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domingo, 22 de diciembre de 2013

El doble asesinato de la calle morgue

¿Qué canción entonaban las sirenas? ¿Qué nombre tomó Aqui­les cuando se ocultó entre las mujeres? Cierto que son preguntas emba­razosas, pero no dejan de prestarse a conjeturas.
Sir Thomas Browne.

Las facultades del espíritu que se definen con la palabra "analíticas" son en sí muy poco susceptibles de análisis y no las apreciamos sino por sus resultados. Lo que sabemos, entre otras cosas, es que son origen de los más vivos goces para aquel que las posee en grado extraordinario. Así como el hombre fuerte se regocija de su aptitud física, complaciéndose en los ejercicios que hacen funcionar sus músculos, así también el ana­lista cifra su gloria en esa actividad espiritual que le permite aclarar lo misterioso. Lo recrean hasta las más triviales ocasiones de poner su talen­to en juego; enloquece por los enigmas y jeroglíficos, y, para buscar las soluciones, manifiesta una fuerza de perspicacia que a los ojos del vulgo adquiere un carácter sobrenatural. Los resultados hábilmente deducidos por el alma misma y la esencia de su método parecen realmente una intuición.
Esa facultad de "resolver" se vigoriza quizá gracias al estudio de las matemáticas, y en particular del más alto ramo de esta ciencia, que, muy impropia y simplistamente, a causa de sus operaciones de retroceso, se ha llamado análisis, como si lo fuera por excelencia. En rigor, todo cálculo no es en sí un análisis; un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace muy bien el uno sin el otro, y de aquí se sigue que ese juego es muy mal apreciado en sus efectos sobre la naturaleza espiritual. No voy a escribir aquí un tra­tado de análisis: me limito a iniciar la narración de un suceso bastante singular con algunas observaciones apuntadas aquí de paso y que servi­rán de prólogo.
Aprovecho, pues, esta oportunidad para declarar que la fuerza de reflexión se explota más activa y provechosamente por el modesto juego de las damas que por toda la laboriosa futilidad del ajedrez. En este últi­mo juego, en el cual las piezas tienen distintos y singulares movimientos, representando diversos valores, la complicación se toma por profundi­dad, error bastante común, y la atención se fija poderosamente; si se dis­trae un momento, se comete un error, y de aquí resulta una pérdida o una derrota. Como los movimientos posibles son, no solamente varia­dos, sino desiguales en "fuerza", las probabilidades de semejantes errores se multiplican, y de cada diez casos, el jugador más atento gana en nueve, no el más hábil. En las damas, por el contrario, siendo el movi­miento simple en su especie, con pocas variaciones, las probabilidades de inadvertencia disminuyen mucho, y no estando la atención completa­mente acaparada, las ventajas que cada uno de los jugadores consigue sólo se obtienen por una perspicacia superior.
Dejando aquí estas abstracciones, supongamos un juego de damas en que la totalidad de las piezas esté reducida a cuatro, no habiendo naturalmente motivo para incurrir en aturdimientos. Es evidente que aquí la victoria no se podrá alcanzar, siendo las dos partes de todo punto iguales, sino por una táctica hábil, resultado de algún poderoso esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos comunes, el analista penetra en el espíritu de su adversario, se identifica con él, y a menudo descubre de una sola ojeada el único medio -medio absurdo algunas veces por lo sencillo- de hacerle cometer una falta o inducirlo a un falso cálculo.
Largo tiempo se ha citado el whist por su acción en la facultad de calcular, y se han conocido hombres de superior inteligencia que parecí­an deleitarse de una manera incomprensible en ese juego de naipes, des­preciando al ajedrez como un pasatiempo frívolo. En efecto, no hay juego análogo alguno en que se haya de ejercitar tanto la facultad de análisis; el mejor jugador de ajedrez de la cristiandad apenas puede ser más que el mejor jugador de ajedrez; pero en el whist, la "fuerza" impli­ca la facultad de obtener buen éxito en todas las especulaciones de importancia muy superior en que el espíritu lucha con el espíritu.
Al decir "fuerza", tratándose de juego, entiendo esa perfección que supone el conocimiento de todos los casos en que se puede sacar prove­cho legítimamente. Y esos casos no solo son diversos sino complicados, y a menudo se ocultan en profundidades del pensamiento de todo punto inaccesibles a una inteligencia ordinaria.
Observar con atención equivale a recordar distintamente, y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez, capaz de concentrarse debidamente, será una notabilidad en el whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el simple mecanismo del juego, son en general fácilmente inteligibles.
Por eso, el tener una memoria fácil y el proceder según las reglas del libro son puntos que constituyen para el vulgo el summum del buen jugador; pero es en los casos que se hallan fuera de la regla donde se manifiesta el talento del analista, el cual hace en silencio muchas obser­vaciones y deducciones. Sus contrincantes se limitan a eso, y la diferen­cia de valor en los datos así adquiridos no existe tanto en la exactitud de la deducción como en la calidad de la observación: lo importante y prin­cipal es saber lo que se ha de observar. Nuestro jugador no se limita a su juego, y aunque esto último sea el primer objeto de su atención, no pres­cinde por eso de las deducciones que nacen de objetos extraños a aquél; examina la fisonomía de su compañero, la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus competidores y observa su manera de distribuir las cartas; gracias a las miradas que no saben reprimir los que están satisfe­chos, cuenta a veces los tantos que pueden ganar; se fija en cada movi­miento del semblante a medida que el juego adelanta, y recoge así un capital de pensamientos en las variadas expresiones de seguridad, de sor­presa, de triunfo o de mal humor. Por la manera de recoger una apuesta, adivina si la misma persona podrá repetir la operación después, y reco­noce lo que se ha jugado en falso por el aire con que se arroja el naipe sobre la mesa. Una palabra accidental o involuntaria, una carta que se cae o se vuelve por casualidad, que se recoge ansiosamente o con indi­ferencia; el modo de contar las puestas y de alinearlas; la incertidumbre, la vacilación, la vivacidad, la violencia, todo es para el observador sín­toma diagnóstico; todo revela a su percepción, intuitiva al parecer, el verdadero estado de cosas; de modo que a las dos o tres veces del repar­to de cartas conoce a fondo el juego que se halla en cada mano, y puede hacer el suyo con perfecto conocimiento de causa, como si todos sus contrincantes le enseñaran los naipes.
La facultad de analizar no se debe confundir con el simple ingenio, pues mientras que el analista es necesariamente ingenioso, sucede a menudo que el hombre dotado de esta última cualidad no es capaz de analizar. La facultad de combinar, o "constructividad", por la cual se manifiesta en general ese ingenio, y a la que los frenólogos señalan un órgano aparte, equivocada-mente en mi concepto -suponiendo que sea una facultad primordial, se ha revelado en seres cuya inteligencia rayaba en el idiotismo, y con la suficiente frecuencia para llamar la aten­ción general de los escritores psicólogos. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la ima­ginación, pero de un carácter rigurosamente análogo. En una palabra, se verá que el hombre ingenioso está siempre lleno de fantasía, y que el hombre de "verdadera" imaginación no pasa de ser un analista.
La siguiente narración será para el lector un comentario luminoso de las proposiciones que acabo de enunciar.
Había residido yo en París durante la primavera y una parte del vera­no de 18..., y allí trabé conocimiento con un tal C. Augusto Dupin. Este caballero, joven aún, pertenecía a una excelente e ilustre familia; mas por una serie de enojosas circunstancias, se vio reducido a tal pobreza que, perdiendo hasta la energía de su carácter, dejó de alternar con la sociedad y de ocuparse en el restablecimiento de su fortuna; gracias a la cortesía de sus acreedores, pudo conservar una pequeña parte de su patrimonio, y con la renta que le reportaba halló medio de subvenir a las necesidades de la existencia, merced a la más estricta economía, sin cui­darse ya de lo superfluo. Los libros eran su único lujo y en París se adquieren fácilmente.
Trabamos conocimiento en un oscuro gabinete de lectura de la calle Montmattre, por el hecho fortuito de que ambos buscábamos una misma obra muy escasa y notable; esta coincidencia nos puso en relación y desde entonces nos vimos cada vez con más frecuencia. A mí me había interesado mucho su historia de familia, la cual me refirió minuciosa­mente con ese candor, ese abandono y esa frivolidad que caracteriza a todo francés cuando habla de sus propios asuntos.
Me admiró en extremo lo mucho que había leído, y también me cau­tivaron el extraño ardimiento y la vigorosa lozanía de su imaginación. Como yo buscaba en París ciertos objetos que constituían mi único estudio, pensé que la sociedad de semejante hombre sería para mí un inaprecia­ble tesoro y por lo tanto busqué francamente su amistad. Al fin resolvi­mos vivir juntos mientras yo permaneciera en París, y como mi situacíón era un poco menos apurada que la suya, me encargué de alquilar y amue­blar, con un estilo apropiado a la melancolía fantástica de nuestros dos caracteres, una casita antigua y extraña que nadie quería habitar, a causa de ciertas supersticiones de que no hicimos aprecio; casi ruinosa, se halla­ba situada en la parte más remota y solitaria del arrabal San Germán.
Si la gente hubiera conocido la rutina de nuestra existencia en aquel lugar, seguramente nos habría tomado por locos, aunque tal vez locos inofensivos. Nuestro retiro era completo; no recibíamos visita alguna; ignorábase dónde vivíamos, pues guardábamos el secreto, y como Dupin había dejado de tratarse con el mundo, vivíamos para nosotros dos.
