¡Oh, oh! ¿Qué es eso? Ese muchacho tiene la
locura en las piernas. Sin duda lo ha picado la tarántula.
(Todo al
revés.)
Hace algunos años trabé
íntima amistad con un tal Guillermo Legrand, hijo de una antigua familia
protestante; en otro tiempo había sido muy rico, pero una serie de desgracias
lo redujeron a la miseria, y a fin de evitar las humillaciones consiguientes
abandonó a Nueva Orleans, ciudad de sus abuelos, para ir a establecerse en la
isla de Sullivan, situada cerca de Charleston, en la Carolina del Sur.
Esta isla, una de las más
singulares, está formada casi del todo por la arena del mar y sólo tiene tres
millas de longitud por un cuarto de milla de anchura. Se encuentra separada del
continente por una caleta apenas visible cuyas aguas se filtran a través de una
masa de cañas y de cieno, punto de reunión habitual de las aves acuáticas. La
vegetación, como se comprenderá, es pobre o, mejor dicho, enana, y se
encuentran sólo árboles pequeños. Hacia la extremidad occidental, en el sitio
donde se elevan el fuerte Moultrie y algunas míseras construcciones de madera,
habitadas durante el verano por los que huyen del polvo y de las fiebres de
Charleston, se encuentra, a decir verdad, el erizado palmito, pero toda la
isla, excepto ese punto occidental y un espacio de aspecto triste y blanquecino,
a orillas del mar, está llena de matorrales de ese mirto oloroso tan apreciado
por los horticultores ingleses. Este arbusto alcanza con frecuencia una altura
de quince o veinte pies, forma espesuras casi impenetrables y embalsama la
atmósfera con sus perfumes.
En lo más profundo de
esos bosquecillos, no lejos de la extremidad oriental de la isla, que es la más
lejana, Legrand construyó una choza, en la cual habitaba cuando, por primera
vez, y gracias a una casualidad, trabé conocimiento con él, conocimiento que se
convirtió a poco en amistad, porque el solitario era muy digno de aprecio.
Pronto logré ver que había recibido una esmerada educación, bien aprovechada
por sus facultades nada comunes, pero lo acosaba una profunda misantropía y
estaba sujeto a enojosas alternativas de entusiasmo y de tristeza. Aunque
tenía muchos libros, rara vez los leía; la caza y la pesca eran su principal
pasatiempo, o bien se paseaba por la playa, buscando conchas y muestras
entomológicas: su colección hubiera sido envidiada hasta por el mismo
Swammerdamm. En sus excursiones solía acompañarlo un negro anciano llamado
Júpiter, que, a pesar de haber obtenido su libertad antes de sufrir la familia
los reveses de la fortuna, no quiso acceder, ni por amenazas ni por promesas, a
separarse de su joven amo Guillermo, considerándose con derecho a seguirlo a
todas partes. Es probable que los padres de Legrand, juzgando que éste tenía la
cabeza un tanto trastornada, favorecieran la obstinación de Júpiter, a fin de
tener una especie de guardián o vigilante junto al fugitivo.
En la latitud de la isla
de Sullivan rara vez son rigurosos los inviernos, y se considera como un
acontecimiento singular que sea indispensable el fuego hacia fines del año. No
obstante, a mediados de octubre de 18... hubo un día sumamente crudo, y poco
antes de ponerse el sol me dirigí hacia la choza de mi amigo, a quien no había
visto hacía algunas semanas. Habitaba yo entonces en Charleston, a la
distancia de nueve millas de la isla, y en aquella época no eran tan fáciles
como hoy los medios para trasladarse de un punto a otro.
Al llegar a la choza
llamé en la forma acostumbrada. Como nadie me respondiera, busqué la llave en
el sitio donde solía estar, abrí la puerta y entré. En el hogar chisporroteaba
un fuego brillante, que fue para mí la más agradable sorpresa; me despojé del
gabán, acerqué una silla y esperé con paciencia la llegada del dueño de aquella
vivienda.
Poco después de anochecer
aparecieron amo y criado, y me hicieron la más cordial acogida. Júpiter,
entreabierta desmesurada-mente la boca por una sonrisa de contento, iba de un
lado a otro a fin de preparar algunas gallinetas de agua para la cena. Legrand
estaba en una de sus "crisis" de entusiasmo, pues no de otro modo
podría llamarla; acababa de encontrar un crustáceo bivalvo desconocido, de un
género nuevo, y además había recogido con ayuda de Júpiter un escarabajo que,
a su juicio, era nuevo también. Me dijo que deseaba conocer mi opinión a la
mañana siguiente.
-iY por qué no esta
noche? -pregunté, frotándome las manos al calor de la llama y renegando
interiormente de toda la familia de los escarabajos.
-¡Ah! ¡Si hubiera sabido
que estaba usted aquí!... Hace mucho tiempo que no lo veo, y no podía figurarme
que me visitaría precisamente esta noche. En el camino he encontrado al
teniente G., gobernador del fuerte, y sin reflexionar le he prestado mi
escarabajo, de modo que no podrá usted verlo hasta mañana a primera hora.
Quédese aquí esta noche y enviaré a Júpiter a buscarlo al salir el sol. Es la
cosa más bonita que podría ver en el mundo.
-¿La salida del sol?
-¡No, hombre, el
escarabajo! Su color es de oro brillante; su tamaño, el de una nuez; tiene dos
manchas de negro azabache en una extremidad del dorso y otra más prolongada en
la otra extremidad. Las antenas son...
-No tiene estaño[i], amo Guillermo
-interrumpió Júpiter, yo se lo aseguro; el escarabajo es de oro, de oro macizo,
por dentro y por fuera, excepto las alas; jamás vi otro que pesara ni la mitad.
-Bien, admitamos que
tienes razón, Júpiter -repuso Legrand con más viveza de la que el asunto
merecía en mi concepto; pero esto no es una razón para que dejes quemar las
gallinas. El color del insecto -añadió, dirigiéndose a mí- bastaría, en verdad,
para creer que Júpiter tiene razón. Nunca habrá visto usted un brillo metálico
tan vivo como el de sus élitros, pero no podrá juzgar hasta mañana. Entretanto
procuraré darle idea de su forma.
Así diciendo, se sentó
ante una mesita sobre la cual había tintero y pluma, pero no papel; lo buscó en
el cajón y, como no lo encontrase, me dijo de pronto:
-No importa, esto
bastará.
Y sacó del bolsillo de su
chaleco una cosa que me pareció un pedazo de pergamino sumamente viejo y
sucio, en el cual trazó un croquis con la pluma. Entretanto yo permanecía junto
al fuego, porque me molestaba mucho el frío. Cuando el dibujo estuvo terminado,
Legrand me lo entregó sin levantarse, y en el momento de recibirlo se oyó un
fuerte gruñido, acompañado de algunos rasguños en la puerta. Júpiter abrió, y
vi entrar un enorme perro de Terranova, perteneciente a Legrand, que al punto
saltó sobre mí, haciéndome mil zalamerías, pues ya me conocía por mis visitas
anteriores. Cuando cesaron sus cabriolas tomé el papel y, a decir verdad, no
dejó de preocuparme el dibujo de mi amigo.
-Sí -dije, después de examinarlo
durante algunos minutos, confieso que es un escarabajo extraño y nuevo para mí,
pues jamás he visto nada que se le asemeje, como no sea una calavera. A esto se
parece más que a ninguna otra cosa de las que hasta aquí he podido examinar.
-¡Una calavera! -repitió
Legrand. ¡Ah! Sí, algo de esto se figura en el papel; las dos manchas negras
superiores serían los ojos, y la más larga figura, la boca. ¿No es verdad? Por
otra parte, la forma general es ovalada...
-Tal vez sea así -repuse,
pero temo, amigo Legrand, que no sea usted muy artista. Esperaré a que me
enseñe el insecto para formarme idea de su conjunto.
-¡Muy bien! -replicó
Legrand, algo picado, pero no sé cómo puede ser lo que usted dice, pues dibujo
bastante bien, o por lo menos debía hacerlo, porque he tenido buenos profesores
y me lisonjeo de no ser del todo torpe.
-Pues entonces, amigo mío
-repliqué, debo decirle que usted se chancea, porque el dibujo representa un
cráneo bastante regular, o, más bien, perfecto, según los principios adquiridos
respecto a esta parte de la osteología, de modo que ese escarabajo será la más
extraña de todas las especies del mundo si se parece al diseño. Sobre esto
podría basarse alguna atrayente superstición. Presumo que designará usted su
insecto con el nombre de "scarabaeus caput hominis", o alguna cosa
parecida, pues en las obras de historia natural hay muchos apelativos de este
género. Pero ¿dónde están las antenas de que hablaba usted?
-iLas antenas! -repitió
Legrand, que se exaltaba inexplicablemente. Ahí han de hallarse las antenas;
estoy seguro de ello, pues las he marcado tan bien como las presenta el
original y presumo que esto basta.
-Muy bien -repuse, admito
que usted las haya dibujado, pero la cuestión es que yo no las veo.
Al decir esto le devolví
el papel sin hacer ninguna otra observación, a fin de no exasperarlo, pero me
preocupaba mucho el giro que aquel asunto tomaba y sobre todo el mal humor de
mi amigo. En cuanto al croquis del insecto, positivamente no se veía antena
alguna, y el conjunto se parecía singular-mente a la imagen ordinaria de una
calavera.
Tomó el papel con aire
displicente, y lo estrujaba para arrojarlo al fuego, cuando su mirada se fijó
casualmente en el dibujo y concentró en él toda su atención. En el mismo
instante vi que su rostro pasaba de un rojo intenso a una mortal palidez.
Durante algunos minutos, y sin moverse de su asiento, siguió examinando el dibujo.
