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sábado, 18 de enero de 2014

El don de la estrella - Cap. IV

Los  cuatro  años  siguientes  transcurrieron rápida y alegremente. El punto culminante de cada  uno  había  sido  siempre  la  feria,  en  la que participaban los Oords y todas las demás familias dedicadas a la cría del reno. 
El último año, mientras el primer grupo de renos amedrentados se encaminaba hacia el corral central, Inga se acercó un poco más a su  esposo  con  un  aire  de  preocupación.  Le tiró del manto y le habló al oído en un tono tan bajo, que Tulo, a unos cuantos pasos no podía oírla: 
-¿Estará listo para esto? 
Pedar se volvió a mirar a Tulo, que hacía ejercicios con su mangana, y asintió con seguridad: 
-Tiene  ya  doce  años.  Yo  era  más  joven cuando  pude  habérmelas  con  mi  primer  rodeo. 
-Sí, pero los renos eran toda tu vida cuando eras niño. Nuestro hijo ha pasado mucho más tiempo con sus libros y sus escritos que con los animales. 
-Es cierto... y puede manejar mucho mejor el cordel de la cometa que el lazo. Sin embargo, no tengo valor para rechazar su ayuda. Se sentiría desolado si lo hiciéramos parecer menos que los demás chicos que están trabajando con sus padres. 
-¿Has oído cómo le dicen? 
-No. 
-¡Niño cometa! Así llaman a muestro hijo.
¡Niño cometa! Incluso Erkki, el hijo mayor de Varno, le preguntó si no traía una estela en su  lazo,  y  los  dos  muchachos  de  Raimo  comentaban  si  Tulo  pensaría  en  sujetar  algún reno con un marcador de libro en vez de usar la cuerda. No me gusta esto Pedar. 
-¿Y qué dijo Tulo? 
-Nada. Se limitó a sonreír y a alejarse. 
Pedar apretó las mandíbulas. 
-Muy bien. Les haremos una demostración.
¿Estás lista? Veo algunos de nuestros animales en este grupo. 
Durante los días de esparcimiento del verano,  los  renos  se  habían  paseado  a  gusto sobre las pendientes, pastando, y mezclándose  libre-mente  con  sus  congéneres  de  otros rebaños de la aldea. Pero ahora, después de la redada de todo el ganado por las pendientes, cada familia tenía que separar los propios de  los  demás,  antes  de  emprender  el  largo recorrido de regreso a Kalvala, para el invierno.  Inga  avanzó  de  prisa  hacia  el  pequeño corral que se les había asignado y esperó. 
Pedar y Tulo treparon a la tosca cerca, y de  un  brinco  cayeron  en  el  polvoriento  piso del corral principal. De pie junto a los tablones,  observaron  y  esperaron,  mientras  los animales  amedrentados  pasaban  con  estruendo. Su cornamenta se agitaba sin freno en  todas  direcciones,  y  sus  agudas  pezuñas escarbaban el suelo arrojando muy alto arena y piedrecillas. De pronto, Pedar gritó: 
-¡Allí  va  uno  de  los  nuestros...  atrápalo hijo! 
Tulo  descubrió  el  distintivo  familiar  en  la oreja  del  gran  animal.  Con  toda  calma  hizo girar su lazo sobre la cabeza de éste cuando lo  vio  acercarse  bufando.  Una  ágil  sacudida de la muñeca y el lazo salió silbando por el aire, para caer con suavidad sobre la cabeza oscilante.  El  reno  dio  un  tirón  y  se  sacudió con  violencia.  Casi  levantó  a  Tulo  del  suelo antes de darse por vencido y empezar a caminar con docilidad hacia su aprehensor, que con gran júbilo empezaba a enrollar su cuerda. 
Pedar palmeó con orgullo el hombro de su hijo. Éste aceptó el cumplido con un guiño y condujo a su presa hacia el corral familiar. Al verlo venir, Inga quitó el seguro de la puerta y le dejó el paso libre. 
-¡Fue perfecto, hijo! -lo felicitó, gritando. 
-Gracias mamá. Volveré con muchos más. 
La  separación  de  los  animales  prosiguió durante  todo  el  día.  Padre  e  hijo  trabajaron sin cesar, interrumpiendo sólo unos minutos para  comer.  Siempre  que  ataban  a  uno  de sus animales hembras, el ternerito la seguía.
Pedar  la  sujetaba  con  suavidad,  mientras