Mi amigo tenía un carácter extravagante -no sé cómo definirlo de otro modo-; una de sus rarezas era amar la noche sólo por cariño a la noche, de la cual se mostraba apasionado, y hasta yo mismo caí tranquila­mente en esa extravagancia, como en todas las demás que le eran propias, dejándome llevar con la mayor indiferencia por la corriente de todas sus excentricidades. La negra divinidad no podía estar siempre con nosotros, pero se buscó el medio de suplirla: al rayar la aurora cerrábamos bien todos los pesados postigos de nuestra vivienda y encendíamos dos bujías perfumadas, cuya luz era débil y pálida. Iluminados por aquella ligera cla­ridad, cada cual se entregaba a sus reflexiones y después leíamos, escribí­amos o hablábamos hasta que el reloj nos anunciaba de nuevo la hora de la verdadera oscuridad. Entonces salíamos para recorrer las calles, cogi­dos del brazo y continuando la conversación del día; andábamos al acaso hasta una hora muy avanzada, siempre en busca, a través de las luces desordenadas y de las tinieblas de la populosa ciudad, de esas innume­rables excitaciones espirituales que el estudio pacífico no puede darnos.
En tales circunstancias, no podía menos que observar y admirar, aunque el rico idealismo de que mi compañero estaba dotado me lo había revelado ya, la aptitud analítica particular de Dupin. Parecía deleitarse en ejercitarla -o acaso en estudiarla-, y confesaba sin rodeos el placer que esto le producía. Algunas veces me decía con una sonrisa que muchos hombres tenían para él una ventana abierta en el lado del cora­zón, y solía acompañar su aserto con pruebas inmediatas de las más sor­prendentes, hijas de un conocimiento profundo de mi propia persona.
En tales momentos, sus ademanes eran fríos y distraídos; sus ojos miraban el espacio, y su voz -hermosa voz de tenor- subía de pronto, sin que esto pudiera considerarse por ningún concepto como petulancia. Al mirarlo en tales ocasiones no podía menos que pensar en la antigua filosofía del "alma doble", y me hacía gracia la idea de un Dupin doble, un Dupin creador y un Dupin analista.
No se crea, por lo que acabo de exponer, que voy a describir aquí un gran misterio o escribir una novela: lo que yo he observado en ese sin­gular francés era simplemente el efecto de una inteligencia sobreexcita­da, tal vez enfermiza; pero un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones en la época de que se trata.
Cierta noche recorríamos una larga calle muy sucia, inmediata al Palacio Real; íbamos sumidos en nuestras reflexiones, por lo menos al parecer, y hacía ya cerca de un cuarto de hora que no nos dirigíamos una sola palabra, cuando Dupin me dijo de pronto:
-En verdad, ese muchacho es muy pequeño; mejor figuraría en el teatro de Variedades.
-Indudablemente -repliqué, sin pensar ni comprender al pronto, tan absorto iba, la singular manera con que mi compañero aplicaba sus palabras a mi reflexión de aquel momento. Un instante después me reco­bré y no fue poco mi asombro.
-Dupin -repuse gravemente, he ahí una cosa que mi inteligen­cia no alcanza; le confieso a usted sin rodeos que me deja estupefacto y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya usted adivinado que yo pensaba en...?
-Me interrumpí para asegurarme de si había adivinado realmente lo que yo pensaba.
-¿En Chantilly? -añadió Dupin. ¿Por qué se interrumpe? Usted mismo se hacía la observación de que por su escasa talla era impropio para la tragedia.
Era esto precisamente el asunto de mis reflexiones: yo pensaba que Chantilly, ex zapatero de portal de la calle de San Dionisio, que soñaba con el teatro y había querido desempeñar el papel de Jerjes en la trage­dia Crébillon, se ponía en ridículo por sus pretensiones irrisorias, exci­tando la hilaridad de cuantos le conocían.
-Dígame usted, amigo Dupin -exclamé yo, por qué método, si es que hay alguno, le es dado penetrar en mí pensamiento ahora.
Yo estaba en realidad más admirado de lo que parecía.
-El frutero -replicó mi amigo- es el que lo ha conducido a usted a la conclusión de que el zapatero no era de talla para desempeñar el papel de Jerjes y todos los de este género.
-¡El frutero! Me asombra usted cada vez más, pues no conozco ninguno.
-Sí, el hombre que lo empujó a usted cuando entramos en la calle, hace ya un cuarto de hora.
Entonces recordé, en efecto, que un hombre que llevaba un cesto de manzanas en la cabeza tropezó conmigo, y que por poco me hizo caer al pasar por la calle C., en la arteria principal donde nos hallábamos enton­ces; pero ¿qué relación tenía esto con Chantilly? No podía explicármelo.
-Ahora lo comprenderá usted -me dijo Dupin, que evidente­mente no hablaba así por charlatanería, y para que lo entienda clara­mente, volvamos a la serie de reflexiones que hacía usted desde el momento de que le hablo hasta el encuentro con el frutero. Los anillos principales de la cadena se siguen así: "Chantilly, Orion, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, las piedras y el frutero."
Pocas personas hay que no se hayan entretenido, en un momento cualquiera de su vida, en remontar el curso de sus ideas, buscando por qué vías su espíritu llegó a ciertas conclusiones. Semejante ocupación ofrece a menudo mucho interés, y el que la practica por vez primera queda admirado de la incoherencia y de la distancia, enorme al parecer, que media entre el punto de partida y el de llegada.
Júzguese, pues, de mi asombro al oír a mi amigo decir aquellas pala­bras, puesto que debía confesar que eran la pura verdad.
-Hablábamos de caballos -continuó Dupin, y, si la memoria no me engaña, un momento antes de salir de la calle C. Tal fue el último tema de nuestra conversación, y al penetrar en la calle donde ahora nos hallamos, un frutero que llevaba un cesto muy grande en la cabeza pasó precipitadamente por delante de nosotros y le hizo a usted caer en un montón de piedras colocadas en el sitio donde se reparaba la calle. Usted resbaló y se dañó ligeramente el tobillo; esto lo enojó y, después de mur­murar algunas palabras y de volverse para mirar el montón, prosiguió su marcha silenciosamente. Yo no fijaba la atención en lo que usted hacía, pero la costumbre de observar, inveterada ya, se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
La mirada de usted quedó fija en el suelo, contemplando con una especie de irritación los hoyos y las zanjas del pavimento (por lo cual comprendí que pensaba usted siempre en las piedras), hasta que por fin llegamos al sitio llamado pasaje Lamartine, donde se acaba de hacer la prueba del pavimento de madera, sistema de tarugos sólidamente uni­dos. Entonces su semblante pareció serenarse, lo vi mover los labios, y adiviné, con la seguridad de no engañarme, que murmuraba la palabra "estereotomía", término aplicado con demasiadas pretensiones a esa especie de pavimento. Comprendí que no la pronunciaría usted sin que esta palabra lo indujera a pensar en los átomos y después en las teorías de Epicuro, y como en nuestra última discusión sobre el particular, hace poco tiempo, le hice notar que las vagas conjeturas del ilustre griego se habían confirmado singularmente, sin que nadie se fijara en ello, gracias a las últimas teorías sobre las nebulosas y los recientes descubrimientos cosmológicos, pensé que no podría usted menos de dirigir la vista hacia la gran nebulosa de Orión. Así lo hizo usted y entonces estuve cierto de haber seguido exactamente el curso de sus reflexiones. Ahora bien: en el suelto en que se ridiculizaba a Chantilly, publicado ayer en el Museo, el escritor satírico, haciendo alusiones desagradables al cambio de nom­bre del zapatero, cuando calzó el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado con frecuencia y que dice así:

Perdidit antiquum litera prima sonum

Yo le dije a usted que se refería a Orión, que se escribía primitiva­mente Urión, y, a causa de cierta armonía en el debate, estaba seguro de que no lo había olvidado usted. Por tanto, era claro que no dejaría usted de asociar las dos ideas de Orión y de Chantilly, y por la sonrisa que entreabrió sus labios comprendí que así era en efecto. Pensaba usted cómo se había sacrificado al zapatero, y hasta entonces lo vi andar encorvado; pero de pronto se irguió y no me cupo la menor duda de que pensaba en la pequeña figura de Chantilly. En aquel instante interrum­pí sus reflexiones, para hacerle observar que, efectivamente, el tal indi­viduo era un aborto, y que podría figurar mucho mejor en el teatro de Variedades.

Poco tiempo después de haber tenido esta conversación, revisába­mos la Gaceta de los Tribunales de la tarde, cuando nos llamaron la aten­ción los siguientes párrafos:

"DOBLE ASESINATO DE LOS MÁS SINGULARES”.
-Esta madrugada, a eso de las tres, los habitantes del barrio de San Roque despertaron sobre­saltados al oír espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la calle Morgue, ocupada toda ella, como era notorio, por la señora Espanaye y su hija Camila. Después de algunas dilaciones oca­sionadas por los infructuosos esfuerzos para conseguir que abrieran la puerta por dentro, fue preciso forzarla, y entonces penetraron ocho o diez vecinos en el interior, acompañados de dos gendarmes.
"Sin embargo, los gritos habían cesado ya; pero en el momento en que todos llegaban en tropel al primer piso, se oyeron dos voces robus­tas, o tal vez más, al parecer de dos personas que disputaban violenta­mente en el piso superior de la casa. Cuando se llegó al segundo tramo reinaba ya el mayor silencio y completa tranquilidad. Los vecinos se diseminaron por las habitaciones, y, llegados a una de las interiores del piso cuarto, cuya puerta se hubo de forzar también a causa de estar cerrada por dentro, halláronse ante un espectáculo que hizo enmudecer a todos de asombro y de terror.
"En aquella habitación reinaba el más extraño desorden; los mue­bles estaban rotos y diseminados en todos sentidos; las mantas y la col­cha del lecho hallábanse en medio de la sala, y cerca de estos objetos una navaja de afeitar teñida en sangre; junto a la chimenea veíanse tres rizos de cabello gris, al parecer arrancados con sus raíces, y en medio de la sala, en el suelo, cuatro napoleones, un pendiente adornado con un topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de metal blanco y dos sacos que contenían unos cuatro mil francos en oro. En un ángulo, los cajones de una cómoda estaban abiertos, como para robar, si bien se veían varios objetos intactos. Debajo de la ropa de la cama se halló un cofrecillo de hierro abierto, con la llave en la cerradura, pero sólo contenía algunas cartas y otros papeles insignificantes.
