Las luces septentrionales habían sido otra
vez el temible presagio del mal tiempo, y la ventisca que
estaba azotando a
Kalvala era mucho más que la fina
lluvia de cristales de hielo que solía caer constantemente durante el
invierno.
La segunda
mañana de fuertes
nevadas, Tulo encendió la
radio de mesa,
de plástico café, que Pedar había
ganado en la feria, varios años antes.
Una de las
estaciones de Inari, a
cincuenta kilómetros al
sur, tocaba música de Sibellius.
Tulo localizó en su aparato la otra, por suerte alcanzó a oír: "...muchas
líneas de corriente. Más de un metro de nieve ha caído en la zona de Inari e
Ivalo, y el centro de baja presión atmosférica parece esta-cionario. Advertimos
a todos los residentes de esta provincia, sobre todo a los de las aldeas
aisladas del lejano
norte, que perma-nezcan cerca de
sus hogares, puesto
que el centro meteo-rológico pronostica que esta
tempestad puede ser la peor que haya caído sobre nuestro territorio en muchos
años".
A toda
prisa, Tulo se
puso la ropa
más abrigadora, enganchó a Kala al trineo y salió en medio de la
oscuridad. Volvió conturbado, más de dos horas después, sin otra cosa que una
bolsa de harina y tres velas. La tienda de LaVegg, llena a reventar de aldeanos
aterrorizados, le había recordado al reno asustado que corría impotente en
torno al corral el día de la redada.
El tío
Varno, que también
había ido a la
tienda, guió su trineo junto al de Tulo, cuando
este se bajó
del suyo y
empezó a subir hacia la cabaña. Ya adentro, el robusto
ganadero tomó unos sorbos de café, en
silencio, antes de poner la mano sobre el hombro de Tulo para decirle:
-Tu tía
está preocupada por ustedes dos.
Quiere que
vengan a nuestra
casa, por lo menos mientras este horrible temporal
pasa.
Yo le
dije que te lo propondría, aunque pensaba que era lo mismo que echar palabras
al viento.
Tulo
sacudió la cabeza y contestó:
-Aquí
estaremos seguros tío.
-No estés
tan confiado sobrino,
esta tormenta es muy peligrosa.
Recuerdo una parecida cuando ya tenía tu edad, pero entonces las cosas eran
diferentes.
-¿Diferentes?
Varno
golpeó la mesa, derramando un poco de café.
-Ya
sé... ya sé... No entiendes. A pesar de que has leído y estudiado tanto,
todavía tienes que aprender
en alguno de
esas libros cómo fue que esta
supuesta civilización moderna convirtió a toda nuestra gente Sami en unos abúlicos
enclenques que ya
no saben proveer a
nuestra supervivencia, como
lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos.
Varno
caminó hacia la estufa de queroseno y señaló su punta negra y caliente con desdén.
-¿Qué
haces tú con este artefacto?
Tulo
respondió:
-Cocinamos en
él y nos
ayuda a conservarnos
calientes. Es exacta-mente
como la estufa de tu casa
tío.
-¿Y cómo
podrás evitar helarte cuando ya no tengas combustible para alimentar a este
monstruo de hierro y hayas quemado hasta el último leño de tu reserva en la
chimenea?
-Nunca
había experimentado lo que es una tempestad como esta. No sé quéee... haaacer
-dijo el chico vacilante.
-Y tampoco
lo sabe ninguna
otra familia en Kalvala rugió
Varno.
Luego
fue hacia la cocina, estiró la mano y apagó la luz eléctrica.
Su voz
resonó en la oscuridad:
-¿Y qué
harás cuando las líneas de corriente se derrumben y estas piececitas de vidrio
ya no puedan brillar?
Entonces
se oyó la débil voz de Jaana:
-Encenderemos
nuestras velas.
-¿Y cuándo
se acaben las
velas, ¿qué harán? En la tienda
ya no hay más.
-Encenderemos
las lámparas de queroseno -rehusó la pequeña con confianza, en el momento
preciso en que el tío ya desesperado
prendía la luz haciéndola parpadear.
-¡Oh no,
eso no podrán
hacerlo! El poco combustible que tengan deberán conservarlo
para la estufa, de lo contrario no solo se congelarían, sino que tendrían que
comer carne seca en vez de guisos calientes.
-¡Pero
no tenemos carne seca!
-¿Y por
qué no?
Porque
con excepción de nuestra carne seca,
compramos todo lo
necesario, a medida que vamos necesitándolo, lo mismo que
tú... en la tienda de LaVeeg:
-¡Tulo, esa
tienda está vacía!
Tú lo viste con tus propios ojos. Todos se
apresuraron a ir, lo mismo que tú y yo, mientras sus trineos todavía podían
moverse, y compraron todo lo que había en los armarios de LaVeeg. Ya no hay
alimentos ni petróleo, y los camiones no pueden venir al sur. Estamos
impotentes... lo mismo que si viviéramos en un zoológico y el encargado nos
hubiera abandonado.
Los
chicos permanecieron callados con todo respeto, mientras el tío
continuaba:
-Estamos
encerrados en la misma trampa, sin poder culpar a nadie más que a nosotros
mismos por esta situación de impotencia en que nos hallamos.
Hemos optado por olvidar la forma de
vivir de nuestros
antepasados que supieron sobrevivir
durante miles de años
en esta tierra,
con valor e
ingenio.
Hemos malbaratado
nuestra herencia por adquirir unos cuantos lujos necios. Hace
cincuenta años, o incluso veinticinco, cada familia tenía
su propio rebaño,
y ningún Sami tenía obligaciones con nadie que no
fuera su familia y su Dios. Ahora no hay más que unos cuantos rebaños en toda
la provincia, y nuestra gente trabaja en minas, en fábricas o en plantas de
energía, aherrojados por cadenas que
son hechura nuestra.
Hemos cambiado nuestras únicas
posesiones valiosas, que eran la
confianza en nosotros
mismos, nuestra
independencia y nuestros
animales, por un foco,
una caja de
música... y... ¡un
trasero caliente!
Varno se
levantó y se puso su abrigo.
-Un día,
alguien hará una redada con todos
nosotros, nos encerrará
detrás de una cerca, dará muerte a nuestros renos y nos echará al
olvido, como hicieron
con el indio norteamericano y
su búfalo. Se
inclinó para besar a su sobrina
en la nariz, y dijo:
-Perdónenme.
No tuve intención de echar una
bronca para asustarlos.
Su tía dice
que tengo una lengua muy larga. Mañana buscaré el modo de venir hasta
aquí, para cerciorarme de que ustedes dos están soportando esta tribulación con
auténtico valor de Sami.
Jaana y
Tulo acompañaron al tío hasta su trineo, bajando la cabeza para hacer frente al
viento que les
hería. Una vez
que Varno se sentó,
Jaana se inclinó,
acercándosele y le gritó
al oído, para
hacerse oír a
pesar del fragor de la
tormenta:
-Tío Varno,
¿qué podemos hacer?
Varno tomó entre sus manos enguantadas la cabeza de Jaana,
cubierta de nieve
y la aproximó hacia él. La niña sólo pudo escuchar
el susurro de una palabra.
-¡Orar!
1.003. Andersen (Hans Christian)
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