Capitulo I
En el Cáucaso servía un
oficial llamado Jilin. Un día recibió una carta de su casa. Su anciana madre
le escribía: "He envejecido mucho, y me gustaría verte, querido hijo,
antes de morir. Ven a despedirte de mí. Cuando me muera, podrás volver al
servicio. Te he buscado una novia; es buena e inteligente y tiene dote. Si te
gusta te podrás casar con ella y quedarte aquí para siempre."
Jilin empezó a pensar:
"En efecto, mi madre es muy vieja. Tal vez no se me presente otra ocasión
para verla. Es mejor que vaya ahora. Además, si me gusta la novia que me ha
encontrado, me casaré."
Fué a ver al coronel,
para pedirle permiso. Se despidió de sus compañeros, ofreció vodka a sus
soldados, y se dispuso a partir.
Por aquel entonces había
guerra en el Cáucaso. Ni de día ni de noche se podía transitar por los campos.
Apenas se alejaba de la fortaleza algún ruso, los tártaros lo mataban o se lo
llevaban prisionero a las montañas.
Dos veces por semana los
soldados guías escoltaban a la gente que hacía el recorrido de una fortaleza a
otra.
Era en verano. De
madrugada, se habían reunido algunos carros tras de la fortaleza; y, en cuanto
llegaron los soldados, se pusieron en camino. Jilin iba montado a caballo, y
el carro que transportaba sus cosas formaba parte del convoy.
Tenían que recorrer
veinticinco verstas. El convoy
avanzaba despacio; tan pronto se detenían los soldados como se rompía el eje de
alguna rueda o se paraba un caballo, y había que esperar.
Era ya mediodía; pero el
convoy sólo había recorrido la mitad del camino Se elevaban columnas de polvo,
hacía mucho calor, y el sol abrasaba y no había dónde refugiarse.
Iban por un camino que
atravesaba la estepa desierta, sin árboles ni arbustos
Jilin se había adelantado
y se detuvo a esperar el convoy. Oyó el son de la corneta: el convoy se paraba
de nuevo. Entonces pensó: "Estoy por irme solo. Tengo un buen caballo; si
los tártaros me atacan, huiré. ¿O no debo hacerlo?"
Entre tanto se le acercó,
montado a caballo, el oficial Kostylin, que traía un fusil.
-Vámonos los dos solos,
Jilin. No puedo aguantar más. Tengo hambre y hace un calor insoportable. Mi
camisa está empapada de sudor -dijo.
Era un hombre alto,
grueso colorado.
-¿Está cargado tu fusil? -preguntó
Jilin, después de pensar un rato.
-Sí.
-Bueno; entonces,
vámonos. Pero nuestro convenio será no separarnos.
Cabalgaron, camino
adelante. Según atravesaban la estepa, charlaban mirando hacia los lados. Al
llegar al extremo, el camino desembocó en un desfiladero.
-Tenemos que subir a la
montaña para otear, no vaya a ser que nos sorprendan -dijo Jilin.
-¿Para qué? Sigamos
adelante -replicó Kostylin; pero su compañero no estuvo de acuerdo.
-No; espérate aquí. Voy a
subir un momento a otear.
Acuciando al caballo,
Jilin se dirigió hacia la izquierda de la montaña. El caballo que montaba era
de raza (había pagado por él cien rublos, cuando aún era un potro, y lo había
amaestrado él mismo). Llevó a Jilin a la cumbre de la montaña como sobre alas.
Desde allí, Jilin divisó, a la distancia de una desiatina, alrededor de treinta tártaros montados a caballo.
Volvió grupas; pero los tártaros lo habían visto ya, y se lanzaron en pos de
él, sacando los fusiles de las fundas. Jilin llegó al pie de la montaña, a
galope tendido y gritó a Kostylin:
-Prepara el fusil.
Mientras tanto, Jilin se
dirigía mentalmente al caballo: "Amigo mío, sácame de este apuro. Como
tropieces, estoy perdido". Si consigo llegar donde está Kostylin, no me
rendiré.
Pero en lugar de esperar
a su compañero, al ver a los tártaros, Kostylin emprendió una carrera veloz
hacia la fortaleza. Azotaba sin cesar los flancos del caballo. Tan sólo se
veía la cola de éste, que se agitaba entre una nube de polvo.
Jilin comprendió que la
cosa se ponía seria. Kostylin se había llevado el fusil; y él nó podría
defenderse con el sable. Entonces, espoleó al caballo para reunirse con los
soldados. Pero seis tártaros salieron a cortarle el paso. El caballo de Jilin
era bueno; pero los de los tártaros eran mejores y, además éstos cabalgaban con
intención de cercarlo. Quiso frenar el caballo y volver grupas, pero ya no le
fué posible; se había desbocado, y avanzaba directamente hacia los tártaros.
Un tártaro de barba rojiza, montado sobre un corcel gris, venía hacia él,
lanzando gritos, rechinando los dientes y con el fusil entre las manos.
"Conozco a esos
diablos; si me pillan, me meterán en una mazmorra y me azotarán. No he de
rendirme vivo...”, pensó Jilin.
No era un hombre
corpulento; pero su audacia era grande. Desenvainó el sable y acució al caballo
en dirección al tártaro de la barba rojiza. "Lo aplastaré bajo los cascos
de mi caballo o lo atravesaré con el sable", se dijo.
Pero antes que hubiera
recorrido diez pasos, los tártaros dispararon por detrás e hirieron al
caballo, que se desplomó, cuan largo era, pillando una pierna de Jilin.