"No se encontró por lo pronto vestigio alguno de la señora Espana­ye, pero llamó la atención una extraordinaria cantidad de hollín en el suelo de la chimenea; se procedió a examinar su interior, y, iespectáculo horrible!, se vio el cuerpo de la señorita Espanaye, que estaba cabeza abajo y había sido empujado, al parecer a viva fuerza, por la estrecha abertura, desde bastante elevación. El cadáver conservaba calor aún: al examinarlo, se vieron numerosas escoriaciones, ocasionadas sin duda por la violencia con que se introdujo allí y la que fue preciso emplear para sacarlo; en el rostro tenía algunos arañazos profundos, y en la gar­ganta manchas negras con señales de uñas, como si la muerte se hubie­ra ocasionado por estrangulación.
"Después de un minucioso examen de todas las habitaciones de la casa, que no dio ningún otro resultado, los vecinos bajaron a un patio pequeño: allí yacía el cadáver de la anciana señora de Espanaye, con el cuello tan bien cortado que cuando se trató de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco; así ésta, como aquél, estaban horrible­mente mutilados, hasta el punto de no conservar apenas apariencia humana.
"Todo aquel drama sigue siendo un misterio horrible, y hasta ahora no se ha descubierto aún, al menos que sepamos, el menor hilo conductor."
En el número siguiente agregábase estos otros detalles:

"EL DRAMA DE LA CALLE MORGUE. -Se ha interrogado a muchas personas con respecto a ese terrible y extraordinario acontecimiento, pero no ha trascendido nada que pueda arrojar alguna luz sobre el asunto. Reproduci-mos aquí las declaraciones obtenidas:
"Paulina Dubourg, lavandera, declara que conoció a las dos víctimas hace tres años y que lavó para ellas en todo este tiempo. Madre e hija parecían vivir en buena inteligencia y se trataban con mucho cariño. Pagaban bien. Nada podía decir con respecto a su género de vida y a sus medios de subsistencia, pero cree que la señora de Espanaye decía la buenaventura para vivir, y se aseguraba que esta señora tenía dinero ahorrado. Jamás vio a nadie en la casa cuando iba a buscar la ropa o a llevarla y está segura de que aquellas señoras no tenían criado alguno a su servicio. Le parecía que no había muebles en ninguna parte de la casa más que en el piso cuarto.
"Pedro Moréau, estanquero, declara que solía vender a la señora de Espanaye pequeñas cantidades de tabaco y a veces rapé. Ha nacido y habitado siempre en el barrio. La difunta y su hija ocupaban hacía más de seis años la casa donde se hallaron sus cadáveres y primitivamente vivía en ella un platero que realquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa pertenecía a la señora Espanaye, que, muy descontenta de su inquilino porque no la cuidaba bien, resolvió ocupar­la y no alquilar ninguna habitación. La buena señora chocheaba ya. El testigo no ha visto a la joven más que cinco o seis veces en el intervalo de seis años. Madre e hija vivían sumamente retiradas y pasaban por tener dinero. Ha oído asegurar a los vecinos que la señora de Espanaye decía la buenaventura, pero no lo cree. Jamás vio a persona alguna fran­quear la puerta de la casa, excepto un mozo de cordel dos o tres veces, y un médico, ocho o diez.
"Otras varias personas de la vecindad declaran en el mismo sentido; no se sabe que nadie haya frecuentado la casa ni tampoco si la madre y la hija tenían parientes. Rara vez se abrían los postigos de las ventanas de la fachada principal; las de la parte posterior permanecían siempre cerradas, excepto la de la habitación grande del cuarto piso. La casa, bastante buena, no era muy vieja.
"Isidoro Muset, gendarme, declara que se lo ha llamado a eso de las tres de la madrugada y que encontró ante la puerta principal veinte o treinta personas que trataban de penetrar en la casa. Forzó la puerta con su bayoneta, sin mucho trabajo, porque aquélla tenía dos hojas y no estaba enmohecida. Los gritos continuaron hasta que se hundió la puer­ta y después cesaron repentinamente; se hubiera dicho que eran de una o dos personas aquejadas de agudos dolores; eran muy penetrantes y pro­longados, y no breves. El testigo franqueó la escalera, y al llegar al pri­mer piso oyó dos voces ruidosas, como de dos personas que disputaran violentamente: la una brusca y la otra más chillona y muy singular; reconoció algunas palabras pronunciadas por la primera y comprendió que eran de un francés, siendo evidente que no las decía una mujer. Pudo oír bien las palabras 'maldito' y 'diablo'. La voz chillona debía de ser de un extranjero y no podía asegurar si era de hombre o de mujer; no le fue posible adivinar lo que decía, si bien presume que hablaba caste­llano. El testigo describe el estado de la habitación y de los cadáveres en los mismos términos que lo hicimos ayer.
"Enrique Duval, vecino y de oficio platero, declara que formaba parte del grupo que primero entró en la casa. Confirma en general el tes­timonio de Muset y dice que tan pronto como penetraron se cerró la puerta para impedir el paso a la multitud, que se agolpaba muy numero­sa a pesar de la hora. La voz aguda, según el testigo, era de un italiano y seguramente no pertenecía a un francés; no podría determinar a punto fijo si sería de mujer, pero tal vez lo fuera. El testigo no está familiariza­do con la lengua italiana ni le fue posible distinguir las palabras; mas, a juzgar por la entonación, no le cabe la duda de que el individuo era ita­liano. Añade que conoció a la señora Espanaye y a su hija, con las cua­les hablaba a menudo, por lo cual está cierto de que la voz aguda no era de ninguna de las víctimas.
"Odenheimer, fondista, se ha ofrecido espontáneamente como testi­go; no habla francés y se lo ha interrogado por conducto de un intér­prete. Es natural de Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento de oírse los gritos, que duraron algunos minutos, tal vez diez; eran prolongados, muy fuertes y espantosos, gritos de verdadera angus­tia. Odenheimer es uno de los que penetraron en la casa, y confirma el testimonio anterior, excepto un solo punto: está seguro de que la voz aguda era de hombre, de francés; mas no ha podido distinguir las pala­bras articuladas. Se hablaba alto y de prisa, con tono desigual, que expre­saba el temor y la cólera a la vez. La voz era áspera más bien que aguda y repitió varias veces: 'maldito, diablo', y una vez: '¡Dios mío!'
"Julio Mignaud, banquero de la Casa Mignaud e hijo, en la calle Deloraine, dice que la señora Espanaye tenía alguna fortuna, habiéndo­le abierto un crédito en su casa ocho años antes, en la primavera. Con frecuencia depositó en caja reducidas sumas, y él no le devolvió un cuar­to hasta tres días antes de la muerte; había ido personalmente a pedir una suma de cuatro mil francos, la cual se le pagó en oro y se encargó a un dependiente que la llevase a su casa.
"Adolfo Lebon, dependiente en casa de Mignaud e hijo, declara que en dicho día, a eso de las doce, acompañó a la señora Espanaye a su domicilio, llevando los cuatro mil francos en dos talegas. Cuando la puerta se abrió, se presentó la señorita Espanaye, le tomó de las manos una de aquéllas, mientras que la madre le descargaba de la otra; saludó a las señoras y se fue, sin ver a nadie en la calle en aquel momento; era un callejón sin salida, muy solitario.
"Guillermo Bird, sastre, declara que es uno de los que se introduje­ron en la casa; es inglés, ha vivido dos años en París, y fue el primero que subió la escalera. Oyó las voces de las personas que disputaban; la más ronca era de francés, y pudo distinguir algunas palabras, pero no las recuerda, aunque oyó claramente decir 'maldito' y 'Dios mío'. Percibía­se en aquel momento un rumor como de personas que se pegaran, el ruido de una lucha y de objetos que se rompen. La voz aguda era más alta que la ronca. El testigo está seguro de que no era voz de inglés; pare­cía más bien de alemán y tal vez fuese de mujer. El declarante no cono­ce el alemán.
"Cuatro de los testigos citados, a quienes se llamó de nuevo, dicen que la puerta de la habitación donde se encontró el cuerpo de la señori­ta Espanaye estaba cerrada interiormente cuando llegaron; reinaba el mayor silencio y no se oían gemidos ni rumores de ninguna especie. Des­pués de forzar la puerta no vieron a nadie.
"Las ventanas de la estancia interior y las que daban a la calle esta­ban cerradas interiormente, así como una puerta de comunica-ción, aun­que ésta no con llave; la que conducía desde la habitación anterior al corredor se hallaba también cerrada; un pequeño aposento del cuarto piso, situado a la entrada de aquél, estaba abierto, con la puerta entor­nada. La habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se registró todo en la casa muy escrupulosamente, llamándose a varios deshollinadores para que examinaran las chimeneas. La casa tiene cuatro pisos con buhardillas. Un postigo que da al tejado estaba condenado y bien sujeto con clavos, pareciendo que no se había abierto hacía muchos años. Los testigos no están acordes sobre la duración del tiempo transcurrido entre el momento en que se oyeron las voces de los que disputaban y aquel en que se forzó la puerta de la habitación; algu­nos piensan que fue muy corto, de dos o tres minutos, y otros lo alargan hasta cinco. La puerta no se abrió sin trabajo.
