Habéis oído decir; «Ojo por ojo y diente por diente.» Y
yo os digo: «Sufrid el mal sin resistiros.»
(San Mateo.)
Esto sucedió en tiempos
de los señores, y los había de varias clases. Unos no olvidaban que existe un
Dios y que algún día habrían de morir; éstos no hacían daño a sus semejantes.
Había otros muy malos.
¡Dios los haya perdonado!
Y, a pesar de eso, no eran peores que los antiguos siervos que habían salido
de la nada y que, a su vez, se habían convertido en amos. Esos eran los que
hacían particularmente dura la vida de los pobres.
En uná gran hacienda
había un administrador. Los campesinos trabajaban bien; las tierras eran
excelentes y extensas, con agua abundante, praderas y bosques. Hubiera habido
bastante de todo para todos: para el señor y para los mujiks. Pero el amo quiso tener un administrador, elegido entre
los criados de otra propiedad suya.
El administrador acaparó
inmediatamente toda la autoridad y cargó el peso de ésta sobre los desdichados
campesinos. Tenía mujer y dos hijas casadas, y había ahorrado bastante dinero.
Hubiera podido vivir a sus anchas sin pecar; pero era insaciable y estaba ya
habituado al mal.
Empezó por recargar, sin
razón alguna, el trabajo de los aldeanos; y los tenía atemorizados a todos,
hombres y mujeres. Mandó construir una fábrica de ladrillos y vendió los
productos de ésta en beneficio propio. Los campesinos fueron a Moscú para
presentar una queja al señor; pero éste no hizo caso.
Los despidió con cajas
destempladas, y dijo a su administrador que procediese como le viniera en
gana.
El administrador se
enteró de que los mujiks habían ido a
que-jarse de él, y se propuso vengarse. La vida de los infelices campesi-nos se
volvió insoportable. Había entre ellos algunos traidores que denunciaban a los
demás, para perjudicarlos.
Así se creó una gran
confusión entre los mujiks; y la ira
del administrador llegó al último extremo.
Cuanto más tiempo pasaba,
más grave se hacía la situación. Los campesinos llegaron a odiar al
administrador como a una fiera. Cuando pasaba por la aldea, todos se apartaban,
cual de un lobo, y se ocultaban donde fuese, con tal de no caer bajo sus
miradas.
El administrador se dió
cuenta de esto; y el miedo que inspiraba lo exacerbó aún más. Oprimía a los mujiks, cargando sobre ellos trabajos
cada vez más pesados y castigándolos con dureza. Los sufrimientos de los
campesinos no tenían limites.
A veces, se suprime a
tales monstruos. Y los mujiks
comenzaron a pensar en el modo de quitar de en medio a su tirano. Reuníanse a
menudo, en algún sitio oculto, y el más osado decía:
-¿Es que vamos a seguir
soportando a ese tirano? Muerte por muerte. Matar a un ser como éste no debe de
ser pecado.
Un día, poco antes de
Semana Santa, hubo una reunión en el bosque. El administrador había ordenado a
los mujiks que podasen los árboles;
y, cuando éstos se reunieron para comer, deliberaron.
-¿Qué podríamos hacer?
Este hombre nos va a extenuar por completo. Estamos ya sin fuerzas. No nos da
descanso de día ni de noche. Ni tampoco a nuestras mujeres. Y lo peor es que,
si uno protesta, ahí está el látigo. Semión ha muerto a latigazos; Anisim
pereció en el calabozo. ¿Qué esperamos? Vendrá esta noche y se ensañará con
nosotros. Hay que derribarlo del caballo, propinarle un hachazo y asunto
concluido. Lo enterraremos como a un perro. Con esto, todo habrá terminado.
Pero es necesario. que todos estemos de acuerdo y obremos sin titubeos. No hay
que desanimarse ni sentir miedo.