Cuando quiso levantarse,
dos tártaros malolientes habían acudido ya; y, cogiéndolo por los brazos, se
los torcieron hacia atrás. Jilin se desprendió; pero, inmediatamente, otros
tres que habían descabalgado, lo golpearan la cabeza con las culatas de los
fusiles. Se le nubló la vista y se tambaleó. Después de atarle las manos a la
espalda lo arrastraron hasta sus caballos. Le quitaron el gorro, las botas, el
dinero y el reloj; y le rasgaron el uniforme. Jilin volvió la cabeza. Su pobre
caballo se hallaba tendido sobre un flanco, tal y como había caído; agitaba
las patas sin lograr, incorporarse. De su cabeza manaba un raudal de sangre
que había cubierto aquel lugar polvoriento, formando una gran mancha.
Uno de los tártaros se
acercó al caballo para quitarle la silla. Como éste; seguía agitando las patas,
desenvainó el puñal y lo degolló. El caballo emitió un sonido gutural; y,
después de estremecerse, dejó de existir.
Los tártaros recogieron
la silla y los arreos. El de la barba rojiza montó; colocaron a Jilin en la
grupa de su caballo, atándolo con una correa a la cintura del tártaro, y
emprendieron el camino hacia las montañas.
Jilin iba sentado detrás
del tártaro, y cada vez que daba un tumbo, restregaba la cara contra su
espalda maloliente. Lo único que podía ver era aquella robusta espalda, el
cuello surcado de venas y la nuca afeitada del jinete. Jilin tenía una herida
en la cabeza, y la sangre se le había coagulado en la frente; pero le era
imposible colocarse en una postura más cómoda, ni secarse la sangre. Tenía los
brazos tan fuertemente atados a la espalda, que incluso le dolían las
clavículas.
Cabalgaron mucho rato,
hasta llegar a la montaña; vadearon un río, desembocaron a un camino y se
internaron en un desfiladero.
Jilin hubiera querido
observar el camino que seguían; pero tenía los ojos llenos de sangre y,
además, no podía volver la cabeza.
Empezaba a oscurecer:
vadearon otro río y emprendieron la subida hacia una montaña pedregosa. Se
percibió olor a humo y se oyeron ladridos. Poco después llegaban a una aldea.
Los tártaros se apearon; un grupo de chiquillos rodeó a Jilin y, lanzando
alegres gritos, empezaron a tirarle piedras.
Un tártaro echó a la
chiquillería; y, después de bajar a Jilin dell caballo, llamó a un obrero.
Este era habitante del Nogai. Tenía los pómulos salientes y llevaba una camisa
destrozada, que le dejaba el pecho al descubierto. El tártaro dijo unas
palabras; y, poco después, el obrero trajo unos grilletes. Después de desatar a
Jilin, le colocaron los grilletes y lo condujeron a la cuadra, donde lo
metieron, a fuerza de trompicones, encerrándolo con llave. Jilin cayó sobre un
montón de estiércol.
Permaneció un rato en la
postura que cayera; luego buscó a tientas, en la oscuridad, un lugar más
blando y se tendió.
Capitulo II
Pasó casi toda la noche
sin dormir. En aquella época las noches eran cortas. Cuando vió, por una
rendija, que empezaba a amanecer, se levantó; y, después de agrandarla un
poco, empezó a mirar fuera.
Por aquella rendija vió
el camino que bajaba desde la montaña; a la derecha, había una chocita tártara
y, junto a ésta, dos árboles. Un perro negro estaba echado en el umbral de la
choza y una cabra, con sus cabritos, deambulaba por allí. Una joven tártara,
vestida con blusa de color, pantalones y botas, llevaba sobre la cabeza,
cubierta con un caftán, un cántaro de metal, lleno de agua. Andaba meciéndose
y, de cuando en cuando, se inclinaba hacia un chiquillo de cabeza pelada, con
una camisita por toda ropa, al que llevaba de la mano. La muchacha entró en la
choza y, al poco rato, salió de allí el tártaro de la barba rojiza de la
víspera, con un blusón de seda, un puñal de plata al cinto y unas babuchas en
los pies desnudos. Se cubría con un gorro alto, de piel negra de cordero, que
llevaba echado hacia atrás. Se desperezó y se acarició la barba. Al cabo de un
rato, dijo unas palabras al obrero, que se encontraba allí, y se marchó.
Luego, dos muchachos,
montados a caballo, pasaron hacia el abrevadero. Los caballos tenían los
hocicos mojados. Varios chiquillos, de cabezas peladas y que por toda ropa
llevaban una camisita, se agolparon junto a la cuadra y se entretuvieron en
meter ramitas secas por la rendija. Jilin les dió un grito. Asustados, los
chiquillos echaron a correr, chillando; y Jilin no vió más que sus piernecitas
desnudas.
Jilin tenía mucha sed;
sentia la garganta completamente reseca. "Sí, al menos, alguien viniera
a verme...", pensó. De pronto oyó que abrían la puerta de la cuadra. Era
el tártaro de la barba rojiza, acompañado de otro, algo más bajo de estatura,
moreno; de ojos negros y radiantes, buenos colores y con una pequeña barba. Su
rostro sonriente expresaba alegría. Estaba mejor vestido que su compañero:
llevaba un blusón de seda, de color azul, bordado, un gran puñal de plata al
cinto, y calzaba unas babuchas de piel roja bordadas en plata. Sobre estas
babuchas llevaba otras, de piel, más gruesa. Iba cubierto con un gorro alto,
de piel blanca de cordero.