Se levantó al fin y, tomando una bujía, fue a sentarse sobre un cofre en el
otro extremo de la sala, donde continuó examinando el papel, volviéndolo en
todos sentidos. Sin embargo, nada dijo, y, aunque su conducta me asombrase en
extremo, juzgué prudente no acrecentar su mal humor con ningún comentario. Por
último, sacó del bolsillo de su casaca una cartera, guardó cuidadosamente el
papel, depositó todo en un pupitre y lo cerró con llave. Se me figuró después
que comenzaba a serenarse, pero su primer entusiasmo había desa-parecido del
todo y su expresión parecía más bien concentrada que burlona. A medida que la
noche avanzaba, se absorbía más en su meditación, y ninguna de mis palabras
bastó para distraerlo de ella. Al principio había tenido intención de pasar la
noche en la choza, como lo había hecho más de una vez, pero, al ver a mi amigo
de tan mal humor, juzgué más oportuno retirarme. No hizo esfuerzo alguno para
detenerme, pero cuando me marchaba me estrechó la mano con más cordialidad que
de costumbre.
Al cabo de un mes, poco
más o menos, durante el cual no había sabido nada de Legrand, recibí en
Charleston la visita de su servidor, Júpiter. Jamás había visto al buen negro
tan abatido y temí que hubiera ocurrido alguna desgracia a mi amigo.
-¿Qué tenemos, Jup? (lo
llamaba así por abreviatura) -le pregunté. ¿Cómo está tu amo?
-A decir verdad, señor,
no tan bueno como debería.
-¿Que no está bueno? Lo
siento de veras, pero ¿de qué se queja?
-¡Ah! Ésta es la
cuestión; no se queja nunca de nada, pero esto no impide que esté muy enfermo.
-¡Muy enfermo, Júpiter!
¿Por qué no lo dices de una vez? ¿Está en cama?
-No, no, ni en cama ni en
ninguna parte, y esto es lo que me inquieta sobre la suerte de mi pobre amo
Guillermo.
-Júpiter, quisiera
comprender todo lo que me estás contando; dices que tu amo está enfermo y debo
suponer que te habrá indicado cuál es su mal.
-¡Oh, señor, es inútil
cavilar! Mi amo dice que no tiene absolutamente nada, pero, si es así, ignoro
por qué va de una parte a otra siempre pensativo, con la vista en el suelo, la
cabeza baja, el cuerpo encorvado y pálido como un difunto. Tampoco me explico
que siempre esté escribiendo cifras y más cifras.
-¿Cifras dices, Júpiter?
-Sí, señor, cifras y
signos en una pizarra; estos últimos son los más extraños que he visto en mi
vida. Comienzo a tener miedo y siempre tengo que estar con la vista fija en mi
amo. El otro día se me escapó antes de salir el sol y ya no volví a verlo en
todo el santo día. Yo tenía preparado un palo para administrarle un fuerte
correctivo, pero soy tan animal que después me faltó el valor. ¡Parece tan
desgraciado!
-Bien mirado, creo que
debes ser indulgente con el pobre Guillermo; es preciso no apelar al látigo,
Júpiter, pues no se halla en estado de resistirlo. Pero, dime, ¿no puedes
imaginar tú lo que ha ocasionado esa enfermedad o, más bien, ese cambio de
conducta? ¿Le ha ocurrido algún incidente desagradable desde que os visité?
-No, mi amo; nada enojoso
ha ocurrido "desde" entonces, pero "antes" sí, o por lo
menos lo temo; fue el día en que usted nos visitó.
-¡Cómo! ¿Qué quieres
decir?
-Me refiero al
escarabajo; esto es todo.
-¡Al escarabajo!
-Sí, estoy seguro de que
lo ha picado a mi amo en la cabeza.
-¿Y qué motivo tienes
para suponer eso?
-No le faltan pinzas ni tampoco
boca, y aseguro a usted que jamás he visto un escarabajo tan endiablado, pues
agarra todo cuanto se pone a su alcance y muerde. Mi señor Guillermo fue quien
le agarró, pero hubo de soltarlo muy pronto, sin duda porque lo había picado.
El aspecto de ese escarabajo y su boca no me hacían gracia y por eso no quise
tomarlo con los dedos; me serví de un papel y, al envolverlo, le puse un
pedacito en la boca.
-¿Y crees tú que el
escarabajo ha picado verdaderamente a tu amo y que ésta es la causa de su enfermedad?
-Yo no creo nada; lo sé.
¿Por qué sueña siempre con el oro sino porque lo ha picado ese bicho? Ya he
oído yo hablar de esos insectos.
-Pero ¿cómo sabes tú que
tu amo sueña con el oro?
-¿Cómo lo sé? Porque
habla de ello aunque esté durmiendo; así lo he sabido.
-Hasta cierto punto
puedes tener razón, Júpiter, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy tu
visita?
-¿Qué quiere usted decir,
señor?
-¿Me traes algún mensaje
de Legrand?
-No, señor, lo que traigo
es esto -contestó Júpiter entregándome una carta.
El escrito decía lo
siguiente:
Querido amigo:
¿Por qué no he podido verlo desde hace tanto tiempo? Espero que no
será tan niño para haberse resentido por haberme mostrado brusco en un instante
dado cuando me hizo su última visita: esto no es nada probable.
Desde que lo vi a usted me ha inquietado mucho cierto asunto. Deseo
decirle alguna cosa, pero apenas sé cómo hacerlo, ni sé tampoco si lo haré.
He estado algo indispuesto hace días, y el pobre Júpiter me molesta
de una manera insoportable a pesar de su buen deseo y sus atenciones. ¿Querrá
usted creer que el otro día había preparado un palo para castigarme porque me
escapé y estuve todo el día solo en medio de las colinas? A fe mía, creo que
sólo mi mal aspecto me libró del correctivo.
Nada he agregado a mi colección desde que nos vimos la última vez.
Vuelva usted con Júpiter, si puede hacerlo sin crearse molestias.
Venga usted, venga usted; deseo verlo esta noche para un asunto grave y le aseguro
que es de la "más alta" importancia.
Su
affmo.
GUILLERMO LEGRAND.
En el estilo de aquella
carta había algo que me causó mucha inquietud, porque difería completamente
del que Legrand solía usar. ¿En qué diablos soñaba? ¿Qué nueva manía se habría
apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál sería el asunto de tan "alta
importancia" de que me hablaba? La relación de Júpiter no presagiaba nada
bueno, y temí que la continua presión que el infeliz sufría hubiera trastornado
al fin el juicio de Legrand. Sin vacilar un momento me preparé, por lo tanto,
para acompañar al negro.
Al llegar al muelle
observé que en el fondo de la barca que debía conducirnos había una hoz y tres
azadones, todos nuevos.
-¿Qué significa eso,
Júpiter? -pregunté al negro.
-Se trata de una hoz y
unos azadones.
-Ya lo veo, pero ¿qué
hace eso aquí?
-Mi amo Guillermo me dijo
que comprara estos útiles en la ciudad, y por cierto que me cuestan bien caros.
¡Para qué diablo tendrá que comprar él semejantes utensilios!
-Cierto, en nombre del
cielo, ¿qué ha de hacer tu amo con la hoz y las azadas?
-Me pregunta usted más de
lo que yo sé y no creo que él sepa tampoco lo que ha de hacer; el diablo me
lleve si no estoy convencido de ello, pero todo esto viene del escarabajo.
Viendo que no podía sacar
nada en claro interrogando a Júpiter, cuyo pensamiento parecía absorto por el
insecto, salté a la embarcación y desplegué la vela. Una fuerte brisa nos
impelió bien pronto hacia la pequeña ensenada que se halla al norte del fuerte
Moultrie y después de recorrer unas dos millas llegamos a la cabaña. Eran las
tres de la tarde, poco más o menos, y Legrand nos esperaba con viva
impaciencia; me estrechó la mano con cierta agitación nerviosa que me alarmó y
esto fue suficiente para que me confirmara en mis nacientes sospechas. Estaba
pálido como un espectro y en sus ojos, naturalmente muy hundidos, noté un
brillo extraordinario. Después de indagar acerca de su salud, le pregunté, no
hallando otra cosa mejor que decir, si el teniente G. le había devuelto al fin
su escarabajo.
-¡Sí, sí! -replicó
sonrojándose; lo recogí a la mañana siguiente, pues por nada del mundo me
separaría del insecto. ¿Sabe usted que Júpiter tiene razón?
-¿De qué? -pregunté con
un triste presentimiento en el corazón.
-Al suponer que es un
escarabajo de verdadero oro.
Legrand dijo esto con una
seriedad que me afligió mucho.
-Ese escarabajo -continuó
mi amigo con sonrisa de triunfo- está destinado a ser el origen de mi fortuna y
a reintegrarme mis posesiones de familia. ¿Se ha de extrañar, pues, que lo estime
en tan alto precio? Puesto que la fortuna ha tenido a bien concedérmelo, debo
utilizarlo convenientemente y llegaré hasta el oro de que es indicio. Júpiter,
tráemelo.
-¿Qué? ¿El escarabajo?
Mejor quiero no tener nada que ver con él; ya sabrá usted tomarlo con su propia
mano.
Legrand se levantó con
aire grave y majestuoso y fue a buscar el insecto, que estaba depositado bajo
un globo de cristal. Era un magnífico escarabajo, desconocido de los
naturalistas en aquella época y que debía de ser de mucho valor desde un punto
de vista científico. Se caracterizaba principalmente por tener en una de las
extremidades del dorso dos manchitas negras y redondas, y en la otra una de
forma prolongada; los élitros, en extremo duros y brillantes, parecían
efectivamente de oro bruñido; el cuerpo era muy pesado y, a decir verdad, la
opinión de Júpiter no dejaba de ser razonable. Lo extraño era que Legrand se
aviniese con Júpiter sobre este punto; no podía comprenderlo y aunque se hubiese
tratado de salvar mi existencia me habría sido imposible descifrar el enigma.
-Lo he enviado a buscar
-me dijo con tono solemne cuando hube acabado de examinar el escarabajo- para
pedirle consejo y auxilio a fin de llevar a cabo la empresa que mi suerte y ese
insecto me deparan...
-Querido Legrand -repuse
al punto, interrumpiéndolo, seguramente no está usted bien y le convendría
mucho más adoptar algunas precauciones. Acuéstese ahora mismo y yo permaneceré
aquí algunos días hasta que se restablezca. Sin duda lo aqueja la fiebre y...
-Tome usted el pulso
-replicó.
Lo hice así y, a decir
verdad, no reconocí el menor síntoma de fiebre.
-Pero podría usted estar
enfermo sin tener calentura -repuse; permítame sólo por esta vez servirle de
médico; ante todo, váyase a la cama y después...
