-¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen
inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese
criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...! -gritaba una multitud de hombres y
mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con
paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e
ira hacia la gente que lo rodeaba.
Era uno de los que, durante la guerra civil,
luchaban del lado de las autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a
ejecutar.
"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de
estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora
de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así", pensaba el hombre;
y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la
multitud.
-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado
contra nosotros -exclamó alguien.
Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a
una calle en que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado
la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.
-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí
mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a
levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta
lo odiaba a él.
-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los
reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en
seguida, en seguida... -gritaban las mujeres.
Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la
plaza.
Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento
de calma, se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.
-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis
años, llorando a lágrima viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el
cautivo. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame...
Los clamores de la multitud se apaciguaron por el
lado en que venía el chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza,
dejándolo acercarse a su padre.
-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.
-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose
hacia el chiquillo.
-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el
pequeño.
-¿Cuántos años tienes, niño?
-¿Qué van a hacer con papá?
-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre
-dijo un hombre.
El reo oía ya la voz del niño, así como las
respuestas de la gente. Su cara se tornó aún más taciturna.
-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras
del hombre.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar
junto a su padre; y se abrazó a él.
La gente seguía gritando lo mismo que antes:
"¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!"
-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.
-¿Dónde te llevan?
-¿Sabes lo que vas a hacer?
-¿Qué?
-¿Sabes quién es Catalina?
-¿La vecina? ¡Claro!
-Bueno, pues..., ve a su casa y quédate ahí...
hasta que yo... hasta que yo vuelva.
-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose
a llorar.
-¿Por qué?
-Te van a matar.
-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
Despidiéndose del niño, el reo se acercó al
hombre que dirigía a la multitud.
-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca;
pero no lo haga delante de él -exclamó, indicando al niño. Desáteme por un
momento y cójame del brazo para que pueda decirle que estamos paseando, que es
usted mi amigo. Así se marchará. Después..., después podrá matarme como se le
antoje.
El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al
niño en brazos y le dijo:
-Sé bueno y ve a casa de Catalina.
-¿Y qué vas a hacer tú?
-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a
dar una vuelta; luego iré a casa. Anda, vete, sé bueno.
El chiquillo se quedó mirando fijamente a su
padre, inclinó la cabeza a un lado, luego al otro, y reflexionó.
-Vete; ahora mismo iré yo también.
-¿De veras?
El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de
la multitud.
-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el
reo, en cuanto el niño hubo desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo
incomprensible e inesperado. Un mismo sentimiento invadió a todos los que
momentos antes se mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.
-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo
-propuso una mujer.
-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.
-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.
Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que
aborreciera a la muchedumbre hacía un instante, se echó a llorar; y,
cubriéndose el rostro con las manos, pasó entre la gente, sin que nadie lo
detuviera.
1.013. Tolstoi (Leon)
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