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domingo, 22 de diciembre de 2013

El cirio

Habéis oído decir; «Ojo por ojo y diente por diente.» Y
yo os digo: «Sufrid el mal sin resistiros.»
(San Mateo.)

Esto sucedió en tiempos de los seño­res, y los había de varias clases. Unos no olvidaban que existe un Dios y que algún día habrían de morir; éstos no hacían daño a sus semejantes. Había otros muy malos.
¡Dios los haya perdonado! Y, a pesar de eso, no eran peores que los an­tiguos siervos que habían salido de la nada y que, a su vez, se habían conver­tido en amos. Esos eran los que hacían particularmente dura la vida de los po­bres.
En uná gran hacienda había un ad­ministrador. Los campesinos trabajaban bien; las tierras eran excelentes y ex­tensas, con agua abundante, praderas y bosques. Hubiera habido bastante de todo para todos: para el señor y para los mujiks. Pero el amo quiso tener un ad­ministrador, elegido entre los criados de otra propiedad suya.
El administrador acaparó inmediata­mente toda la autoridad y cargó el peso de ésta sobre los desdichados campesi­nos. Tenía mujer y dos hijas casadas, y había ahorrado bastante dinero. Hu­biera podido vivir a sus anchas sin pe­car; pero era insaciable y estaba ya ha­bituado al mal.
Empezó por recargar, sin razón al­guna, el trabajo de los aldeanos; y los tenía atemorizados a todos, hombres y mujeres. Mandó construir una fábrica de ladrillos y vendió los productos de ésta en beneficio propio. Los campesi­nos fueron a Moscú para presentar una queja al señor; pero éste no hizo caso.
Los despidió con cajas destempladas, y dijo a su administrador que proce­diese como le viniera en gana.
El administrador se enteró de que los mujiks habían ido a que-jarse de él, y se propuso vengarse. La vida de los infelices campesi-nos se volvió insoporta­ble. Había entre ellos algunos traidores que denunciaban a los demás, para per­judicarlos.
Así se creó una gran confusión entre los mujiks; y la ira del administrador llegó al último extremo.
Cuanto más tiempo pasaba, más gra­ve se hacía la situación. Los campesinos llegaron a odiar al administrador como a una fiera. Cuando pasaba por la aldea, todos se apartaban, cual de un lobo, y se ocultaban donde fuese, con tal de no caer bajo sus miradas.
El administrador se dió cuenta de esto; y el miedo que inspiraba lo exa­cerbó aún más. Oprimía a los mujiks, cargando sobre ellos trabajos cada vez más pesados y castigándolos con dure­za. Los sufrimientos de los campesinos no tenían limites.
A veces, se suprime a tales monstruos. Y los mujiks comenzaron a pensar en el modo de quitar de en medio a su tirano. Reuníanse a menudo, en algún si­tio oculto, y el más osado decía:
-¿Es que vamos a seguir soportando a ese tirano? Muerte por muerte. Matar a un ser como éste no debe de ser pe­cado.
Un día, poco antes de Semana Santa, hubo una reunión en el bosque. El ad­ministrador había ordenado a los mu­jiks que podasen los árboles; y, cuando éstos se reunieron para comer, delibe­raron.
-¿Qué podríamos hacer? Este hom­bre nos va a extenuar por completo. Estamos ya sin fuerzas. No nos da des­canso de día ni de noche. Ni tampoco a nuestras mujeres. Y lo peor es que, si uno protesta, ahí está el látigo. Semión ha muerto a latigazos; Anisim pereció en el calabozo. ¿Qué esperamos? Vendrá esta noche y se ensañará con nosotros. Hay que derribarlo del caballo, propi­narle un hachazo y asunto concluido. Lo enterraremos como a un perro. Con esto, todo habrá terminado. Pero es necesario. que todos estemos de acuerdo y obre­mos sin titubeos. No hay que desanimar­se ni sentir miedo.