-Se engaña usted
-interrumpió; estoy tan bueno como podría esperarse, a pesar de mi estado de
excitación y, si realmente quiere usted verme del todo restablecido, fácil le
será ayudarme.
-¿Qué se ha de hacer para
eso?
-Es muy fácil: Júpiter y
yo vamos a emprender una expedición a las colinas y necesitamos el auxilio de
una persona de toda confianza. Usted es esa única persona, y ya sea que fracase
nuestra empresa, ya sea que alcance buen resultado, la excitación que en mí ve
usted ahora desaparecerá.
-Deseo vivamente servirle
en todo -repuse, pero ¿tendrá ese infernal escarabajo algo que ver con nuestra
expedición a las colinas?. Ciertamente.
-Entonces, amigo Legrand,
me es imposible cooperar en una empresa tan completamente absurda.
-Lo siento, lo siento mucho,
porque será preciso arreglarnos solos.
-¡Solos! -exclamé. ¡Ah!
¡El desgraciado está loco! Pero veamos: ¿cuánto tiempo durará su ausencia?
-Probablemente toda la
noche; vamos a marchar al punto y, sea como quiera, volveremos cuando salga el
sol.
-iY me promete que una
vez satisfecho su capricho, respecto al asunto del escarabajo, volverá usted a
casa y se someterá puntualmente a mis prescripciones, cual si fuesen las de su
médico?
-Sí, se lo prometo, y
ahora en marcha, pues no hay tiempo que perder.
Acompañé a Legrand con el
corazón entristecido: a las cuatro salíamos de la cabaña, acompañados de
Júpiter, que llevaba la hoz y las azadas, pareciéndome que el negro insistía
en cargar con aquellos instrumentos más bien por no verlos en manos de su señor
que por un exceso de complacencia. Por lo demás, Júpiter estaba de muy mal
humor y durante todo el camino sólo le oí pronunciar las palabras:
"¡maldito escarabajo!" Yo era portador de dos linternas sordas, y, en
cuanto a Legrand, se había contentado con el insecto, que llevaba pendiente de
la extremidad de un bramante, haciéndole dar vueltas a cada momento, con cierto
aire misterioso. Cuando observé este síntoma supremo de locura en mi pobre
amigo, apenas pude contener las lágrimas, pero pensé que más valdría satisfacer
su capricho, al menos por el momento, o hasta que pudiera adoptar algunas
medidas enérgicas con probabilidades de éxito. Sin embargo traté de sondear a
mi amigo, aunque inútilmente, respecto al objeto de la expedición; había
conseguido que lo acompañara y parecía poco dispuesto a trabar conversación
sobre un asunto de tan poca importancia. A todas mis preguntas sólo contestaba:
-Ya lo veremos.
Atravesamos en un bote la
caleta que hay en la punta de la isla y, franqueando los terrenos montañosos de
la orilla opuesta, nos dirigimos hacia el noroeste, cruzando un país
horriblemente salvaje y desolado, donde era imposible reconocer la menor huella
humana. Legrand avanzaba resuelta-mente, deteniéndose sólo de vez en cuando
para consultar ciertas indicacio-nes, hechas al parecer precisamente por él
mismo.
Así anduvimos unas dos
horas y ya iba a ponerse el sol cuando penetramos en una región mucho más
siniestra de todo lo hasta entonces visto: era una especie de meseta situada
cerca de la cima de una montaña espantosamente escarpada, cubierta de bosque
desde la base hasta la cumbre y llena de enormes peñascos esparcidos al acaso,
muchos de los cuales se habrían precipitado sin duda en los valles inferiores a
no ser por los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos que cortaban el
terreno en diversos sentidos comunicaban al conjunto cierto carácter de lúgubre
solemnidad.
La plataforma natural a
que habíamos trepado estaba tan obstruida por las raíces que al punto vimos que
sin la hoz no hubiera sido posible abrirnos paso. Júpiter, obedeciendo a las
órdenes de su amo, se ocupó en practicar una senda hasta el pie de un árbol
tulipán gigantesco que se elevaba, entre ocho o diez encinas, en la plataforma;
aventajaba a sus compañeros y a cuantos árboles había visto hasta entonces no
solo por la belleza de su forma y de su follaje, sino por el desarrollo mismo
de sus ramas, así como por su aspecto majestuoso. Cuando llegamos al pie de
este árbol, Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de
trepar. El viejo negro pareció aturdirse al oír estas palabras y pasaron
algunos instantes sin que contestara; después se acercó al enorme tronco, dio
la vuelta alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Terminado el
reconocimiento, se limitó a contestar simplemente:
-Sí, mi amo; Jup no ha
visto árbol ninguno a que no pueda trepar.
-¡Vamos, pues, sube, y
pronto! Dentro de poco estará demasiado oscuro para ver lo que hacemos.
-¿Hasta dónde he de
subir, mi amo? -preguntó Júpiter.
-Por ahora trepa al
tronco; después te diré por dónde has de ir. ¡Ah! ¡Espera un instante! Agarra
el escarabajo.
-¡El escarabajo, señor!
-gritó el negro retrocediendo de espanto. ¿Para qué he de llevarlo al árbol?
¡Así me condene si lo hago!
-Jup, si tienes miedo, tú
que eres tan corpulento y robusto, si te atemoriza tocar un pequeño insecto
muerto e inofensivo, llévalo con este bramante; si no lo tomas de un modo u
otro, me veré en la dura necesidad de abrirte la cabeza con este azadón.
-¡Dios mío! -exclamó
Júpiter, a quien la vergüenza hizo más complaciente. ¡Siempre inquieta usted a
su pobre negro! Lo que he dicho es una broma: a mí no me atemoriza nada el
escarabajo ni me da cuidado alguno.
Al decir esto, agarró con
precaución la extremidad del bramante y, manteniendo el insecto tan lejos de su
persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a trepar por el árbol.
El árbol tulipán o
"Liriodendron tulipiferum", el árbol más magnífico que se encuentra
en los bosques americanos, por lo menos en su juventud, tiene el tronco
singularmente liso y se eleva con frecuencia a gran altura sin ramas laterales;
pero cuando llega a su madurez, la corteza se hace rugosa y desigual y de ella
brotan pequeños rudimentos de ramas en gran número. Por eso la operación de
escalarlo era en aquel caso mucho menos difícil de lo que parecía. Júpiter,
abarcando el enorme cilindro con brazos y rodillas, tomándose con las manos a
varias ramas salientes y apoyando los pies en otras, subió hasta la primera
bifurcación y entonces creyó haber dado cima a su tarea. En efecto, lo más
difícil estaba hecho ya, pues el buen Júpiter se hallaba a sesenta o setenta
pies del suelo.
-¿Por qué lado he de ir
ahora, mi amo Guillermo? -preguntó.
-Sigue siempre la rama
más gruesa, la de este lado -contestó Legrand.
El negro obedeció
prontamente, y al parecer sin mucho trabajo; continuó subiendo más y más, hasta
que al fin su cuerpo, recogido y agachado, desapareció en la espesura del
follaje y quedó del todo invisible. Entonces se oyó su voz lejana, que decía:
-¿Tengo que subir más
aún?
-iA qué altura estás?
-preguntó Legrand.
-A tal elevación -replicó
Júpiter- que puedo ver el cielo a través de la cima del árbol.
-No te ocupes ahora del
cielo -repuso mi amigo- y fija la atención en lo que voy a decirte. Mira el
tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por esta parte.
-Una, dos, tres, cuatro,
cinco; por aquí he pasado cinco ramas gruesas, mi amo.
-Entonces trepa a la
siguiente.
A los pocos minutos se
oyó de nuevo su voz, anunciando que acababa de alcanzar la séptima rama.
-Ahora, Jup -gritó
Legrand, presa de una evidente agitación- es preciso que busques el medio de
avanzar por esa rama tanto como te sea posible, y, si ves alguna cosa singular,
dímelo.
Las pocas dudas que yo
había tratado de conservar en relación con la demencia de mi pobre amigo
desaparecieron del todo al oír lo que decía. No podía menos de considerarlo
como atacado de enajenación mental y comencé a inquietarme de veras sobre los
medios de conducirlo a su cabaña. Mientras meditaba lo que sería mejor hacer,
se oyó de nuevo la voz de Júpiter:
-Temo mucho -decía-
aventurarme demasiado lejos por esta rama, porque está muerta casi en toda su
longitud.
-¿Has dicho que es una
rama muerta, Júpiter? -preguntó Legrand con voz temblorosa por la emoción.
-Sí, mi amo, muerta como
mi abuelo; está bien muerta y del todo seca.
-¿Qué haremos, en nombre
del cielo? -preguntó Legrand, que parecía presa de una verdadera desesperación.
-¿Qué haremos? -repetí
yo, satisfecho por tener aquella oportunidad de pronunciar una palabra
razonable. Lo mejor será volver a la cabaña y acostarnos; vamos, amigo mío, sea
usted razonable; es tarde ya y debe recordar su promesa.
-Júpiter -gritó Legrand
sin dar atención alguna a mis palabras, ¿me oyes?
-Sí, mi amo; lo oigo
perfectamente.
-Corta un poco de corteza
con tu cuchillo y dime si está muy podrida.
-Sí, bastante -contestó
poco después el negro- pero no tanto como podría estarlo. Me será posible
avanzar un poco más por la rama, aunque para esto he de ir solo.
-¡Solo! ¿Qué quieres
decir?
-Hablo del escarabajo,
que es muy pesado; si lo soltase, la rama me sostendría sin romperse.
-¡Grandísimo tunante!
-gritó Legrand, que parecía haberse serenado. ¿Qué disparates estás diciendo?
Si dejas caer el insecto te retorceré el cuello. ¡Atención, Júpiter! ¿Me oyes?
-Sí, mi amo, pero no debe
usted tratar así a su pobre negro.
-¡Pues bien, escúchame
ahora! Si te aventuras en la rama todo cuanto puedas sin peligro y sin soltar
el escarabajo, te regalaré un duro apenas bajes.
-Ya voy, mi amo
Guillermo; ya llego -gritó a poco Júpiter; estoy cerca de la extremidad.
-¡De la extremidad!
-exclamó Legrand con acento más cariñoso. ¿Lo dices de veras?