El que pronunció estas
palabras era Vasili Minaev. Odiaba al administrador más que sus compañeros
porque todas las semanas se le azotaba por orden suya. Además, le había
arrebatado a su mujer, para que le sirviera como cocinera.
Los mujiks se pusieron de acuerdo y parecían dispuestos a todo antes de
la llegada del administrador. Cuando éste apareció, montado a caballo, se ensañó
con los campesinos porque no cortaban las ramas a su gusto. Entre el montón de
ramas cortadas, vió un pequeño tilo.
-No he mandado que se
corten los tilos. ¿Quién ha hecho esto? ¡Decidlo o azotaré a todos! -vociferó.
Empezó a buscar en qué
fila de obreros se encontraba el tilo cortado. Acabaron por denunciar a
Sidov, y el administrador lo golpeó en la cara, hasta dejársela bañada en
sangre. Hizo lo mismo con Vasili, con el pretexto de que su montón no era
bastante grande. Después se fué.
Por la noche, los mujiks volvieron a reunirse y Vasili
dijo:
-No sois hombres, sino
gorriones. Habéis gritado: "Le ajustaremos las cuentas"; pero en
cuanto apareció, os quedaisteis pasmados. Os ha pasado lo mismo que a unos
gorriones que se rebelan contra un gavilán. "¡Nada de acobardarse! ¡Nada
de retroceder!", dicen; pero al verlo aparecer, nadie se atreve a
respirar. Entonces, el gavilán se apodera del que quiere y se lo lleva, ¿Quién
falta? ¿Iván? Peor para él; le está bien empleado. Ese es como vosotros.
Cuando uno no quiere retroceder, no retrocede. En el momento en que pegó a
Sidov, había que acercarse y acabar con él. Pero vosotros repetís: "Nada
de cobardía, nada de echarse para atrás", y luego, al verlo, todos agacháis
la cabeza.
Discutían cada vez más a
menudo; y decidieron desembarazarse del administrador. Este ordenó que se
trabajase durante las fiestas de la Pascua Florida ; y esa orden sacó de quicio hasta
al último de los campesinos. Reuniéronse todos en casa de Vasili, la semana de
Pasión, y deliberaron.
-Si se ha olvidado de
Dios; si se comporta así, el matarlo será una buena acción. De todos modos, si
no le quitamos la vida, moriremos nosotros.
Piotr Mijneiev estaba
presente. Era un hombre tímido y no le gustaba mezclarse en las discusiones.
Sin embargo, en aquella ocasión fué a casa de Vasili y escuchó a sus
compañeros.
-Lo que pretendéis hacer
es un pecado muy grave -dijo. Perder un alma es una cosa muy seria. Es fácil
perder el alma de otro; pero ¿cómo quedarían nuestras conciencias? ¿Hace mal?
Pues el mal será para él. Hay que soportar a ese hombre, hermanos míos.
Vasili se enfadó al oír
esas palabras.
-Siempre repites lo
mismo: es pecado matar a un hombre. ¡Sí; lo es! Pero ¿de qué hombre se trata?
Es un crimen matar a un hombre bueno; pero ¡a un perro como ése! Dios mismo lo
quiere así. A los perros rabiosos se los mata, por amor a los demás hombres.
Sería un pecado no acabar con él. ¿A cuántos hará daño, si no se le extermina?
Es más; si es preciso expiar la muerte de ese hombre, nosotros sufriremos la
pena por los demás y ellos nos estarán agradecidos. Mijneiev, no haces más que
decir tonterías. ¿Crees que es mejor trabajar durante la fiesta de Cristo?
¿Acaso no vas a ir a trabajar tú mismo?
