasling miraba con
inquietud, no exenta de cruel alegría, al compañero de Pedro Nouquet, porque no
veía a Luis Cornbutte.
‑¡Pedro! ¡Soy yo! ‑exclamó Penellán.
¡Somos todos amigos tuyos!
Pedro Nouquet, volviendo en sí,
cayó en los brazos de su viejo compañero.
‑¿Y mi hijo? ¿Y Luis? ‑preguntó Juan
Cornbutte, con acento de la más profunda desesperación.
1.016. Verne (Julio)
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