"Alfonso Garcio, empresario de pompas fúnebres, habitante de la calle Morgue, y de nacionalidad española, es uno de los que penetraron en la casa. No subió la escalera porque tiene los nervios muy delicados y teme las consecuencias de una violenta agitación, pero oyó las voces de los que dis­putaban. La voz ronca era de francés, aunque no pudo distinguir lo que decía, y la más aguda de inglés: de esto último está seguro. El testigo no conoce el idioma, pero juzga por la entonación.
"Alberto Montan¡, de oficio confitero, declara que fue uno de los que primeramente subieron la escalera y pudo oír las voces. La más ronca era seguramente de un francés, y distinguió algunas palabras; el individuo que hablaba parecía dirigir reprensiones. No le fue posible comprender lo que decía la voz aguda, pues pronunciaba rápidamente y como tartamudeando, pero le pareció que era de un ruso. Por lo demás, confirma en general los testimonios anteriores. Es italiano y confiesa que jamás habló con ningún ruso.
"Algunos testigos, a quien se llamó de nuevo, certifican que las chi­meneas de todas las habitaciones del cuarto piso son demasiado estre­chas para dar paso a una persona. Cuando se introdujeron por aquellos conductos las brochas cilíndricas que se usan para limpiarlos, se recono­ció que no había paso alguno que pudiese permitir la fuga a un asesino mientras que los testigos franqueaban la escalera. El cuerpo de la seño­rita Espanaye estaba encajado tan fuertemente en la chimenea que para extraerlo fueron necesarios los esfuerzos reunidos de cuatro o cinco testigos.
"Pablo Dumas, médico, declara que fue llamado al rayar el día para examinar los cadáveres que se hallaban en el jergón del lecho, en la habitación donde se encontró a la señorita Espanaye. El cuerpo de esta última estaba muy magullado y lleno de escoriaciones, lo cual se expli­caba suficientemente por el hecho de habérselo introducido a viva fuer­za por el cañón de la chimenea; tenía el cuello desollado, y debajo de la barba, varios arañazos profundos, con una serie de manchas lívidas, resultantes, sin duda, de la presión de los dedos. El rostro estaba espan­tosamente pálido; las órbitas se salían de la cabeza y tenía la lengua medio cortada. En la cavidad del estómago veíase una magulladura, pro­ducida, al parecer, por la presión de una rodilla. A juicio de Pablo Dumas, la señorita Espanaye había muerto estrangulada por uno o varios individuos.
"En el cuerpo de la madre, mutilado de una manera horrible, todos los huesos de la pierna y del brazo izquierdo habían sufrido varias frac­turas; la tibia izquierda se hallaba reducida a esquirlas, así como la cade­ra, y todo el cuerpo estaba espantosamente lacerado. Era imposible decir ni explicar cómo se habían descargado tales golpes; sólo una pesada maza o unas grandes tenazas de hierro, o un arma contundente de gran tamaño podía producir semejantes lesiones, y aun era preciso que la hubiesen manejado las manos de un hombre en extremo robusto. Con­sideraba imposible que ninguna mujer, fuera cual fuese el arma, tuviera suficiente vigor para golpear de tal modo. La cabeza de la difunta estaba completamente separada del tronco cuando el testigo la vio, y, así como el cuerpo, muy magullada. El cuello había sido cortado, sin la menor duda, con un instrumento sumamente afilado, tal vez una navaja de afeitar.
"Alejandro Etienne, cirujano, a quien se llamó al mismo tiempo que al médico para examinar los cadáveres, confirma el testimonio del señor Dumas.
"Aunque se ha interrogado a otras varias personas, no se ha podido obtener ningún detalle más de algún valor. Nunca se ha cometido en París asesinato tan misterioso y embrollado, si es que en efecto hubo asesinato.
"La policía está del todo desorientada, caso nada común en asuntos de esta naturaleza. Es verdaderamente imposible dar con el hilo de ese sangriento drama."
En el diario de la tarde se decía que reinaba una continua agitación en el barrio de San Roque; que se había procedido a examinar por segunda vez el lugar de la ocurrencia e interrogado de nuevo a los testi­gos, pero sin obtenerse resultado alguno. En un post scriptum se añadía que Adolfo Lebon, el dependiente de la casa de banca, había sido redu­cido a prisión, aunque en los hechos expuestos no hubiera circunstancia alguna suficiente para acusarlo.
Dupin parecía interesarse de una manera singular en la marcha de aquel asunto, o, por lo menos, así me lo indujo a creer su conducta, pues no hacía ningún comentario. Sólo después de haber anunciado el diario el encarcela-miento de Lebon me preguntó qué opinaba sobre aquel doble asesinato.
Sólo pude contestar que pensaba como todo París, considerando que aquel drama era un misterio insoluble, pues no veía medio alguno de descubrir las huellas del asesino.
-No debemos juzgar de los medios posibles -repuso Dupin- por esa instrucción embrionaria. La policía parisiense, tan elogiada por su penetración, es muy astuta y nada más; procede sin método o sólo adop­ta el del momento. Se hace mucho aparato de medidas, pero a menudo sucede que son tan inoportunas y poco apropiadas al objeto que nos recuerdan al señor Jourdain, aquel que pedía su "bata para oír mejor la música". Los resultados obtenidos, sorprendentes a veces, se deben en la mayoría de los casos a la diligencia y actividad: cuando estas facultades son limitadas, los planes abortan. Vidocq, por ejemplo, era bueno para adivinar; era hombre de paciencia, pero su pensamiento no estaba bas­tante educado y siempre equivocaba el camino por el ardimiento mismo de sus investigaciones; disminuía la fuerza de su visión al mirar el obje­to demasiado de cerca. Podía ver uno o dos puntos con la mayor clari­dad, mas, a causa de su procedimiento, no abarcaba el aspecto de la cuestión tomada en su conjunto. Esto podría considerarse como un medio de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en un pozo, y, en cuanto a las nociones que más de cerca nos interesan, creo que se halla invariablemente en la superficie; la buscamos en la profun­didad del valle, cuando es en la cima de las montañas donde la descu­briremos.
En la contemplación de los cuerpos celestes hállanse muy buenos ejemplos de esa especie de error. Dirigid una rápida ojeada a una estre­lla, miradla oblicuamente con la parte lateral de la retina (mucho más sensible que la central a una luz débil) y veréis la estrella distintamente; así se podrá apreciar con más exactitud su brillo, el cual se oscurece a medida que se comienza a mirarla de lleno. En el último caso hieren el ojo mayor número de rayos, mientras que en el primero se reciben más completos y la suscep-tibilidad es mucho más viva. Una profundidad exagerada debilita el pensamiento y lo hace vacilar y hasta es posible figurarse que Venus ha desaparecido del firmamento cuando se fija y concentra demasiado directa-mente la atención.
En cuanto a ese asesinato, hagamos nosotros un examen antes de formar opinión alguna. Un informe nos serviría de pasatiempo (me pare­ció extraña aquella expresión, aplicada en semejante caso, pero no hice observación alguna), y además Lebon me ha prestado un servicio al que no quiero mostrarme ingrato. Iremos a visitar el teatro del crimen y observaremos con nuestros propios ojos. Yo conozco a G., el prefecto de policía, y me será fácil obtener la autorización necesaria.

Obtenido el permiso, nos dirigimos sin tardanza a la calle Morgue; es uno de esos míseros pasajes que enlazan la calle de Richeliéú con la de San Roque. Era ya bastante entrada la tarde cuando llegamos, porque aquel barrio estaba lejos del nuestro, pero muy pronto encontramos la casa, pues había mucha gente que contemplaba desde el otro lado de la calle con cándida curiosidad las ventanas cerradas. La casa, así como todas las de París, tenía puerta cochera y, en uno de los lados, una espe­cie de nicho que representaba la habitación del conserje. Antes de entrar remontamos la calle, dimos la vuelta y pasamos por detrás de la casa; Dupin examinaba esta última, así como los alrededores, con una minuciosa atención, cuyo objeto no pude adivinar.
Después retrocedimos y, una vez delante de la fachada principal, se llamó a la puerta; enseñamos nuestro pase y los agentes nos permitieron la entrada. Franqueando rápidamente la escalera, pronto llegamos a la habitación donde se había hallado el cuerpo de la señorita Espanaye y donde aún estaban los dos cadáveres; se había respetado el desorden de aquella estancia, según se practica en semejantes casos, y sólo vi lo que ya sabíamos por la Gaceta de los Tribunales. Dupin analizaba detenida­mente todas las cosas, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas, y, des­pués de recorrer las demás habitaciones, bajamos al patio, siempre seguidos por un gendarme. Aquel examen duró largo tiempo y era ya de noche cuando salimos de la casa. Al regresar a la nuestra, mi compañe­ro se detuvo algunos minutos en las oficinas de un diario.
Ya he dicho que Dupin incurría en toda clase de extravagancias y que yo me había acostumbrado a respetarlas. En aquel momento tenía el capricho de rehusar toda conversación respecto al asesinato; quiso apla­zarla hasta el día siguiente y sólo entonces me preguntó de improviso si había observado alguna cosa de particular en el teatro del crimen.
En su modo de pronunciar la palabra "particular" noté un acento que me estremeció sin que yo supiera por qué.
-No -repuse-, nada de particular, como no sea lo que ya hemos leído en el diario.
