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sábado, 18 de enero de 2014

El don de la estrella - Cap. III

Arrol  Nobis,  el  joven  maestro  de  escuela de  Kalvala,  medía  casi  treinta  centímetros más que la mayoría de los lapones, que rara vez pasan de un metro y medio de estatura.
Estiró su alta y esbelta estructura delante del fuego de la chimenea, mientras Pedar e Inga mantenían un respetuoso silencio. 
-He venido a hablarles de Tulo. 
Pedar se sacó la pipa de la boca y la sostuvo en alto. 
-¿Ha estado causando problemas? 
-Oh, no. Es un chico bien educado y cortés,  y  no  hay  ningún problema  en  cuanto  a disciplina. Es su mente la que... 
-¿Su mente?, -interrumpió Pedar
-¿Qué hay de malo en su mente? 
-No hay nada malo, Pedar. En la universidad nos enseñaron a no desesperar nunca de un  estudiante  mientras  tuviera  siquiera  una idea  clara.  ¡Tulo  las  tiene  a  calderadas!  Yo nunca había tenido un estudiante que superara a sus condiscípulos tanto como este hijo de ustedes. A Tulo... le basta con leer la lección  una  sola  vez...  ¡Y  las  preguntas  que hace! Siempre está buscando una explicación para todo. Por qué, por qué... ¡es su expresión  favorita!  Ya  devoró,  todos  los  libros  de nuestra  pequeña  biblioteca.  Ahora  está  leyéndolos  por  segunda  vez.  ¡La  Biblia  la  ha leído ya tres veces! Nunca conocí un muchacho como su hijo. 
Pedar dirigió una mirada a Inga y asintió con  la  cabeza,  satisfecho  de  que  la  opinión del  maestro  confirmara  su  juicio  personal sobre la inscripción prematura del hijo. 
Mientras tanto, Arrol ya se había levantado e iba y venía agitando los brazos. 
-Y eso no es todo. Como Tulo ya está adelantado  en  cuanto  a  leer  y  escribir  el  Sami, ahora quiere que le enseñe sueco y finlandés.
Pedar,  esas  disciplinas  ya  no  son  parte  del curso optativo de un estudiante, mientras no llegue a los diez años. Pero Tulo me dice, y lamentablemente  tiene  razón,  que  no  encuentra  suficientes  libros  impresos  en  Sami para aprender todas las cosas que quiere saber.  ¡Es  lo  que  les  digo...  Tulo  es  tan...  tan diferente! La mayoría de los niños asisten a la escuela porque tienen que hacerlo. Preferirían mil  veces  andar  esquiando,  pescando  o  cazando. ¡Tulo no! Y sus cuentos y poemas... 
Inga rompió su silencio. 
-¿Cuentos y poemas? 
-Su hijo está escribiendo poemas y cuentos superiores a todo lo que hasta ahora se ha hecho en mi escuela. 
Tiene una mente capaz de crear una fantasía  a  partir  del  hecho  más  sencillo  de  la naturaleza. Sus composiciones, además hechas con mucha belleza, hacen que nuestras  leyendas  y  cuentos  populares  parezcan insípidos. Si continúa por ese camino, un día será un gran escritor... una rareza en medio de nuestro pueblo. 
Pedar, que ya no se sentía tan satisfecho, sacudió la cabeza desconcertado. 
-¿Y qué debemos hacer, Arrol?  
-No hay más que una cosa que hacer amigos: regar la planta.  Fertilizarla.  Protegerla, amarla y ayudarla todo lo que puedan, para que logre crecer en toda su plenitud. 
-Pero, ¿cómo?, usted nos conoce. Tanto Inga como yo no tenemos  más  que  un  pequeño rebaño y muy poca instrucción. 
-¡Libros, Pedar, libros!. Los grandes talentos necesitan libros en que alimentarse; tanto como el reno necesita el musgo para sobrevivir  en  nuestros  inviernos.  Déle  libros...  más libros. Si quiere, yo revisaré los catálogos que nuestra escuela recibe de los editores de Rovaniemi y Helsinki. Haré una lista de los que yo recomendaría, y si está dispuesto a comprárselos a Tulo, los mandaré a pedir. Así él podrá leer y aprender  al ritmo de su propiamente. Es algo muy especial este hijo suyo.
Oh, Oh... casi se me olvidaba. Hay una cosa más... 
-¿Más?  -preguntó  Pedar,  riendo  con  nerviosismo. Acaba de decirnos que nuestro hijo es un niño prodigio, ¿y todavía hay más? 
Arrol  sonrió  por  primera  vez  y  palmeó  el hombro de su amigo en actitud comprensiva. 
-Pedar, ¿alguna vez ha volado usted cometas? 
-¿Cometas? ¿Cometas? ¿Qué tiempo tengo yo  de  volar cometas?  ¡Ni  siquiera  he  visto una en mi vida! 