Tulo ponía la marca en la oreja izquierda del espantadizo  animal.  Después  acariciaba  al pequeño de piernas largas, antes de llevarlo también al corral. 
El último grupo de animales se recogió en el  gran  ruedo,  precisamente  cuando  el  sol empezaba a ponerse. El humo de las numerosas fogatas familiares se mezcló con la arena que salía de los corrales y  empezó a levantarse  en  densas  nubes  ondulantes  por encima  de  la  ronca  gritería  de  hombres  y animales, mientras los lazos seguían atravesándose entre el ganado procedentes de todos lados. Los ganaderos, ya cansados, tenían prisa de apoderarse del resto de sus animales, antes que la oscuridad los cubriera por completo. 
Pedar, agotado por la fatiga del día, hizo una seña a su hijo. 
-Allí está nuestro monstruo, con el cuerno roto. ¡Yo me encargo de él! 
-Por favor, papá -suplicó Tulo, déjamelo a mí. Todo el día has estado encomendándome los fáciles para lazarlos. ¡Fíjate en mí! ¡Voy a demostrarte  lo  que  puedo!  Soy  tan  capaz como cualquiera otro de los chicos. ¡Mira! 
Pedar  retrocedió  de  mala  gana,  pero  con una  sonrisa  de  admiración  que  le  hinchaba las  mejillas,  asintió.  Su  joven  hijo  aferró  la cuerda y esperó. Tulo no tardó en localizar de nuevo  la  averiada  cornamenta  a  través  del polvo. Con la cabeza vacilante y los ojos saltones el voluminoso animal avanzaba hacia la cerca.  Tulo  retrocedió  con  calma,  como  el mejor  de  los  matadores,  lanzó  la  cuerda hacia lo alto y la vio caer con suavidad sobre la cabeza del animal que no dejaba de bufar.
Pero en el momento preciso en que Tulo tiraba del lazo, un ternerito aterrorizado que balaba  buscando  a  su  madre  perdida  entre  el rebaño, pasó por en medio de las piernas del muchacho.  Perdido  el  equilibrio,  Tulo  ya  no pudo mantenerse en pie, debido a un tirón de la  cuerda  sujeta  a  su  muñeca  izquierda.  La bestia ya lazada se sacudió y reparó, arrastrando al muchacho por la áspera superficie, hasta la ruta por la que se precipitaba el ganado. 
-Tulo alcanzó a oír el grito de angustia de su padre. Luego sintió dolores agudos en los brazos,  cuando  la  grava  del  piso  empezó  a desgarrarle la camisa de lana. Su débil complexión  le  hizo  tambalearse  y  sacudirse  en todas direcciones, mientras el animal desesperado  seguía  agitando  la  cabeza  con  furor, para librarse de la cuerda. 
Pedar  ya  se  había  precipitado  hacia  su hijo,  cuando  vio  la  cuerda  romperse.  Brincó repentinamente  hacia  adelante,  para  caer sobre la espalda sangrante de Tulo, cubriendo con  su  humanidad  el  cuerpecito  del  chico.
Montones de pezuñas duras como  rocas pasaron en el acto por encima de ambos. 
La mañana siguiente, el tío Varno llevó el cuerpo maltratado de Tulo a su trineo, procurando que la pierna derecha del chico con su entablillado  de  madera  quedara  acojinada entre un bulto de cubiertas de cama. Entregó la rienda suelta de cuero a Tulo y todo el resto del enjaezamiento lo llevó hasta el trineo posterior, donde se sentaba Inga con la cabeza inclinada y Jaana delante de ella. Por último Varno sujetó las riendas a los dos últimos trineos y golpeó con suavidad al reno principal. 
Tulo  se  sentó  sin  moverse.  La  correa  del freno  estaba  sujeta  sin  esfuerzo  a  su  mano derecha. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, pero él no les hizo caso. Se dio vuelta en el trineo hasta donde su pierna entablillada lo permitía e hizo un guiño afirmativo a su madre, que respondió también con la mirada.
Jaana agitó con emoción una manita y llamó a Tulo por su nombre. En su infantil inocencia no se daba cuenta de que detrás de ella, en un tercer trineo, iba cuidadosamente envuelto el cuerpo de su padre que viajaba a Kalvala, para recibir sepultura. 

1.003. Andersen (Hans Christian)

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