Al entrar, el tártaro de
la barba rojiza dijo unas palabras, como si regañara, se apoyó contra el quicio
de la puerta y, jugueteando con el puñal, lanzó a Jilin, de reojo, una mirada
de lobo. Mientras tanto, el moreno -hombre de movimientos rápidos y bruscos
que parecía andar sobre resortes -se acercó a Jilin; y, poniéndose en
cuclillas, le dió unas palmaditas en un hombro. Dejando al descubierto sus
dientes, empezó a chapurrear algo en su idioma Guiñaba los ojos, chascaba la
lengua y repetía: "Bueno ruso". "Bueno ruso"..
Jilin no entendió nada.
-Beber, dadme agua -dijo
a su vez.
-Bueno ruso -repitió el
tártaro, riendo; y luego continuó hablando en su lengua.
Jilin hizo señas con los
labios y con las manos pidiendo de beber. El tártaro moreno lo comprendió; se
echó a reír y, asomándose a la puerta, llamó:
-¡Dina!
Acudió, corriendo, una
muchachita delgada, de unos trece años, que se parecía al tártaro moreno.
Debía de ser su hija. También tenía los ojos negros y radiantes, y era guapa.
Llevaba una blusa azul, suelta, de anchas mangas, con un ribete rojo en el
escote, en las bocamangas y en el bajo, pantalones y, sobre las babuchas,
otras babuchas de tacón alto. En el cuello jucía tan collar de monedas rusas.
Iba descubierta; y, del extremó de su trenza negra, colgaba una cinta, con
plaquitas de metal y un rublo de plata.
El tártaro dijo unas
palabras, y la muchacha salió corriendo y regresó con una jarrita de metal. Se
la tendió a Jilin y se sentó, en cuclillas, tan encorvada, que sus hombros
quedaron más bajos que las rodillas. Miró a Jilin, mientras éste bebía, como si
contemplara a una fiera.
Cuando éste le devolvió
la jarrita, la muchacha dió un salto hacia atrás como una cabra montés. Hasta
su padre se echó a reír. Luego, dijo algo y la muchacha se fué, llevándose la
jarra. Volvió al cabo de un rato con un pan sin levadura, colocado en una
tablita redonda; y se sentó, en cuclillas, lo mismo que antes, a mirar a Jilin.
Al cabo de un momento,
los tártaros se fueron, cerrando la puerta con llave. Poco después, llegó el
obrero y dijo a Jilin:
-¡Aida, amo, aida!
Tampoco él sabía hablar
en ruso. Jilin comprendió que lo invitaba a ir a algún lugar.
Siguió al obrero. Iba
cojeando, debido a.ios grilletes. Al salir, vió una aldea tártara compuesta de
unas diez casas, y una iglesia, con su torrecilla. A la entrada de una casa
había tres caballos ensillados, que unos chiquillos sujetaban por las bridas.
El tártaro moreno salió a la puerta de aquella casa e hizo señas para que
entraran allí a Jilin. Sin dejar de hablar en su idioma ni de reír, volvió a
entrar. El obrero introdujo a Jilin en la casa. El interior estaba bien acondicionado;
las paredes, muy lisas, recubiertas de arcilla. En la del fondo se veían una
serie de cojines multicolores; y, en las de los lados, colgaban valiosos
tapices y sobre éstos, fusiles, pistolas y sables con vainas de plata. En una
de las paredes había una estufa muy bajita, al ras del suelo, que estaba liso,
como una era. En el rincón del fondo había unas, alfombras de fieltro y sobre
éstas, tapices y cojines. Allí se hallaban sentados reclinándose en unos
cojines varios tártaros que calzaban babuchas. Eran el moreno, el de la barba
rojiza y otros tres invitados. Tenían ante sí una tablita redonda, con tartas,
un tazón con mantequilla derretida y una jarrita de cerveza tártara. Comían
con las manos, por las que les chorreaba la grasa.
El tártaro moreno se
levantó de un salto; y ordenó que sentaran a Jilin a un lado, no en la
alfombra, sino en el suelo raso. Volvió a ocupar su sitio y siguió obsequiando
a sus invitados, con tortas y cerveza. Después de indicar a Jilin que se
sentara, el obrero se quitó las babuchas de encima, las colocó junto a la
puerta, al lado de otras que estaban allí, y tomó asiento en la alfombra de
fieltro, cerca del amo. Se le caía la baba, viéndolo comer.
Cuando acabaron, entró
una mujer que llevaba una blusa igual que la de la muchacha, pantalones y un
pañuelo en la cabeza. Se llevó el tazón y las tortas y trajo una cubeta y una
jarra de cuello estrecho con agua. Los tártaros se lavaron las manos, se
pusieron en cuclillas y leyeron unas oraciones. Después hablaron en su lengua;
y, finalmente, uno de los invitados. -se volvió hacia Jilin, y le dijo en ruso:
-Kasi-Mohamed -señaló al
tártaro de la barba rojiza- te ha hecho prisionero y te ha entregado a
Abdul-Murat -indicó al moreno- y ahora este último es tu dueño,
Jilin guardó silencio.
Abdul Murat se echó a reír y, señalando a Jilin, repitió:
-Soldado ruso, ruso
bueno.
-Abdul-Murat te ordena
que escribas una carta a tu casa, para que manden el dinero del rescate. En
cuanto lo recibas, te pondrán en libertad -dijo el intérprete.
-¿Cuánto dinero quiere?
-preguntó Jilin, después de reflexionar un momento.
Los tártaros hablaron
entre sí y el intérprete tradujo:
-Tres mil monedas.
-No puedo pagar esa
cantidad -exclamó Jilin.
Abdul se levantó de un
salto y, gesticularido, dijo unas palabras a Jilin. Se figuraba que lo entendería.
El intérprete tradujo:
-¿Qué cantidad le
ofreces?