-¿Por qué no? Si se me
ordena, iré. No será por mi culpa por lo que trabaje; Dios -verá de quién es
el pecado; no olvidéis esto. No soy yo quien habla así, hermanos, sino Dios
mismo. Si fuera lícito combatir el mal por el mal, Dios lo habría dicho. Pero
El ha proclamado todo lo contrario: "Si te esfuerzas en hacer desaparecer
el mal con tus manos, el pecado recae en ti." Es fácil matar a un
hombre, pero su sangre manchará tu alma. Tú crees haber borrado el mal,
quitando la vida a un malvado; y lo que has hecho es cargar tu conciencia con
un mal peor. Sobrelleva tu desgracia y así vencerás.
Después de esto, los
campesino se separaron sin tomar ninguna determinación. Las opiniones estaban
divididas. Unos pensaban como Vasili, otros se pusieron de parte de Piotr. Se
inclinaban a no pecar y a soportar con paciencia aquella desgracia.
El primer día de la
semana, el domingo, se permitió a los mujiks
que guardaran la fiesta. El starosta
llegó por la noche y les dijo:
-Mijail Semionovich, el
administrador, ordena que todos vayan a trabajar mañana.
Y cruzó la aldea, para
anunciar a todos la labor que los esperaba al día siguiente. Señaló a unos las
tierras situadas junto a la orilla del río, y a otros, las que estaban a lo
largo del camino real. Los desdichados mujiks
lloraron; pero no se atrevieron a desobedecer. Al día siguiente, sacaron los
arados y se fueron a labrar.
Tocaron a misa las
campanas de la iglesia; todo el mundo estaba de fiesta; pero los mujiks trabajaban.
Mijail Semionovich, el
administrador, se levantó tarde y dió una vuelta por las tierras. Su mujer y su
hija se vistieron; un criado enganchó un coche y ambas fueron a misa. Cuando
regresaron, una criada preparó el samovar.
Mijail Semionovich volvió también para tomar el té. Después encendió una pipa y
mandó que llamaran al starosta.
-¿Has mandado a los mujiks a trabajar?
-Sí; ya están en sus
puestos.
-¿Todos?
-Sí; todos.
-Bueno; dices que están
en sus puestos..., pero ¿trabajan realmente? Ve a verlo y diles que yo iré en
cuanto coma. Tienen que arar una desiatina
por cada dos arados y que el trabajo esté bien hecho. Como lo encuentre mal, no
tendré en cuenta que es fiesta.
-Muy bien.
El starosta se disponía a retirarse, pero el administrador lo retuvo.
Quería decirle algo, mas estaba molesto y no sabía como hacerlo.
-Verás, se trata de lo
siguiente -dijo, al fin: quiero que escuches lo que hablan de mí esos bribones
y que te fijes bien en quiénes son los que profieren amenazas. Has de
repetirme cuanto digan. Conozco a esos gandules y sé que lo que les pasa es
que no quieren trabajar. Preferirían estar siempre tumbados a la bartola,
comer y divertirse; eso es lo único que les gusta. No piensan en que si se
deja pasar la época de las faenas, luego será demasiado tarde. Así es que ya
sabes: ve a escuchar lo que hablan y cuéntamelo todo. Necesito saberlo.
Entérate y no me ocultes nada.
El starosta montó a caballo y se dirigió al campo donde trabajaban
los mujiks. La mujer del administrador
había oído su conversación con el starosta.
En cuanto éste se hubo marchado se acercó a su marido, para dirigirle un ruego.
Era dulce y tenía buen corazón. Siempre que le era posible, apaciguaba a su marido
e intercedía a favor de los campesinos.
-Querido mío: por el gran
día que es hoy, por la fiesta de Nuestro Señor, no peques. No obligues a
trabajar a los mujiks; te lo pido en
nombre de Cristo -le dijo.
Mijail Semionovich no
hizo caso del ruego de su esposa. Se echó a reír cínicamente, diciendo:
-Por lo visto, hace mucho
que no has sentido el látigo en tu cuerpo, cuando te atreves a hablarme de
este modo. Estos asuntos no son de tu incumbencia.
