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sábado, 18 de enero de 2014

El don de la estrella - Cap. IX

En las primeras horas del cuarto día de la tormenta,  los  chicos  arrastraron  su  inmensa cometa sobre la nieve hasta llegar a la pradera.  Las  largas  colas  blancas  del  artefacto, ribeteadas  de  listones  se  agitaban  ruidosamente al viento, como la cola de un salmón al que la resaca ha dejado en la playa. 
Poco  antes,  Tulo  había  enrollado  la  bola gigantesca  de  hilo  y  cordel  alrededor  de  un punto cercano al árbol azotado por el viento.
Luego  se arrodilló y a toda prisa sujetó con nudos  la  punta  principal  de  la  cuerda  a  la brida  de  la  cometa.  Satisfecho  de  su  labor, hizo  señas  a  Jaana,  para  que  recogiera  la linterna y diera marcha atrás. 
Casi a renglón seguido, una violenta ráfaga  de  aire  helado  azotó  la  pradera,  esparciendo nieve pulverizada, con la fuerza de un arado gigantesco. De un brinco, Tulo se puso de  pie,  levantó  la  cometa  tomándola  por  el armazón, y con toda su fuerza la arrojó lejos de sí. Como si no hubiera sido más que una hoja seca de abedul la cometa roja fue levantada por el viento, y sus caudas ondearon con fuerza hasta desaparecer en medio de la lóbrega oscuridad. 
El  cordel  corrió,  metro  tras  metro,  entre los dedos de Tulo. Su corazón golpeaba con fuerza  mientras  la  cuerda  vibraba  y  parecía desgarrarse al paso por sus guantes. El hilo seguía  subiendo  mientras  Jaana  se  afanaba en desenrollarlo de la bola, que a cada momento se reducía más y más. Tulo apuntaló las piernas y enterró las botas en aquel suelo resbaladizo. Le llenaba de asombro el ver que esta  cometa  parecía  seguir  elevándose  sin interrupción, a despecho de todas las corrientes de aire descendente, que suelen tener en continua tensión al que la dirige. 
Cuando Jaana al fin tiró de la manga del abrigo de su hermano, ya habían pasado más de dos horas. A Tulo le dolía todo el cuerpo.
Su rodilla, todavía convaleciente parecía estar a punto de ceder en cualquier momento. Se le habían dormido los brazos y le ardían los dedos de las manos. Sacudió con desaliento la cabeza cuando la chica le señaló la bola de cordel, que ya se había reducido a menos de la décima parte de su tamaño original. Como buen pescador que era, Tulo siguió soltando el cordel, a pesar de que preveía que el desenlace fatal se aproximaba. Si llegaba al fin de la cuerda y la cometa seguía subiendo, no tenía más que una alternativa: sujetarla con fuerza hasta que se rompiera o se lo llevara consigo a las alturas, o bien... soltarla y dejar que la cometa se perdiera. 
Las manitas enguantadas del chico, que ya dejaban pasar el cordel de mala gana, se juntaron  como  cuando  él  oraba  al  lado  de  su cama  todas  las  noches.  Empezó  a  musitar, como  había  oído  a  su  madre  tantas  veces:
"Por favor, ayúdame... por favor, ayúdame":
Una  rápida  mirada  a  la  cara  angustiada  de Jaana  le  advirtió  que  su  provisión  de  cordel estaba a punto de agotarse. 
De  pronto,  la  cuerda  dejó  de  surcar  sus manos. El tirón de lo alto cesó. Tulo trató de hacer  bajar  ligeramente  el  cordel,  temeroso de que se tratara de ráfaga descendente. El aparato se negó a ceder. El chico intentó otra vez, ahora con más fuerza. 
-¿Qué pasa, Tulo? ¿Algo malo? 
-No  sé  -gritó,  sobreponiéndose  al  viento.
La  cometa  no  parece  estar  subiendo,  pero tampoco  parece  caer.  Quisiera  poder  verla.
Cada vez que tiro del cordel, vuelve a su posición.  Podría  ser  sólo  el  viento,  pero  temo que si tiro con demasiada fuerza, se rompa...
¡Es exactamente lo que pasaba en mi sueño... exactamente lo mismo! 
Después de unos momentos de indecisión, Tulo resolvió jugarse el todo por el todo. Tiró con furia salvaje del cordel. Más de tres metros de cinta pasaron por las manos. Tiró de nuevo y otra porción de la cuerda cayó a tierra.  Mano  sobre  mano  Tulo  siguió  tirando  y haciendo esfuerzos. En poco tiempo, un montón enorme de cordel se había formado a sus pies. 
