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domingo, 22 de diciembre de 2013

El pecador arrepentido

Y dijo a Jesús: «Acuérdate de mi cuando hayas entrado
en tu reino.» Y Jesús le dijo: «En verdad te digo que tú
serás hoy conmigo en el Paraíso.»
(San Lucas, cap. XXIII, vers. 42 y 43.)

Vivía en la tierra un hombre de se­tenta años, que había pasado su vida en­tera en el pecado.
Este hombre cayó enfermo, pero no se arrepintió. Sin embargo, cuando llegó la muerte, en su última hora, se echó a llorar y dijo:
-¡Señor, perdóname como perdonaste al ladrón en la cruz!
Apenas hubo pronunciado estas pala­bras, rindió el alma; y ésta amó a Dios, creyó en su misericordia y se presentó ante las puertas del paraíso.
El pecador empezó a llamar a la puer­ta, pidiendo que lo dejaran entrar en el reino de los cielos. Y, desde el otro lado, oyó una voz que decía:
-¿Quién es el hombre que llama a las puertas del paraíso? ¿Qué obras ha hecho en su vida?
Y la voz del acusado respondió, enu­merando todos sus pecados, sin mencio­nar ni una sola buena obra.
Entonces, la voz de detrás de la puerta dijo:
-Los pecadores no pueden entrar en el reino de los cielos. ¡Márchate de aquí!
-¿Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara ni sé tu nombre! -exclamó el hombre.
-Soy Pedro, el apóstol -dijo la voz.
-Apiádate de mí, Pedro. Recuerda la flaqueza humana y la misericordia divina. ¿No fuiste discípulo de Cristo? ¿No oíste sus doctrinas de sus propios labios? ¿No viste el ejemplo de su pro­pia vida? Recuerda el momento en que El tenía el alma afligida y atormentada y te pidió por tres veces que no dur­mieses y orases. Te dormiste, porque el sueño te cerraba los párpados, y Jesús te sorprendió dormido tres veces. Así he hecho yo. Acuérdate también de que prometiste a Jesús que no le negarías hasta la muerte; y lo negaste por tres veces cuando lo llevaron a casa de Caifás. Lo mismo he hecho yo. Recuerda asi­mismo que cantó el gallo y que saliste y te echaste a llorar amargamente. Lo mismo he hecho yo. No puedes dejarme fuera.
Pero la voz que llegaba desde el otro lado de la puerta enmudeció.
Al cabo de un rato de espera, el pe­cador volvió a llamar, suplicando que lo dejasen entrar en el reino de los cielos.
Entonces otra voz dijo:
-¿Quién es este hombre? ¿Cómo ha vivido en la tierra?
De nuevo el acusador repitió todos los pecados del hombre, sin citar ni una sola obra buena.
-¡Márchate de aquí! Tan gran pe­cador no puede vivir con nosotros en el cielo -exclamó la voz de detrás de la puerta.
-Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara, ni sé tu nombre -dijo el hom­bre.
-Soy David, el rey profeta -respon­dió la voz.
El pecador no desesperó y, sin reti­rarse de la puerta del paraíso, dijo:
-¡Ten piedad de mí, rey David! Acuérdate de la flaqueza humana y de la misericordia divina. Dios te ha ama­do y te ha elevado por encima de los demás hombres. Lo tuviste todo: un reino, honores, riquezas, esposas e hi­jos; y, sin embargo, cuando viste des­de lo alto de la terraza a la, mujer de un pobre hombre, el pecado se apoderó de ti, te adueñaste de la mujer de Urías y a él lo entregaste a la espada de los amonitas. Tú, que poseían una fortuna, quitaste a un desgraciado su última ove­ja y lo hiciste perecer. Lo mismo he hecho yo. Recuerda también que des­pués te arrepentiste diciendo: "Reconoz­co mi falta y me aflijo por haber pe­cado." Lo mismo he hecho yo. No pue­des dejarme fuera.
Pero la voz de detrás de la puerta, calló.
Al cabo de un rato de espera, el pe­cador volvió a llamar suplicando que lo dejasen entrar en el reino de los cielos.
Entonces otra voz dijo :
-¿Quién es este hombre? ¿Cómo ha vivido en la tierra?
El acusador enumeró una vez más todos los pecados del hombre, sin men­cionar ni una sola obra buena.
-¡Márchate de aquí! Los pecadores no pueden entrar en el reino de los cielos-exclamó la tercera voz, desde el otro lado de la puerta.
-¡Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara, ni sé tu nombre! -dijo el pecador.
-Soy San Juan Evangelista, el dis­cípulo predilecto de Jesús -respondió la voz.
El pecador se regocijó.
-Ahora sí que no me dejaréis fuera. Pedro y David me dejarán entrar por­que conocen Ja flaqueza humana y la misericordia divina. Y tú, porque estás lleno de amor. ¿Acaso no fuistes tú, Juan Evangelista, quien escribió en su libro que Dios es amor y que el que no ama no conoce a Dios? ¿No fuiste tú quien en la vejez ibas repitiendo a la gente: "Hermanos, amaos los unos a los otros"? ¿Cómo es posible que me odies y me rechaces ahora? Reniega de lo que dijiste o ámame y ábreme las puertas del cielo.
Abriéronse las puertas del Paraíso. San Juan Evangelista estrechó entre sus bra­zos al pecador arrepentido y lo dejó en­trar en el reino de los cielos.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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