-Quinientos rublos -contestó
Jilin, después de pensarlo.
Los tártaros empezaron a
hablar muy de prisa, todos a un tiempo. Dirigiéndose al de la barba rojiza,
Abdul gritaba, con tal excitación, que hasta salpicó con saliva a su
interlocutor.
Este frunció las cejas e
hizo chascar la lengua.
-El amo dice que
quinientos rublos son pocos para el rescate -explicó el intérprete, cuando
todos hubieron callado. Acaba de pagar por ti doscientos Kasi-Mohamed, que se
los debía. Te ha entregado en pago de su deuda. Abdul no te pondrá en libertad
por menos de tres mil rublos. Y si te niegas a escribir la carta, te
encerrarán y te azotarán.
"Si uno se intimida
ante ellos será peor", pensó Jilin; y, poniéndose en pie de un salto,
exclamó:
-Dile a ese perro que si
me quiere asustar, no le daré, un solo copeck ni escribiré a mi casa. Nunca os
he temido, ni pienso temeros ahora, ¡perros!
Cuando el intérprete
tradujo estas palábras los tártaros se pusieron a hablar todos a la vez.
Después de una larga charla, el tártaro moreno se acercó a Jilin.
-Ruso djiguit, ruso djiguit -dijo.
Esa palabra significaba
"valiente" en tártaro. El tártaro moreno se echó a reir y pronunció
unas cuantas palabras; en su lengua, que el intérprete tradujo:
-Dale mil rublos.
-No pienso datos más de
quinientos. Y si me matáis, no obtendréis nada -replicó Jilin, manteniéndose
firme.
Los tártaros hablaron
entre sí y luego mandaron al obrero a alguna parte.
Mientras esperaban, ora
dirigían miradas a la puerta, ora a Jilin. Volvió el obrero, seguido de un
hombre alto y grueso, que iba descalzo y, vestido con harapos.
También llevaba
grilletes.
Jilin lanzó un
"¡ah"! al reconocer a Kostylin. Los tártaros lo habían capturado
también. Colocaron a los prisioneros, uno al lado del otro; y se quedaron
mirándolos, en silencio. Jilin contó lo que había sucedido; Kostylin dijo que
su caballo se había negado a seguir andando, que se le había encasquillado el
fusil y que lo había hecho prisionero Abdul.
Este se levantó y dijo
algo señalando a Kostylin. El intérprete explicó que ahora los dos pertenecían
al mismo amo, y que el que le entregara primero el dinero del rescate,
obtendría antes la libertad.
-Tú tienes muy mal genio;
en cambio, tu compañero está tranquilo y ha escrito una carta a su casa para
que le manden cinco mil monedas. Ahora le darán buena comida y lo tratarán
bien.
-Mi compañero puede hacer
lo que quiera. Tall vez sea rico. Yo no lo soy -replicó Jilin. Mantendré mi
palabra. Si queréis, podéis matarme, aunque con eso no sacaréis nada en limpio.
No pediré más de quinientos rublos.
Todos permanecieron
callados durante un rato. Repentinamente, Abdul cogió un cofrecito y sacando
de él una pluma, un trocito de papel y un frasco de tinta, dió una palmada en
un hombro a Jilin y le hizo señas para que escribiera. Aceptaba los quinientos
rublos:
-Dile que nos de bien de
comer, que nos vista y que nos calce como es debido, que nos permita estar
juntos, para que estemos más distraídos, y que nos quite los grilletes -dijo
Jilin al intérprete.
Después de pronunciar
estas palabras, se quedó mirando al amo y se echó a reír. Este rió también,
escuchó al intérprete y replicó:
-Les daré las mejores
ropas y buenas botas como si fueran a casarse. Los alimentaré como a unos
príncipes. Si quieren, pueden vivir juntos en la cuadra. Pero no les podemos
quitar los grilletes, porque se escaparían. Se los quitaremos de noche -y,
acercándose a Jilin, le dió unas palmaditas en un hombro, añadiendo: Si tú
bueno, yo bueno también.
Jilin escribió una carta,
pero puso las señas equivocadas para que no llegara. "Me escaparé",
pensó.
Se llevaron a los
prisioneros a la cuadra, les pusieron hojas de maíz, les trajeron agua en una
jarra, pan, dos casacas y dos pares de botas de soldados, usadas.
Probablemente se las habían quitado. a algunos- soldados muertos. De noche,
quitaron los grilletes a los prisioneros y'cerraron con llave la puerta de la
cuadra.
Capitulo III
Jilin y su compañero
vivieron así por espacio de un mes. El amo no hacía más que burlarse de ellos.
Los alimentaba únicamente con pan de harina de mijo sin levadura, cocido en
forma de tortas y, a veces, con masa sin cocer.
Kostylin volvió a
escribir a su casa. Esperaba impacientemente que le mandasen el dinero; y estaba
muy triste. Se pasaba los días enteros sentado en la cuadra contando los que
faltaban para que llegara la contestación, o bien dormía. En cambio, Jilin
sabía que su carta no llegaría, y no volvió a escribir.
"¿De dónde podría
sacar mi madre tanto dinero para rescatarme? Vivía casi exclusivamente de lo
que le mandaba yo. Para reunir quinientos rublos, tendría que arruinarse hasta
el fin de sus días. Si Dios quiere, lograré escaparme", se decía.
Y no hacía más que pensar
en la manera de huir.
Paseaba por la aldea
silbando o, sentado en cualquier rincón, hacía alguna labor manual: ya
modelaba muñecos de barro, ya trenzaba cestitos de mimbre. Jilin era maestro en
toda clase de labores manuales.