-Sí, señor; falta muy
poco para llegar, pero... ¡oh, oh, oh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Qué hay en el
árbol?
-¿Qué es eso? -gritó
Legrand en el colmo de la alegría.
-Pues nada menos que una
calavera; alguno ha dejado la cabeza en el árbol y los cuervos se han comido
toda la carne.
-¿Un cráneo, dices? ¡Muy
bien! ¿Cómo está sujeto a la rama? ¿Cómo está retenido?
-¡Oh! está bien
asegurado, pero permítame usted mirar bien. ¡Ah! ¡vaya una cosa rara! En la
calavera hay un clavo muy grande que la sujeta al tronco.
-¡Muy bien! Ahora,
Júpiter, harás exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
-Sí, señor.
-Pues cuidado; busca el
ojo izquierdo de la calavera.
-¡Oh, oh! Esto sí que es
particular; no tiene ojo izquierdo.
-¡Maldito estúpido! ¿No
sabrás distinguir la mano derecha de la izquierda?
-Sí, ya sé; mi mano
izquierda es la que uso para cortar la leña.
-Porque serás zurdo; tu
ojo izquierdo está en el lado de tu mano izquierda, y dicho esto supongo que
podrás encontrar el de la calavera o, más bien, el sitio donde estaba. ¿Lo has
encontrado?
Hubo aquí una larga pausa
y al fin oímos a Júpiter que decía:
-Entiendo que el ojo
izquierdo de la calavera ha de estar en el lado de la mano izquierda, pero aquí
no hay manos... No importa, ya he hallado el ojo. ¿Qué se ha de hacer ahora?
-Introduce el escarabajo
por el agujero y deja correr el bramante todo lo posible, pero cuidado con
soltar la extremidad.
-Ya está hecho, señor;
era muy fácil pasar el escarabajo por el agujero; mire usted cómo baja.
Durante este diálogo, la
persona de Júpiter había permanecido invisible, pero el insecto aparecía ahora
en la extremidad del cordel y brillaba como una bola de oro bruñido, iluminado
por los últimos rayos del sol poniente, que también nos permitía ver un poco a
nuestro alrededor. El escarabajo se deslizaba entre las ramas y, si Júpiter lo
hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand tomó al punto la hoz,
segó las hierbas en un espacio circular de tres o cuatro varas de diámetro, precisamente
debajo del insecto, y terminada la operación ordenó a Júpiter que soltase la
cuerda y bajara del árbol.
Con el más escrupuloso
cuidado, mi amigo clavó en tierra una estaca, exactamente en el sitio donde el
escarabajo había caído, sacó del bolsillo una cinta de medir, la sujetó por
una extremidad en la parte del tronco del árbol más próximo a la estaca y la
desenrolló en la dirección dada por estos dos puntos en una distancia de
cincuenta pies. Entre tanto, Júpiter despejaba el terreno con la hoz. En el
punto así hallado, mi amigo clavó una segunda estaca y, tomándola como centro,
trazó toscamente un círculo de cuatro pies de diámetro poco más o menos;
después empuñó una azada y, dándonos a Júpiter y a mí las otras dos, nos rogó
que caváramos con toda la actividad posible.
A decir verdad, jamás
había tenido yo afición a semejante ejercicio y en aquel caso hubiera preferido
ser mero espectador, pues la noche avanzaba y me aquejaba ya algo la fatiga por
efecto de nuestra excursión, pero no veía medio de substraerme y temí perturbar
con una negativa la prodigiosa serenidad de mi pobre amigo. Si hubiera podido
contar con el auxilio de Júpiter, no habría vacilado en conducir por fuerza a
su vivienda al pobre loco; mas conocía demasiado bien el carácter del anciano
negro para esperar su ayuda en el caso de una lucha personal con su amo. No
dudaba que Legrand tenía el cerebro alterado por alguna de las innumerables
supersti-ciones del sur relativas a los tesoros sepultados y que su
preocupación se alimentaba seguramente por el hallazgo del insecto o tal vez
por la obstinación de Júpiter en sostener que era un escarabajo de oro
verdadero. Una imaginación inclinada a la locura podía muy bien dejarse dominar
por semejantes sugestiones, sobre todo si convenía con ideas favoritas
preconcebidas; por otra parte recordaba las palabras del pobre hombre cuando
dijo que el escarabajo era "indicio de su fortuna". Me acosaba la
inquietud y no sabía qué partido tomar, mas al fin resolví hacer de tripas
corazón, como vulgarmente se dice, y cavar con la mejor voluntad, para
convencer cuanto antes al visionario, por una demostración ocular, de lo
absurdo de sus ensueños.
Encendidas las linternas,
se dio principio a la tarea con una animación y un celo dignos de mejor causa,
y, como la luz se reflejase en nuestras personas y en los útiles, no pude
menos de pensar que formábamos un grupo verdaderamente pintoresco: si alguien
hubiera pasado casualmente por allí habría pensado que nos ocupábamos en un
trabajo muy sospechoso.
Cavamos de firme durante
dos horas en un mutismo casi ininterrumpido, pero nos inquietaban los ladridos
del perro, el cual parecía interesarse mucho en nuestro trabajo. Al fin
alborotó de tal manera que temimos que alarmara a los merodeadores que por allí
pudieran estar, o más bien Legrand fue quien lo temió, pues yo me hubiera
regocijado de toda interrupción que me hubiese permitido conducir a mi amigo a
su cabaña. Por fin cesó el ruido, gracias a Júpiter, que, lanzándose fuera del
agujero con enojo y resolución, ató con una cuerda el hocico del perro, a guisa
de bozal, y volvió a continuar su trabajo con una sonrisa de triunfo.
Al cabo de dos horas
habíamos alcanzado una profundidad de cinco pies, sin que apareciera ningún
indicio de tesoro. Hicimos una pausa y yo esperaba que aquella comedia tocaría
a su fin, pero Legrand, aunque evidente-mente desconcertado, se enjugó la frente
con aire pensativo y empuñó de nuevo el azadón. El agujero ocupaba ya toda la
extensión del círculo de cuatro pies de diámetro; traspasamos ligeramente este
límite y se cavó a la profundidad de dos pies más. Mi buscador de oro, a quien
yo compadecía sincera-mente, saltó por fin fuera del agujero con expresión
desesperada y se decidió poco a poco y como a su pesar a recoger su casaca, de
la cual se había despojado para trabajar. En cuanto a mí, me guardé bien de
hacer ninguna observación. A una señal de su amo, Júpiter comenzó a recoger
los útiles; después se desató la boca al perro y emprendimos la marcha
silenciosamente.
Apenas habríamos andado
diez pasos y ya Legrand, profiriendo una espantosa blasfemia, se precipitó
sobre Júpiter y lo agarró por el cuello. El pobre hombre, estupefacto por aquel
ataque, abrió los ojos y la boca cuanto pudo, soltó los azadones y cayó de
rodillas.
-¡Bribón! -gritó Legrand,
haciendo rechinar los dientes, ¡maldito negro, pícaro, tunante, habla, yo te
lo mando, y, sobre todo, no mientas! ¿Cuál es tu ojo izquierdo?
-iMisericordia, amo
Guillermo!, ¿no es éste? -contestó Júpiter espantado, poniendo su dedo sobre el
órgano derecho de la visión y manteniéndolo allí, como si temiera que su amo
se lo arrancase.
-¡Ya me lo temía yo, ya
me lo temía! ¡Hurra! -gritó después Legrand, soltando al negro y ejecutando una
serie de saltos y cabriolas, con no poco asombro de Júpiter, que al levantarse
comenzó a mirarnos alternativamente a su amo y a mí. Vamos -añadió mi amigo,
es preciso volver; aún no hemos perdido la partida.
Y emprendió de nuevo la
marcha hacia el árbol tulipán.
-Júpiter -dijo, cuando hubimos
llegado al pie del árbol, ven aquí. ¿Está el cráneo clavado en la rama con la
cara vuelta hacia afuera o hacia el interior del árbol?
-Hacia afuera, señor, de
modo que los cuervos han podido comerse los ojos sin la menor molestia.
-Muy bien, dime ahora si
has hecho pasar el escarabajo por este ojo o por éste.
Y Legrand tocaba
alternativamente los dos órganos de la visión de su criado.
-Por éste, señor, por el
izquierdo, como usted me lo encargó. Y Júpiter señalaba otra vez su ojo
derecho.
-¡Vamos, vamos!; es
preciso comenzar de nuevo.
Entonces mi amigo, en
cuya locura veía yo, o creía ver, algunos indicios de método, tomó la estaca
clavada en el sitio donde antes había caído el escarabajo y fue a colocarla
tres pulgadas más allá de su primera posición. Extendiendo otra vez su cuerda
desde el punto más próximo del tronco hasta la estaca, como lo había hecho
antes, y desenrollándola en línea recta a la distancia de cincuenta pies,
marcó un nuevo punto, distante algunas varas de aquel donde habíamos cavado al
principio.
Alrededor de este nuevo
centro, Legrand trazó una circunferencia un poco más amplia que la primera, y
acto seguido se dio principio a la excavación. Yo estaba completamente rendido,
pero, sin darme cuenta de lo que producía un cambio en mi pensamiento, no
experimentaba ya tan marcada aversión al trabajo que se me imponía; lejos de
ello, me interesaba y hasta me excitaba. Tal vez hubiese en toda la
extravagante conducta de Legrand cierto aire deliberado, cierta expresión
profética que me impresionaron al fin. Cavé con ardimiento y de vez en cuando
buscaba con la vista, poseído de un sentimiento semejante a la esperanza,
aquel tesoro imaginario, cuya visión había enloquecido a mi pobre compañero. En
uno de los momentos en que más preocupado estaba y cuando habíamos trabajado ya
hora y media, nos interrumpieron los fuertes ladridos del perro: su inquietud de
antes no había sido evidentemente más que el resultado de un capricho o de una
loca alegría, pero esta vez tenía un carácter más expresivo. En el instante en
que Júpiter se esforzaba para sujetarle el hocico con un cordel opuso una
furiosa resistencia y, saltando al hoyo, comenzó a escarbar la tierra con una
especie de frenesí. A los pocos segundos dejó descubierto un montón de
osamentas humanas que formaban dos esqueletos enteros y, mezclados con varios
botones de metal, unos fragmentos que nos parecieron de lana podrida y
deshilachada. Dos o tres golpes de azadón hicieron saltar la hoja de un puñal
de grandes dimensiones; seguimos cavando y muy pronto vimos tres o cuatro
monedas de oro y plata.