-Mijail, querido mío: he
tenido un sueño que se refiere a ti... un mal sueño. Hazme caso; no obligues a
trabajar a los mujiks.
-Probablemente tienes
mucha grasa, y te figuras que el látigo no te va a hacer daño. ¡Ten cuidado!
¡Ten mucho cuidado!
El administrador,
enfadado, echó con cajas destempladas a su mujer, no sin antes ordenarle que
sirviera la comida.
Mijail Semionovich comió
carne, empanada, schi[1],
un cochinillo asado, bebió vodka de cerezas y, como postre, un pastel. Luego,
llamó a la cocinera, le ordenó que cantase y la acompañó tocando la guitarra.
Así transcurrió un buen
rato; el administrador pulsaba las cuerdas de la guitarra y bromeaba con la
cocinera. En eso entró el starosta,
y, tras de saludar, dió cuenta de lo que sucedía.
-Bueno, ¿qué? ¿Se
trabaja? ¿Acabarán la tarea?
-Ya han hecho la mitad.
-¿Y está bien?
-No he visto nada mal
hecho; tienen miedo.
-¿Se labra bien la
tierra?
-Sí; muy bien. Se deshace
como la semilla de la adormidera...
El administrador guardó
silencio unos instantes.
-¿Y qué dicen de mí? ¿Me
insultan?
El starosta pareció turbarse; pero Mijail Semionovich le ordenó que le
dijese toda la verdad.
-Habla sin miedo. Las
palabras que digas, no son tuyas, sino de ellos. Si dices la verdad, te
recompensaré. Pero si me ocultas algo, mandaré que te azoten. ¡Katiushka! ¡Sírvele
un vasito de vodka, para que se anime!
La cocinera fué a buscar
vodka y sirvió un vaso lleno al starosta.
Tras de brindar, éste lo apuró de un trago y se enjugó la barba. "Me da
igual que se hable mal de él -pensó. Puesto que así lo quiere, le diré la
verdad."
-Se murmura, Mijail
Semionovich, se murmura... -empezó diciendo.
-¿Qué es lo que dicen?
Habla.
-Se dice que él no cree en Dios...
El administrador se rió a
carcajadas.
-¿Quién ha dicho eso?
-Todos. Se dice también
que él tiene trato con el diablo.
Mijail Semionovich río
con mejor gana.
-Está muy bien...
Cuéntame todo con detalle. ¿Quién habla así? ¿Qué dice Vasili?
Al starosta no le gustaba hablar mal del prójimo; pero hacía tiempo
que estaba reñido con Vasili.
-Vasili es el que grita
más.
-Pero ¿qué es lo que
dice?
-Me da miedo repetirlo.
Dice que morirá en la impenitencia.
-¡Ah! ¡Muy bien! ¿Y por
qué espera tanto para matarme? ¿Acaso tiene los brazos demasiado cortos? ¡Está
bien, Vasili, ya tendrás tu merecido! Y el maldito Tyshka, ¿también habla mal
de mí?
-Todos hablan mal de ti.
-Pero ¿qué dicen?
-No está bien repetirlo.
-¿Por qué no? Ten valor.
Habla.
-Pues bien. Dicen:
"¡Ojalá se le reviente la barriga y le salgan las entrañas!"
Mijail Semionovich se
puso muy contento.
-Ya veremos a quién le
saldrán antes las entrañas. ¿Quién ha dicho eso? ¿Tyshka?
-Ninguno habla bien.
Todos vociferan pestes y amenazas...
-Y Piotr Mijneiev, ¿qué
dice? Seguro que también me maldice.
-No; Piotr no maldice a
nadie.
-¿Y qué hace?
-Es el único que no dice
nada. Es raro. Me ha sorprendido mucho.
-¿Por qué?
-Todos los mujiks se admiran de su conducta.
-Pero ¿por qué razón?
-Verás: sucedió una cosa
extraordinaria. Cuando me acerqué a él, estaba arando una parcela oblicua,
cerca de Tiurkin. Y cantaba con voz dulce y agradable... En su arado ardía algo.
