Arrol Nobis,
el joven maestro
de escuela de Kalvala,
medía casi treinta
centímetros más que la mayoría de los lapones, que rara vez pasan de un
metro y medio de estatura.
Estiró
su alta y esbelta estructura delante del fuego de la chimenea, mientras Pedar e
Inga mantenían un respetuoso silencio.
-He
venido a hablarles de Tulo.
Pedar se
sacó la pipa de la boca y la sostuvo en alto.
-¿Ha
estado causando problemas?
-Oh, no.
Es un chico bien educado y cortés,
y no hay
ningún problema en cuanto
a disciplina. Es su mente la que...
-¿Su
mente?, -interrumpió Pedar
-¿Qué
hay de malo en su mente?
-No hay
nada malo, Pedar. En la universidad nos enseñaron a no desesperar nunca de
un estudiante mientras
tuviera siquiera una idea
clara. ¡Tulo las
tiene a calderadas!
Yo nunca había tenido un estudiante que superara a sus condiscípulos
tanto como este hijo de ustedes. A Tulo... le basta con leer la lección una
sola vez... ¡Y
las preguntas que hace! Siempre está buscando una
explicación para todo. Por qué, por qué... ¡es su expresión favorita!
Ya devoró, todos
los libros de nuestra
pequeña biblioteca. Ahora
está leyéndolos por
segunda vez. ¡La Biblia la ha
leído ya tres veces! Nunca conocí un muchacho como su hijo.
Pedar
dirigió una mirada a Inga y asintió con
la cabeza, satisfecho
de que la
opinión del maestro confirmara
su juicio personal sobre la inscripción prematura del
hijo.
Mientras
tanto, Arrol ya se había levantado e iba y venía agitando los brazos.
-Y eso
no es todo. Como Tulo ya está adelantado
en cuanto a
leer y escribir
el Sami, ahora quiere que le
enseñe sueco y finlandés.
Pedar, esas
disciplinas ya no son parte
del curso optativo de un estudiante, mientras no llegue a los diez años.
Pero Tulo me dice, y lamentablemente
tiene razón, que
no encuentra suficientes
libros impresos en
Sami para aprender todas las cosas que quiere saber. ¡Es
lo que les
digo... Tulo es
tan... tan diferente! La mayoría
de los niños asisten a la escuela porque tienen que hacerlo. Preferirían
mil veces andar
esquiando, pescando o cazando.
¡Tulo no! Y sus cuentos y poemas...
Inga
rompió su silencio.
-¿Cuentos
y poemas?
-Su hijo
está escribiendo poemas y cuentos superiores a todo lo que hasta ahora se ha
hecho en mi escuela.
Tiene una
mente capaz de crear una fantasía a partir
del hecho más
sencillo de la naturaleza. Sus composiciones, además hechas
con mucha belleza, hacen que nuestras
leyendas y cuentos
populares parezcan insípidos. Si
continúa por ese camino, un día será un gran escritor... una rareza en medio de
nuestro pueblo.
Pedar,
que ya no se sentía tan satisfecho, sacudió la cabeza desconcertado.
-¿Y qué
debemos hacer, Arrol?
-No hay
más que una cosa que hacer amigos: regar la planta. Fertilizarla.
Protegerla, amarla y ayudarla todo lo que puedan, para que logre crecer
en toda su plenitud.
-Pero,
¿cómo?, usted nos conoce. Tanto Inga como yo no tenemos más
que un pequeño rebaño y muy poca instrucción.
-¡Libros,
Pedar, libros!. Los grandes talentos necesitan libros en que alimentarse; tanto
como el reno necesita el musgo para sobrevivir
en nuestros inviernos.
Déle libros... más libros. Si quiere, yo revisaré los catálogos
que nuestra escuela recibe de los editores de Rovaniemi y Helsinki. Haré una
lista de los que yo recomendaría, y si está dispuesto a comprárselos a Tulo,
los mandaré a pedir. Así él podrá leer y aprender al ritmo de su propiamente. Es algo muy especial
este hijo suyo.
Oh,
Oh... casi se me olvidaba. Hay una cosa más...
-¿Más? -preguntó
Pedar, riendo con
nerviosismo. Acaba de decirnos que nuestro hijo es un niño prodigio, ¿y
todavía hay más?
Arrol sonrió
por primera vez y palmeó
el hombro de su amigo en actitud comprensiva.
-Pedar,
¿alguna vez ha volado usted cometas?
-¿Cometas?