Júpiter no pudo contener
su alegría mientras las facciones de su amo expresaban la más viva
contrariedad. Sin embargo, nos suplicó que persistiéramos en nuestros
esfuerzos y, apenas acababa de hablar, tropecé y caí de bruces; la punta de mi
bota se había enredado en un anillo de hierro, en parte oculto por la tierra.
Entonces proseguimos
nuestro trabajo con el mayor ardor; jamás había pasado yo diez minutos poseído
de tan viva exaltación y durante este intervalo desenterramos del todo un cofre
de madera de forma oblonga que, a juzgar por lo bien conservado que estaba y
por su admirable dureza, debía de haberse sometido a un proceso de
mineralización, tal vez con el bicloruro de mercurio. Aquel cofre medía tres
pies y medio de longitud por tres de ancho y dos y medio de profundidad, y
estaba sólidamente protegido por placas de hierro forjado que formaban como una
red. A cada lado del cofre, cerca de la tapa, se veían tres argollas de hierro
por medio de las cuales hubieran podido llevarse seis personas. Todos nuestros
esfuerzos reunidos no bastaron para arrancarlo de su lecho y al punto
reconocimos la imposibilidad de cargar con tan enorme peso. Afortunadamente la
tapa no estaba sujeta más que por dos cerrojos, los cuales descorrimos,
palpitantes de ansiedad. En el mismo instante se ofreció a nuestra vista un
tesoro deslumbrante, de incalculable valor; los rayos de luz de las linternas,
reflejándose en el foso, hacían brotar de un confuso montón de oro y piedras
preciosas mil relámpagos y fulgores que ofuscaban nuestra vista.
No trataré de describir
los sentimientos que me agitaban al contemplar aquel tesoro. Diré solamente
que me dominaba, sobre todo, el estupor. Legrand, desfallecido al parecer por
su excitación misma, sólo pronunció algunas palabras, y en cuanto a Júpiter,
su rostro palideció tan mortalmente como era posible en un negro; parecía
petrificado, aturdido; pero, arrodillándose muy pronto al pie del foso,
sepultó en el oro sus brazos desnudos y los dejó allí largo tiempo como si
disfrutase de las voluptuosi-dades de un baño; después exhaló un profundo
suspiro y murmuró, como hablando consigo mismo:
-iY todo esto viene del
escarabajo de oro! ¡Precioso escarabajo! ¡Pobre insecto, al que yo injuriaba y
calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti, infame negro?
Fue preciso, sin embargo,
despertar, por así decirlo, a mi amigo y a Júpiter, para hacerles comprender
que urgía llevarnos el tesoro. Ya era tarde y debíamos desplegar mucha
actividad si se quería trasladarlo todo a casa antes del amanecer. No sabíamos
qué partido tomar y se perdía mucho tiempo en deliberaciones; tanto era el
desorden de nuestras ideas. Por último se resolvió aligerar el cofre, sacando
las dos terceras partes de su contenido, y así se pudo, aunque no sin trabajo,
arrancarlo de su agujero. Los objetos extraídos se colocaron entre la maleza,
confiados a la custodia del perro, al que Júpiter recomendó enérgicamente que
no se moviera de aquel sitio por ningún concepto ni abriese la boca hasta
nuestro regreso. Entonces emprendimos la marcha con el cofre y llegamos a la
cabaña sin accidente, pero rendidos de cansancio; era la una de la madrugada y,
como estábamos desfallecidos, se descansó hasta las dos; cenamos y nos
dirigimos de nuevo a las montañas, provistos de tres grandes sacos que, por
fortuna, Legrand conservaba en su vivienda. Un poco antes de las cuatro
estábamos ya junto al foso, nos repartimos con toda la igualdad posible el
resto del botín y, sin tomarnos la molestia de llenar el hoyo, emprendimos la
vuelta: al rayar la aurora depositábamos por segunda vez la preciosa carga,
quedando terminadas así nuestras operaciones.
Estábamos quebrantados,
pero la profunda excitación nos impidió descansar; después de un sueño inquieto
de tres o, cuatro horas nos levantamos los tres, como de común acuerdo, para
proceder al examen de nuestro tesoro.
El cofre estaba lleno
hasta los bordes y pasamos todo el día y la mayor parte de la noche sólo para
inventariar su contenido. No se notaba orden alguno en la colocación; sin duda
se había echado todo allí confusamente pero, después de hacer una clasificación
minuciosa, nos encontramos con una fortuna que excedía en mucho nuestras
esperanzas. Se contaban en especie más de 450 mil dólares, calculando el valor
de las piezas al tipo más bajo, según el cambio de la época; no había ninguna
partícula de plata; todo era oro antiguo, monedas francesas, españolas y
alemanas, algunas guineas inglesas y varias medallas en nada parecidas a las
que habíamos visto hasta entonces. Encontramos además varias monedas muy
grandes y pesadas, pero tan desgastadas ya que no nos fue posible descifrar las
inscripciones: no se halló ninguna americana. En cuanto a la apreciación de
las alhajas, fue cosa más difícil: contamos hasta ciento diez diamantes, todos
grandes, y algunos de ellos magníficos; había además dieciocho rubíes de
notable brillo; trescientas diez esmeraldas, verdaderamente soberbias;
veintidós zafiros y un ópalo. Todas estas piedras preciosas se habían arrancado
al parecer de sus monturas para echarlas confusamente en el cofre; estas
últimas, que nosotros separamos del oro en moneda, parecían haber sido
machacadas a martillazos, sin duda con el objeto de que no se pudieran
reconocer. Además de todo esto, encontramos un considerable número de adornos
de oro macizo; cerca de doscientos anillos o pendientes; magníficas cadenas, en
número de treinta, si mal no recuerdo; ochenta y tres crucifijos muy grandes y
pesados; cinco incensarios de oro de gran valor; una enorme ponchera del mismo
metal, adornada de hojas de vid y figuras de bacantes muy bien cinceladas; dos
empuñaduras de espada de exquisito trabajo y una infinidad de otros artículos
más pequeños de los que no me acuerdo ya. El peso de todos estos objetos
excedía de trescientas cincuenta libras, sin contar ciento noventa y siete
relojes de oro magníficos, de los cuales tres valían por lo menos quinientos
duros cada uno. Varios de ellos eran muy antiguos y no tenían ningún valor como
artículos de relojería porque las máquinas se habían resentido más o menos por
la acción corrosiva de la tierra, pero todos estaban ricamente adornados de
piedras preciosas y sólo las cajas representaban un gran valor. Aquella misma
noche evaluamos el contenido total del cofre en millón y medio de dólares, pero
más tarde, cuando calculamos el valor de las alhajas y de las piedras
preciosas, después de guardar algunas para nuestro uso personal, reconocimos
que habíamos hecho un cálculo demasiado bajo.
Concluido al fin el
inventario y mitigada nuestra exaltación, Legrand, viendo que me agitaba la
impaciencia por conocer la solución de aquel prodigioso enigma, tuvo a bien
detallar minuciosamente todas las circunstancias que a él se referían.
-¿Recuerda usted -me
dijo- la noche en que le enseñé el tosco bosquejo que había hecho del
escarabajo? Sin duda no habrá olvidado que me asombró mucho su insistencia en
sostener que mi dibujo se parecía al de una calavera. La primera vez que usted
lo dijo, yo creía que se chanceaba; después recordé las manchas particulares
que el escarabajo tenía el dorso y reconocí que su observación no carecía de
algún fundamento, pero su ironía, respecto a mis facultades gráficas, me
irritó, pues se me consideraba como un artista regular y, cuando usted me
entregó el pedazo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo, en un movimiento
de cólera, y arrojarlo al fuego.
-Supongo que se refiere
usted al pedazo de papel -repuse yo.
-Sí, parecía papel, en
efecto, y yo mismo lo tomé al principio por tal, pero, cuando quise dibujar en
él, reconocí al punto que era un pedazo de pergamino muy delgado. Recordará
usted que estaba muy sucio; en el momento mismo en que iba a estrujarlo, mis
ojos se fijaron en el dibujo, y ya comprenderá usted cuál fue mi asombro al
distinguir la imagen positiva de una calavera en el mismo sitio donde yo creía
haber dibujado un insecto. En el primer momento quedé tan aturdido que no pude
reflexionar con acierto; sabía que mi croquis se diferenciaba de aquel nuevo
dibujo por todos sus detalles, aunque hubiese cierta analogía en el contorno
general, y entonces tomé la luz, fui a sentarme al otro lado de la habitación y
analicé más atentamente el pergamino. Al volverle vi mi propio dibujo en el
reverso, exactamente como lo había trazado; mi primera impresión fue la
sorpresa, pues noté una analogía verdaderamente notable en el contorno, y era
singular coincidencia que la imagen de una calavera, desconocida para mí,
ocupase el otro lado del pergamino, al dorso de mi diseño, asemejándose tan
exactamente a este último, no solamente por el contorno, sino también por la
dimensión. Digo que la singularidad de aquella coincidencia me aturdió en el momento,
como suele suceder en semejantes casos, un enlace de causa y efecto, y, siendo
impotente para conseguirlo, sufre una especie de parálisis momentánea. Sin
embargo, cuando me recobré de mi estupor, se vigorizó en mi ánimo poco a poco
una convicción que me asombró casi tanto como aquella coincidencia: comencé a
recordar distinta y positivamente que no había ningún dibujo en el pergamino
cuando yo hice mi diseño del escarabajo y mi certidumbre era tanto mayor cuanto
que me acordaba de haberlo vuelto por uno y otro lado para buscar el espacio
más limpio. Si la calavera hubiese sido visible, me habría llamado la atención
infaliblemente: en esto había un misterio que me juzgué incapaz de descifrar,
pero, desde aquel momento, me pareció que se hacía ya una débil claridad en las
regiones más profundas y secretas de mi entendimiento, una especie de gusano
de luz intelectual, una concepción embrionaria de la verdad, de la cual hemos
tenido tan magnífica demostración la otra noche. Me levanté resueltamente,
guardé con mucho cuidado el pergamino y suspendí toda reflexión hasta el
momento en que pudiera estar solo.