-¡Mira,  una  luz,  Tulo,  veo  una  luz!  -gritó Jaana. ¡Y allí está nuestra cometa! ¡Trae algo brillante enredado! ¿Será una estrella? ¡Sigue tirando, Tulo, no pares!
A medida que la luz descendía, su resplandor  hacía  que  el  árbol  proyectara  sombras que bailaban en la nieve. Hasta la cabaña, a más de cien metros de distancia, les resultaba visible. 
Aferrando  con  fuerza  el  cordel,  Tulo  se acercó al árbol, hasta lograr que la cometa y su  radiante  presa  quedaran  directamente sobre  él.  Con  todo  cuidado  fue  bajando  al raído gigante rojo, que aún se esforzaba por volar hacia la enramada. Las robustas ramas del  árbol,  que  nunca  habían  sostenido  nada que  pesara  más  que  un  errante  búho  gris, ahora se cerraban para envolver a aquel resplandeciente visitante del espacio. 
-¡Es  tan  pequeña  y  redonda!  -exclamó Jaana.  ¡Es  una  verda-dera  estrella!  ¿No  es cierto Tulo? Yo creía que las estrellas tenían cinco puntas. ¡Todas las de la iglesia y las de mi escuela las tienen! 
El chico, que todavía se esforzaba con desesperación por entender lo que acababan de lograr, murmuró pasmado: 
-Probablemente  las  estrellas  son  como  la gente  o los  renos o los árboles.  Las hay de muchas  formas,  tamaños  y  colores.  No  sé.
¡Mira, parece estar ardiendo... pero las ramas del árbol no se queman! ¡No puedo creer que la hayamos alcanzado! 
Tulo se encaramó al gran árbol y cortó la cinta  que  se  había  enredado  en  las  ramas.
Luego golpeó con el pie la cometa y la hizo caer con suavidad al suelo. La estrella estaba al alcance de su mano. Podía sentir su calor.
Los ojos le lloraban por la intensidad de sus luces, ora verdes, ora azules, ora plateados.
Sentía la tentación de estirar el brazo y tocarla, pero no se atrevió. 
Cuando  descendió  del  árbol,  la  estrella palpitaba despidiendo centellas de oro y plata. Jaana juntó las manos, empuñándolas en un gesto de júbilo y exclamó: 
-¡Ahora sí tenemos un verdadero árbol de estrellas! ¡El único en el mundo! 
Tulo movió la cabeza con asombro y dijo: 
-¡Y  todas  sus  ramas  resplandecen!  ¡Tal como las vi en mi sueño! 
n  paciencia  que  cada  día  de estudio perdido era irreparable. Concluyó sus observaciones en estos términos:  
-Les pido su estrella, no para mí sino para los  ciudadanos  del  mañana.  Está  en  manos de  ustedes  el  suministrarles  la  preciosa  luz del conocimiento. 
El doctor Malni manifestaba pena de tener que hablar, pero recordó en tono inseguro a la asamblea que su pequeña clínica ofrecía la única atención médica de que disponía la aldea.  Citó las  vidas  que  se  habían  salvado  y los bebés que habían venido al mundo durante el último año. Incluso, mencionó el trabajo hecho en la rodilla de Tulo. Terminó con esta declaración: 
-Nuestra clínica estará pronto en completa oscuridad. Si llegaran a necesitarse mis servicios,  la luz  de la  estrella  podría  significar la diferencia entre la vida y la muerte para alguien. 
El  último  en  hablar  fue  el  pastor  Bjork.
Habló del milagro que había bendecido a esa tierra y de la mano de Dios que había guiado a Tulo para enviar su cometa hasta la estrella. Su iglesia -añadió en tono sombrío- debía ser un refugio para todos en esos momentos de peligro, estaba vacía y en tinieblas, puesto que él había repartido todas sus velas y combustible  entre  los  necesitados.  Respiró  profundamente, y con una inclinación de cabeza hacia Tulo y Jaana, dijo: 
-Con la mayor humildad les pido que el milagro de Dios se ponga en la casa de Dios... su iglesia. 
Después,  los  ojos  de  todos  se  volvieron hacia los chicos. Tulo miró con desesperación a su hermana que parecía estar  a punto de romper a llorar. Se mordió el labio y musitó impotente: 
-¡No sé que hacer... no sé! Durante los críticos  minutos  que  siguieron,  la  sonrisa  de satisfacción  del  alcalde  Van  Gribin  fue  desapareciendo poco a poco a medida que resultaba  evidente  que  Tulo  y  Jaana  no  podían llegar a una decisión. Al final él tronó los dedos con fuerza y anunció: 
-Señores, creo tener la respuesta. Mis largos años de experiencia en asuntos de conciliación, me enseñan que no hay más que una solución  a  nuestro  problema.  A  todas  luces, para estos niños es más difícil de lo que preveíamos, rechazar a tres de ustedes. Por eso propongo... propongo -hizo una pausa solemne-...  ¡propongo  que  se  divida la  estrella  en cuatro  partes  iguales!  En  esa  forma  toda  la población, a través de la escuela, la iglesia, la clínica y la tienda compartirán la misma cantidad  de  luz  durante  esos  días  tenebrosos.
