La vida de cada hombre es un cuento de
hadas... escrito por la
mano de Dios
Hans Cristian Andersen
Algunos
tienden a ver siempre el lado negro de las cosas; toda compasión por sí mismo
les parece poca. Otros saben sonreír a los acontecimientos, son capaces de
sacar optimismo del
infortunio. Los primeros
viven siempre bajo un
cielo sombrío que
presagia tormenta; los segundos
saben descubrir el brillo de las estrellas aun a través de
los nubarrones más negros.
Hay quien lucha
con denuedo por engrandecerse, adquirir poder y riqueza. Y hay
quien se propone
dejar a su paso un mundo mejor del que se encontró al
llegar. La nieve es una tumba fría en la que sepultan las más bellas
ilusiones, donde se congelan los más caros ensueños. Para
otros es una pista tersa por la que pueden deslizarse sin tropiezos, mientras
gozan de su sedante blancura que palpita
en nuestro interior.
Todos
tenemos ojos para ver brillar
luz en medio de la tormenta.
Todos somos capaces de enriquecer el
patrimonio del género humano.
Cap.I
Los
iracundos vientos del invierno llegaron prematuramente a las desoladas
extensiones del reno, al norte del Círculo Polar Ártico. Por encima de sus
estridentes ráfagas pudo escucharse el eco del aullido quejumbroso de un
lobo solitario en
medio de las
densas nieblas... y aquel temible
ruido, heraldo del peligro, penetró las paredes de todos los hogares y cabañas
en la remota ciudad lapona de Kalvala.
Tulo
Mattis dejó caer su lápiz e hizo a un lado el gran libro con cubierta de piel
verde.
Contuvo
la respiración y escuchó. El lobo aulló de nuevo, hasta que se oyó un solo estallido,
era el disparo de un rifle, a través de la tundra helada.
Con un
suspiro de alivio,
Tulo se levantó de la mesa y avanzó cojeando
con esfuerzo hacia la pequeña
recámara de su hermana. Al pasar, se detuvo para acariciar la gruesa piel gris
de su Nikku, su perro de confianza que dormitaba indolente.
-Perro
-le dijo, estás volviéndote viejo y perezoso. Todavía recuerdo cuando el
aullido de un lobo, te había hecho arañar la puerta hasta agujerearla. Al
acercarse a la cama de Jaana, la voz
asustada de la
niña salió de debajo de un cúmulo de frazadas.
-Tulo,
¿oíste al lobo?
-Sí.
Estoy seguro de que tío Varno le disparó. Nada podrá jamás hacer daño a nuestro
reno, mientras él
esté haciendo guardia.
Y nadie podrá dañarte a ti tampoco... así que...a dormir pequeñita.
El gran
libro verde estaba todavía abierto cuando Tulo volvió a la mesa de la cocina.
Se le acercó hasta ponerlo directamente bajo el foco sin
pantalla, y leyó
las palabras que había
escrito para consignar
su catorceavo cumpleaños...
12 de diciembre
El
periodo de oscuridad ha caído ya sobre nosotros.
Faltan
dos meses para la salida del sol.
Pero aun
cuando el sol de medianoche del verano
estuviera brillando, y la brecina
y la vara de oro cubrieran toda
nuestra pradera, éste habría sido el cumpleaños más triste de mi vida. Lo que
mi hermana y yo hemos perdido en los
doce últimos meses,
no puede recuperarse nunca.
He leído
que uno puede siempre encontrar un
germen de felicidad
en toda adversidad, con tal que quiera buscarlo. Yo
he buscado en vano, y lo único que mis esfuerzos han logrado es un dolor en el
corazón, que no quiere abandonarme.
No debo
perder la esperanza.
Debo permanecer fuerte por el
bien de Jaana.
Tulo
cerró el gran libro con mucha calma.
Se
enjugó los grandes ojos cafés, y se volvió hacia el
retrato ovalado de
su madre, en marco
dorado, que siempre
estaba sobre la mesa. Tomó en el hueco de las manos la venerada
imagen... estaba seguro de que el susurro
del viento volvería
a traerle una
vez más el sonido familiar de su cálida voz...
"Hijo
mío, Dios debe tener planes especiales
para ti. ¿De
qué otra manera
podría alguien explicar
ese don tuyo
de la palabra?
Algún día
nuestro pueblo entero
honrará tu nombre, y
las palabras que
escribas se encuadernarán
en piel, para
que su verdad
y hermo-sura sean perdurables
e iluminen a todo el mundo como una estrella de esperanza".
Los
sollozos hicieron estremecer el cuerpecito de Tulo. Se llevó la fotografía a
los labios y besó el
vidrio una y
otra vez.
-¡Mamá...
mamá... te extraño... te extraño... te extraño!
