Los cuatro
años siguientes transcurrieron rápida y alegremente. El punto
culminante de cada uno había
sido siempre la
feria, en la que participaban los Oords y todas las
demás familias dedicadas a la cría del reno.
El
último año, mientras el primer grupo de renos amedrentados se encaminaba hacia
el corral central, Inga se acercó un poco más a su esposo
con un aire
de preocupación. Le tiró del manto y le habló al oído en un
tono tan bajo, que Tulo, a unos cuantos pasos no podía oírla:
-¿Estará
listo para esto?
Pedar se
volvió a mirar a Tulo, que hacía ejercicios con su mangana, y asintió con seguridad:
-Tiene ya
doce años. Yo
era más joven cuando
pude habérmelas con
mi primer rodeo.
-Sí,
pero los renos eran toda tu vida cuando eras niño. Nuestro hijo ha pasado mucho
más tiempo con sus libros y sus escritos que con los animales.
-Es
cierto... y puede manejar mucho mejor el cordel de la cometa que el lazo. Sin
embargo, no tengo valor para rechazar su ayuda. Se sentiría desolado si lo
hiciéramos parecer menos que los demás chicos que están trabajando con sus
padres.
-¿Has
oído cómo le dicen?
-No.
-¡Niño
cometa! Así llaman a muestro hijo.
¡Niño
cometa! Incluso Erkki, el hijo mayor de Varno, le preguntó si no traía una
estela en su lazo, y los dos
muchachos de Raimo
comentaban si Tulo
pensaría en sujetar
algún reno con un marcador de libro en vez de usar la cuerda. No me
gusta esto Pedar.
-¿Y qué
dijo Tulo?
-Nada.
Se limitó a sonreír y a alejarse.
Pedar
apretó las mandíbulas.
-Muy
bien. Les haremos una demostración.
¿Estás
lista? Veo algunos de nuestros animales en este grupo.
Durante
los días de esparcimiento del verano,
los renos se
habían paseado a
gusto sobre las pendientes, pastando, y mezclándose libre-mente
con sus congéneres
de otros rebaños de la aldea.
Pero ahora, después de la redada de todo el ganado por las pendientes, cada
familia tenía que separar los propios de
los demás, antes
de emprender el
largo recorrido de regreso a Kalvala, para el invierno. Inga
avanzó de prisa
hacia el pequeño corral que se les había asignado y
esperó.
Pedar y
Tulo treparon a la tosca cerca, y de
un brinco cayeron
en el polvoriento
piso del corral principal. De pie junto a los tablones, observaron
y esperaron, mientras
los animales amedrentados pasaban
con estruendo. Su cornamenta se
agitaba sin freno en todas direcciones,
y sus agudas
pezuñas escarbaban el suelo arrojando muy alto arena y piedrecillas. De
pronto, Pedar gritó:
-¡Allí va
uno de los
nuestros... atrápalo hijo!
Tulo descubrió
el distintivo familiar
en la oreja del
gran animal. Con
toda calma hizo girar su lazo sobre la cabeza de éste
cuando lo vio acercarse
bufando. Una ágil
sacudida de la muñeca y el lazo salió silbando por el aire, para caer
con suavidad sobre la cabeza oscilante.
El reno dio
un tirón y
se sacudió con violencia.
Casi levantó a
Tulo del suelo antes de darse por vencido y empezar a
caminar con docilidad hacia su aprehensor, que con gran júbilo empezaba a
enrollar su cuerda.
Pedar
palmeó con orgullo el hombro de su hijo. Éste aceptó el cumplido con un guiño y
condujo a su presa hacia el corral familiar. Al verlo venir, Inga quitó el
seguro de la puerta y le dejó el paso libre.
-¡Fue
perfecto, hijo! -lo felicitó, gritando.
-Gracias
mamá. Volveré con muchos más.
La separación
de los animales
prosiguió durante todo el
día. Padre e
hijo trabajaron sin cesar, interrumpiendo
sólo unos minutos para comer. Siempre
que ataban a
uno de sus animales hembras, el
ternerito la seguía.