Apenas se marchó usted y
cuando Júpiter estuvo bien dormido, me entregué a una investigación más
metódica de la cuestión, y por lo pronto quise explicarme de qué modo había
caído en mis manos aquel pergamino. El sitio donde encontramos el escarabajo
se halla en la costa del continente, como a una milla al este de la isla, pero
a corta distancia más arriba del nivel de la marea alta; cuando recogí el
insecto, me mordió con fuerza y lo solté, pero Júpiter, con su acostumbrada
prudencia, antes de poner la mano sobre el escarabajo, que voló hacia el negro,
buscó a su alrededor una hoja o alguna cosa análoga para agarrarlo. En aquel
momento fue cuando su mirada y la mía se fijaron en el pedazo de pergamino que
yo tomé entonces por papel; estaba medio sepultado en la arena, con una punta
afuera, y cerca del sitio donde lo hallamos vi los restos del casco de una
embarcación grande, restos de naufragio que sin duda estaban allí hacía mucho
tiempo, pues apenas podía reconocerse ya la forma de la construcción.
Júpiter recogió el
pergamino, envolvió el insecto y me lo dio. Poco después nos dirigíamos hacia
la cabaña; encontré al teniente G., le enseñé el insecto y me rogó que le
permitiera llevarlo al fuerte; consentí en ello y lo guardó en el bolsillo de
su chaleco, sin el pergamino, el cual conservaba yo en la mano mientras que G.
examinaba el insecto. Tal vez temió que yo cambiara de parecer y juzgó prudente
asegurar por lo pronto el escarabajo, pues ya sabe usted que se enloquece por
la historia natural y cuanto a ella se refiere. Es evidente que entonces, y sin
pensar, me guardé el pergamino en el bolsillo.
Ya recordará usted que
cuando me senté a la mesa para hacer un diseño del escarabajo no encontré papel
en el sitio donde se suele poner; registré el cajón inútilmente y, buscando
después en los bolsillos alguna carta vieja, mis dedos tocaron el pergamino.
Detallo minuciosamente todas las circunstancias que lo pusieron en mis manos,
porque estas circunstancias me pre-ocuparon después singularmente.
Sin duda me tendrá usted
por un visionario, pero advierta que yo había establecido ya una especie de
conexión, uniendo dos anillos de una gran cadena: un barco destrozado en la
costa, y no lejos un pergamino, no un papel, con la imagen de una calavera.
Naturalmente, podría usted preguntarme dónde está la conexión, pero a esto
contestaría que el cráneo o la calavera es el emblema bien conocido de los
piratas, que en todos sus combates izan el pabellón con esa fúnebre insignia.
Le he dicho a usted que
era un pedazo de pergamino y no de papel; el primero es una cosa duradera, cosa
indestructible, y rara vez se escoge para documentos de poca importancia,
puesto que satisface mucho menos que el papel las necesidades ordinarias de la
escritura y del dibujo. Esta reflexión me indujo a pensar que debía de haber
en la calavera algún sentido miste-rioso y no dejó de llamarme también la
atención la forma del pergamino. Aunque estuviese destruida una de sus puntas
por algún accidente, se reconocía que su primitiva figura debe de haber sido
oblonga: era una de esas fajas que se eligen para escribir, para extender un
documento importante o una nota que se trata de conservar largos años.
-Pero -interrumpí yo-
usted dice que el cráneo no estaba en el pergamino cuando dibujó el escarabajo,
y, siendo así, ¿cómo ha podido establecer una relación entre el barco y la
calavera, puesto que esta última, según su propia confesión, se debe de haber
dibujado, Dios sabe cómo y por quién, posteriormente a su croquis del insecto?
-¡Ah!, en esto estriba
todo el misterio, aunque me costó poco, relativamente, resolver este punto del
enigma. Mi método era seguro, no podía conducirme sino a un resultado, y yo
razoné así: cuando dibujé mi escarabajo no había señal alguna de cráneo en el
pergamino; terminado mi diseño, se lo entregué a usted, sin perderlo de vista
hasta que me lo devolvió, y de consiguiente no era usted quien había dibujado
la calavera ni tampoco se hallaba allí ninguna otra persona que lo hubiese
hecho. No se había creado, pues, por la acción humana, y sin embargo la calavera
estaba allí.
Llegado a este punto de
mis reflexiones, me esforcé para recordar y recordé con toda exactitud los
incidentes ocurridos en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría
-¡feliz casualidad!- y en la chimenea ardía un buen fuego; yo tenía bastante
calor gracias al ejercicio y me senté junto a la mesa, mientras que usted
acercó su silla a la chimenea. En el momento de entregarle el pergamino y
cuando usted iba a examinarlo, mi perro Wolf entró y se le echó encima, como
de costumbre; usted lo acariciaba con la mano izquierda, procurando apartarlo,
y dejaba pendiente la derecha, la que tenía el pergamino, entre sus rodillas y
el fuego. Por un momento creía que la llama lo alcanzaría e iba a decirle que
tuviese cuidado, pero retiró el brazo antes de que yo pudiera hablar y dio
usted principio a su examen. Cuando hube tomado en consideración todas estas
circunstancias, no dudé un momento que el calor fuera el agente que había hecho
aparecer en el pergamino la calavera cuya imagen veía. Ya sabe usted que hay, y
hubo en todo tiempo, preparados químicos por medio de los cuales se pueden
trazar en el papel o en la vitela caracteres que no son visibles sino cuando se
someten a la acción del calor. Algunas veces se emplea el zafre desleído en
agua regia primero, y después en una cantidad de agua común cuatro veces mayor,
de lo cual resulta un tinte verde: el régulo de cobalto, disuelto en espíritu
de nitro, da un color rojo, y tanto éste como aquél se desvanecen durante más o
menos tiempo después de haberse enfriado la substancia con que se escribió,
pero reaparecen a voluntad por la nueva aplicación del calor.
Entonces examiné la
calavera con el mayor cuidado: los contornos exteriores, o sea los más
inmediatos al borde del pergamino, se distinguían mucho mejor que los otros, y
como esto demostraba evidentemente que la acción del calor había sido
imperfecta o desigual, encendí al punto fuego y sometí cada parte a un calor
abrasador. Al principio, esto no produjo más efecto que reforzar las líneas
algo pálidas de la calavera; pero, continuando la operación, vi aparecer en un
ángulo de la faja, diagonalmente opuesto a aquel en que se había trazado la
calavera, una figura que me pareció la de una cabra; un examen más atento me
permitió convencerme de que se había querido dibujar un cabrito.
-¡Ah, ah! -exclamé yo,
¡no tengo derecho a burlarme de usted, pues millón y medio de dólares no es
cosa para chancearse; pero supongo que no tratará usted de agregar un tercer
anillo a su cadena, pues no hallará relación alguna especial entre sus piratas
y una cabra. Sabido es que los piratas no tienen nada que ver con esos
animales.
-¿No acabo de
manifestarle que la figura no era la de una cabra?
-¡Bien! Vaya por el
cabrito, pero es casi la misma cosa.
-Casi, mas no del todo
-replicó Legrand. Tal vez haya oído usted hablar de cierto capitán Kidd: yo
consideré al punto la figura del animal como una especie de firma logogrífica o
jeroglífica (Kid, 'cabrito'), y digo firma porque el lugar que ocupaba en el
pergamino sugería naturalmente esta idea. En cuanto a la calavera, situada en
el ángulo diagonalmente opuesto, parecía un sello o estampilla, pero quedé desconcertado
por la falta del cuerpo mismo de mi documento; es decir, del texto.
-Presumo que esperaba
usted encontrar una carta entre el timbre y la firma.
-Alguna cosa así. El
hecho es que me dominó irresistiblemente el presentimiento de que me hallaba a
punto de adquirir una inmensa fortuna. No sabría decirle por qué; bien mirado,
quizás era más bien un deseo que una creencia positiva; pero le aseguro que la
absurda frase de Júpiter, cuando dijo que el escarabajo era de oro, influyó
singularmente en mi imaginación. Por otra parte, esa serie de coincidencias era
en realidad extraordinaria. ¿Ha observado usted todo cuanto hay de fortuito en
el asunto? Ha sido necesario que todos esos incidentes ocurrieran en el único
día del año que fue lo bastante frío para que se necesitara encender fuego, sin
el cual, y a no mediar la intervención del perro en el preciso momento en que
se presentó, jamás hubiera tenido yo conocimiento de la calavera, ni poseído,
por lo tanto, ese rico tesoro.
-Adelante, adelante, que
estoy en brasas.
-Pues bien, usted tendrá,
sin duda, cono-cimiento de muchas historias que circulan, de mil rumores vagos
referentes a tesoros escondidos en algún punto de la costa del Atlántico por
Kidd y sus asociados; todos estos rumores debían de tener algún fundamento, y
el hecho de que persistieran tantos años probaba, en mi opinión, que el tesoro
continuaba sepultado. Si Kidd hubiera escondido su botín durante cierto tiempo
y lo hubiese recobrado después, esos rumores no habrían llegado sin duda hasta
nosotros bajo su forma actual e invariable. Le advierto que en las citadas
historias se habla siempre de pesquisas y no de tesoros encontrados. Si el
pirata hubiese recogido su dinero, ya no se hubiera hablado más del asunto. Me
parecía que algún accidente, como por ejemplo la pérdida de la nota que
indicaba el lugar preciso en que se hallaba el tesoro, pudo privarlo de los
medios de encontrarlo; supuse también que este accidente, habiendo llegado a
conocimiento de sus compañeros, los induciría a practicar investigaciones,
infructuosas por carecer de los datos necesarios, y que esto dio origen a
rumores y cuentos. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un importante tesoro
descubierto en la costa?
-Jamás.
-Es notorio, sin embargo,
que Kidd había acumulado inmensas riquezas; yo consideraba como cosa segura que
la tierra las guardaba aún y no le extrañará mucho que yo abrigase una
esperanza, sí, una esperanza que llegaba casi a la certidumbre, y era que el
pergamino tan singularmente hallado contendría la indicación desaparecida del
lugar donde se hizo el depósito.
