Pedar Mattis talló en madera un pequeño par
de esquís para su hijo, tan pronto como el pequeño pudo dar los primeros pasos
vacilantes. Lo mismo que todos los niños lapones, Tulo logró
dominar en poco
tiempo los pequeños patines de madera, y antes de cumplir los
tres años ya
podía recorrer todo
el camino de ida y vuelta hasta la tienda de la aldea del señor LaVeeg,
sin ayuda de nadie.
Al
cumplir cinco años, Tulo ya podía manejar el lazo con suficiente destreza para sujetar
a cualquier reno rebelde. Pedar le enseñó también a pescar a través del hielo,
a utilizar y cuidar su cuchillo, a curar la piel del reno, a masticar la fibra
para hacer cordel y armar su tienda de verano. Después, Pedar le enseñó el arte
de controlar un trineo de fondo plano, y
las técnicas para
perseguir a su
odiado enemigo, el lobo. Incluso lo entrenó para que supiera usar su
bastón de esquiar como arma para defenderse a sí mismo y a sus renos de
cualquier atacante.
Para
Pedar e Irga Mattis, que conservaban con orgullo las costumbres del pueblo
Sami, conocido en el
mundo como los
lapones, el reno era
el elemento más
importante para vivir. A pesar de
ser un animal que de pie no medía más de un metro veinte, y de no pesar más de
unos ciento treinta
kilos al alcanzar su
máximo desarrollo, esa
asombrosa pero tímida criatura
podía soportar un
clima que habría matado a
cualquier otro animal
doméstico. El rebaño de los Mattis, que sumaba casi doscientos
animales, les proporcionaba leche, carne,
ropa y hasta
dinero cuando vendían algunos
en la feria
anual de otoño.
Jamás se
desperdiciaba nada del animal. Su lengua se aprovechaba para estofado, la sangre
se secaba para darla a los perros, el tuétano de sus huesos era manjar
exquisito para los niños en el periodo de la dentición, y sus cuernos se
tallaban para hacer
mangos de cuchillo y objetos de
arte.
Los años
pasaron rápidamente y la fortuna de
la familia Mattis
era sumamente buena. Cada
verano emigraban con
sus animales a las
verdes y abundantes
laderas situadas a varios días de camino de Kalvala, y
mientras ellos acampaban sobre
la pendiente montañosa al calor del sol de medianoche, su
ganado daba a luz numerosas terneras. Tanto el rebaño como los recuerdos felices se
multiplicaban con el paso de las estaciones.
Sin
embargo, lo que Tulo rememoraba con mayor
fruición no eran
esos días y
noches, bañados de sol sobre las montañas, sino los oscuros días y
noches del invierno, cuando el sol desaparecía más de dos meses, y padre e hijo
cuidaban de sus renos en las colinas ondulantes llamadas dunas, cerca de su
cabaña de aldea en Kalvala.
Acurrucados
muy dentro de la nieve para huir de los vientos feroces y de los fríos glaciales,
padre e hijo se sentaban junto a una pequeña
hoguera donde se
preparaban el sabroso café.
Allí Pedar veía
con regocijo, nada disimulado,
cómo el joven
trataba de imitarlo, sujetando
entre los dientes un cubo de azúcar mientras bebía el hirviente líquido.
Como todas
las demás cosas
que Tulo se proponía,
bien pronto llegó
a dominar esta difícil costumbre Sami.
Una noche
tranquila, mientras los
renos merodeaban sin cesar
y hurgaban entre
la nieve, en busca de su liquen predilecto, Tulo se tendió junto a su
padre, apoyando la cabeza en el muslo de él. Después de observar fijamente el
cielo durante un rato, preguntó:
-Papá,
¿cuántas estrellas hay?
-No sé,
hijo. Supongo que son trillones.
-¿Están
muy lejos?
-Están
tan lejos, que si el buitre más veloz volara hacia una de ellas desde aquí, no
lograría llegar en toda la vida.
-¿De qué
tamaño son las estrellas?
-Tu
abuelo, que era un hombre muy sabio, me
dijo una vez
que aunque nuestro
sol es más de cien veces mayor
que la Tierra ,
todavía se le
considera una estrella
pequeña comparada con algunas
de las que
ves allá arriba.