-Bueno, amigo mío, muy pronto las verá a montones. 
Pedar se dirigió a Irga y señaló el fuego. 
-Creo  que  nuestro  maestro  necesita  otra taza de café caliente que le ayude a volver en sí. Temo que el esfuerzo de gobernar a cuarenta muchachos ha acabado por afectar su inteligencia, y todavía  le  faltan  seis  meses para las vacaciones. 
-Pedar, escúcheme, Tulo encontró un viejo libro traducido del inglés por un misionero del siglo  XVII  que  hablaba  de  la  historia  de  las cometas  y  de  la  forma  de  construirlas  y hacerlas volar. La idea de volar una cometa propia  se  ha  posesionado  del  chico.  Ahora mismo, mientras estoy hablando con ustedes,
Tulo está de nuevo en la escuela construyendo  una  cometa,  según  las  instrucciones  del libro. Entre otras cosas, se ha vuelto un experto en cometas. Puede decirles todo lo relacionado  con  las  primeras  cometas  que  se hicieron volar en China, explicarles cómo las cometas gigantes del Japón pueden levantarse  del  suelo,  a  pesar  de  que  muchas  pesan más de una tonelada. Sabe todo lo relacionado a la cometa lanzada al aire por el norteamericano Benjamín Franklin, cuando hizo su experimento  con  el  relámpago.  ¡Cometas, Pedar, cometas! 
-¿Está usted diciéndonos que hemos dado a  luz  un  hijo  que  quiere  escribir  cuentos  y poemas y volar cometas, en vez de pastorear renos?  
-¡Sí! 
El joven padre se levantó, vació la pipa en el  fuego,  golpeándola  ruidosamente  contra los  ladrillos  de  la  chimenea  y  se  quedó  mirando los troncos que se consumían, mientras Inga y Arrol lo observaban en silencio. Al fin se encogió de hombros y dijo: 
-Muy bien. Vamos a regar esta planta sorprendente  que  ha  surgido  en  nuestro  pobre jardín. Arrol, por favor, pida lo que usted crea que Tulo debe leer. Yo se lo pagaré con mucho gusto. 
-Gracias, Podar. 
-No, no, mi querido amigo. Somos Inga y yo los que le damos las gracias de todo corazón por el interés lleno de afecto que usted ha puesto en nuestro hijo. Somos muy afortunados en tenerlo aquí con nosotros. 
-Pedar, la oportunidad de trabajar con un chico  especialmente  talentoso  y  el  desafío que esto significa, rara vez se presentan en la vida de un maestro. Dios nos ha confiado a ese muchachito para algo que desconocemos. 
No debemos fallarles, ni a Tulo... ni a Dios. 
Todavía mucho después que el maestro se había  retirado,  la  joven  pareja  seguía  reflexionando sobre el sentido de sus palabras de despedida. 
Cuando volvió la primavera y el reno emigró hacia el norte, Inga iba, una vez más en el  trineo  delantero,  mientras  su  esposo  esquiaba adelante y su niña, todavía un bebé, iba acurrucada bien protegida en su regazo. 
Detrás de la madre, avanzaba el trineo de Tulo lleno de cajas de libros. Durante todo el verano, mientras sus deberes se lo permitían, el  muchacho  leía,  estudiaba  y  escribía...  Y cuando  no  tenía  la  nariz  hundida  entre  las páginas de un libro o las hojas de un cuaderno,  podía  encontrársele  en  alguna  de  las pendientes  rocosas  sujeto  con  fuerza  a  una gruesa rama de sauce envuelta en un cordel. 
El cordel entonaba su canto al ser agitado por el viento, mientras subía y subía... Atada a  su  extremo  volaba  una  pequeña  cometa roja.  Cuando  Tulo  la  contemplaba  retorciéndose  y  meciéndose  bajo  las  llamaradas  del Sol, no tenía más que transformar aquel diamante  escarlata  ascendente  en  un  dragón bélico o en una mariposa gigante... o incluso en un voluptuoso cisne... 
¡Mientras no acabara por ser presa de una traidora  ráfaga  descendente,  que  lo  hacía precipitarse  hacia  abajo,  como  se  lanza  un buitre  al  ataque,  y  terminara  estrellándose contra el suelo! 
Con un grito de angustia, el orgulloso fabricante corría siempre a través de los campos a rescatar su ángel caído, lo estrechaba contra su delgado pecho y le susurraba palabras  reconfortantes.  Luego  lo  llevaba  con cariño  a  la  tienda  familiar,  para  curar  sus heridas. 
¡Mañana volvería a volar! 

1.003. Andersen (Hans Christian)

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