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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap XI. Una nube de humo

A la mañana siguiente, cuando los marineros se despertaron, encontráronse envueltos en la más completa oscuridad. La lámpara se había apagado.
Juan Cornbutte despertó a Penellán para pedirle el eslabón, que el timonel se apresuró a entregarle.
Éste se levantó para encender la cocinilla, y, al hacerlo, tropezó su cabeza en el techo de la casa. Como la víspera podía estarse en pie todavía en ella, se atemorizó al advertir que el techo había descendido notablemente, cosa que pudo comprobar, después de encender la lamparilla, a la indecisa luz del hornillo de alcohol.
Penellán empezó a trabajar con furia.
María, que despertó en aquel momento, vio, a los resplandores que proyectaba la luz en la ruda fisonomía del timonel, reflejada la lucha que sostenían la desesperación y la voluntad del bravo marino.
Se aproximó a él, le cogió las manos y se las estrechó con ternura.
El valor de Penellán se reanimó.
¡No puede morir de este modo! ‑exclamó.
Y con vigor extraordinario reanudó el trabajo, volviendo a hacer uso de la cocinilla.
Un instante después, introdujo con fuerza su bastón ferrado en la masa de nieve que estaba perforando y no encontró resistencia. ¿Había llegado a las capas blandas de la nieve? Retiró en seguida el bastón, y un brillante rayo de luz penetró al punto en la casa de hielo.
‑¡Ayudadme, amigos míos! ¡Ayudadme! ‑gritó, repeliendo la nieve con pies y manos al mismo tiempo.
Pero la superficie exterior no estaba, como él había creído, deshelada, y juntamente con el rayo de luz penetró en la casa un frío intensísimo que inmediatamente solidificó todas las partes húmedas.
Con ayuda de la cuchilla ensanchó Penellán la abertura, logrando, al poco rato, respirar el aire libre.
Al salir fuera de la casa, lo primero que hizo el timonel fue hincarse de rodillas y dar gracias a Dios por haberlo libertado de la prisión. María y los demás compañeros no tardaron en unirse a él.
Una luna magnífica brillaba, a la sazón, en el espacio con todo su esplendor; pero el frío que hacía era tan intenso que los marineros no lo pudieron soportar.
Todos volvieron a entrar en la casa de nieve; pero Penellán, antes de hacerlo, miró en torno suyo y vio que el promontorio no se encontraba allí. La casa estaba en medio de una inmensa planicie de hielo, y el trineo, con las provisiones y todos los demás efectos de los expedicionarios, habían desaparecido.
El frío le obligó a cesar en sus observaciones y entró en la casa; pero a sus compañeros no dijo nada de cuanto acababa de ver.
El termómetro marcaba treinta grados bajo cero.
Una hora después, Andrés Vasling y Penellán, que decidieron arrostrar el frío exterior, se arrebujaron en sus ropas, húmedas aún, y salieron de la casa por la abertura practicada en ella, cuyas paredes habían adquirido la dureza del granito.
Andrés Vasling, orientándose por las estrellas, que brillaban con extraordinario fulgor, dijo:
‑Hemos sido arrastrados al Nordeste.
‑Eso no importaría mucho ‑contestó Penellán si el trineo nos hubiera acompañado.
‑Pero, ¿no está el trineo ahí? ‑preguntó Andrés Vasling. Entonces, estamos perdidos.
‑Vamos a buscarlo ‑repuso Penellán.
Y, dicho esto, uno y otro dieron vuelta a la casa, que se había convertido en una mole de más de quince pies de altura. Había nevado muy copiosamente durante la tempestad, y la nieve había sido acumulada por el viento sobre la única prominencia que existía en la llanura. Después, el mismo viento había arrastrado toda la mole, por en medio de los témpanos destrozados, a una distancia de más de veinticinco millas al Nordeste y, prisioneros dentro de aquella cárcel flotante habían sido arrastrados también los expedicionarios.
El trineo, arrastrado sobre otro bloque de hielo, había sin duda derivado hacia otra parte, porque no se veía el menor rastro de él. Los perros habían debido sucumbir durante la espantosa tempestad.
Andrés Vasling y Penellán sintieron que se apoderaba de su alma la más negra desesperación.
Por no atreverse a comunicar a sus compañeros de infortunio la fatal noticia, se resistían a volver a entrar en la casa de hielo.
Subieron sobre el bloque de hielo del que formaba parte la casa, miraron en todas direcciones y sólo vieron la inmensa llanura blanca.
Ya el frío entumecía sus miembros, y la humedad de la ropa se transformaba en carámbanos que les colgaban de todas partes.
En el momento en que Penellán iba a descender del montículo, dirigió la vista a Andrés Vasling, que estaba mirando ávidamente hacia un lado, y advirtió que se estremecía.