Pedar la
sujetaba con suavidad,
mientras
Tulo
ponía la marca en la oreja izquierda del espantadizo animal.
Después acariciaba al pequeño de piernas largas, antes de
llevarlo también al corral.
El
último grupo de animales se recogió en el
gran ruedo, precisamente
cuando el sol empezaba a ponerse. El humo de las numerosas
fogatas familiares se mezcló con la arena que salía de los corrales y empezó a levantarse en
densas nubes ondulantes
por encima de la
ronca gritería de
hombres y animales, mientras los
lazos seguían atravesándose entre el ganado procedentes de todos lados. Los
ganaderos, ya cansados, tenían prisa de apoderarse del resto de sus animales,
antes que la oscuridad los cubriera por completo.
Pedar,
agotado por la fatiga del día, hizo una seña a su hijo.
-Allí
está nuestro monstruo, con el cuerno roto. ¡Yo me encargo de él!
-Por
favor, papá -suplicó Tulo, déjamelo a mí. Todo el día has estado encomendándome
los fáciles para lazarlos. ¡Fíjate en mí! ¡Voy a demostrarte lo
que puedo! Soy
tan capaz como cualquiera otro de
los chicos. ¡Mira!
Pedar retrocedió
de mala gana,
pero con una sonrisa
de admiración que le hinchaba las
mejillas, asintió. Su
joven hijo aferró
la cuerda y esperó. Tulo no tardó en localizar de nuevo la
averiada cornamenta a
través del polvo. Con la cabeza
vacilante y los ojos saltones el voluminoso animal avanzaba hacia la
cerca. Tulo retrocedió
con calma, como
el mejor de los
matadores, lanzó la
cuerda hacia lo alto y la vio caer con suavidad sobre la cabeza del
animal que no dejaba de bufar.
Pero en
el momento preciso en que Tulo tiraba del lazo, un ternerito aterrorizado que
balaba buscando a
su madre perdida
entre el rebaño, pasó por en
medio de las piernas del muchacho.
Perdido el equilibrio,
Tulo ya no pudo mantenerse en pie, debido a un tirón
de la cuerda sujeta a
su muñeca izquierda.
La bestia ya lazada se sacudió y reparó, arrastrando al muchacho por la
áspera superficie, hasta la ruta por la que se precipitaba el ganado.
-Tulo
alcanzó a oír el grito de angustia de su padre. Luego sintió dolores agudos en
los brazos, cuando la
grava del piso
empezó a desgarrarle la camisa de
lana. Su débil complexión le hizo
tambalearse y sacudirse
en todas direcciones, mientras el animal desesperado seguía
agitando la cabeza
con furor, para librarse de la
cuerda.
Pedar ya
se había precipitado
hacia su hijo, cuando
vio la cuerda
romperse. Brincó
repentinamente hacia adelante,
para caer sobre la espalda
sangrante de Tulo, cubriendo con su humanidad
el cuerpecito del
chico.
Montones
de pezuñas duras como rocas pasaron en
el acto por encima de ambos.
La
mañana siguiente, el tío Varno llevó el cuerpo maltratado de Tulo a su trineo,
procurando que la pierna derecha del chico con su entablillado de
madera quedara acojinada entre un bulto de cubiertas de
cama. Entregó la rienda suelta de cuero a Tulo y todo el resto del
enjaezamiento lo llevó hasta el trineo posterior, donde se sentaba Inga con la
cabeza inclinada y Jaana delante de ella. Por último Varno sujetó las riendas
a los dos últimos trineos y golpeó con suavidad al reno principal.
Tulo se
sentó sin moverse.
La correa del freno
estaba sujeta sin
esfuerzo a su
mano derecha. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, pero él no les
hizo caso. Se dio vuelta en el trineo hasta donde su pierna entablillada lo
permitía e hizo un guiño afirmativo a su madre, que respondió también con la
mirada.
Jaana
agitó con emoción una manita y llamó a Tulo por su nombre. En su infantil
inocencia no se daba cuenta de que detrás de ella, en un tercer trineo, iba
cuidadosamente envuelto el cuerpo de su padre que viajaba a Kalvala, para
recibir sepultura.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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