-¿Qué era?
-Algo que parecía una
lucecita. Me acerqué más y vi que era un cirio de cinco copecks, puesto en el arado. El viento no lo apagaba. Piotr
Mijneiev, vestido con una camisa nueva, araba cantando salmos. Se volvía, hacía
girar el arado; pero el cirio seguía encendido. Lo vi sacudir el arado y
cambiarle la reja, y a pesar de todo, el cirio no se apagaba.
-¿Y qué ha dicho?
-Al verme, me deseó un
buen día de fiesta y continuó cantando.
-¿Hablaste con él?
-No; pero algunos mujiks se acercaron y se echaron a
reír. "Piotr nunca podrá rezar lo bastante para que se le perdone el haber
trabajado en Semana Santa", dijeron.
-¿Qué contestó?
-Una sola cosa: "Paz
en la tierra a los hombres de buena voluntad."
Mijail Semionovich dejó
de reír. Soltó la guitarra, agachó la cabeza y se quedó pensativo. Así estuvo
durante un rato. Después mandó a la cocinera y al starosta que se retiraran; y, pasando a la habitación contigua, se
dejó caer en el lecho. Allí empezó a suspirar y a gemir, con un estrépito
semejante al de un carro lleno de haces de trigo, cuando rueda. Su esposa se
acercó a él para consolarlo. Pero no le hizo caso, y se limitó a decir:
-Me ha vencido. Eso me ha
impresionado hondamente.
-Ve a decir a los mujiks que suspendan el trabajo y todo
se arreglará –le dijo su esposa. Ya has hecho cosas por el estilo otras veces
y nunca tuviste miedo. ¿Por qué temes ahora?
-Estoy perdido. El me ha
vencido. Márchate, ya que todavía no te he matado. Esto no te incumbe.
-No haces más que
repetir: "Me ha vencido, me ha vencido..." Exime a los mujiks del trabajo y todo se
arreglará... Voy a mandar que ensillen el caballo.
Mijail Semionovich montó
y se fué al campo. Una mujer le abrió la gran puerta de la aldea. Al ver al
administrador, todos huían y se ocultaban en los corrales, en las huertas, en
los rincones.
El administrador atravesó
la aldea y llegó a la puerta de salida. Estaba cerrada y no podía abrirla por
estar montado.
Llamó para que viniesen a
franquearle la salida; pero no acudió nadie. Entonces, echó pie a tierra y
abrió la puerta. Puso un pie en el estribo y, cuando iba a pasar la pierna por
encima del caballo, éste se asustó de un cerdo y se precipitó contra la
barrera.
Mijail Semionovich pesaba
mucho.
Perdió el equilibrio y
salió despedido contra la puerta. Había en ella un barrote puntiagudo, que
sobresalía, y cayó precisamente sobre él. Se desgarró el vientre, desplomándose
al suelo.
Cuando los mujiks regresaban del trabajo, los
caballos se negaron a franquear la entrada de la aldea. Los campesinos
miraron, y vieron, con espanto y asombro, a Mijail Semionovich tendido boca
arriba, con los brazos en cruz, los ojos vidriosos y las entrañas salidas.
Yacía en un charco de sangre, que la tierra no absorbía.
Horrorizados, los
campesinos llevaron a los caballos por otro camino. Sólo Piotr Mijneiev se
apeó, se acercó al administrador y, al ver que estaba muerto, le cerró los
ojos. Ayudado por su hijo, enganchó un carro, en el que colocó el cadáver de
Mijail Semionovich, y lo llevó a la casa del amo.
Al enterarse de lo
sucedido, éste eximió a los aldeanos del trabajo durante las fiestas. Sólo
entonces comprendieron los mujiks que
no es en la venganza, sino en la mansedumbre, donde reside la omnipotencia de
Dios.
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