‑¿Qué tiene usted, señor Vasling? -le preguntó.
‑Nada ‑respondió el segundo del ber gantín. Descendamos y apresurémonos a abandonar estos parajes, que no debimos pisar jamás.
Pero Penellán, lejos de obedecer, subió a lo más alto y dirigió la vista hacia el lado que había atraído la atención de Vasling. El resultado de esta observación produjo al timonel un efecto muy distinto del que había producido al segundo del bergantín.
‑¡Loado sea Dios! ‑exclamó, lanzando un grito de alegría.
Hacia el Nordeste elevábase al espacio una ligera humareda. No, no se había equivocado. Allí había seres animados.
Los gritos de alegría proferidos por Penellán hicieron salir de la casa a los demás expedicionarios, quienes se convencieron por sus propios ojos de que el timonel no se había engañado.
Inmediatamente, sin preocuparse por la falta de víveres, sin tener en cuenta el extremado rigor de la temperatura, envueltos en sus capuchones, avanzaron todos precipitadamente al lugar seña-lado por Penellán.
El humo se veía hacía el Nordeste y esta dirección siguió la caravana. El lugar al que se pretendía llegar distaba cinco o seis millas, que eran muy difíciles de recorrer sin exponerse a graves riesgos.
La humareda había desaparecido y en la inmensa planicie helada no había elevación alguna que pudiera servir a la caravana para orientarse. Importaba, sin embargo, no apartarse de la línea recta.
‑Puesto que en las lejanías no hay objeto alguno que nos pueda guiar ‑dijo Juan Cornbutte‑ vamos a emplear el medio siguiente: Penellán marchará delante; a veinte pasos detrás de él irá Vasling, y a otros veinte pasos de Vasling seguiré yo, y así podré apreciar si el timonel se aparta o no de la línea recta.
A la media hora de camino, se detuvo Penellán de pronto, poniéndose a escuchar.
Inmediatamente se acercaron a él los demás marineros.
‑¿No han oído ustedes nada? ‑preguntó el timonel.
‑ Absolutamente nada ‑respondió Misonne.
‑¡Es singular! ‑exclamó Penellán. Me ha parecido oír gritos hacia este lado.
‑¿Gritos? ‑preguntó María. ¿Será posible que estemos cerca de nuestro objeto?
‑No hay motivo suficiente para creer eso -respondió Andrés Vasling, porque en estas elevadas latitudes y con este frío tan grande, el sonido recorre distancias extraordinarias.
‑De todos modos ‑dijo Juan Cornbutte, caminemos si no queremos quedamos helados.
‑No ‑repuso Penellán, escuchen ustedes.
Y, efectivamente, oíanse algunos sonidos débiles, pero percep-tibles, que parecían gritos de dolor y de angustia.
Estos gritos se renovaron dos veces. Habría podido decirse que algún ser humano imploraba socorro.
Luego, todo quedó sumido en el más profundo silencio.
‑No, no me he engañado ‑dijo Penellán. ¡Adelante!
Y empezó a correr en la dirección de los gritos, y, corriendo, anduvo unas dos millas; pero, de pronto, se detuvo estupefacto al encontrarse a un hombre tendido sobre el hielo. Aproximóse a él, lo incorporó, le miró el rostro y, luego, alzó los brazos al cielo, con gran desesperación.
Andrés Vasling, que seguía de cerca al timonel con el resto de los marineros, acudió en seguida y, al ver al hombre tendido en el suelo, exclamó:
‑¡Es uno de los náufragos! ¡Es nuestro marinero Cortrois!
‑¡Ha muerto! ‑replicó Penellán. ¡Ha muerto de frío!
Juan Cornbutte y María se acercaron al cadáver, que el hielo había puesto ya rígido. Todos los rostros reflejaron la más profunda desesperación: ¡el muerto era uno de los compañeros de Luis Cornbutte!
‑¡Adelante! ‑exclamó Penellán.
Y los expedicionarios reanudaron la marcha, sin que ninguno de ellos pronunciase una palabra.
Al cabo de media hora divisaron una prominencia, que seguramente debía de ser la tierra, y Juan Cornbutte dijo:
‑¡Es la isla de Shannon!
Anduvieron una milla más y vieron salir de una pequeña casa de nieve, cerrada por una puerta de madera, una columna de humo. Gritaron, y sus gritos tuvieron la virtud de hacer salir de la casa a dos hombres, en uno de los cuales reconoció Penellán a Pedro Nouquet.
‑¡Pedrol ‑exclamó.
Éste se quedó inmóvil y como atontado, sin conciencia de lo que pasaba en torno suyo.
Andrés Vasling miraba con inquietud, no exenta de cruel alegría, al compañero de Pedro Nouquet, porque no veía a Luis Cornbutte.
‑¡Pedro! ¡Soy yo! ‑exclamó Penellán. ¡Somos todos amigos tuyos!
Pedro Nouquet, volviendo en sí, cayó en los brazos de su viejo compañero.
‑¿Y mi hijo? ¿Y Luis? ‑preguntó Juan Cornbutte, con acento de la más profunda desesperación.

1.016. Verne (Julio)

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