Será  menos  luz,  ¡pero  habrá  equidad!  Con cuerdas y poleas podemos bajar fácilmente la estrella del árbol, y luego con martillo y cincel haremos  cuatro  estrellas  y  todas  las  partes quedarán satisfechas. 
Luego el alcalde se hundió en su silla, respirando con fatiga. 
-¡No, jamás! 
La voz de Tulo se escuchó vibrante en el recinto. 
-La estrella no puede romperse. Si la hiciéramos pedazos no podría volver a ocupar su lugar en el cielo. Cuando pasen las tinieblas, voy  a  sujetarla  de  nuevo  a  la  cometa  para enviarla a su hogar en el firmamento. No podemos conservarla. Además, ¡tiene derecho a una oportunidad de crecer!, como la tenemos nosotros. 
El alcalde Van Gribin retorció los labios y rebatió: 
-No es más que un pedazo de roca que casualmente es ígnea. Tú hablas como si estuviese viva. Joven, temo que hayas leído demasiados cuentos de hadas. 
LaVeeg se retiró de la mesa con violencia y se  precipitó  hacia  los  azorados  chicos,  de suerte  que  su  largo  y  retorcido  índice  pudo agitarse frente a sus caras, llenas de tensión. 
-¿Se proponen acaso conservar la estrella para  esa  miserable  cabaña  que  llaman  su hogar, mientras muchos otros podrían beneficiarse con ella? ¡Qué egoístas son!  
Luego se dio vuelta y señaló con ira al alcalde: 
-Y... ¿por qué estamos perdiendo  este tiempo precioso suplicando a un par de huérfanos tontos para que concedan algo que pertenece a toda la aldea? 
-La estrella es nuestra, -exclamó Tulo. 
-¡Oh no, no es así! -gritó LaVeeg y señaló con un movimiento de cabeza a Arrol Nobis.
!Qué! ¿Acaso tan brillante maestro no te ha enseñado lo que es el "dominio eminente"? 
Las dos cabecitas rubias se sacudieron con fuerza. 
-¡Ah, pues muy bien! El dominio eminente es el derecho que tiene el gobierno de apoderarse de cualquier propiedad privada para uso público,  mediante  una  adecuada  compensación para el propietario. Promulgo, caballeros del consejo, que nos apoderemos de la estrella en virtud de un decreto de dominio eminente y... 
-¿Por qué todos ustedes no comparten la estrella en otra forma? -interrumpió una débil voz. 
Todas las cabezas se volvieron hacia Jaana que sonreía. 
-Cada  uno  de  ustedes  -siguió  diciendo- tenga  la  estrella  durante  dos  semanas.  Al final  de  ese  tiempo,  el  sol  ya  habrá  vuelto.
Incluso pueden  echar  suertes  para  ver  a quién le toca primero. 
El único ruido que se oyó en el recinto fue el de los leños que ardían en la hoguera. Al fin, el pastor Bjork juntó las manos apretándolas y susurró con voz ronca: 
-¡De la boca de los infantes...! Hemos sido testigos una vez más de que todos los niños son apóstoles de Dios... enviados para enseñarnos  amor,  caridad,  olvido  de  nosotros mismos, compasión y esperanza. Hoy Kalvala ha recibido una verdadera bendición. Propongo  que  arreglemos  la  sugerencia  de  Jaana
Mattis,  cuya  sabiduría supera  con  mucho  su edad. 
La moción fue aprobada y puesta en práctica.  Con  disgusto  de  todos,  excepto  de  él mismo, Finn LaVeeg ganó el primer turno. La estrella iluminaría  su  tienda  durante  catorce días. Le seguiría la escuela, luego la clínica y al final la iglesia. Se hicieron todos los arreglos para que la estrella se trasladara al día siguiente. 
De regreso a casa, Tulo y Jaana bajaron la cabeza  al  acercarse  a  su  cabaña.  No  tenían valor de mirar hacia el prado. 
A pesar de su aflicción, Tulo escribió todo lo acaecido en el gran libro verde.

1.003. Andersen (Hans Christian)

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