El que pronunció estas palabras era Vasili Minaev. Odiaba al administrador más que sus compañeros porque todas las semanas se le azotaba por orden suya. Además, le había arrebatado a su mujer, para que le sirviera como cocinera.
Los mujiks se pusieron de acuerdo y parecían dispuestos a todo antes de la llegada del administrador. Cuando éste apareció, montado a caballo, se en­sañó con los campesinos porque no cor­taban las ramas a su gusto. Entre el montón de ramas cortadas, vió un pe­queño tilo.
-No he mandado que se corten los tilos. ¿Quién ha hecho esto? ¡Decidlo o azotaré a todos! -vociferó.
Empezó a buscar en qué fila de obre­ros se encontraba el tilo cortado. Aca­baron por denunciar a Sidov, y el ad­ministrador lo golpeó en la cara, hasta dejársela bañada en sangre. Hizo lo mis­mo con Vasili, con el pretexto de que su montón no era bastante grande. Des­pués se fué.
Por la noche, los mujiks volvieron a reunirse y Vasili dijo:
-No sois hombres, sino gorriones. Habéis gritado: "Le ajustaremos las cuentas"; pero en cuanto apareció, os quedaisteis pasmados. Os ha pasado lo mismo que a unos gorriones que se re­belan contra un gavilán. "¡Nada de aco­bardarse! ¡Nada de retroceder!", di­cen; pero al verlo aparecer, nadie se atreve a respirar. Entonces, el gavilán se apodera del que quiere y se lo lleva, ¿Quién falta? ¿Iván? Peor para él; le está bien empleado. Ese es como vos­otros. Cuando uno no quiere retroceder, no retrocede. En el momento en que pegó a Sidov, había que acercarse y aca­bar con él. Pero vosotros repetís: "Nada de cobardía, nada de echarse para atrás", y luego, al verlo, todos agacháis la ca­beza.
Discutían cada vez más a menudo; y decidieron desembarazarse del admi­nistrador. Este ordenó que se trabajase durante las fiestas de la Pascua Florida; y esa orden sacó de quicio hasta al últi­mo de los campesinos. Reuniéronse todos en casa de Vasili, la semana de Pa­sión, y deliberaron.
-Si se ha olvidado de Dios; si se comporta así, el matarlo será una buena acción. De todos modos, si no le qui­tamos la vida, moriremos nosotros.
Piotr Mijneiev estaba presente. Era un hombre tímido y no le gustaba mez­clarse en las discusiones. Sin embargo, en aquella ocasión fué a casa de Vasili y escuchó a sus compañeros.
-Lo que pretendéis hacer es un pe­cado muy grave -dijo. Perder un al­ma es una cosa muy seria. Es fácil per­der el alma de otro; pero ¿cómo que­darían nuestras conciencias? ¿Hace mal? Pues el mal será para él. Hay que so­portar a ese hombre, hermanos míos.
Vasili se enfadó al oír esas palabras.
-Siempre repites lo mismo: es pe­cado matar a un hombre. ¡Sí; lo es! Pero ¿de qué hombre se trata? Es un crimen matar a un hombre bueno; pero ¡a un perro como ése! Dios mismo lo quiere así. A los perros rabiosos se los mata, por amor a los demás hom­bres. Sería un pecado no acabar con él. ¿A cuántos hará daño, si no se le exter­mina? Es más; si es preciso expiar la muerte de ese hombre, nosotros sufri­remos la pena por los demás y ellos nos estarán agradecidos. Mijneiev, no haces más que decir tonterías. ¿Crees que es mejor trabajar durante la fiesta de Cris­to? ¿Acaso no vas a ir a trabajar tú mismo?
