Atraídos mutuamente por no se sabe
qué misteriosa simpatía, Andrés Vasling
y los dos marinos noruegos habíanse unido por una estrecha amistad. A este
grupo, que permanecía generalmente separado de los demás y desaprobaba cuantas
medidas se adoptaban, habíase agregado Aupic; pero Luis Cornbutte, a quien su
padre había entregado el mando del bergantín y que como jefe a bordo no podía
permitir ninguna clase de insubordinaciones, hizo saber imperiosamente que
quería ser obedecido, a pesar de los consejos de María, que le recomendaba que
adoptase medios suaves.
Sin embargo, los noruegos
consiguieron, pocos días después, apoderarse de una caja de carne salada. Luis
Cornbutte exigió que la devolvieran, pero Aupic se puso a favor de aquéllos, y
Andrés Vasling no se ocultó para manifestar que las disposiciones adoptadas
respecto a la alimentación no podían durar más tiempo.
No había que probar a los ladrones
que se trataba del interés común, porque ellos lo sabían y sólo buscaban un
pretexto para rebelarse. Penellán avanzó hacia los dos noruegos, que sacaron a
relucir sus cuchillos; pero secundado el timonel por Misonne y Turquiette,
consiguió quitárselos y recobró la caja de carne salada.
Andrés Vasling y Aupic, al ver que
la cuestión se volvía contra ellos, se abstuvieron de intervenir; pero, esto no
obstante, Luis Cornbutte llevóse al segundo aparte y le dijo:
‑Andrés Vasling, es usted un
miserable. Conozco toda su conducta y sé el objeto que se propone; pero como
tengo el deber de velar por la salvación de todos, si hay alguno de ustedes que
piense en buscar su pérdida, lo apuñalaré con mi propia mano.
‑Luis Cornbutte ‑respondió el
segundo del bergantín‑, le es fácil hacer alarde de autoridad; pero no olvide
que aquí no hay obediencia Jerárquica y sólo el más fuerte impone la ley.
La joven, a quien los numerosos
peligros de los mares polares no habían hecho temblar nunca, tuvo miedo ante el
odio que por su causa se tenían mutuamente Andrés Vasling y Luis Cornbutte, sin
que la energía de este último pudiese tranquilizarla.
La guerra entre el capitán y el
segundo del bergantín estaba declarada; pero las comidas continuaron haciéndose
en común y a las mismas horas.
La caza proporcionó todavía unas
perdices nivales y liebres blancas; pero, con la aproximación de los fríos,
este recurso iba a faltar también.
Los fríos comenzaron efectivamente
en el solsticio, el 22 de diciembre, día en que el termómetro descendió hasta
los treinta y cinco grados bajo cero. Los invernantes tuvieron dolores en las
orejas, en la nariz y en todas las extremidades del cuerpo, y fueron presa de
un entorpecimiento mortal, acompañado de vahídos y dificultad en la
respiración.
En semejante estado, no se atrevían
a salir a cazar ni a hacer ejercicio, y pasaban el tiempo acurrucados alrededor
de la estufa, que no les daba mucho calor, a pesar de lo cual, cuando se
apartaban de ella un poco, sentían que la sangre se les enfriaba súbitamente en
las venas.
Juan Cornbutte, que no podía ya
salir de su camarote, comprendió que su salud estaba gravemente comprometida,
porque tenía ya síntomas del escorbuto: las piernas se le habían llenado de
manchas blancas.
María, que se encontraba bien,
ocupábase en cuidar a los enfermos con la solicítud de una hermana de la
caridad, por lo que todos aquellos bravos marineros la bendecían desde el fondo
de su corazón.
El 1º de enero fue uno de los días
más tristes de la invernada. El viento soplaba con extraordinaria violencia y
el frío era insoportable. No se podía salir sin exponerse a quedarse helado.
Los más osados se limitaban a pasear sobre el puente, que estaba protegido por
un toldo. Juan Cornbutte, Gervique y Grandlin no pudieron ya abandonar el
lecho. Los dos noruegos, Aupic: y Andrés Vasling, cuya salud se sostenía,
miraban con ferocidad a sus compañeros, a quienes veían desmejorarse.
Luis Cornbutte, llevándose a
Penellán al puente, le preguntó dónde estaban las provisiones de combustible.
‑El carbón se concluyó hace ya
muchos días ‑repuso Penellán‑ y vamos a quemar los últimos trozos de madera.
‑Si no tenemos medio de combatir
este frío ‑dijo Luis Cornbutte, estamos perdidos.
‑Nos queda un medio -replicó
Penellán, y es el de quemar lo que podamos de nuestro bergantín, desde las
cintas hasta la línea de flotación, y hasta podríamos deshacerlo por completo y
reconstruir otro más pequeño, en caso de extrema necesidad.
‑Es un recurso extremo, efectivamente -respondió Luis Cornbutte; pero siempre será tiempo de emplearlo, cuando
nuestros hombres estén útiles, porque ‑agregó en voz baja‑ nuestras fuerzas
disminuyen y las de nuestros enemigos aumentan, según parece. ¡Esto es muy
extraordinario!
‑Es verdad ‑repuso Penellán, y sin
la precaución que hemos adoptado de vigilarlos noche y día, no sé lo que
llegaría a ocurrir.
‑Tomemos nuestras hachas ‑aconsejó
Luis Cornbutte‑ y hagamos nuestra provisión de leña.
A pesar del frío tan intenso que
hacía, el capitán y el timonel subieron sobre las cintas de proa y cortaron
toda la madera que no era de utilidad indispensable para el bergantín, y con
este combustible fue nuevamente rellenada la estufa, a cuyo lado se quedó un
hombre de guardia para impedir que se apagase.
Esto no obstante, Luis Cornbutte y
sus amigos se encontraban profundamente abatidos, porque, no pudiendo confiar a
sus enemigos ningún detalle de la vida en común, tenían que efectuar todos los
trabajos domésticos y las fuerzas empezaban a abandonarles.
El escorbuto se declaró, al fin, a
Juan Cornbutte, que sufría dolores intolerables, y Gervique y Grandlin
comenzaron también a ser atacados por la terrible enfermedad. Sin el zumo de
limón, de que estaban abundantemente provistos, estos desgraciados no habrían
tardado en sucumbir a sus sufrimientos. Por esta razón, no se les escatimó este
remedio soberano.
Pero un día, el 15 de enero, cuando
Luis Cornbutte descendió a la despensa para renovar las provisiones de limón,
quedóse estupefacto al ver que habían desaparecido los barriles en que se
guardaban. Subió inmediatamente, tan de mal humor como se puede suponer, y le
notificó a Penellán esta nueva desgracia. Se había cometido un robo y no había
necesidad de discurrir mucho para adivinar quiénes eran los ladrones. Luis
Cornbutte comprendió entonces por qué la salud de sus enemigos no se resentía.
Sus adictos no tenían ya las fuerzas necesarias para recuperar por la violencia
las provisiones, de las que dependían su vida y la de sus compañeros.
Luis Cornbutte, por primera vez,
quedó abismado en la más profunda desesperación.
1.016. Verne (Julio)
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