-Papá,
¿por qué nuestro sol se retira y nos deja a oscuras durante tantas semanas cada
invierno, y luego vuelve a brillar en nuestra tierra de día y de noche en el
verano?
Pedar
sacudió la cabeza derrotado.
-Tulo,
debes recordar que cuando yo tenía tu edad, no había escuelas. No estoy seguro
de la
respuesta que debo
darte, pero creo que tiene algo que ver con la forma en
que nuestro planeta se inclina hacia el sol y luego se aleja de él en
diferentes épocas del año, y con el hecho de que nosotros estamos situados
casi en la cima del globo.
Pedar
extendió el brazo y pasó con ternura los dedos por la cara del niño.
-Tu mamá
dice que los meses de oscuridad y frío son un precio mínimo que pagamos por
vivir sobre el techo del mundo, tan cerca de Dios.
-Sí. Eso
ya lo sé... Papá, ¿qué nos sucedería si un invierno el sol se fuera y no
regresara durante la primavera?
-Pedar
llenó su pipa con toda calma y desperdició
varios fósforos antes
de lograr encenderla.
Después de una
larga espiral de humo agrio, respondió:
-Temo
que si el sol no volviera pereceríamos muy pronto.
-Porque
ninguna planta podría crecer en la oscuridad,
y sin plantas,
sauces y musgo, nuestros renos,
morirían de hambre.
Sin ellos, no tendríamos
comida, ni vestido,
ni dinero. La vida aquí sería imposible para una familia que vive del
reno.
Tulo meditó
las palabras de
su padre y luego, interrogó:
-Si Dios
quisiera, ¿podría evitar que el sol volviera
a brillar para
nosotros en primavera?
-Para
Dios todo es posible, hijo mío.
Después
de otra breve pausa, el chico insistió:
-Papá, acabo
de ver a
una estrella volar por el firmamento y luego desaparecer.
¿Son estrellas muy pequeñas las que hacen eso?
-Sí,
creo que sí.
-Si son
pequeñas, ¿aterrizan alguna vez aquí, de modo que podamos verlas y tal
vez hasta tocarlas?
Pedar suspiró.
-No sé
Tulo.
-Papá,
yo quisiera saber más acerca de las estrellas... el Sol... Dios... todas las
cosas.
La
mañana siguiente después que su hijo se fue a la cama, Pedar se apoyó en la
mesa y tomó las dos manos de su mujer. Sorprendida por el inusitado
silencio de su
esposo durante el desayuno, Inga ladeó la cabeza y esperó.
-Inga,
no sé si es porque su mente es tan brillante o porque yo soy tan tonto... el
hecho es que Tulo me hace preguntas que soy inca-paz de contestar. Sé que según
los planes, él no debe entrar a la escuela antes del próximo año, pero creo que
no conviene esperar. Vamos a inscribirlo ahora mismo.
-Si así
lo deseas, Pedar. Pero ustedes dos han
estado muy unidos.
La separación no será fácil para él ni para ti.
-Lo que
es preciso hacer hay que hacerlo.
Aquí nuestro
mundo está cambiando.
Nuestras tierras de
pastoreo van reduciéndose más y más, y nuestra gente no
puede avanzar más hacia el norte, porque nos encontraríamos en aguas heladas.
Los turistas empiezan a venir con la nueva carretera. Las fábricas, los mineros
y las plantas de energía ya están cerca. Ahora utilizamos electricidad en vez
de aceite para nuestras lámparas, y los
aviones vuelan sobre nuestros rebaños. Ayer oí hablar de una cosa que llaman
trineo motorizado, capaz de
viajar sobre la
nieve con más rapidez
que cualquier reno
o cualquier hombre con esquís. A
Tulo hay que instruirlo cuanto antes para que pueda hacer frente a un nuevo
género de vida que no podrá evitar.
-¿Y
tú?
-Yo ya
no puedo cambiar.
Seré hombre de renos hasta que muera.
-Pero no
un solitario...
-¿Qué
quieres decir?
Inga se
levantó de la
mesa y empezó
a apilar los platos.
Luego se inclinó
sobre su ceñudo esposo, le tomó
la nariz entre el pulgar y el índice y la apretó con suavidad.
-Lo que
quiero decir, señor
profesor, es que pronto
tendrá otro alumno
que ande detrás de usted mientras
Tulo está en la escuela.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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