Una vez hizo un muñeco,
vestido con un blusón tártaro y lo colocó sobre el tejado de la cuadra. Cuando
las mujeres iban por agua, la hija del amo, Dinka, vió el muñeco y llamó a sus
compañeras. Todas dejaron las jarras en el suelo y, riendo, contemplaron el
muñeco. Jilin lo quitó del tejado y se lo ofreció a las mujeres. Estas seguían
riendo; pero no se atrevieron a coger el muñeco. Entonces, Jilin lo dejó allí,
y volvió a la cuadra, para ver qué pasaría.
Dinka se acercó, miró a
su alrededor y, agarrando el muñeco, echó a correr.
A la mañana siguiente,
Jilin vió que Dinka salía de su casa con el muñeco en brazos. Lo había adornado
con cintas rojas, y le cantaba una nana, meciéndolo como si fuese una
criatura. Al poco rato salió la madre, riñó a Dinka y, arrebatándole el muñeco,
lo hizo añicos; y la mandó a trabajar.
Jilin hizo otro muñeco,
aún mejor, y se lo entregó a Dinka. Una vez, ésta le trajo una jarrita, que
dejó en el suelo. Luego, se sentó a su lado y, riendo miraba a Jilin y
señalaba la jarrita.
"¿Por qué se reirá
así?", se preguntó Jilin. Tomó la jarrita y empezó a beber pensando que
era agua, como siempre. Pero esta vez Dinka le había traído leche,
-Muy buena -dijo cuando
se la hubo bebido.
La muchacha se alegró
mucho y, levantándose, de un salto, empezó a dar palmadas.
-Bueno, Iván, bueno -exclamó.
Arrebató la jarrita de manos de Jilin y salió corriendo.
Desde entonces Dinka le traía
todos los días una jarrita de leche, a escondidas. Los tártaros suelen hacer
quesos de leche de cabra, que ponen a secar sobre los tejados de las casas. La
muchacha tomó la costumbre de llevarle a Jilin un queso de cuando en cuando.
Un día en que el amo había degollado un carnero, Dinka ocultó un trozo en una
manga y se lo entregó después al prisionero. Solía dejarle las cosas que traía,
e inmediatamente echaba a correr.
Un día estalló una tormenta
muy fuerte y, por espacio de una hora, llovió a cántaros. Se desbordaron todos
los riachuelos. En los vados, el agua subió hasta tres arshines, y la corriente arrastró grandes piedras. Por doquier
discurrían arroyos. Los truenos retumbaban entre los montes. Después de haber
amainado la tormenta, quedaron muchos arroyos por la aldea. Tras insistentes
ruegos, Jilin consiguió que su amo le diera un cuchillo. Hizo un mecanismo con
unas tablitas, un eje y una rueda; y, con trocitos de tela que le habían traído
las chiquillas, vistió dos muñecos -uno de mujer y otro de hombre- que afianzó
a ambos lados de la rueda. Puso el mecanismo en el arroyo. La corriente hizo
girar la rueda, con lo cual los muñecos empezaron a saltar. Toda la aldea
acudió allí, chiquillos, mujeres e, incluso, hombres. Todos chascaban la
lengua, diciendo:
-¡Vaya ruso! ¡Vaya ruso!
Abdul tenía un reloj
descompuesto. Llamó a Jilin; y, después de enseñárselo, chascó la lengua.
-Dámelo; te lo arreglaré -dijo
Jilin.
Tomó el reloj, lo desmontó
con el cuchillo y, una vez arreglado, se lo entregó al tártaro. El reloj
andada lo mismo que antes. Abdul, muy contento, regaló a Jilin un viejo
casacón, todo destrozado. Jilin lo aceptó. ¿Qué podía hacer? Al menos le
serviría para taparse de noche.
Desde entonces, Jilin
adquirió fama de artesano. Empezaron, a acudir gentes de otras aldeas, trayendo
pistolas, fusiles y relojes, para que los compusiera. El amo le facilitó toda
clase de herramientas.
Un día, el tártaro cayó
enfermo. Llamaron a Jilin para que lo curara. Este no tenía ni la menor idea
de lo que debía hacer. Examinó al tártaro, y se dijo:
"Tal vez se cure
solo." Volvió a la cuadra, cogió un poco de agua y la mezcló con arena.
Después, en presencia de los tártaros, pronunció unas palabras ante la jarra
de agua; y se la entregó a Abdul para que la tomara. Afortunadamente para él,
Abdul se curó. Jiliñ empezaba a comprender la lengua de los tártaros. Algunos
se acostumbraron a él. Cuando lo necesitaban, solían gritar: "¡Iván!
¡Iván!" En cambio, otros lo miraban de reojo, como si se tratara de una
fiera.
El tártaro de la barba
rojiza no quería a Jilin. En cuanto se encontraba con él, fruncía el ceño y
volvía la cabeza, o lo llenaba de improperios. Había un viejo que vivía al
pie de la montaña y solía ir a la aldea. Jilin lo veía tan sólo cuando iba a
rezar a la mezquita. Era bajo de estatura y llevaba una toalla, a modo de
turbante, sobre el gorro. Tenía la barba y el bigote cortos y blancos como el
plumón, el rostro de color ladrillo, y surcado de arrugas, la nariz en forma de
gancho, como un buitre, los ojos grises, de expresión cruel, y la boca sin
dientes, de la que asomaban dos colmillos. Solía andar apoyándose en un
cayado y miraba en torno suyo como un lobo. En cuanto veía a Jilin, empezaba a
gruñir y volvía la cabeza.
