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sábado, 18 de enero de 2014

El don de la estrella - Cap. VII

Las luces septentrionales habían sido otra vez el temible presagio del mal tiempo, y la ventisca  que  estaba  azotando  a  Kalvala  era mucho más que la fina lluvia de cristales de hielo que solía caer constantemente durante el invierno. 
La  segunda  mañana  de  fuertes  nevadas, Tulo  encendió  la  radio  de  mesa,  de  plástico café, que Pedar había ganado en la feria, varios  años  antes.  Una  de  las  estaciones  de Inari,  a  cincuenta  kilómetros  al  sur,  tocaba música de Sibellius. Tulo localizó en su aparato la otra, por suerte alcanzó a oír: "...muchas líneas de corriente. Más de un metro de nieve ha caído en la zona de Inari e Ivalo, y el centro de baja presión atmosférica parece esta-cionario. Advertimos a todos los residentes de esta provincia, sobre todo a los de las aldeas aisladas  del  lejano  norte,  que  perma-nezcan cerca  de  sus  hogares,  puesto  que  el  centro meteo-rológico pronostica que esta tempestad puede ser la peor que haya caído sobre nuestro territorio en muchos años". 
A  toda  prisa,  Tulo  se  puso  la  ropa  más abrigadora, enganchó a Kala al trineo y salió en medio de la oscuridad. Volvió conturbado, más de dos horas después, sin otra cosa que una bolsa de harina y tres velas. La tienda de LaVegg, llena a reventar de aldeanos aterrorizados, le había recordado al reno asustado que corría impotente en torno al corral el día de la redada. 
El  tío  Varno,  que  también  había  ido  a  la tienda, guió su trineo junto al de Tulo, cuando  este  se  bajó  del  suyo  y  empezó  a  subir hacia la cabaña. Ya adentro, el robusto ganadero tomó unos sorbos de café,  en silencio, antes de poner la mano sobre el hombro de Tulo para decirle: 
-Tu tía está preocupada por ustedes dos.
Quiere  que  vengan  a  nuestra  casa,  por  lo menos mientras este horrible temporal pasa.
Yo le dije que te lo propondría, aunque pensaba que era lo mismo que echar palabras al viento. 
Tulo sacudió la cabeza y contestó: 
-Aquí estaremos seguros tío.
-No  estés  tan  confiado  sobrino,  esta  tormenta es muy peligrosa. Recuerdo una parecida cuando ya tenía tu edad, pero entonces las cosas eran diferentes. 
-¿Diferentes? 
Varno golpeó la mesa, derramando un poco de café. 
-Ya sé... ya sé... No entiendes. A pesar de que has leído y estudiado tanto, todavía tienes  que  aprender  en  alguno  de  esas  libros cómo fue que esta supuesta civilización moderna convirtió a toda nuestra gente Sami en unos  abúlicos  enclenques  que  ya  no  saben proveer  a  nuestra  supervivencia,  como  lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos. 
Varno caminó hacia la estufa de queroseno y señaló su punta negra y caliente con desdén. 
-¿Qué haces tú con este artefacto? 
Tulo respondió:  
-Cocinamos  en  él  y  nos  ayuda  a  conservarnos  calientes.  Es  exacta-mente  como  la estufa de tu casa tío. 
-¿Y cómo podrás evitar helarte cuando ya no tengas combustible para alimentar a este monstruo de hierro y hayas quemado hasta el último leño de tu reserva en la chimenea? 
-Nunca había experimentado lo que es una tempestad como esta. No sé quéee... haaacer -dijo el chico vacilante. 
-Y  tampoco  lo  sabe  ninguna  otra  familia en Kalvala rugió Varno. 
Luego fue hacia la cocina, estiró la mano y apagó la luz eléctrica. 
Su voz resonó en la oscuridad: 
-¿Y qué harás cuando las líneas de corriente se derrumben y estas piececitas de vidrio ya no puedan brillar?
Entonces se oyó la débil voz de Jaana: 
-Encenderemos nuestras velas. 
-¿Y  cuándo  se  acaben  las  velas,  ¿qué harán? En la tienda ya no hay más. 
-Encenderemos las lámparas de queroseno -rehusó la pequeña con confianza, en el momento preciso en que  el tío ya desesperado prendía la luz haciéndola parpadear. 
-¡Oh  no,  eso  no  podrán  hacerlo!  El  poco combustible que tengan deberán conservarlo para la estufa, de lo contrario no solo se congelarían, sino que tendrían que comer carne seca en vez de guisos calientes. 
-¡Pero no tenemos carne seca! 
-¿Y por qué no?
Porque con excepción de nuestra carne seca,  compramos  todo  lo  necesario,  a  medida que vamos necesitándolo, lo mismo que tú... en la tienda de LaVeeg: 
-¡Tulo,  esa  tienda  está  vacía!  Tú  lo  viste con tus propios ojos. Todos se apresuraron a ir, lo mismo que tú y yo, mientras sus trineos todavía podían moverse, y compraron todo lo que había en los armarios de LaVeeg. Ya no hay alimentos ni petróleo, y los camiones no pueden venir al sur. Estamos impotentes... lo mismo que si viviéramos en un zoológico y el encargado nos hubiera abandonado. 
Los chicos permanecieron callados con todo respeto, mientras el tío continuaba: 
-Estamos encerrados en la misma trampa, sin poder culpar a nadie más que a nosotros mismos por  esta  situación de impotencia en que nos hallamos. Hemos optado por olvidar la  forma  de  vivir  de  nuestros  antepasados que  supieron  sobrevivir  durante  miles  de años  en  esta  tierra,  con  valor  e  ingenio.
Hemos  malbaratado  nuestra  herencia  por adquirir unos cuantos lujos necios. Hace cincuenta años, o incluso veinticinco, cada familia  tenía  su  propio  rebaño,  y  ningún  Sami tenía obligaciones con nadie que no fuera su familia y su Dios. Ahora no hay más que unos cuantos rebaños en toda la provincia, y nuestra gente trabaja en minas, en fábricas o en plantas de energía, aherrojados por cadenas que  son  hechura  nuestra.  Hemos  cambiado nuestras únicas posesiones valiosas, que eran la  confianza  en  nosotros  mismos,  nuestra independencia  y  nuestros  animales,  por  un foco,  una  caja  de  música...  y...  ¡un  trasero caliente! 
Varno se levantó y se puso su abrigo. 
-Un día, alguien hará una redada con todos  nosotros,  nos  encerrará  detrás  de  una cerca, dará muerte a   nuestros renos y nos echará  al  olvido,  como  hicieron  con  el  indio norteamericano  y  su  búfalo.  Se  inclinó  para besar a su sobrina en la nariz, y dijo: 
-Perdónenme. No tuve intención de echar una  bronca  para  asustarlos.  Su  tía  dice  que tengo una lengua muy larga. Mañana buscaré el modo de venir hasta aquí, para cerciorarme de que ustedes dos están soportando esta tribulación con auténtico valor de Sami. 
Jaana y Tulo acompañaron al tío hasta su trineo, bajando la cabeza para hacer frente al viento  que  les  hería.  Una  vez  que  Varno  se sentó,  Jaana  se  inclinó,  acercándosele  y  le gritó  al  oído,  para  hacerse  oír  a  pesar  del fragor de la tormenta: 
-Tío  Varno,  ¿qué  podemos  hacer?  Varno tomó entre sus manos enguantadas la cabeza de  Jaana,  cubierta  de  nieve  y  la  aproximó hacia él. La niña sólo pudo escuchar el susurro de una palabra.
-¡Orar!  

1.003. Andersen (Hans Christian)

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