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sábado, 18 de enero de 2014

El don de la estrella - Cap. II

Pedar Mattis talló en madera un pequeño par de esquís para su hijo, tan pronto como el pequeño pudo dar los primeros pasos vacilantes. Lo mismo que todos los niños lapones, Tulo  logró  dominar  en  poco  tiempo  los  pequeños patines de madera, y antes de cumplir  los  tres  años  ya  podía  recorrer  todo  el camino de ida y vuelta hasta la tienda de la aldea del señor LaVeeg, sin ayuda de nadie.  
Al cumplir cinco años, Tulo ya podía manejar el lazo con suficiente destreza para sujetar a cualquier reno rebelde. Pedar le enseñó también a pescar a través del hielo, a utilizar y cuidar su cuchillo, a curar la piel del reno, a masticar la fibra para hacer cordel y armar su tienda de verano. Después, Pedar le enseñó el arte de controlar un trineo de fondo plano, y  las  técnicas  para  perseguir  a  su  odiado enemigo, el lobo. Incluso lo entrenó para que supiera usar su bastón de esquiar como arma para defenderse a sí mismo y a sus renos de cualquier atacante. 
Para Pedar e Irga Mattis, que conservaban con orgullo las costumbres del pueblo Sami, conocido  en  el  mundo  como  los  lapones,  el reno  era  el  elemento  más  importante  para vivir. A pesar de ser un animal que de pie no medía más de un metro veinte, y de no pesar más  de  unos  ciento  treinta  kilos  al  alcanzar su  máximo  desarrollo,  esa  asombrosa  pero tímida  criatura  podía  soportar  un  clima  que habría  matado  a  cualquier  otro  animal  doméstico. El rebaño de los Mattis, que sumaba casi  doscientos  animales,  les  proporcionaba leche,  carne,  ropa  y  hasta  dinero  cuando vendían  algunos  en  la  feria  anual  de  otoño.
Jamás se desperdiciaba nada del animal. Su lengua se aprovechaba para estofado, la sangre se secaba para darla a los perros, el tuétano de sus huesos era manjar exquisito para los niños en el periodo de la dentición, y sus cuernos  se  tallaban  para  hacer  mangos  de cuchillo y objetos de arte. 
Los años pasaron rápidamente y la fortuna de  la  familia  Mattis  era  sumamente  buena. Cada  verano  emigraban  con  sus  animales  a las  verdes  y  abundantes  laderas  situadas  a varios días de camino de Kalvala, y mientras ellos  acampaban  sobre  la  pendiente  montañosa al calor del sol de medianoche, su ganado daba a luz numerosas terneras.  Tanto el rebaño como los recuerdos felices se multiplicaban con el paso de las estaciones. 
Sin embargo, lo que Tulo rememoraba con mayor  fruición  no  eran  esos  días  y  noches, bañados de sol sobre las montañas, sino los oscuros días y noches del invierno, cuando el sol desaparecía más de dos meses, y padre e hijo cuidaban de sus renos en las colinas ondulantes llamadas dunas, cerca de su cabaña de aldea en Kalvala. 
Acurrucados muy dentro de la nieve para huir de los vientos feroces y de los fríos glaciales, padre e hijo se sentaban junto a una pequeña  hoguera  donde  se  preparaban  el sabroso  café.  Allí  Pedar  veía  con  regocijo, nada  disimulado,  cómo  el  joven  trataba  de imitarlo, sujetando entre los dientes un cubo de azúcar mientras bebía el hirviente líquido.
Como  todas  las  demás  cosas  que  Tulo  se proponía,  bien  pronto  llegó  a  dominar  esta difícil costumbre Sami. 
Una  noche  tranquila,  mientras  los  renos merodeaban  sin  cesar  y  hurgaban  entre  la nieve, en busca de su liquen predilecto, Tulo se tendió junto a su padre, apoyando la cabeza en el muslo de él. Después de observar fijamente el cielo durante un rato, preguntó: 
-Papá, ¿cuántas estrellas hay? 
-No sé, hijo. Supongo que son trillones. 
-¿Están muy lejos? 
-Están tan lejos, que si el buitre más veloz volara hacia una de ellas desde aquí, no lograría llegar en toda la vida. 
-¿De qué tamaño son las estrellas? 
-Tu abuelo, que era un hombre muy sabio, me  dijo  una  vez  que  aunque  nuestro  sol  es más de cien veces mayor que la Tierra, todavía  se  le  considera  una  estrella  pequeña comparada  con  algunas  de  las  que  ves  allá arriba. 