Una vez Jilin se dirigió
al pie de la montaña, para ver dónde vivía ese viejo. Al fin de un senderito,
vió un jardín cerrado con una tapia, en el que había cerezos y duraznos y,
entre ellos, una chocita de tejado plano. Jilin se acercó más y vió unas
colmenas de paja, en tomo a las cuales revolotea an y zumbaban enjambres de
abejas. El viejo estaba arrodillado ante una colmena. Al encaramarse en la
tapia para ver mejor, Jilin hizo un ruido con los grilletes. El viejo volvió la
cabeza, lanzó un grito y sacando la pistola que llevaba remetida al cinto,
disparó a quema ropa. Jilin sólo tuvo tiempo de ocultarse tras de una piedra.
El viejo fué a quejarse
al amo de Jilin. Abdul llamó a éste y preguntó sonriendo:
-¿Para qué has ido a casa
del viejo?
-No le he hecho ningún
daño. Sólo quería ver cómo vive.
El amo tradujo las
palabras de Jilin al viejo, el cual, muy encolerizadn, señalaba a éste y
mascullaba algo, dejando ver sus colmillos. Jilin no comprendió todo lo que
dijo el viejo; pero pudo deducir que exigía que Abdul matara a los rusos en
lugar de tenerlos en la aldea. Cuando el viejo se marchó, Jilin preguntó al amo
quién era.
-¡Es un hombre
importante! -exclamó Abdul. Ha sido el primer djiguit del lugar. Ha matado a
muchos rusos. En tiempos, fué muy rico y tuvo tres mujeres y ocho hijos. Todos
vivían en la misma aldea. Llegaron los rusos, destruyeron la aldea y mataron a
siete de sus hijos. El que quedó se entregó a los rusos y el viejo hizo lo
mismo. Vivió tres meses entre ellos y, al encontrar a su hijo, lo mató y logró
huir. Desde entonces no ha vuelto a guerrear y se ha ido a la Meca a orar; por eso lleva
turbante. No quiere a los rusos. Me exige que te mate; pero yo no puedo
hacerlo, porque he pagado por ti y, además, porque te quiero. No soy capaz de
matarte y ni siquiera te daría la libertad si no hubiese dado palabra de
hacerlo -concluyó, echándose a reír. Luego añadió en ruso: Tú, Iván, bueno, y
yo, Abdul, buena también.
Capitulo IV
Jilin vivió así por espacio de un mes. De día paseaba por la aldea o se dedicaba a alguna labor manual, pero en cuanto anochecía y se recogían los habitantes, se ponía a cavar un agujero en la cuadra. Le costaba mucho trabajo hacerlo porque había piedras que tenía que cortar con una sierra. Consiguió hacer un agujero debajo del muro lo bastante grande para. poder salir por él. "Necesito examinar bien el lugar para saber la dirección que he de tomar. Porque ningún tártaro me la diría", pensó.
Eligió para eso un día en
que el amo se había ido fuera. Después de comer salió de la aldea, con
intención de subir a una montaña. Quería examinar los alrededores, desde la
cumbre. Pero, al marcharse, el amo había ordenado a un hijo suyo que siguiera a
Jilin, sin perderlo de vista un solo instante. El muchacho corrió tras de
Jilin y le gritó:
-¡No te vayas! Papá ha
dado orden de que no salgas de aquí. Si no me haces caso, llamaré gente.
-No voy a ir lejos; sólo
quiero subir a esa montaña para buscar unas hierbas que necesito para curar a
los enfermos. Vente conmigo, no puedo escaparme con los grilletes. Mañana te
haré un arco y unas flechas -dijo Jilin.
El muchacho aceptó; y
ambos se fueron. A simple vista parecía que la montaña estaba cerca, pero fué
difícil llegar hasta allí con los grilletes puestos. Jilin anduvo mucho rato y
a duras penas llegó a la cumbre. Se sentó y empezó a examinar el lugar. Al Sur,
tras de la cuadra, se veía un barranco en el que pastaba una recua de caballos
y, más allá, una aldea. Al otro lado de ésta se elevaba una montaña muy
escarpada y, algo más lejos, otra. Entre esas dos montañas se extendía un
bosque; y, en lontananza, se divisaba una cadena de montañas, cada vez más
altas, cubiertas de una nieve, blanca como el azúcar. Entre las montañas nevadas
sobresalía una. Por Oriente y Occidente también se erguían montes; y, acá y
acullá, se divisaban columnas de humo, de las aldeas de los valles. "Toda
esta región debe de ser de ellos", pensó Jilin. Y empezó a mirar hacia la
parte de los rusos. Al pie de la montaña había un riachuelo y una aldea rodeada
de huertos. En las orillas del río, las mujeres, que por la distancia parecían
muñecos; lavaban ropa. Entre las dos últimas montañas había un valle y en
éste, muy lejos, se distinguía una columna de humo. Para orientarse, Jilin
trató de recordar por qué lado salía el sol y por dónde se ponía cuando vivía
en la fortaleza. Y le pareció que la fortaleza debía de estar en aquel valle.
Hacia aquellas dos montañas era a donde tendría que dirigirse.
El sol empezó a declinar.
Las montañas, cubiertas de nieve blanca, se tiñeron de rojo; los montes que
aparecían oscuros se ensombrecieron aún más; el valle sobre el cual se elevaba
la columna de humo y aquel en que debía de estar la fortaleza rusa, se
iluminaron con los rayos del sol poniente. Jilin miró con atención y distinguió
unas humaredas, que fe confirmaron sus suposiciones. Se hizo tarde. Empezaron
a recogerse los rebaños y por doquier se oía mugir a las vacas. El muchacho
insistía en que debían volver; pero Jilin no tenía ganas de irse de allí.