-La Gaceta -replicó Dupin- no ha penetrado, a mi modo de ver, en el horror insólito de este suceso; pero prescindamos de las necias opi­niones del diario. A mí me parece que el misterio se considera insoluble por la razón misma que debería conducir a juzgarlo de fácil resolución; me refiero al carácter extraordinario con que se nos manifiesta. Los agentes de policía están confundidos por la carencia aparente de moti­vos que legitimen, no el asesinato en sí mismo, sino la barbarie con que se ha cometido. Tampoco saben cómo explicarse el hecho, por la supues­ta imposibilidad de conciliar las voces de las personas que disputaban con la circunstancia de no haberse hallado más persona que la señorita Espanaye asesinada, no habiendo medio alguno de salir sin que lo vieran las personas que subían la escalera. El extraño desorden de la habitación, el cuerpo introducido en la chimenea con la cabeza abajo y la espanto­sa mutilación de la anciana señora son circunstancias que, unidas a las citadas antes y a otras de que no necesito hablar ahora, han bastado para paralizar la acción de los agentes de policía, desorientando por comple­to su decantada perspicacia. Han incurrido en la falta muy vulgar de confundir lo extraordinario con lo abstruso, pero precisamente siguien­do estas desviaciones del curso ordinario de la naturaleza es como la razón hallará su camino, si la cosa es posible, marchando hacia la ver­dad. En las investigaciones de este género no hemos de preguntarnos sólo cómo han pasado las cosas, sino estudiar en qué se diferencian en todo cuanto ha ocurrido hasta ahora. En una palabra, la facilidad con que llegaré, si no he llegado ya, a la explicación del misterio, está en razón directa de su insolubilidad aparente a los ojos de la policía.
Al oír esto, fijé en Dupin una mirada llena de asombro.
-Ahora espero -continuó, dirigiendo una mirada a la puerta de nuestra habitación- a un individuo que, si bien podrá no ser autor de ese horrendo crimen, debe hallarse en parte complicado en su perpetra­ción, aunque me parece inocente de la matanza. Confío no engañarme en esta hipótesis, pues en ella fundo la esperanza de descifrar todo el enigma. Espero al hombre aquí, en esta habitación, de un momento a otro; cierto que tal vez no venga, pero hay probabilidades de que se pre­sente, y, si lo hace, será necesario que permanezca con nosotros. He aquí un par de pistolas y ya sabe de qué sirven cuando el caso lo exige: tóme­las usted.
Cogí las armas, sin saber apenas lo que hacía ni dar crédito a mis oídos, mientras que Dupin se entregaba a una especie de monólogo. Su discurso se dirigía a mí, pero su voz, aunque guardando el diapasón ordi­nario, tenía esa entonación que se suele tomar cuando se habla a una persona que se halla a bastante distancia. Sus ojos, de vaga expresión, tenían la mirada fija en la pared.
-Las voces que se oían -decía, las voces que percibieron los que subían la escalera, no eran de esas infelices mujeres; esto queda pro­bado hasta la evidencia, y de consiguiente no hemos de ocuparnos de la cuestión de saber si la anciana habrá asesinado a su hija y suicidado des­pués. Sólo hablo de este caso por amor al método, pues la fuerza de la señora Espanaye hubiera sido de todo punto insuficiente para introducir el cuerpo de su hija en la chimenea del modo que se encontró; por otra parte, la naturaleza de las heridas observadas en su persona excluye por completo la idea del suicidio. El asesinato, pues, se ha cometido por ter­ceros, y las voces de los que disputaban son las de ellos. Permítaseme ahora llamar la atención, no sobre las declaraciones relativas a estas voces, sino respecto a lo que hay de "particular" en ellas. ¿No ha obser­vado usted nada que le choque?
Me limité a contestar que mientras todos los testigos convenían en considerar la voz bronca como de un francés, había mucho desacuerdo
en lo relativo a la voz aguda o áspera, según la definió un solo individuo.
-Esto constituye la evidencia -dijo Dupin- pero no su particu­laridad. Usted no ha observado nada distintivo y sin embargo había "alguna cosa". Los testigos, fíjese usted bien, están de acuerdo respecto a la voz bronca; todos dicen lo mismo; pero respecto a la aguda hay una particularidad, y no consiste en el desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un español o un holandés quieren describirla; cada cual habla de una "voz de extranjero" y parece estar seguro de que no era de un compatriota.
Todos la comparan, no con la voz de un individuo cuya lengua le haya sido familiar, sino precisamente todo lo contrario: el francés presu­me que era una voz de español, y "hubiera podido comprender algunas palabras si le hubiese sido familiar el idioma". El holandés afirma que la voz era de francés, mas queda sentado que el testigo, no conociendo el francés, hubo de ser interrogado por un intérprete. El inglés piensa que la voz era de un alemán, pero "no comprende la lengua". El español está "positivamente seguro" de que era la voz de un inglés, si bien juzga sólo por la entonación, pues "no tiene conocimiento alguno del idioma". El italiano atribuye la voz a un ruso, pero "jamás habló con un natural de Rusia". Otro francés, sin embargo, difiere del primero y está seguro de que la voz pertenecía a un italiano, mas, no sabiendo esta lengua, hace como el español: "cree estar seguro por la entonación". Ahora bien: muy insólita y extraña debía de ser esa voz para que se dieran respecto a ella semejantes testimonios. ¿Qué voz será esa en cuyas entonaciones no han podido reconocer nada familiar los ciudadanos de cinco grandes naciones de Europa? Me dirá usted que tal vez haya sido la voz de un asiático o de un africano: estos naturales no abundan en París, pero, sin negar la posibilidad del caso, llamaré simplemente su atención sobre tres puntos.
Un testigo dice que la voz era "más bien áspera que aguda"; otros dos la califican de "breve y entrecortada". Ninguno de ellos comprendió palabra alguna ni sonidos que se asemejasen a palabras.
-Yo no sé -continuó Dupin- qué impresión habré producido en el ánimo de usted, mas no vacilo en asegurarle que se pueden hacer deducciones legítimas de esa parte misma de las declaraciones; es decir, de la parte relativa a las dos voces, la ronca y la aguda, muy suficientes en sí para crear una sospecha que indicaría el camino en toda investiga­ción ulterior del misterio.
He dicho deducciones legítimas, pero estas palabras no expresan del todo mi pensamiento. Quería hacerle comprender que estas deduccio­nes son las únicas convenientes y que la sospecha surge sin remedio como único resultado posible. Sin embargo, no le diré a usted ahora de qué naturaleza será; sólo deseo demostrarle que esa sospecha es más que suficiente para dar un carácter marcado y comunicar una tendencia positiva al examen que deseaba practicar en la habitación.
Ahora bien, trasladémonos mentalmente a esa estancia. ¿Cuál será el primer objeto de nuestras investigaciones? Los medios de evasión de que se valieron los asesinos. Podemos asegurar que ni uno ni otro cree­mos en los acontecimientos sobrenaturales: las señoras de Espanaye no han sido asesinadas por los espíritus; los autores del asesinato eran seres materiales y han huido material-mente.
Pero ¿cómo? Por fortuna no hay más que una manera de razonar sobre este punto, la cual nos conduce a una deducción positiva. Exami­nemos, pues, uno por uno los medios posibles de evasión. Claro está que los asesinos se hallaban en la habitación donde se ha encontrado a la señorita Espanaye, o por lo menos en la pieza contigua, cuando la mul­titud subió la escalera, y, por lo tanto, solamente en esas dos habitacio­nes hemos de buscar las salidas. La policía ha levantado los suelos, abierto los techos y sondeado las paredes, de modo que ninguna salida secreta hubiera pasado inadvertida por falta de perspicacia, pero yo no me fié de sus ojos y quise examinar con los míos: no hay en realidad nin­guna salida secreta. Las dos puertas que conducen desde las habitacio­nes al comedor estaban completamente cerradas, con las llaves dentro. Veamos ahora las chimeneas: todas tienen la suficiente anchura hasta la distancia de ocho o diez pies sobre el hogar, pero más allá no hubiera podido pasar por ellas un gato grande.
Siendo imposible la fuga, cuando menos por las vías indicadas, que­damos reducidos a las ventanas. Nadie pudo fugarse por la de la habita­ción exterior sin que lo viera la multitud que estaba afuera y de consiguiente es "forzoso" que los asesinos hayan escapado por la de la estancia interior.
Conducidos a esta evidencia por deducciones indiscutibles, no tene­mos derecho, procediendo con lógica, para rechazar semejante suposición en vista de su aparente imposibilidad. Réstanos ahora sólo demos­trar que ésta no existe realmente.
Dos ventanas hay en la habitación; la una, no obstruida por los muebles, queda completamente visible; la parte inferior de la otra está oculta por la cabecera de la cama, que es muy maciza y que se apoya contra el marco. Se ha reconocido que la primera se hallaba bien cerra­da por dentro, pues ha resistido a los esfuerzos de los que trataron de abrirla; en el lado izquierdo del marco se había practicado un agujero con un berbiquí y en él se encontró un clavo grande hundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana, se halló otro clavo semejante, y el vigoroso esfuerzo que se hizo para levantar el bastidor no dio resulta­do alguno. La policía, pues, quedó plenamente convencida de que no se había podido escapar por allí; se consideró por lo tanto superfluo retirar los clavos para abrir las ventanas.
Mi examen fue algo más minucioso y esto por la razón que acabo de indicar a usted: era el caso en que se "debía" demostrar que la imposibi­lidad no pasaba de ser aparente.
Yo continué razonando así a priori. Los asesinos se habían fugado por una de aquellas ventanas y, sentado esto, no podían haber vuelto a asegurar el bastidor interiormente, consideración que, por su evidencia, ha limitado las investigaciones de la policía en ese sentido. Sin embargo, esos bastidores estaban bien cerrados y de consiguiente era "preciso" que se pudieran cerrar de por sí: no había medio de hacer otra deducción. Me dirigí a la ventana no obstruida, saqué el clavo con alguna dificultad y quise levantar el bastidor, pero resistió a todos mis esfuerzos, como yo esperaba. Debía de haber, ya estaba seguro de ello, un resorte oculto, y este hecho, corroborando mi idea, me convenció por lo menos de la exactitud de mis premisas, por misteriosas que parecieran siempre las circunstancias relativas a los clavos. Gracias a un minucioso examen conseguí descubrir muy pronto el resorte o secreto; lo oprimí y, satisfe­cho de mi descubrimiento, me abstuve de levantar el bastidor.