-¿Por qué no? Si se me ordena, iré. No será por mi culpa por lo que tra­baje; Dios -verá de quién es el pecado; no olvidéis esto. No soy yo quien habla así, hermanos, sino Dios mismo. Si fue­ra lícito combatir el mal por el mal, Dios lo habría dicho. Pero El ha procla­mado todo lo contrario: "Si te esfuerzas en hacer desaparecer el mal con tus ma­nos, el pecado recae en ti." Es fácil ma­tar a un hombre, pero su sangre man­chará tu alma. Tú crees haber borrado el mal, quitando la vida a un malvado; y lo que has hecho es cargar tu con­ciencia con un mal peor. Sobrelleva tu desgracia y así vencerás.
Después de esto, los campesino se separaron sin tomar ninguna determina­ción. Las opiniones estaban divididas. Unos pensaban como Vasili, otros se pusieron de parte de Piotr. Se inclina­ban a no pecar y a soportar con pacien­cia aquella desgracia.
El primer día de la semana, el do­mingo, se permitió a los mujiks que guardaran la fiesta. El starosta llegó por la noche y les dijo:
-Mijail Semionovich, el administra­dor, ordena que todos vayan a trabajar mañana.
Y cruzó la aldea, para anunciar a todos la labor que los esperaba al día siguiente. Señaló a unos las tierras si­tuadas junto a la orilla del río, y a otros, las que estaban a lo largo del camino real. Los desdichados mujiks lloraron; pero no se atrevieron a desobedecer. Al día siguiente, sacaron los arados y se fueron a labrar.
Tocaron a misa las campanas de la iglesia; todo el mundo estaba de fiesta; pero los mujiks trabajaban.
Mijail Semionovich, el administrador, se levantó tarde y dió una vuelta por las tierras. Su mujer y su hija se vis­tieron; un criado enganchó un coche y ambas fueron a misa. Cuando regresa­ron, una criada preparó el samovar. Mijail Semionovich volvió también para tomar el té. Después encendió una pipa y mandó que llamaran al starosta.
-¿Has mandado a los mujiks a tra­bajar?
-Sí; ya están en sus puestos.
-¿Todos?
-Sí; todos.
-Bueno; dices que están en sus pues­tos..., pero ¿trabajan realmente? Ve a verlo y diles que yo iré en cuanto coma. Tienen que arar una desiatina por cada dos arados y que el trabajo esté bien hecho. Como lo encuentre mal, no ten­dré en cuenta que es fiesta.
-Muy bien.
El starosta se disponía a retirarse, pe­ro el administrador lo retuvo. Quería decirle algo, mas estaba molesto y no sabía como hacerlo.
-Verás, se trata de lo siguiente -dijo, al fin: quiero que escuches lo que hablan de mí esos bribones y que te fijes bien en quiénes son los que pro­fieren amenazas. Has de repetirme cuan­to digan. Conozco a esos gandules y sé que lo que les pasa es que no quieren trabajar. Preferirían estar siempre tum­bados a la bartola, comer y divertirse; eso es lo único que les gusta. No pien­san en que si se deja pasar la época de las faenas, luego será demasiado tarde. Así es que ya sabes: ve a escuchar lo que hablan y cuéntamelo todo. Necesito saberlo. Entérate y no me ocultes nada.
El starosta montó a caballo y se diri­gió al campo donde trabajaban los mu­jiks. La mujer del administrador había oído su conversación con el starosta. En cuanto éste se hubo marchado se acercó a su marido, para dirigirle un ruego. Era dulce y tenía buen corazón. Siempre que le era posible, apaciguaba a su ma­rido e intercedía a favor de los cam­pesinos.
-Querido mío: por el gran día que es hoy, por la fiesta de Nuestro Señor, no peques. No obligues a trabajar a los mujiks; te lo pido en nombre de Cristo -le dijo.
Mijail Semionovich no hizo caso del ruego de su esposa. Se echó a reír cí­nicamente, diciendo:
-Por lo visto, hace mucho que no has sentido el látigo en tu cuerpo, cuan­do te atreves a hablarme de este modo. Estos asuntos no son de tu incumbencia.