¿Cometas? ¿Qué tiempo tengo yo de volar cometas? ¡Ni
siquiera he visto una en mi vida!
-Bueno,
amigo mío, muy pronto las verá a montones.
Pedar se
dirigió a Irga y señaló el fuego.
-Creo que
nuestro maestro necesita
otra taza de café caliente que le ayude a volver en sí. Temo que el
esfuerzo de gobernar a cuarenta muchachos ha acabado por afectar su
inteligencia, y todavía le faltan
seis meses para las
vacaciones.
-Pedar,
escúcheme, Tulo encontró un viejo libro traducido del inglés por un misionero
del siglo XVII que
hablaba de la
historia de las cometas
y de la
forma de construirlas
y hacerlas volar. La idea de volar una cometa propia se
ha posesionado del
chico. Ahora mismo, mientras
estoy hablando con ustedes,
Tulo
está de nuevo en la escuela construyendo
una cometa, según
las instrucciones del libro. Entre otras cosas, se ha vuelto un
experto en cometas. Puede decirles todo lo relacionado con
las primeras cometas
que se hicieron volar en China,
explicarles cómo las cometas gigantes del Japón pueden levantarse del
suelo, a pesar
de que muchas
pesan más de una tonelada. Sabe todo lo relacionado a la cometa lanzada
al aire por el norteamericano Benjamín Franklin, cuando hizo su experimento con
el relámpago. ¡Cometas, Pedar, cometas!
-¿Está
usted diciéndonos que hemos dado a
luz un hijo
que quiere escribir
cuentos y poemas y volar cometas,
en vez de pastorear renos?
-¡Sí!
El joven
padre se levantó, vació la pipa en el
fuego, golpeándola ruidosamente
contra los ladrillos de la
chimenea y se
quedó mirando los troncos que se
consumían, mientras Inga y Arrol lo observaban en silencio. Al fin se encogió
de hombros y dijo:
-Muy
bien. Vamos a regar esta planta sorprendente
que ha surgido
en nuestro pobre jardín. Arrol, por favor, pida lo que
usted crea que Tulo debe leer. Yo se lo pagaré con mucho gusto.
-Gracias,
Podar.
-No, no,
mi querido amigo. Somos Inga y yo los que le damos las gracias de todo corazón
por el interés lleno de afecto que usted ha puesto en nuestro hijo. Somos muy
afortunados en tenerlo aquí con nosotros.
-Pedar,
la oportunidad de trabajar con un chico
especialmente talentoso y
el desafío que esto significa,
rara vez se presentan en la vida de un maestro. Dios nos ha confiado a ese
muchachito para algo que desconocemos.
No
debemos fallarles, ni a Tulo... ni a Dios.
Todavía
mucho después que el maestro se había
retirado, la joven
pareja seguía reflexionando sobre el sentido de sus
palabras de despedida.
Cuando
volvió la primavera y el reno emigró hacia el norte, Inga iba, una vez más en
el trineo delantero,
mientras su esposo
esquiaba adelante y su niña, todavía un bebé, iba acurrucada bien
protegida en su regazo.
Detrás
de la madre, avanzaba el trineo de Tulo
lleno de cajas de libros. Durante todo el verano, mientras sus deberes se lo
permitían, el muchacho leía,
estudiaba y escribía...
Y cuando no tenía
la nariz hundida
entre las páginas de un libro o
las hojas de un cuaderno, podía encontrársele
en alguna de las
pendientes rocosas sujeto
con fuerza a una
gruesa rama de sauce envuelta en un cordel.
El
cordel entonaba su canto al ser agitado por el viento, mientras subía y
subía... Atada a su extremo
volaba una pequeña
cometa roja. Cuando Tulo
la contemplaba retorciéndose
y meciéndose bajo
las llamaradas del Sol, no tenía más que transformar aquel
diamante escarlata ascendente
en un dragón bélico o en una mariposa gigante... o
incluso en un voluptuoso cisne...
¡Mientras
no acabara por ser presa de una traidora
ráfaga descendente, que lo hacía precipitarse hacia
abajo, como se
lanza un buitre al
ataque, y terminara
estrellándose contra el suelo!
Con un
grito de angustia, el orgulloso fabricante corría siempre a través de los campos
a rescatar su ángel caído, lo estrechaba contra su delgado pecho y le susurraba
palabras reconfortantes. Luego
lo llevaba con cariño
a la tienda
familiar, para curar
sus heridas.
¡Mañana
volvería a volar!
1.003. Andersen (Hans Christian)
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