-Pero ¿cómo ha procedido
usted?
-Sometí otra vez el
pergamino al fuego después de aumentar el calor, pero como no apareciese cosa
alguna, pensé que la capa de grasa podría ser muy bien el motivo del mal
resultado; entonces limpié cuidadosamente, vertiendo encima agua en
ebullición, lo coloqué en una cacerola de hoja de lata y puse esta última sobre
un hornillo con bastante fuego. A los pocos minutos la cacerola se había
calentado, retiré el pergamino y observé con indecible alegría que presentaba
en varios sitios unas señales análogas a cifras expuestas en línea. Volví a
echar mi documento en la cacerola, lo dejé en ella un minuto más y cuando lo
saqué estaba exactamente como va usted a verlo.
Diciendo así, Legrand
calentó de nuevo el pergamino y lo sometió a mi examen. Pude ver entonces los
siguientes caracteres en rojo, toscamente trazados, entre la calavera y la
figura del cabrito.
53##+305))6*;4826)4#)4#);806*;48
+8▪60))85;1#(;:#*8+83(88)5*+;46(;88
*96*?;8)*# (;485);5*+2:*#(;4956*2(5*
-4)8▪8*;4069285);)6+8)4##;1(#9;48081;
8:8#1;48+85;4)485+528806*81(#9;
48;(88;4(#?34;48)4#;161;:188;
#?;
-Pero -dije devolviendo a
Legrand el pergamino- ¿qué diablos es esto? Maldito si lo entiendo. Si me
hubieran de dar todos los tesoros de Golconda por la solución de este enigma,
estoy seguro de que no los adquiriría.
-Y sin embargo -repuso
Legrand- la solución no es seguramente tan difícil como cualquiera podría
creerlo a primera vista. Esos caracteres, como es fácil adivinar, forman una
cifra; es decir, tienen un sentido; pero a juzgar por lo que sabemos de Kidd,
yo no podía suponerlo capaz de confeccionar una muestra de criptografía muy
abstrusa. Supuse desde luego, pues, que esto era una cuestión sencilla, por más
que a un tosco marino le pudiese parecer insoluble sin la clave.
-iY ha resuelto usted ese
enigma realmente?
-Con mucha facilidad, y
he resuelto otros mil veces más complicados. Las circunstancias y cierta
inclinación de espíritu me han conducido a interesarme en esa especie de
enigmas, y es verdaderamente dudoso que el ingenio humano pueda inventar uno
tan difícil en ese género que su solución no esté al alcance de otro ingenio,
si hace un estudio profundo. En consecuencia, cuando hube conseguido
establecer una serie de caracteres legibles, ni siquiera pensé que pudiera ser
difícil hallar el significado.
En el caso actual como en
todos los de escritura secreta, lo primero que se ha de buscar es el
"idioma de la cifra", pues los principios de solución,
particularmente cuando se trata de las cifras más sencillas, dependen del
genio o de la índole de cada lengua y pueden modificarse. Por regla general no
hay más remedio que tantear sucesivamente, guiándose por las probabilidades,
todos los idiomas que uno conozca, hasta que se encuentre el bueno; es decir,
el que da la cifra; pero en el caso presente, toda la dificultad en este punto
quedaba resuelta por la firma. El jeroglífico sobre la palabra "Kidd"
no es posible sino en la lengua inglesa; a no mediar esta circunstancia,
habría comenzado por el castellano y el francés, por ser los idiomas que un
pirata de aguas españolas debía haber empleado naturalmente para guardar su
secreto, pero en nuestro caso me pareció que el criptograma debía ser inglés.
Observará usted que no
hay espacios entre las palabras; si hubieran existido, el trabajo se habría
simplificado mucho; entonces hubiera comen-zado por hacer un análisis de las palabras
más cortas y me habría bastado encontrar, como siempre es probable, una palabra
de una sola letra, "a o I”[ii] (uno, yo), por
ejemplo, para considerar la solución como resuelta, pero, no habiendo espacios,
me era preciso determinar cuáles eran los signos predominantes y los menos
frecuentes.
Los conté todos y formé
la siguiente nota:
La cifra
|
8
|
se
encuentra
|
33
|
veces
|
"
|
;
|
"
|
26
|
"
|
"
|
4
|
"
|
19
|
"
|
"
|
#y)
|
"
|
16
|
"
|
"
|
"
|
13
|
"
|
|
"
|
5
|
"
|
12
|
"
|
"
|
6
|
"
|
11
|
"
|
"
|
(
|
"
|
10
|
"
|
La cifra
|
+ y 1
|
se
encuentra
|
8
|
veces
|
"
|
0
|
"
|
6
|
"
|
"
|
9 y 2
|
"
|
5
|
"
|
"
|
: y 3
|
"
|
4
|
"
|
"
|
¿
|
"
|
3
|
"
|
"
|
▪
|
"
|
2
|
"
|
"
|
-y
|
"
|
1
|
"
|
Ahora bien, la letra que
en inglés se halla más a menudo es la e;
las demás sigueneneste orden: a o i d h n
r s t v y c f g l m w b k p q x z.
La e predomina tan visiblemente que es raro encontrar una frase de
cierta longitud en que no figure con carácter especial.
Tenemos, pues, al
comenzar, una base de operaciones que nos ofrece algo más que simples
conjeturas. Evidente es el uso general que de esta tabla podemos hacer, mas
para esa cifra particular no nos servirá de mucho. Siendo la cifra predominante
el 8, la tomaremos por la e del alfabeto
natural, y, para comprobar esta suposición, veamos si el 8 es a veces doble,
pues la e se duplica muy a menudo en
inglés, como por ejemplo en las palabras "meet, fleet, seen, been,
agree", etcétera. En el caso presente vemos que el 8 es doble cinco
veces, a pesar de ser muy corto el criptograma.
En consecuencia, esa
cifra representará la e. Sentado
esto, como de todas las palabras de la lengua la más usada es the, debemos ver si se encuentra repetida
varias veces la misma combinación de tres caracteres, siendo el 8 el último de
ellos, y si hallamos repeticiones de ese género, representarán muy
probablemente la palabra the (el o la).
Hecha la comprobación, resulta que la encontramos siete veces, siendo los
signos ;48. Podemos suponer, por lo tanto, que; representa la t, el 4 la h y el 8 la e: el valor
de esta última se halla pues confirmado de nuevo, y con esto hemos dado un gran
paso.
Sólo se ha determinado
una palabra, pero ésta nos proporciona un dato mucho más importante, como es
conocer el principio y la terminación de otras palabras. Veamos, por ejemplo,
el penúltimo caso en que se presenta la combinación ; 48, casi al fin de la
cifra: sabemos que el signo; que sigue inmediatamente es el principio de una
palabra, y de los seis caracteres que se hallan después del the, conocemos ya
cinco. Substituimos ahora estos caracteres por las letras que representan,
dejando un espacio para el desconocido.
t eeth
Por lo pronto debemos
separar el th, por no poder formar
parte de la palabra que comienza por la primera t, pues vemos, probando sucesivamente todas las letras del
alfabeto para llenar el blanco, que es imposible formar una palabra en que
figure la th. Reduzcamos, pues,
nuestros caracteres a
t ee
y recorriendo de nuevo
todo el alfabeto, si es necesario, resultará que la palabra tree ('árbol') es
la única versión posible. Así obtenemos una nueva letra, la r, representada por (, y además dos
palabras juntas, the tree ('el árbol').
Un poco más lejos
encontramos la combinación; 48, de la cual nos servimos como determinación de
lo que precede, lo cual nos da lo siguiente:
the tree; 4(#? 34 the,
o substituyendo los signos por las letras correspondientes que conocemos:
the tree thr #? 3 h the.
o substituyendo los signos por las letras correspondientes que conocemos:
the tree thr #? 3 h the.
Si los caracteres
desconocidos se reemplazan ahora con blancos o puntos, resultará:
the tree thr...h the,
de lo que se desprende
por sí misma la palabra through ('por', 'a través'): este descubrimiento nos da
tres letras más,
o u g, representadas por #? y 3.
Busquemos ahora
atentamente en el criptograma combinaciones de caracteres conocidos y se
hallará no lejos del principio la combinación siguiente:
83 (88 o egree,
que es evidentemente la
terminación de la palabra degree
('grado'), que nos da ya otra letra más, la d,
representada por +.
Cuatro letras después de
la palabra degree se halla la combinación
;46(;88*,
cuyos caracteres
conocidos traduciremos, representando el incógnito por un punto; esto nos dará:
th. rtee.
Combinación que nos
sugiere desde luego la palabra thirteen
('trece'), y nos da dos nuevas letras i
y n, representadas por 6 y*.
Volvamos ahora al
principio del criptograma: vemos la combinación
53##+,
que traducida como ya lo
hemos hecho nos da
.good,
lo cual nos demuestra que
la primera letra es una a, y que las dos primeras palabras significan a good ('un buen', o 'una buena').
Para evitar toda
confusión, convendrá ahora apuntar nuestros descubrimientos en forma de tabla,
lo cual nos dará un principio de clave:
5
|
representa
|
a
|
+
|
"
|
d
|
8
|
"
|
e
|
3
|
"
|
g
|
4
|
"
|
h
|
6
|
"
|
i
|
*
|
"
|
n
|
#
|
"
|
o
|
(
|
"
|
r
|
;
|
"
|
t
|
Tenemos, pues, diez de
las letras más importantes, y creo inútil proseguir la solución con todos sus
detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerlo de que las cifras de
esta naturaleza son fáciles de explicar y para darle idea del análisis razonado
que sirve para desenredarlas, pero tenga por cierto que la presente muestra es
una de las más sencillas de la criptografía. Réstame sólo ahora darle a usted
la traducción completa del documento como si hubiéramos descifrado
sucesivamente todos los caracteres. Aquí está:
"A good glass in the
bishop's hostel in the devil's seat fortyone degrees and thirteen minutes
northeast and by north main branch seventh limb east side shoot from the left
eye of the death's head a beeline from the tree through the shot fifty feet
out."