Cuando regresaron, Jilin
pensó: "Ahora que conozco los alrededores, ha llegado el momento de
huir." Estaba dispuesto a fugarse aquella misma noche. Era una noche
oscura, sin luna. Desgraciadamente, hacia el anochecer, volvieron los
tártaros. Por lo general, volvían con ganado y muy contentos; pero esta vez no
habían capturado ningún animal y, en cambio, traían un cadáver atado a la silla:
era hermano del tártaro de la barba rojiza. Todos venían muy excitados y se
reunieron para enterrar el cadáver. Jilin salió a ver lo que hacían.
Envolvieron al muerto en un lienzo blanco y lo llevaron así al extremo de la
aldea, donde lo depositaron en la hierba, el pie de unos plátanos. Llegó el almuédano,
se reunieron los viejos, se pusieron unas toallas sobre los gorros, a modo de
turbante; y, después de descalzarse, se sentaron en cuclillas ante el cadáver.
El almuédano estaba al
frente de todos; detrás de él, había tres viejos con turbante y, a sus
espaldas, un grupo de tártaros. Todos permanecieron en silencio con las
cabezas inclinadas durante mucho rato. De pronto, el almuédano levantó la
cabeza y dijo:
-Alá.
Después de pronunciar
esta palabra, bajó la cabeza; y de nuevo todos se sumieron en un gran silencio,
permaneciendo inmóviles.
El almuédano volvió a
levantar la cabeza, y pronunció:
-Alá.
Todos repitieron
"¡Alá!" y volvieron a guardar silencio. Los tártaros permanecían tan
inmóviles como el cadáver. Se oía tan sólo el rumor de las hojas, que la brisa
agitaba. Después, el almuédano recitó una oración y todos se pusieron en pie;
levantaron el cadáver y se lo llevaron. Llegaron al lugar donde había una fosa
cavada a modo de subterráneo. Cogiendo el cadáver por debajo de los brazos, la
bajaron lentamente a la fosa, donde lo colocaron sentado, y le cruzaron las
manos sobre el vientre. El obrero trajo cañas verdes, que echaron en el hoyo;
lo cubrieron de tierra; y, en la cabecera de la tumba, colocaron una piedra.
Después de apisonar bien la tierra, todos se sentaron ante la tumba y
permanecieron callados durante mucho rato.
-¡Alá! ¡Alá! iAlá!
-exclamaron, al fin, levantándose.
El tártaro de la barba
rojiza repartió dinero entre los viejos; y, cogiendo un látigo, se dió tres
latigazos en la frente y se fué a su casa.
A la mañana siguiente,
Jilin vió que el tártaro de la barba rojiza se iba con una yegua, seguido de
tres tártaros. En cuanto salieron de la aldea, el de la barba rojiza se quitó
el casacón, se remangó la camisa, dejando al descubierto sus robustos brazos,
y sacó un puñal, que afiló en una piedra de amolar. Los tártaros levantaron la
cabeza de la yegua; el de la barba rojiza la degolló y, echándola al suelo,
procedió a desollarla y a descuartizarla. Acudieron mujeres y muchachas, que
lavaron los intestinos y el vientre del animal. Después se llevaron la yegua
descuartizada a la choza del tártaro de la barba rojiza, donde se reunieron
todos los habitantes de la aldea, para honrar la memoria del difunto.
Durante tres días
comieron la carne de la yegua y bebieron cerveza. Ningún tártaro salió de casa.
Al cuarto día, Jilin : vió que se disponían a salir hacia la hora de comer.
Ensillaron los caballos y, una vez que todos estuvieron vestidos, unos diez
hombres, entre ellos el de la barba rojiza, emprendieron la marcha. El único
que quedó en la aldea fué Abdul. La luna estaba en su cuarto creciente y las
noches eran aún oscuras.
"Es preciso huir
hoy", pensó Jilin; y se lo dijo a su compañero.
Pero éste se acobardó.
-¿Cómo vámos a huir si no
conocemos el camino?
-Yo lo conozco.
-Además, no podremos
llegar en una noche.
-Si no llegamos, nos
detendremos en el bosque. He hecho acopio de unos cuantos panes. ¿Qué sacarás
con quedarte? Si te mandan el dinero, muy bien; ¿y si no lo pueden reunir? Los
tártaros están furiosos, porque los rusos han matado a uno de los suyos. Se
están poniendo de acuerdo para matarnos.
Después de reflexionar un
rato, Kostylin accedió.
-Vámonos, pues.
Capitulo V
Jilin se introdujo en el
agujero y lo cavó un poco más para que pudiera pasar Kostylin. Luego, se
sentaron a esperar a que se recogieran los habitantes de la aldea. En cuanto
reinó el silencio, Jilin atravesó el sub-terráneo y salió a la calle.
"Anda, ven" susurró. Al meterse en el subterráneo, Kostylin tropezó con
una piedra e hizo ruido. El amo tenía un perro para vigilar a los prisioneros.
Se llamaba Uliashin y era muy fiero.
Jilin había tenido cuidado de darle de comer de antemano. Al oír el ruido Uliashin se abalanzó hacia la cuadra
ladrando, seguido de otros perros. Jilin emitió un leve silbido y arrojó un
pedazo de pan a Uliashin, que movió
el rabo y dejó de ladrar en cuanto lo reconoció.
El amo oyó ladrar al
perro y le gritó desde la choza.
-¡Calla, Uliashin, calla!
Mientras tanto, Jilin le
rascó tras de las orejas. El perro se calló y, restregándose contra las
piernas de Jilin, siguió moviendo el rabo.
