Y dijo a Jesús: «Acuérdate de mi cuando hayas entrado
en tu reino.» Y Jesús le dijo: «En verdad te digo que tú
serás hoy conmigo en el Paraíso.»
(San Lucas, cap. XXIII, vers. 42 y 43.)
Vivía en la tierra un
hombre de setenta años, que había pasado su vida entera en el pecado.
Este hombre cayó enfermo,
pero no se arrepintió. Sin embargo, cuando llegó la muerte, en su última hora,
se echó a llorar y dijo:
-¡Señor, perdóname como perdonaste
al ladrón en la cruz!
Apenas hubo pronunciado
estas palabras, rindió el alma; y ésta amó a Dios, creyó en su misericordia y
se presentó ante las puertas del paraíso.
El pecador empezó a
llamar a la puerta, pidiendo que lo dejaran entrar en el reino de los cielos.
Y, desde el otro lado, oyó una voz que decía:
-¿Quién es el hombre que
llama a las puertas del paraíso? ¿Qué obras ha hecho en su vida?
Y la voz del acusado
respondió, enumerando todos sus pecados, sin mencionar ni una sola buena
obra.
Entonces, la voz de detrás
de la puerta dijo:
-Los pecadores no pueden
entrar en el reino de los cielos. ¡Márchate de aquí!
-¿Señor, oigo tu voz,
pero no te veo la cara ni sé tu nombre! -exclamó el hombre.
-Soy Pedro, el apóstol -dijo
la voz.
-Apiádate de mí, Pedro.
Recuerda la flaqueza humana y la misericordia divina. ¿No fuiste discípulo de
Cristo? ¿No oíste sus doctrinas de sus propios labios? ¿No viste el ejemplo de
su propia vida? Recuerda el momento en que El tenía el alma afligida y
atormentada y te pidió por tres veces que no durmieses y orases. Te dormiste,
porque el sueño te cerraba los párpados, y Jesús te sorprendió dormido tres
veces. Así he hecho yo. Acuérdate también de que prometiste a Jesús que no le
negarías hasta la muerte; y lo negaste por tres veces cuando lo llevaron a casa
de Caifás. Lo mismo he hecho yo. Recuerda asimismo que cantó el gallo y que
saliste y te echaste a llorar amargamente. Lo mismo he hecho yo. No puedes
dejarme fuera.
Pero la voz que llegaba
desde el otro lado de la puerta enmudeció.
Al cabo de un rato de
espera, el pecador volvió a llamar, suplicando que lo dejasen entrar en el
reino de los cielos.
Entonces otra voz dijo:
-¿Quién es este hombre?
¿Cómo ha vivido en la tierra?
De nuevo el acusador
repitió todos los pecados del hombre, sin citar ni una sola obra buena.
-¡Márchate de aquí! Tan
gran pecador no puede vivir con nosotros en el cielo -exclamó la voz de detrás
de la puerta.
-Señor, oigo tu voz, pero
no te veo la cara, ni sé tu nombre -dijo el hombre.
-Soy David, el rey
profeta -respondió la voz.
El pecador no desesperó
y, sin retirarse de la puerta del paraíso, dijo:
-¡Ten piedad de mí, rey
David! Acuérdate de la flaqueza humana y de la misericordia divina. Dios te ha
amado y te ha elevado por encima de los demás hombres. Lo tuviste todo: un
reino, honores, riquezas, esposas e hijos; y, sin embargo, cuando viste desde
lo alto de la terraza a la, mujer de un pobre hombre, el pecado se apoderó de
ti, te adueñaste de la mujer de Urías y a él lo entregaste a la espada de los
amonitas. Tú, que poseían una fortuna, quitaste a un desgraciado su última oveja
y lo hiciste perecer. Lo mismo he hecho yo. Recuerda también que después te
arrepentiste diciendo: "Reconozco mi falta y me aflijo por haber pecado."
Lo mismo he hecho yo. No puedes dejarme fuera.
Pero la voz de detrás de
la puerta, calló.
Al cabo de un rato de
espera, el pecador volvió a llamar suplicando que lo dejasen entrar en el
reino de los cielos.
Entonces otra voz dijo :
-¿Quién es este hombre?
¿Cómo ha vivido en la tierra?
El acusador enumeró una
vez más todos los pecados del hombre, sin mencionar ni una sola obra buena.
-¡Márchate de aquí! Los
pecadores no pueden entrar en el reino de los cielos-exclamó la tercera voz,
desde el otro lado de la puerta.
-¡Señor, oigo tu voz,
pero no te veo la cara, ni sé tu nombre! -dijo el pecador.
-Soy San Juan
Evangelista, el discípulo predilecto de Jesús -respondió la voz.
El pecador se regocijó.
-Ahora sí que no me
dejaréis fuera. Pedro y David me dejarán entrar porque conocen Ja flaqueza
humana y la misericordia divina. Y tú, porque estás lleno de amor. ¿Acaso no
fuistes tú, Juan Evangelista, quien escribió en su libro que Dios es amor y que
el que no ama no conoce a Dios? ¿No fuiste tú quien en la vejez ibas repitiendo
a la gente: "Hermanos, amaos los unos a los otros"? ¿Cómo es posible
que me odies y me rechaces ahora? Reniega de lo que dijiste o ámame y ábreme
las puertas del cielo.
Abriéronse las puertas
del Paraíso. San Juan Evangelista estrechó entre sus brazos al pecador
arrepentido y lo dejó entrar en el reino de los cielos.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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