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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap XIII. Los dos rivales

Atraídos mutuamente por no se sabe qué misteriosa  simpatía, Andrés Vasling y los dos marinos noruegos habíanse unido por una estrecha amistad. A este grupo, que permanecía generalmente separado de los demás y desaprobaba cuantas medidas se adoptaban, habíase agregado Aupic; pero Luis Cornbutte, a quien su padre había entregado el mando del bergantín y que como jefe a bordo no podía permitir ninguna clase de insubordinaciones, hizo saber imperiosamente que quería ser obedecido, a pesar de los consejos de María, que le recomendaba que adoptase medios suaves.
Sin embargo, los noruegos consiguieron, pocos días después, apoderarse de una caja de carne salada. Luis Cornbutte exigió que la devolvieran, pero Aupic se puso a favor de aquéllos, y Andrés Vasling no se ocultó para manifestar que las disposiciones adoptadas respecto a la alimentación no podían durar más tiempo.
No había que probar a los ladrones que se trataba del interés común, porque ellos lo sabían y sólo buscaban un pretexto para rebelarse. Penellán avanzó hacia los dos noruegos, que sacaron a relucir sus cuchillos; pero secundado el timonel por Misonne y Turquiette, consiguió quitárselos y recobró la caja de carne salada.
Andrés Vasling y Aupic, al ver que la cuestión se volvía contra ellos, se abstuvieron de intervenir; pero, esto no obstante, Luis Cornbutte llevóse al segundo aparte y le dijo:
‑Andrés Vasling, es usted un miserable. Conozco toda su conducta y sé el objeto que se propone; pero como tengo el deber de velar por la salvación de todos, si hay alguno de ustedes que piense en buscar su pérdida, lo apuñalaré con mi propia mano.
‑Luis Cornbutte ‑respondió el segundo del bergantín‑, le es fácil hacer alarde de autoridad; pero no olvide que aquí no hay obediencia Jerárquica y sólo el más fuerte impone la ley.
La joven, a quien los numerosos peligros de los mares polares no habían hecho temblar nunca, tuvo miedo ante el odio que por su causa se tenían mutuamente Andrés Vasling y Luis Cornbutte, sin que la energía de este último pudiese tranquilizarla.
La guerra entre el capitán y el segundo del bergantín estaba declarada; pero las comidas continuaron haciéndose en común y a las mismas horas.
La caza proporcionó todavía unas perdices nivales y liebres blancas; pero, con la aproximación de los fríos, este recurso iba a faltar también.
Los fríos comenzaron efectivamente en el solsticio, el 22 de diciembre, día en que el termómetro descendió hasta los treinta y cinco grados bajo cero. Los invernantes tuvieron dolores en las orejas, en la nariz y en todas las extremidades del cuerpo, y fueron presa de un entorpecimiento mortal, acompañado de vahídos y dificultad en la respiración.
En semejante estado, no se atrevían a salir a cazar ni a hacer ejercicio, y pasaban el tiempo acurrucados alrededor de la estufa, que no les daba mucho calor, a pesar de lo cual, cuando se apartaban de ella un poco, sentían que la sangre se les enfriaba súbitamente en las venas.
Juan Cornbutte, que no podía ya salir de su camarote, comprendió que su salud estaba gravemente comprometida, porque tenía ya síntomas del escorbuto: las piernas se le habían llenado de manchas blancas.
María, que se encontraba bien, ocupábase en cuidar a los enfermos con la solicítud de una hermana de la caridad, por lo que todos aquellos bravos marineros la bendecían desde el fondo de su corazón.
El 1º de enero fue uno de los días más tristes de la invernada. El viento soplaba con extraordinaria violencia y el frío era insoportable. No se podía salir sin exponerse a quedarse helado. Los más osados se limitaban a pasear sobre el puente, que estaba protegido por un toldo. Juan Cornbutte, Gervique y Grandlin no pudieron ya abandonar el lecho. Los dos noruegos, Aupic: y Andrés Vasling, cuya salud se sostenía, miraban con ferocidad a sus compañeros, a quienes veían desmejorarse.
Luis Cornbutte, llevándose a Penellán al puente, le preguntó dónde estaban las provisiones de combustible.
‑El carbón se concluyó hace ya muchos días ‑repuso Penellán‑ y vamos a quemar los últimos trozos de madera.
‑Si no tenemos medio de combatir este frío ‑dijo Luis Cornbutte, estamos perdidos.
‑Nos queda un medio -replicó Penellán, y es el de quemar lo que podamos de nuestro bergantín, desde las cintas hasta la línea de flotación, y hasta podríamos deshacerlo por completo y reconstruir otro más pequeño, en caso de extrema necesidad.
‑Es un recurso extremo, efectivamente -respondió Luis Cornbutte; pero siempre será tiempo de emplearlo, cuando nuestros hombres estén útiles, porque ‑agregó en voz baja‑ nuestras fuerzas disminuyen y las de nuestros enemigos aumentan, según parece. ¡Esto es muy extraordinario!
‑Es verdad ‑repuso Penellán, y sin la precaución que hemos adoptado de vigilarlos noche y día, no sé lo que llegaría a ocurrir.
‑Tomemos nuestras hachas ‑aconsejó Luis Cornbutte‑ y hagamos nuestra provisión de leña.
A pesar del frío tan intenso que hacía, el capitán y el timonel subieron sobre las cintas de proa y cortaron toda la madera que no era de utilidad indispensable para el bergantín, y con este combustible fue nuevamente rellenada la estufa, a cuyo lado se quedó un hombre de guardia para impedir que se apagase.
Esto no obstante, Luis Cornbutte y sus amigos se encontraban profundamente abatidos, porque, no pudiendo confiar a sus enemigos ningún detalle de la vida en común, tenían que efectuar todos los trabajos domésticos y las fuerzas empezaban a abandonarles.
El escorbuto se declaró, al fin, a Juan Cornbutte, que sufría dolores intolerables, y Gervique y Grandlin comenzaron también a ser atacados por la terrible enfermedad. Sin el zumo de limón, de que estaban abundantemente provistos, estos desgraciados no habrían tardado en sucumbir a sus sufrimientos. Por esta razón, no se les escatimó este remedio soberano.
Pero un día, el 15 de enero, cuando Luis Cornbutte descendió a la despensa para renovar las provisiones de limón, quedóse estupefacto al ver que habían desaparecido los barriles en que se guardaban. Subió inmediatamente, tan de mal humor como se puede suponer, y le notificó a Penellán esta nueva desgracia. Se había cometido un robo y no había necesidad de discurrir mucho para adivinar quiénes eran los ladrones. Luis Cornbutte comprendió entonces por qué la salud de sus enemigos no se resentía. Sus adictos no tenían ya las fuerzas necesarias para recuperar por la violencia las provisiones, de las que dependían su vida y la de sus compañeros.
Luis Cornbutte, por primera vez, quedó abismado en la más profunda desesperación.

1.016. Verne (Julio)

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