Después volví a poner el clavo en su lugar y lo examiné atentamen­te: una persona, pasando por la ventana, podía haberla cerrado, y el resorte habría hecho su función; mas no era posible colocar el clavo de nuevo. Esta conclusión, clara y precisa, reducía más aun el campo de mis investiga-ciones: era "forzoso" que los asesinos hubieran escapado por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes de las dos fueran seme­jantes, como era probable, se "debía", sin embargo, hallar una diferencia en los clavos, o por lo menos en su disposición. Saltando al borde del lecho, miré atentamente la otra ventana por encima de la cabecera, pasé la mano por detrás y descubrí fácilmente el resorte, que era idéntico al primero, como yo lo había pensado. Entonces examiné el clavo: era tan grueso como el otro, y estaba fijo de igual manera, hundido casi hasta la cabeza.
Tal vez crea usted que me hallaba confundido, pero, si lo piensa así, es porque se engaña respecto a la naturaleza de mis inducciones. Hablando en términos de jugador, diré que no había cometido una sola falta ni perdido la pista un instante; en la cadena no faltaba un solo esla­bón; había seguido el secreto hasta en su última fase, que era "clavo". He dicho que se parecía en todo al de la otra ventana, pero este hecho, por concluyente que fuera al parecer, se anulaba del todo por la considera­ción dominante de que en aquel clavo terminaba el hilo conductor. Es preciso, me dije, que haya en este objeto algo defectuoso; lo toqué, y quedó entre mis dedos la cabeza con un fragmento de la espiga, de un cuarto de pulgada de longitud; el resto de aquélla estaba en el agujero, donde sin duda se había roto. La fractura era muy antigua, puesto que 'los bordes se hallaban incrustados de orín, y se había producido por un martillazo, que hundió sin duda en parte la cabeza del clavo. Volví a colocar ésta cuidadosamente, y el todo pareció entonces intacto, pues la abertura era inapreciable. Oprimí después el resorte, levanté suavemen­te un poco el bastidor; la cabeza del clavo siguió sin salir del agujero; volví a cerrar y aquél quedó como estaba antes.
Hasta aquí tenía el enigma descifrado: el asesino había huido por la ventana que tocaba en el lecho; ya se hubiera vuelto a cerrar de por sí después de la fuga, ya por la acción de una mano humana, estaba rete­nida por el resorte; la policía atribuyó aquella resistencia al clavo y por eso juzgó superflua toda investigación ulterior.
La cuestión quedaba reducida ahora a la manera de bajar: para este punto había recogido yo datos suficientes en nuestro paseo alrededor de la casa. A unos cinco pies y medio de la ventana en cuestión pende una cadena de pararrayos, pero hubiera sido imposible para cualquiera alcan­zar desde ella la ventana y mucho menos entrar.
Sin embargo, observé que los postigos del cuarto piso eran de una especie particular muy poco usada hoy, pero que aún se puede ver en las casas antiguas de Lyon y Burdeos; son como una puerta ordinaria (puer­ta sencilla y no de doble batiente), sólo que la parte inferior tiene cala­dos, lo cual permite a la mano asirse muy bien.
En el caso presente, esos postigos miden por lo menos tres pies y medio de anchura, y cuando los examinamos en la parte posterior de la casa, los dos estaban medio abiertos, es decir que formaban ángulo recto con la pared. Es de presumir que la policía inspeccionó como nosotros ese lado de la casa, mas al mirar los postigos en el sentido de su anchu­ra (como inevitablemente los habrá visto), no se fijó en el detalle, o por lo menos no le dio la importancia necesaria. En resumen, cuando los agentes creyeron reconocer que la fuga no había podido efectuarse por allí, su examen fue muy superficial.
De todos modos era evidente para mí que el postigo perteneciente a la ventana situada junto a la cabecera del lecho, suponiéndolo aplicado contra la pared, se hallaría a dos pies de la cadena del pararrayos, y tam­bién era claro que, por el esfuerzo de una energía y valor insólitos, se podía, con ayuda de aquélla, entrar por la ventana. Llegado a la distan­cia de dos pies y medio (supongo ahora que el postigo haya estado abier­to del todo), a un ladrón le habría sido dado agarrarse, y entonces, soltando la cadena, asegurando bien los pies contra la pared y lanzándo­se vivamente, caer en la habitación y atraer con violencia el postigo de manera que se cerrase; para esto se ha de suponer que la ventana esta­ba abierta en aquel instante.
Observe usted bien que hablo de una energía nada común, indis­pensable para obtener buen resultado en una empresa tan difícil como aventurada. Mi objeto es demostrarle, por lo pronto, que la cosa se pudo hacer, y, en segundo lugar, y principalmente, llamar su atención sobre el carácter "muy extraordinario", casi sobrenatural, de la agilidad necesa­ria para ejecutar semejante acto. Dirá usted, sin duda, sirviéndose del lenguaje judicial, que para dar una prueba a fortiori debería "subevaluar" el vigor necesario en este caso más bien que reclamar su exacta apreciación. Tal vez sea ésta la práctica de los tribunales, mas no entra en el uso de la razón. Mi objeto final es la verdad; el presente es inducir a usted a relacionar esa energía del todo insólita con la voz particular, la voz aguda o áspera, cuya nacionalidad no ha podido determinarse por acuerdo de dos testigos, mientras que, por otra parte, nadie ha reconocido palabras articuladas ni sílabas.
Al oír esto cruzó por mi espíritu una concepción vaga y embrionaria del pensamiento de Dupin y me pareció estar en el límite de la com­prensión, aunque sin comprender aún, como aquellos que, hallándose a veces a punto de recordar una cosa, no lo consiguen.
-Ya ve usted -añadió mi amigo, continuando con sus argumen­tos- que de la cuestión referente a la salida paso a la de la entrada. Mi objeto era demostrar que una y otra se habían efectuado de igual modo y por el mismo punto. Volviendo ahora al interior de la habitación, exami­nemos todas las particularidades: los cajones de la cómoda, según dicen, estaban revueltos, y, sin embargo, se han hallado varios artículos de tocador intactos; esta conclusión es un absurdo, una simple conjetura, y por cierto bastante necia. ¿Cómo podemos saber que los objetos encon­trados en los cajones no representan todo lo que éstos contenían? La señora Espanaye y su hija vivían muy retiradas, sin recibir visitas; rara vez salían y por lo tanto no necesitaban cambiar de traje con frecuencia. Los vestidos que se hallaron eran seguramente de tan buena calidad como los mejores que esas señoras usaban, y si un ladrón hubiera tomado algu­nos, ¿por qué no se habría llevado éstos, o, más bien, todos ellos? Y ade­más ¿por qué abandonar aquellos cuatro mil francos para cargarse con un lío de ropa? El oro estaba abandonado allí; en el suelo se hallaron los sacos con casi toda la suma designada por el banquero Mignaud, y de consi­guiente quiero alejar de su pensamiento la vulgar idea del "interés", idea engendrada en el cerebro de los agentes de policía por efecto de las decla­raciones que hablan del dinero entregado en la puerta misma de la casa. Cada día se producen coincidencias diez veces más notables que ésta (la entrega de la suma y el asesinato cometido tres días después en la per­sona que la recibió) sin que nos llame la atención ni siquiera un minuto.
Las coincidencias suelen ser generalmente piedras de toque en la senda que recorren esos pobres pensadores mal enseñados, los cuales no conocen ni una palabra de la teoría de las probabilidades, a la que el saber humano debe sus más gloriosas conquistas y sus más hermosos des­cubrimientos. En el caso presente, si el oro hubiese desaparecido, el hecho de haberse entregado tres días antes sería algo más que una coin­cidencia, pues corroboraría la idea del interés; pero en las circunstancias en que nos hallamos, si suponemos que el oro fue el móvil del ataque, se ha de convenir también en que el criminal era bastante idiota para olvi­dar a la vez su oro y la causa que lo indujo a obrar. Fije usted ahora bien su atención en los puntos siguientes, muy dignos de tenerse en cuenta: esa voz particular, esa agilidad extraordinaria y ese extraño desinterés en un asesinato tan espantoso. Ahora pasemos a la matanza, tal como es en sí: tenemos una mujer estrangulada por la fuerza de las manos e intro­ducida por el conducto de la chimenea cabeza abajo: los asesinos vulga­res no proceden de ese modo para matar. Reconocerá usted, sin duda, que en esa manera de introducir un cuerpo en la chimenea hay algo muy extravagante, algo que no se puede conciliar en modo alguno con todo cuanto sabemos de los actos humanos, ni aun suponiendo que los auto­res hayan sido hombres de los más pervertidos. Calcule usted también la fuerza prodigiosa que habrá sido necesaria para empujar un cuerpo por semejante abertura tan vigorosamente que cuatro o cinco personas, reu­niendo sus esfuerzos, a duras penas pudieron sacarlo.
Sentado esto, fijemos nuestra atención en otros indicios de ese vigor prodigioso: en el hogar se encontraron mechones de cabello gris, muy espesos, que fueron arrancados de raíz. Ya sabe usted cuánta fuerza se necesita para arrancar de la cabeza sólo veinte o treinta cabellos a la vez; usted vio los mechones lo mismo que yo, y seguramente notó que a sus sangrientas raíces -espectáculo atroz- se adherían fragmentos del cuero cabelludo, prueba evidente de la prodigiosa fuerza que se necesitó para desarraigar tal vez quinientos mil cabellos de un solo tirón.
En cuanto a la madre, no solamente tenía el cuello cortado, sino que la cabeza estaba separada del tronco, y esto se hizo con una simple nava­ja de afeitar: fíjese usted en esa ferocidad "bestial". No hablo de las con­tusiones y magulladuras del cuerpo de la pobre señora; el médico y su colega afirmaron que habían sido producidas por un instrumento con­tundente y esos señores tienen mucha razón; pero el instrumento fue, sin duda, el suelo del patio, donde la víctima cayó desde la ventana con­tigua al lecho. Esta idea, por simple que parezca ahora, pasó inadvertida para los agentes, por la misma razón que les impidió observar la anchu­ra de los postigos, pues gracias a la circunstancia de los clavos, su per­cepción estaba cerrada tan hermética-mente que no concibieron la idea de que las ventanas se hubieran podido abrir jamás.
