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domingo, 22 de diciembre de 2013

El viejo caballo

En nuestra finca había un viejo lla­mado Pimén Timofeich. Había cumplido noventa años. Vivía con un nieto. Es­taba encorvado y andaba muy lentamen­te, apoyándose en un cayado. Tenía la boca desdentada y la cara surcada de arrugas. Le temblaba el labio inferior. Al caminar o al hablar, solía mover los la­bios; pero no se podía entender lo que decía.
Eramos cuatro hermanos; y a todos nos gustaba montar a caballo. Pero como no teníamos caballos mansos, sólo nos dejaban montar uno muy viejo. llamado Voronok.
Un día mamá nos dió permiso para montar a caballo; y fuimos a la cuadra acompañados de nuestro ayo. El coche­ro ensilló a Voronok. Mi hermano ma­yor montó el primero. Cabalgó mucho rato por la era y alrededor del jardín.
-¡Date una carrera al galope! -le gri­tamos, cuando hubo vuelto.
Mi hermano acució al caballo, dándole golpes con los pies y con el látigo; y partió a galope tendido, pasando junto a nosotros.
Después fué mi segundo hermano quien montó. También cabalgó mucho rato; y, acuciando a Voronok, a fuerza de latigazos, subió el cerro al galope. Tenía intención de seguir montando; pero mi tercer hermano dijo que le to­caba a él. Dió una vuelta por la era, por el jardín y por toda la aldea. Vol­vió a la cuadra, a galope tendido, pa­sando por el cerro. Cuando se acercó a nosotros, Voronok jadeaba y su cuello se había oscurecido, a causa del sudor.
Al llegar mi turno, quise sorprender a mis hermanos, demos-trándoles que sa­bía montar muy bien; y acucié a Vo­ronok, con todas mis fuerzas; pero el caballo se negó a salir de la cuadra. Irritado, le pegué latigazos y lo golpeé con los pies. Procuraba pegar en los si­tios -que más le dolieran. Se me rompió el látigo. Con el trozo que me quedaba en la mano, golpeé al caballo. Entonces me acerqué al ayo, para pedirle un lá­tigo más resistente.
-Ya has cabalgado bastante, bájate. ¿Por qué atormentas así al caballo? -me dijo.
-¡Pero si todavía no he montado! Ahora verá cómo lo voy a hacer galopar. Déme otro látigo, por favor; quiero ex­citarle -repliqué, ofendido.
-No tienes corazón. ¿Para qué vas a excitar al caballo? Está agotado; ape­nas puede respirar. Es muy viejo. Tiene veinte años ya. Se le podría comparar con Pimén Timofeich. Es como si mon­taras sobre éste y lo obligaras a correr a fuerza de latigazos. ¿No te daría lás­tima?
Al recordar a Pimén Timofeich, obe­decí a mi ayo y me apeé. Pero sólo al ver al caballo jadeante y con los flan­cos cubiertos de sudor, comprendí el esfuerzo que hacía para llevar a un ji­nete. Antes me había figurado que Vo­ronok se divertía, lo mismo que yo. Me dió tanta pena de él, que cubrí de besos su cuello sudoroso; y le pedí per­dón por haberlo maltratado.
Desde entonces, siempre recuerdo a Voronok y a Pimén Timofeich; y me da pena ver maltratar a los caballos.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

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