(Un buen cristal en el
palacio del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grado y trece minutos
nordeste cuarto al norte principal tronco rama séptima lado este tírese desde
el ojo izquierdo de la calavera una línea a plomo desde el árbol a través del
tiro cincuenta pies fuera.)
-Pero -dije yo- el enigma
me parece tan oscuro como antes. ¿Qué sentido se puede encontrar en toda esa
jerigonza de "silla del diablo, calavera y palacio del obispo"?
-Convengo en que la cosa
parece muy embrollada a primera vista -replicó Legrand. Lo primero que hice fue
buscar en la frase las divisiones naturales que estaban en el espíritu del que
escribió el documento.
-¿Quiere usted decir la
puntuación?
-Eso es.
-Pero ¿cómo es posible?
-Reflexioné que el
escritor se impuso como regla reunir sus palabras sin división alguna, como
para que fuera más difícil la solución. Ahora bien, el hombre que no sea muy
sutil se inclinará casi siempre, en semejante caso, a traspasar los límites
comunes: cuando en el curso de su escrito llega a una interrupción del sentido,
que naturalmente exigiría una pausa o un punto, tiene empeño en estrechar los
caracteres más que de costumbre, y si usted examina el documento reconocerá con
facilidad que hay acumulación de caracteres en cinco partes.
(Un buen cristal en el
palacio del obispo, en la silla del diablo - cuarenta y un grados y trece
minutos -nordeste cuarto al norte- tronco principal de la séptima rama del
lado este -tírese desde el ojo izquierdo de la calavera- una línea a plomo
desde el árbol a través del tiro cincuenta pies fuera.)
-A pesar de esa división
-repliqué- me quedo a oscuras.
-Lo mismo me sucedió a mí
durante algunos días -repuso Legrand. En ese tiempo practiqué muchas
investigaciones en la inmediación de la isla de Sullivan respecto a un
edificio que debía de llamarse Palacio
del Obispo, pues no hice aprecio de la antigua ortografía de la palabra
"hostel", y no habiendo obtenido dato alguno, me disponía a ensanchar
la esfera de mis pesquisas, para proceder de una manera más sistemática, cuando
cierta mañana recordé repentinamente que el Palacio del Obispo (Bishop's hostel) podría referirse muy
bien a la antigua familia apellidada Bessop, que desde tiempo inmemorial poseía
un antiguo castillo situado a cuatro millas al norte de la isla. En
consecuencia fui a la plantación e hice varias preguntas a los negros más
ancianos de la localidad; entre ellos encontré una vieja que me aseguró haber
oído hablar de un sitio conocido con el nombre de Bessop's Castle (Castillo de Besop), y añadió que podría
conducirme, pero que aquello no era castillo ni posada y sí sólo una roca
grande.
Le ofrecí pagarle bien la
molestia, y después de vacilar un poco consintió en acompañarme hasta el
sitio. Pronto divisamos la roca sin mucha dificultad y, habiendo despedido a mi
guía, comencé a examinar aquel paraje. El tal castillo se reducía a un conjunto
irregular de picos y rocas, una de las cuales era tan notable por su altura como
por su aislamiento y configuración casi artificial; trepé a la cima y al
llegar a ella me vi algo apurado sobre lo que debería hacer.
Cuando reflexionaba sobre
esto, mis miradas se fijaron en una estrecha saliente del lado oriental de la
roca, como a una vara bajo el sitio donde me había colocado; esta saliente,
proyectándose a unas diez y ocho pulgadas, apenas tenía más de un pie de
anchura, y una especie de nicho socavado en el pico le comunicaba tosca
semejanza con las sillas de respaldo cóncavo usadas por nuestros antecesores.
No dudé que aquella fuese la Silla del Diablo de que se hacía mención en
el manuscrito y me pareció que ya tenía todo el secreto del enigma.
Ya sabía yo que el buen
cristal no podía significar otra cosa sino un anteojo de larga vista, pues rara
vez emplean nuestros marinos esa palabra en otro sentido, y al punto comprendí
que era preciso servirse en este lugar de un anteojo, colocándose en sitio
determinado, sin admitir ninguna variación. Ahora bien: las frases cuarenta y un grado y trece minutos y
nordeste cuarto al norte debían indicar la dirección que era preciso dar al
anteojo; sobre esto no vacilé un instante y, muy preocupado por tales
descubrimientos, corrí a mi casa en busca de un anteojo y volví a la roca.
Deslizándome sobre la
cornisa, eché de ver que no era posible estar sentado sino en cierta posición,
y el hecho confirmó mis conjeturas. Entonces me pareció necesario servirme del
anteojo, pensando que los cuarenta y un
grados y trece minutos no podían referirse, naturalmente, sino a la
elevación sobre el horizonte sensible, puesto que la dirección horizontal
estaba claramente indicada por las palabras nordeste
y cuarto al norte. Sirviéndome de una brújula de bolsillo, busqué esa
dirección, y después, apuntando con toda la exactitud posible por aproximación
a un ángulo de cuarenta y un grados de altura, le moví cuidadosamente de arriba
abajo y viceversa, hasta que mi atención se fijó en una especie de agujero
circular o de claraboya practicada en el follaje de un corpulento árbol que
dominaba a todos los demás en la extensión visible. En el centro de aquel
agujero divisé un punto blanco, mas al pronto no pude distinguir lo que era;
después de ajustar el foco de mi anteojo, miré de nuevo y pude asegurarme al
fin de que era un cráneo humano.
Este descubrimiento me
infundió la mayor confianza y desde aquel instante consideré el enigma
resuelto, pues la frase tronco principal,
séptima rama, lado este no podía referirse sino a la posición del cráneo
en el árbol, y la otra: tírese desde el
ojo izquierdo de la calavera, no admitía tampoco más. que una
interpretación, tratándose de buscar un tesoro escondido.
-Todo eso -dije yo- es
sumamente claro, a la vez que ingenioso, sencillo y explícito. ¿Y qué hizo
usted después de retirarse del Palacio
del Obispo?
-Después de observar
cuidadosamente mi árbol, su forma y su posición, volví a casa. Apenas hube
bajado de la Silla del Diablo, el agujero circular
desapareció y desde ninguna parte me fue entonces posible verlo. Esto es lo que
me parece más ingenioso en toda esta combinación, el hecho de que la abertura
circular (he repetido la prueba varias veces y me he convencido de ello) no es
visible sino desde el punto, desde la estrecha cornisa que hay en el flanco de
la roca.
En esa expedición al Palacio del Obispo me había seguido
Júpiter, que observaba sin duda algunas semanas mi continua preocupación y
tenía el mayor cuidado de no dejarme solo, pero al día siguiente me levanté muy
temprano, pude escaparme y corrí a las montañas en busca de mi árbol. Cuando
volví a casa por la noche, Júpiter se disponía a darme una paliza, y del resto
de la aventura no necesito hablar, pues presumo que está usted tan bien
informado como yo.
-Supongo -dije- que al
practicar nuestras primeras excavaciones equivocaría usted el sitio por la
torpeza de Júpiter, que dejó caer el escarabajo por el ojo derecho del cráneo,
en vez de hacerlo por el izquierdo.
-Precisamente: de ese
error resultaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en
la posición del tiro; es decir, en la de la estaca cercana al árbol. Si el
tesoro se hubiese encontrado debajo de ese mismo punto, el error no habría
tenido importancia, pero el lugar donde caía el tiro y el punto más cercano al
tronco sólo servían para establecer una línea de dirección, y naturalmente el
error, muy ligero al principio, aumentaba en proporción con la longitud de
dicha línea; de modo que cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta
pies,tenía ya grandes proporciones. Sin la idea fija que me dominaba y la
seguridad de que había por allí positivamente algún tesoro oculto, hubiéramos
perdido todo nuestro trabajo.
-Presumo que la fantasía
de la calavera, de dejar caer el tiro a través del ojo de la calavera, le fue
sugerida a Kidd por la bandera pirata. Sin duda sentía una especie de
consistencia poética al recuperar su dinero a través de esta ominosa insignia.
-Quizás... sin embargo,
no puedo evitar pensar que el sentido común tuvo tanto que ver en el asunto
como la consistencia poética. Para ser visible desde el asiento del diablo, era
necesario que el objeto, si pequeño, fuera blanco; y no hay nada como una
calavera humana para retener e incluso aumentar su blancura bajo exposición de
todas las vicisitudes del tiempo.
-Pero ¿qué significaban
su énfasis, su actitud solemne cuando balanceaba el escarabajo y todas sus
extravagancias? Creí que estaba verdaderamente loco. Tampoco me explico su
empeño en hacer pasar por la calavera el insecto en vez de una bala.
-¡Pardiez! Si he de ser
franco, le diré que me sentía algo picado por sus sospechas respecto al estado
de mi espíritu y resolví castigarlo tranquilamente, a mi modo, haciendo un
poco de comedia. He aquí por qué balanceaba el escarabajo y quise dejarlo caer
desde lo alto del árbol. La observación que usted me hizo sobre su singular
peso me sugirió esta idea.
-Sí, ya comprendo, y
ahora sólo queda un punto por explicar. ¿Qué diremos de los esqueletos hallados
en el agujero?
-¡Ah!, ésta es una
cuestión que no podría resolver mejor que usted; sólo veo una manera plausible
de explicarla y mi hipótesis implica una atrocidad tal que es horrible creer
en semejante hecho. Claro está que Kidd -pues no dudo que él fue quien escondió
el tesoro- debió de buscar auxiliares que lo ayudaran en su trabajo, pero,
terminado éste, juzgaría oportuno suprimir a los que poseían su secreto. Dos
golpes de azadón, descargados cuando sus ayudantes se hallaban aún en la fosa,
fueron tal vez suficiente para ello o quizás necesitara una docena. ¿Quién nos
lo dirá?
1.011. Poe (Edgar Allan)
[i] La pronunciación de la palabra antennae ('antenas'), hace que Júpiter
cometa una equivocación, pues cree que se habla de estaño: Dey aint no tin in
him ('no hay estaño en él'); es un equívoco intraducible. El negro de aquel
país hablará siempre en una especie de patois, inglés que no sería posible
imitar con el patois del negro francés, así como el bajo normando o el bretón no
traduciría el irlandés. (N. del T)
[ii]
En inglés la letra "a" significa 'uno-una', y la letra
"I", significa 'yo'.
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