-Mijail, querido mío: he tenido un sueño que se refiere a ti... un mal sue­ño. Hazme caso; no obligues a trabajar a los mujiks.
-Probablemente tienes mucha grasa, y te figuras que el látigo no te va a ha­cer daño. ¡Ten cuidado! ¡Ten mucho ­cuidado!
El administrador, enfadado, echó con cajas destempladas a su mujer, no sin antes ordenarle que sirviera la comida.
Mijail Semionovich comió carne, em­panada, schi[1], un cochinillo asado, bebió vodka de cerezas y, como postre, un pastel. Luego, llamó a la cocinera, le ordenó que cantase y la acompañó to­cando la guitarra.
Así transcurrió un buen rato; el ad­ministrador pulsaba las cuerdas de la guitarra y bromeaba con la cocinera. En eso entró el starosta, y, tras de saludar, dió cuenta de lo que sucedía.
-Bueno, ¿qué? ¿Se trabaja? ¿Aca­barán la tarea?
-Ya han hecho la mitad.
-¿Y está bien?
-No he visto nada mal hecho; tie­nen miedo.
-¿Se labra bien la tierra?
-Sí; muy bien. Se deshace como la semilla de la adormidera...
El administrador guardó silencio unos instantes.
-¿Y qué dicen de mí? ¿Me insultan?
El starosta pareció turbarse; pero Mijail Semionovich le ordenó que le di­jese toda la verdad.
-Habla sin miedo. Las palabras que digas, no son tuyas, sino de ellos. Si dices la verdad, te recompensaré. Pero si me ocultas algo, mandaré que te azo­ten. ¡Katiushka! ¡Sírvele un vasito de vodka, para que se anime!
La cocinera fué a buscar vodka y sir­vió un vaso lleno al starosta. Tras de brindar, éste lo apuró de un trago y se enjugó la barba. "Me da igual que se hable mal de él -pensó. Puesto que así lo quiere, le diré la verdad."
-Se murmura, Mijail Semionovich, se murmura... -empezó diciendo.
-¿Qué es lo que dicen? Habla.
-Se dice que él no cree en Dios...
El administrador se rió a carcajadas.
-¿Quién ha dicho eso?
-Todos. Se dice también que él tie­ne trato con el diablo.
Mijail Semionovich río con mejor gana.
-Está muy bien... Cuéntame todo con detalle. ¿Quién habla así? ¿Qué dice Vasili?
Al starosta no le gustaba hablar mal del prójimo; pero hacía tiempo que es­taba reñido con Vasili.
-Vasili es el que grita más.
-Pero ¿qué es lo que dice?
-Me da miedo repetirlo. Dice que morirá en la impenitencia.
-¡Ah! ¡Muy bien! ¿Y por qué es­pera tanto para matarme? ¿Acaso tiene los brazos demasiado cortos? ¡Está bien, Vasili, ya tendrás tu merecido! Y el maldito Tyshka, ¿también habla mal de mí?
-Todos hablan mal de ti.
-Pero ¿qué dicen?
-No está bien repetirlo.
-¿Por qué no? Ten valor. Habla.
-Pues bien. Dicen: "¡Ojalá se le re­viente la barriga y le salgan las entra­ñas!"
Mijail Semionovich se puso muy con­tento.
-Ya veremos a quién le saldrán antes las entrañas. ¿Quién ha dicho eso? ¿Tyshka?
-Ninguno habla bien. Todos vocife­ran pestes y amenazas...
-Y Piotr Mijneiev, ¿qué dice? Se­guro que también me maldice.
-No; Piotr no maldice a nadie.
-¿Y qué hace?
-Es el único que no dice nada. Es raro. Me ha sorprendido mucho.
-¿Por qué?
-Todos los mujiks se admiran de su conducta.
-Pero ¿por qué razón?