El arañar
impaciente de Nikku
sobre la puerta interrumpió
el monólogo autocompasivo
de Tulo. Por
mera costumbre, se
echó encima su capa de lana y la gorra de cuatro picos que
Jaana le había
tejido, y siguió
al perro en su recorrido nocturno por la pradera.
La nieve
había cesado, las nubes se habían disipado,
y el viento
no era ya
más que un suave
murmullo. En lo
alto, en lugar
de su acostum-brado pigmento azul
oscuro, con flecos de estrellas,
el firmamento lucía
como una manta ondulante
hecha de retazos
de colores fosforescentes. Brillantes
llamaradas de inten-sidad solar se levantaban de repente, oleadas de
resplan-decientes centellas verdes caían como cascada sobre erupciones soberbias
de alhucema y oro. El muchacho nunca había visto los resplandores nocturnos en
un acto tan brillante. Aun la nieve bajo sus pies rielaba a la luz de una
trémula aurora, transformando la pradera
en un mágico
lago tachonado de
rubíes y esmeraldas,
ópalos y diamantes.
A Tulo
lo había cautivado a tal punto aquella
danza de luces,
que olvidó sus
tristezas.
Olvidó
incluso su rodilla herida, al ponerse a galopar y bailar a través de pequeños
ventisqueros aislados, mientras
reía y cantaba
y recogía grandes puñados de blancos cristales que res-plandecían como
polvo de diamantes cuando los dejaba
caer sobre Nikku.
Por fin llegó al gran árbol. Allí
se dejó caer. Su respiración era anhelante. Su animal empapado de nieve se
agazapó junto a
él ladrándole con impaciencia, incitándolo
al retozo una
vez más. Pero Tulo
se acostó boca
arriba para contemplar las
tambaleantes coronas de fuegos
celestiales en su
constante cambio de colores por entre la espesa silueta de las
ramas de los árboles.
El gran
árbol había sido una piedra milenaria de la aldea durante tanto tiempo que aun
el más
anciano no podía
recordar cuándo había empezado
esa tradición. Su
robusto tronco se erguía hacia lo alto más de quince metros en un
territorio en el que la oscuridad y
los interminables inviernos
bajo cero, con sus
cortos veranos, no
dejaban crecer más que sauces enanos, retorcidos abedules,
abetos y
pinos atrofiados. Las
agujas del árbol eran largas y verdes y sus ramas se
multiplicaban y crecían sin cesar, como si sus raíces estuvieran medrando en medio de una exuberante selva tropical.
Algunos decían que lo había
plantado, muchos siglos
antes, Stallo, el gigante
legendario del pueblo Sami. En un costado del tronco cerca del suelo, la
creencia de la gente de que el contacto con su madera traía buena suerte, había
hecho que acabaran con la corteza
a base de
frotarla. Jaana lo llamaba su árbol de las estrellas porque
insistía con inocencia
en afirmar que
al menos desde su
altura poco ventajosa,
ellas colgaban realmente como
frutos de la maciza enramada. Nadie se lo discutía.
Por
encima de todo el árbol de las estrellas se había convertido en un símbolo de
esperanza, tanto para los jóvenes como para los ancianos de
Kalvala, en un
ejemplo vivo de que no sólo era posible sobrevivir, sino
incluso crecer y alcanzar buena estatura
aun en medio de las peores condiciones.
De
pronto Tulo se sentó, recargándose sobre la áspera corteza. Un extraño
pensamiento había pasado por su mente,
mientras las luces del Septentrión continuaban sus evoluciones formando dibujos
irisados a través de la bóveda del firmamento.
-Anciano
perro, ¿crees que aquellos sabios antepasados
nuestros, aquellos venerables maestros que
en otra época
protegían a nuestro pueblo con
sus tambores y palabras mágicas, ¿crees que decían la verdad cuando afirmaban
que si uno silbaba a las luces del Norte podía invocar a los muertos?
Nikku
ladró, demostrando que estaba listo para seguir jugando con su joven amo.
-Me lo
pregunto... Me lo pregunto.
Con
mucha suavidad, Tulo empezó a silbar la tonada de una canción de cuna que su madre
solía cantar a Jaana cuando aún yacía en su cama de madera. Juntó las pequeñas
manos en forma de cuerno y lanzó agudas notas hacia lo alto, en dirección del
gallardete más de vivos colores.
Luego cerró los
ojos... y mientras la melancólica tonada de la canción de cuna seguía
flotando, hacia el firmamento, a través de las vibrantes agujas
del pino, los
pensamientos de Tulo retrocedieron en el tiempo hasta los sucesos de su corto
pasado que ya habían
dado alguna forma a su vida y que en un futuro
acabarían por sellar
su destino en una
forma que él no podía prever al estar sentado bajo el árbol de las estrellas...
silbando en la dirección del cielo...
1.003. Andersen (Hans Christian)
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