-Papá, ¿por qué nuestro sol se retira y nos deja a oscuras durante tantas semanas cada invierno, y luego vuelve a brillar en nuestra tierra de día y de noche en el verano? 
Pedar sacudió la cabeza derrotado. 
-Tulo, debes recordar que cuando yo tenía tu edad, no había escuelas. No estoy seguro de  la  respuesta  que  debo  darte,  pero  creo que tiene algo que ver con la forma en que nuestro planeta se inclina hacia el sol y luego se aleja de él en diferentes épocas del año, y con el hecho de que nosotros estamos situados casi en la cima del globo. 
Pedar extendió el brazo y pasó con ternura los dedos por la cara del niño. 
-Tu mamá dice que los meses de oscuridad y frío son un precio mínimo que pagamos por vivir sobre el techo del mundo, tan cerca de Dios. 
-Sí. Eso ya lo sé... Papá, ¿qué nos sucedería si un invierno el sol se fuera y no regresara durante la primavera? 
-Pedar llenó su pipa con toda calma y desperdició  varios  fósforos  antes  de  lograr  encenderla.  Después  de  una  larga  espiral  de humo agrio, respondió: 
-Temo que si el sol no volviera pereceríamos muy pronto. 
-Porque ninguna planta podría crecer en la oscuridad,  y  sin  plantas,  sauces  y  musgo, nuestros  renos,  morirían  de  hambre.  Sin ellos,  no  tendríamos  comida,  ni  vestido,  ni dinero. La vida aquí sería imposible para una familia que vive del reno.  
Tulo  meditó  las  palabras  de  su  padre  y luego, interrogó: 
-Si Dios quisiera, ¿podría evitar que el  sol  volviera  a  brillar  para  nosotros en primavera? 
-Para Dios todo es posible, hijo mío. 
Después de otra breve pausa, el chico insistió: 
-Papá,  acabo  de  ver  a  una  estrella  volar por el firmamento y luego desaparecer. ¿Son estrellas muy pequeñas las que hacen eso? 
-Sí, creo que sí. 
-Si  son  pequeñas, ¿aterrizan  alguna  vez aquí, de modo que podamos verlas y tal vez hasta tocarlas? 
Pedar suspiró.
-No sé Tulo. 
-Papá, yo quisiera saber más acerca de las estrellas... el Sol... Dios... todas las cosas.  
La mañana siguiente después que su hijo se fue a la cama, Pedar se apoyó en la mesa y tomó las dos manos de su mujer. Sorprendida  por  el  inusitado  silencio  de  su  esposo durante el desayuno, Inga ladeó la cabeza y esperó. 
-Inga, no sé si es porque su mente es tan brillante o porque yo soy tan tonto... el hecho es que Tulo me hace preguntas que soy inca-paz de contestar. Sé que según los planes, él no debe entrar a la escuela antes del próximo año, pero creo que no conviene esperar. Vamos a inscribirlo ahora mismo. 
-Si así lo deseas, Pedar. Pero ustedes dos han  estado  muy  unidos.  La  separación  no será fácil para él ni para ti.   
-Lo que es preciso hacer hay que hacerlo.
Aquí  nuestro  mundo  está  cambiando.  Nuestras  tierras  de  pastoreo  van  reduciéndose más y más, y nuestra gente no puede avanzar más hacia el norte, porque nos encontraríamos en aguas heladas. Los turistas empiezan a venir con la nueva carretera. Las fábricas, los mineros y las plantas de energía ya están cerca. Ahora utilizamos electricidad en vez de aceite para nuestras lámparas,  y los aviones vuelan sobre nuestros rebaños. Ayer oí hablar de una cosa que llaman trineo motorizado,  capaz  de  viajar  sobre  la  nieve  con más  rapidez  que  cualquier  reno  o  cualquier hombre con esquís. A Tulo hay que instruirlo cuanto antes para que pueda hacer frente a un nuevo género de vida que no podrá evitar. 
-¿Y tú? 
-Yo  ya  no  puedo  cambiar.  Seré hombre de renos hasta que muera. 
-Pero no un solitario... 
-¿Qué quieres decir? 
Inga  se  levantó  de  la  mesa  y  empezó  a apilar  los  platos.  Luego  se  inclinó  sobre  su ceñudo esposo, le tomó la nariz entre el pulgar y el índice y la apretó con suavidad. 
-Lo  que  quiero  decir,  señor  profesor,  es que  pronto  tendrá  otro  alumno  que  ande detrás de usted mientras Tulo está en la escuela. 

1.003. Andersen (Hans Christian)

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