En nuestra finca había un
viejo llamado Pimén Timofeich. Había cumplido noventa años. Vivía con un
nieto. Estaba encorvado y andaba muy lentamente, apoyándose en un cayado.
Tenía la boca desdentada y la cara surcada de arrugas. Le temblaba el labio
inferior. Al caminar o al hablar, solía mover los labios; pero no se podía
entender lo que decía.
Eramos cuatro hermanos; y
a todos nos gustaba montar a caballo. Pero como no teníamos caballos mansos,
sólo nos dejaban montar uno muy viejo. llamado Voronok.
Un día mamá nos dió
permiso para montar a caballo; y fuimos a la cuadra acompañados de nuestro ayo.
El cochero ensilló a Voronok. Mi
hermano mayor montó el primero. Cabalgó mucho rato por la era y alrededor del
jardín.
-¡Date una carrera al
galope! -le gritamos, cuando hubo vuelto.
Mi hermano acució al
caballo, dándole golpes con los pies y con el látigo; y partió a galope
tendido, pasando junto a nosotros.
Después fué mi segundo
hermano quien montó. También cabalgó mucho rato; y, acuciando a Voronok, a
fuerza de latigazos, subió el cerro al galope. Tenía intención de seguir
montando; pero mi tercer hermano dijo que le tocaba a él. Dió una vuelta por
la era, por el jardín y por toda la aldea. Volvió a la cuadra, a galope
tendido, pasando por el cerro. Cuando se acercó a nosotros, Voronok jadeaba y su cuello se había
oscurecido, a causa del sudor.
Al llegar mi turno, quise
sorprender a mis hermanos, demos-trándoles que sabía montar muy bien; y acucié
a Voronok, con todas mis fuerzas;
pero el caballo se negó a salir de la cuadra. Irritado, le pegué latigazos y lo
golpeé con los pies. Procuraba pegar en los sitios -que más le dolieran. Se me
rompió el látigo. Con el trozo que me quedaba en la mano, golpeé al caballo.
Entonces me acerqué al ayo, para pedirle un látigo más resistente.
-Ya has cabalgado
bastante, bájate. ¿Por qué atormentas así al caballo? -me dijo.
-¡Pero si todavía no he
montado! Ahora verá cómo lo voy a hacer galopar. Déme otro látigo, por favor;
quiero excitarle -repliqué, ofendido.
-No tienes corazón. ¿Para
qué vas a excitar al caballo? Está agotado; apenas puede respirar. Es muy
viejo. Tiene veinte años ya. Se le podría comparar con Pimén Timofeich. Es como
si montaras sobre éste y lo obligaras a correr a fuerza de latigazos. ¿No te
daría lástima?
Al recordar a Pimén
Timofeich, obedecí a mi ayo y me apeé. Pero sólo al ver al caballo jadeante y
con los flancos cubiertos de sudor, comprendí el esfuerzo que hacía para llevar
a un jinete. Antes me había figurado que Voronok
se divertía, lo mismo que yo. Me dió tanta pena de él, que cubrí de besos su
cuello sudoroso; y le pedí perdón por haberlo maltratado.
Desde entonces, siempre
recuerdo a Voronok y a Pimén
Timofeich; y me da pena ver maltratar a los caballos.
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
buenisima
ResponderEliminarla recomioendo chupelo
ResponderEliminarperdon era gracias chicos
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