Ahora bien, si ha reflexionado usted convenientemente sobre el extraño desorden de la habitación, tendremos los datos suficientes para combinar las ideas de una agilidad maravillosa, una ferocidad bes­tial, una matanza sin motivo, y alguna cosa tan "grotesca" en lo horri­ble que es de todo punto extraña a la humanidad. Agregue usted a esto esa voz que no silabea, que no es distinta ni tampoco inteligible, y díga­me qué deduce de mis observaciones y qué impresión han producido en su espíritu.
Al dirigirme Dupin esta pregunta sentí como un estremecimiento y murmuré:
-Un loco habrá cometido ese asesinato, tal vez algún loco furioso escapado de un establecimiento de la vecindad.
-No está mal pensado -replicó Dupin-, y la idea es casi aplica­ble; pero debo advertir que las voces de los locos, hasta en sus más fre­néticos paroxismos, no han convenido jamás con lo que se dice de esa voz singular oída en la escalera. Por otra parte, los locos pertenecen a una nación cualquiera, y en su lenguaje siempre silabean, por incohe­rentes que sean, las palabras. Además, el cabello de un loco no se pare­ce al que tengo ahora en la mano y que encontré entre los dedos rígidos y crispados de la señora Espanaye. Dígame usted lo que le parece.
-iDupin! -exclamé completamente aturdido. ¡Ese cabello es muy extraordinario... no es cabello "humano"!
-Yo no he dicho que lo sea -repuso Dupin, pero antes de dar por discutido este punto deseo que examine usted de una ojeada el dibu­jo que he trazado en este papel. Es un facsímile que representa lo que algunos declarantes califican de "escoriaciones negruzcas", y profundos arañazos reconocidos en el cuello de la señorita Espanaye y que el médi­co Dumas y su colega Etienne calificaron de "serie de manchas lívidas evidentemente producidas por la presión de los dedos".
-Ya ve usted -continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa- que este dibujo da idea de un puño sólido y firme. Aquí no hay la menor señal de que los dedos se hayan deslizado; cada uno sujetó, tal vez hasta la muerte de la víctima, la terrible presa que había hecho y en la cual se amoldó. Procure usted ahora colocar todos sus dedos a la vez en el dibujo y cada uno en señal análoga marcada aquí.
Traté de hacerlo, pero inútilmente.
-Es posible -dijo Dupin- que no hagamos este experimento con­veniente-mente, pues el papel se ha extendido sobre una superficie plana y el cuello humano es cilíndrico, pero he aquí un pedazo de madera que tiene poco más o menos la misma circunferencia. Ponga usted el dibujo alrededor y repitamos la prueba.
Lo hice así, pero la dificultad fue más evidente aun que la primera vez.
-Esto -dije yo- no es la señal de una mano humana.
-Pues ahora -repuso Dupin, lea usted este pasaje de Cuvier.
Era la historia minuciosa, anatómica y descriptiva del orangután leo­nado de las islas de la India Oriental, uno de los cuadrumanos más cor­pulentos. Todo el mundo conoce lo bastante la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades imitativas de ese mamífero, y yo comprendí al punto todo lo horrible del asesinato.
-La descripción de los dedos -dije, cuando hube terminado la lec­tura- conviene perfectamente con el dibujo, y veo que ningún animal, excepto un orangután de esa especie, hubiera podido dejar las señales que usted ha dibujado. Ese mechón de pelos amarillentos presenta tam­bién un carácter idéntico al del pelaje del animal descrito por Cuvier; mas, a pesar de todo, no me explico fácilmente los detalles de ese espan­toso misterio. Por otra parte, se han oído "dos" voces, y una de ellas era seguramente la de un francés.
-Es verdad, y también recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz; es decir, la frase "¡Dios mío!" Estas palabras, en el caso de que se trata, indicaban una reprensión, en concepto de uno de los testigos (Montani, el confitero), y en ellas he fundado la esperan­za de aclarar por completo el enigma. Puede ser muy bien que un fran­cés haya tenido conocimiento del asesinato y hasta es más que probable que sea inocente de toda participación en ese sangriento drama. El orangután pudo escapar; tal vez siguiera sus pasos hasta la habitación y no pudiese apoderarse del fugitivo en las terribles circunstancias que siguie­ron: el animal debe de estar ahora libre. No proseguiré en estas conjetu­ras (no tengo derecho para dar otro nombre a mis ideas), porque las sombras de reflexión que les sirven de base apenas tienen la suficiente profundidad para ser apreciadas por mi propia razón, y no pretenderé que las aprecie otra inteligencia. Por lo tanto, llamémoslas conjeturas y sólo las tomaremos como tales. Si el francés de que se trata es inocente del crimen, como yo supongo, este anuncio, cuya copia dejé ayer en las oficinas del diario El Mundo (consagrado a los intereses marítimos, y muy buscado por los marinos), nos traerá aquí al hombre.
Así diciendo, Dupin me alargó un papel cuyo contenido decía así:
"AVISO. -Se ha encontrado en el Bosque de Boulogne, en la mañana del... corriente (la misma en que ocurrió el asesinato), a prime­ra hora, un enorme orangután leonado de la especie de Borneo. El dueño, que, según se sabe ya, es marinero de un buque maltés, podrá recobrar el animal, después de haber dado señas satisfac-torias, reinte­grando a la persona que lo capturó el desembolso que ha hecho. Dirigir­se a la calle de..., número..., en el arrabal San Germán, piso tercero."
-¿Cómo ha podido usted saber -pregunté a Dupin- que el hom­bre es marinero y que pertenece a la tripulación de un buque maltés?
-Yo no lo sé -contestó mi amigo- ni estoy seguro de ello, pero aquí tiene usted un pedazo de cinta que, a juzgar por su forma y aspec­to grasoso, ha servido para sujetar el cabello de una de esas largas cole­tillas de que tanto se enorgullecen los marinos. Además, este nudo es uno de los que pocas personas saben hacer, excepto los marinos, y en particular los malteses. He recogido la cinta al pie de la cadena del para­rrayos y es imposible que haya pertenecido a una de las dos víctimas. Además, si me he equivocado al suponer por esta cinta que el hombre es un marinero perteneciente a un buque maltés, no habré hecho daño a ninguno con mi anuncio. Si he incurrido en error, el marinero supon­drá simplemente que me he engañado por alguna circunstancia que él no se tomará la molestia de averiguar. Si estoy en lo cierto, se habrá ganado mucho. El francés, teniendo conocimiento del asesinato, aunque no sea culpable, vacilará naturalmente en contestar el anuncio, en reclamar su orangután, y pienso que razonará así: "Soy inocente, soy pobre, y mi orangután vale mucho, casi una fortuna en una situación como la mía. ¿He de perderlo por un necio temor del peligro? Ahora está seguro y puedo recobrarlo. Se lo ha encontrado en el Bosque de Boulogne, a gran distancia del teatro del crimen. ¿Se supondrá nunca que un ani­mal haya podido dar el golpe? La policía ha perdido la pista, sin serle posible hallar el más pequeño hilo conductor, y, aunque siguieran los pasos del animal, sería imposible probar que tengo conocimiento del asesinato ni recriminarme tampoco por saberlo. En fin, y ante todo, soy conocido; el redactor del anuncio me designa como dueño del animal, pero no sé hasta qué punto se extiende su certeza. Si no reclamo una propiedad de tanto valor, sabiéndose que me pertenece, podría recaer en el orangután una sospecha peligrosa, y fuera mala política atraer la atención sobre mi o el fugitivo. Contestaré resueltamente el anuncio, para recobrar mi orangután, y lo encerraré con las mayores precaucio­nes hasta que se olvide el asunto."
Apenas acababa de hablar Dupin, oímos resonar pasos en la escalera.
-Prepárese usted -dijo mi amigo; tome usted las pistolas, pero no se sirva de ellas ni las enseñe antes de dar yo la señal.
Como se había dejado abierta la puerta cochera, el visitante entró sin llamar y franqueó la escalera, pero hubiérase dicho que vacilaba, pues oímos que volvía a bajar. Entonces Dupin corrió vivamente hacia la puerta; el hombre subía ya de nuevo, y esta vez, lejos de pronunciarse en retirada, avanzó firmemente y llamó a la puerta de nuestra habitación.
-Adelante -dijo Dupin, con voz alegre y cordial.
En el mismo instante se presentó un hombre, evidentemente un mari­no; era un mocetón robusto y musculoso, con una expresión de audacia capaz de imponer a cualquiera, aunque no desagradable. Su rostro, curti­do por el sol, quedaba en parte oculto por las patillas y el bigote; llevaba un nudoso palo de encina, mas no parecía armado de otro modo. Salu­dó torpemente y nos dio las buenas noches con un acento francés que, si bien tenía algo de suizo, recordaba lo bastante el origen parisiense.
-Siéntese usted, amigo mío; supongo que viene a buscar su oran­gután; le aseguro que casi se lo envidio, porque es un animal magnífico y sin duda vale mucho. ¿Qué edad podrá tener?
El marinero aspiró el aire con fuerza, como hombre a quien alivian de un peso intolerable, y replicó con voz segura:
-No puedo decírselo a usted con seguridad, pero me parece que no tendrá más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí?
-¡Oh, no! Aquí no hay sitio conveniente para encerrarlo, y lo tenemos en una cuadra cerca de casa, en la calle Dubourg, pero podrá usted recogerlo mañana, si está dispuesto a probar su derecho de pro­piedad.