-Verás: sucedió una cosa extraordinaria. Cuando me acerqué a él, estaba arando una parcela oblicua, cerca de Tiurkin. Y cantaba con voz dulce y agradable... En su arado ardía algo.
-¿Qué era?
-Algo que parecía una lucecita. Me acerqué más y vi que era un cirio de cinco copecks, puesto en el arado. El viento no lo apagaba. Piotr Mijneiev, vestido con una camisa nueva, araba cantando salmos. Se volvía, hacía girar el arado; pero el cirio seguía encen­dido. Lo vi sacudir el arado y cambiarle la reja, y a pesar de todo, el cirio no se apagaba.
-¿Y qué ha dicho?
-Al verme, me deseó un buen día de fiesta y continuó cantando.
-¿Hablaste con él?
-No; pero algunos mujiks se acer­caron y se echaron a reír. "Piotr nunca podrá rezar lo bastante para que se le perdone el haber trabajado en Semana Santa", dijeron.
-¿Qué contestó?
-Una sola cosa: "Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad."
Mijail Semionovich dejó de reír. Soltó la guitarra, agachó la cabeza y se quedó pensativo. Así estuvo durante un rato. Después mandó a la cocinera y al sta­rosta que se retiraran; y, pasando a la habitación contigua, se dejó caer en el lecho. Allí empezó a suspirar y a gemir, con un estrépito semejante al de un ca­rro lleno de haces de trigo, cuando rue­da. Su esposa se acercó a él para con­solarlo. Pero no le hizo caso, y se limitó a decir:
-Me ha vencido. Eso me ha impre­sionado hondamente.
-Ve a decir a los mujiks que suspen­dan el trabajo y todo se arreglará –le dijo su esposa. Ya has hecho cosas por el estilo otras veces y nunca tuvis­te miedo. ¿Por qué temes ahora?
-Estoy perdido. El me ha vencido. Márchate, ya que todavía no te he ma­tado. Esto no te incumbe.
-No haces más que repetir: "Me ha vencido, me ha vencido..." Exime a los mujiks del trabajo y todo se arreglará... Voy a mandar que ensillen el caballo.
Mijail Semionovich montó y se fué al campo. Una mujer le abrió la gran puerta de la aldea. Al ver al adminis­trador, todos huían y se ocultaban en los corrales, en las huertas, en los rin­cones.
El administrador atravesó la aldea y llegó a la puerta de salida. Estaba cerra­da y no podía abrirla por estar mon­tado.
Llamó para que viniesen a franquearle la salida; pero no acudió nadie. Enton­ces, echó pie a tierra y abrió la puerta. Puso un pie en el estribo y, cuando iba a pasar la pierna por encima del caballo, éste se asustó de un cerdo y se precipitó contra la barrera.
Mijail Semionovich pesaba mucho.
Perdió el equilibrio y salió despedido contra la puerta. Había en ella un barrote puntiagudo, que sobresalía, y cayó precisamente sobre él. Se desgarró el vientre, desplomándose al suelo.
Cuando los mujiks regresaban del tra­bajo, los caballos se negaron a fran­quear la entrada de la aldea. Los cam­pesinos miraron, y vieron, con espanto y asombro, a Mijail Semionovich ten­dido boca arriba, con los brazos en cruz, los ojos vidriosos y las entrañas salidas. Yacía en un charco de sangre, que la tierra no absorbía.
Horrorizados, los campesinos llevaron a los caballos por otro camino. Sólo Piotr Mijneiev se apeó, se acercó al administrador y, al ver que estaba muer­to, le cerró los ojos. Ayudado por su hijo, enganchó un carro, en el que colo­có el cadáver de Mijail Semionovich, y lo llevó a la casa del amo.
Al enterarse de lo sucedido, éste exi­mió a los aldeanos del trabajo durante las fiestas. Sólo entonces comprendieron los mujiks que no es en la venganza, sino en la mansedumbre, donde reside la omnipotencia de Dios.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Sopa de coles.

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