-Sí, señor, seguramente.
-Confieso que no me desprenderé del orangután sin sentimiento -dijo Dupin.
-Entiendo -replicó el hombre- que no se habrá tomado usted tanta molestia por nada y le advierto que estoy dispuesto a dar una recompensa razonable a la persona que encontró el animal.
-Muy bien -repuso mi amigo, eso es muy justo, pero veamos... ¿qué daría usted? ¡Ah! Yo voy a decírselo. Por única recompensa me refe­rirá usted todo cuanto sabe respecto a los asesinatos de la calle Morgue.
Dupin pronunció estas palabras en voz muy baja y tranquila-mente; después se dirigió hacia la puerta, mostrando la misma placidez; la cerró, se guardó la llave en el bolsillo y, sacando una pistola, la colocó con la mayor tranquilidad sobre la mesa.
El rostro del marino se enrojeció al punto, como si estuviese en las angustias de una sofocación; se puso en pie y empuñó su palo, pero un momento después volvió a sentarse, tembloroso, agitado y pálido como un difunto: no podía articular una sola palabra, y confieso que lo com­padecí sinceramente.
-Amigo mío -dijo Dupin con voz bondadosa, usted se alarma sin motivo, se lo aseguro. No tratamos de hacerle el menor daño y crea por mi honor de caballero francés que no nos anima la menor mala intención contra usted. Sé muy bien que es inocente de los horrores de la calle Morgue, pero esto no quiere decir que no se halle algo compli­cado. Las pocas palabras que acaba de oír deben probarle que sobre este asunto poseo informes que nunca podía usted sospechar. La cosa es ahora clara para nosotros: usted no ha hecho nada que pudiese evitar y con seguridad no es culpable, ni siquiera de robo, aunque pudo apoderarse impunemente de lo que estaba a su alcance. Por lo tanto, nada tiene usted que ocultar, pues no hay razón para ello, y, por otra parte, está usted obligado, obedeciendo a los principios del honor, a confesar todo cuanto sabe. Un hombre inocente se halla ahora en la cárcel, acu­sado del crimen cuyo autor puede usted indicar.
Mientras que Dupin hablaba, el marinero iba recobrando poco a poco su presencia de ánimo, pero toda su primera audacia había desa­parecido.
-¡Que Dios me asista! -exclamó después de una breve pausa. Voy a decirle a usted todo cuánto sé del asunto, pero me parece que no creerá usted la mitad; sería un necio si lo esperase así. Sin embargo, soy inocente y diré todo lo que sé, aunque me cueste la vida.
He aquí, en resumen, lo que nos contó. Había hecho últimamente un viaje al archipiélago índico; algunos marineros, a los cuales acompa­ñaba, desembarcaron en Borneo y se internaron para emprender una excursión de aficionados. Con ayuda de un amigo suyo, se apoderó del orangután, y como aquél murió a poco, quedó por dueño exclusivo de la presa. Después de muchos apuros, ocasionados por la indomable feroci­dad del cautivo durante la travesía, consiguió al fin conducirlo a su alo­jamiento en París, y para no atraer la insoportable curiosidad de los vecinos, lo encerró cuidadosamente, con objeto de curarle una herida que se había inferido en el pie. Su proyecto era venderlo apenas se pre­sentase ocasión.
Cierta noche, o más bien cierta mañana, al volver de una orgía cele­brada por algunos marineros, halló al orangután instalado en su alcoba; se había escapado de la habitación contigua, donde lo creía seguro, y con una navaja en la mano y la cara llena de jabón trataba de afeitársela, como había visto hacer a su amo, mirando por el ojo de la cerradura. Espantado al ver un arma tan peligrosa en manos de aquel animal feroz, muy capaz de servirse de ella, el hombre permaneció inmóvil algunos instantes sin saber qué partido tomar. Generalmente había dominado al animal con el látigo, aun en sus accesos más furiosos, y esta vez quiso apelar al mismo medio; mas al ver esto el orangután, saltó a través de la puerta de la habitación, bajó la escalera y, aprovechándose de una ven­tana, abierta por desgracia, se precipitó a la calle.
Desesperado el hombre, persiguió al mono, que siempre con su navaja en la mano se detenía a intervalos, volvía la cabeza y enseñaba los dientes al marinero hasta que, viéndolo ya demasiado cerca, empren­día de nuevo la carrera. Aquella cacería duró bastante tiempo, y como eran las tres de la madrugada no se veía ni un solo transeúnte por las calles. Al atravesar un pasaje situado detrás de la calle Morgue, le llamó al fugitivo la atención una luz que brillaba en la ventana abierta de la señora Espanaye, en el piso cuarto de la casa; el mono se precipitó hacia la pared, cogió la cadena del pararrayos, trepó con inconcebible agilidad, se agarró al postigo, que tocaba la pared, y tomando impulso fue a caer en la cabecera del lecho.
Toda aquella gimnasia no duró más de un minuto; el postigo fue rechazado contra la pared por el esfuerzo del orangután al lanzarse en la habitación.
El marinero quedó a la vez contento e inquieto: esperaba apode-rar­se del animal, que difícilmente podría huir del lugar donde se había introducido, siendo además fácil impedir su fuga; mas, por otra parte, temía que el orangután cometiera algún desperfecto en la casa. Esta últi­ma reflexión indujo al hombre a seguirle la pista, pues para un marinero no era difícil trepar por una cadena; pero, cuando hubo llegado a la altu­ra de la ventana, se vio bastante apurado, porque estaba algo lejos, y lo único que pudo hacer fue colocarse de modo que pudiera dirigir una mirada al interior de la habitación. Lo que entonces vio le produjo tal impresión de terror que estuvo a punto de soltar la cadena: entonces fue cuando se oyeron, en medio del silencio de la noche, los espantosos gri­tos que despertaron sobresaltados a los habitantes de la calle Morgue.
La señora Espanaye y su hija, con su ropa de noche, se ocupaban, sin duda, en arreglar algunos papeles en el cofrecillo de hierro de que se ha hecho mención y que habían arrastrado hasta el centro de la sala; estaba abierto, y todo su contenido diseminado en el suelo. Las víctimas se halla­ban, sin duda, de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo transcu­rrido entre la entrada del animal y los primeros gritos, es probable que no lo vieron al pronto: el ruido del postigo se pudo atribuir al viento.
Cuando el marinero fijó su mirada en el interior de la habitación, el terrible orangután acababa de tomar a la señora Espanaye por el cabello, suelto en aquel instante porque estaba peinándose, y agitaba la nava­ja de afeitar ante su rostro, imitando los ademanes de un barbero. La hija estaba tendida en el suelo e inmóvil, pues se había desmayado por efec­to del terror. Los gritos y los esfuerzos de la señora Espanaye, durante los cuales le fue arrancado el cabello, tuvieron por resultado trocar en furor las disposiciones tal vez pacíficas del orangután. De un solo golpe con su musculoso brazo, separó casi la cabeza del cuerpo y la vista de la sangre transformó su furor en frenesí. Entonces hizo rechinar los dientes; sus ojos lanzaban fuego y, fijando su mirada en el cuerpo de la joven, hundió sus terribles uñas en el cuello de la infeliz, sin sacarlas hasta que hubo muerto. En el mismo momento sus salvajes miradas se dirigieron hacia la cabecera del lecho y pudo ver el rostro de su amo pálido de horror.
La furia del animal, que sin duda se acordaba del terrible látigo, se trocó al punto en espanto; sabiendo muy bien que merecía castigo por lo que acababa de hacer, quiso tal vez ocultar las sangrientas huellas, y, sal­tando por la sala, en un acceso de agitación nerviosa, rompía y derriba­ba algún mueble a cada uno de sus movimientos, y acercándose de pronto al lecho arrancó la colcha y las sábanas. Por último, se apoderó del cuerpo de la joven y lo introdujo por la chimenea en la postura que se lo encontró, y tomando luego el cadáver de la madre, lo arrojó de cabeza por la ventana.
Al acercarse a ésta con su fúnebre carga, el marinero, mudo de horror, se deslizó a lo largo de la cadena sin precaución alguna y corrió a su casa, temiendo las consecuencias de aquel crimen atroz y sin cui­darse ya de su orangután. Las voces oídas por los que subían la escalera eran sus exclamaciones de espanto, mezcladas con los gritos diabólicos del animal.
No es necesario añadir más; el mono escapó, sin duda, por la ven­tana de la habitación, agarrándose de la cadena antes que la puerta se abriese, y al salir, sin duda, la cerró. Poco después fue capturado por el marinero, que lo vendió a buen precio al Jardín de Plantas.
Lebon fue puesto en libertad cuando referimos todas las circunstan­cias del crimen, razonadas con algunos comentarios de Dupin, en el mismo despacho del prefecto de policía. Este funcionario, por mucho que apreciara a mi amigo, no pudo ocultar su mal humor al ver el giro que tomaba el asunto, y se permitió algún sarcasmo sobre la manía de las personas que intervenían en sus funciones.
-Déjelo usted hablar -dijo Dupin, que había juzgado convenien­te no replicarle, déjelo usted charlar para que desahogue su concien­cia. Me alegro mucho de haberlo batido en su propio terreno. Nada de extraño tiene que no haya podido aclarar la cosa, y esto es menos sin­gular de lo que él cree, porque nuestro amigo el prefecto peca demasia­do de astucia para ser profundo. Su ciencia carece de base; todo es en ella cabeza y le falta el cuerpo, como a los retratos de la diosa Laverna, o si le parece a usted mejor, todo es cabeza y hombros, como el bacalao. No obstante, es un buen hombre y yo lo aprecio particularmente por un maravilloso género de gazmoñería al que debe su reputación de genio. Me refiero a su manía "de negar lo que es y explicar lo que no es".

1.011. Poe (Edgar Allan)

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