Los dos amigos
permanecieron sentados un rato detrás de la cuadra. Todo quedó en silencio;
tan sólo se oían los balidos de los carneros y los arroyos que discurrían entre
las piedras. La noche era oscura. En lo alto del firmamento, se veían
estrellas; por encima de la montaña, remontaba la luna nueva, rojiza, con sus
cuernos vueltos, hacia arriba. Los valles estaban cubiertos de una niebla tan
blanca como la leche.
-Bueno, amigo, aida -dijo Jilin a su compañero,
mientras se levantaba. En cuanto se hubieron alejado unos cuantos pasos, oyeron
-al almuédano que invocaba a Alá desde el alminar. Aquello significaba que
los tártaros iban a ir a la mezquita. Los dos compañeros se sentaron de nuevo,
ocultándose al pie de un muro. Permanecieron allí largo rato, esperando a que
pasara la gente. Volvió a reinar el silencio.
-¡Bueno, que Dios nos
acompañe! -exclamó Jilin.
Se persignaron y
reemprendieron el camino. Atravesaron un corral para llegar al río; lo
vadearon y siguieron valle adelante. La niebla era densa y se mantenía muy
baja; el cielo estaba cubierto de estrellas. Jilin se guiaba por éstas para
saber qué dirección tomar. Hacía fresco, era fácil caminar y lo único malo eran
las botas, incómodas porque estaban desgastadas. Jilin se descalzó, arrojó las
botas y prosiguió el camino. Saltaba de una piedra a otra, mirando sin cesar
las estrellas.
-Anda más despacio, estas
condenadas botas me han desollado los pies.
-Quítatelas; irás más
cómodo.
Kostylin empezó a caminar
descalzo, pero fué aún peor. Se lastimó los pies con las piedras y continuó
rezagándose.
-Si te lastimas los pies,
se te curarán; en cambio, si nos alcanzan los tártaros nos matarán -dijo
Jilin.
Koshylin no respondió,
siguióó adelante, malhumorado. Durante mucho rato avanzaron por el valle. De
pronto, oyeron ladridos a su derecha. Jilin se detuvo. Miró en torno suyo y
subió a la montaña, palpándola con las manos.
-¡Oh! Nos hemos equivocado.
Hemos torcido demasiado a la derecha. Aquí hay una aldea enemiga; la he visto
desde la montaña. Es preciso retroceder hacia la izquierda, hacia aquel monte,
Allí debe de haber un bosque.
-Espera un poco siquiera,
déjame coger aliento. Tengo los pies ensangren-tados -replicó Kostylin.
¡Ya se te curaran ! Salta
con más ligereza. ¡Así, mira!
Y Jilin echó a correr
hacia la izquierda, en dirección al monte.
Kostylin se quedó
rezagado y empezó a quejarse. Jilin le chistaba, mientras seguía avanzando. Una
vez en la cumbre del monte, vieron que, en efecto, había un bosque. Al
penetrar en aquella espesura, se desgarraron la ropa hasta que, finalmente,
encontraron un senderito y siguieron por él.
De repente, distinguieron
el ruido de los cascos de un caballo. Se detuvieron a escuchar. El ruido cesó.
En cuanto reemprendieron la marcha, volvieron a oírlo de nuevo. Se pararon por
segunda vez; y aquel ruido volvía a cesar. Entonces Jilin se acercó,
cautelosamente, al camino, y distinguió un bulto parecido a un caballo y, sobre
éste una figura extraña que no debía ser la de un hombre. Oyó que resoplaba.
"¡Qué cosa tan extrañaP', se dijo, y emitió un leve silbido. La figura se
lanzó bosque adentro, destrozando las ramas a su paso, como un huracán.
Kostylin se desplomó
aterrorizado.
-Es un ciervo -exclamó
Jilin echándose a reír-. ¿No oyes cómo destroza las ramas con sus cuernos? Nos
hemos asustado de él y él de nosotros.
Reemprendieron la marcha.
Empezaba a clarear; pronto amanecería, pero no sabía si caminaban por el
camino bueno. Jilin se figuraba que los tártaros los habían traído por ese
camino y que faltaban unas diez verstas para llegar hasta los suyos. Pero no
tenía ningún indicio seguro y, además, no le era posible orientarse de noche.
Llegaron a un prado.
-Puedes hacer lo que te
parezca; pero yo no sigo. Mis pies se niegan a caminar -dijo Kostylin,
sentándose.
Jilin trató de
convencerlo.
-No; no llegaría, no
puedo seguir andando.
-Entonces me iré solo.
Adiós -exclamó Jilin, enojado; y llenó de improperios a su compañero.
Este se levantó y siguió
a Jilin. Recorrieron otras cuatro verstas. La niebla se había vuelto más
densa; ya no se distinguía nada y apenas se vislumbraban las estrellas en el
cielo.
Repentinamente, oyeron
los cascos de un caballo que venía a su encuentro. Se oían los golpes de las
herraduras contra las piedras. Jilin se echó boca abajo y escuchó la vibración
de la tierra.
-En efecto; un jinete se
acerca a nosotros.
Abandonaron el camino y,
ocultos entre unos arbustos, esperaron. Luego Jilin se deslizó hasta el camino
y vió a un tártaro, a caballo, que llevaba una vaca delante de sí. Iba
mascullando algo a media voz. Cuando hubo pasado, Jilin volvió junto a su
compañero.
-Bueno, gracias a Dios,
ha pasado ya. Levántate y vámonos.
Kostylin intentó
levantarse, pero se desplomó.
-No puedo, palabra que no
puedo. No tengo fuerzas.
Aquel hombre tan
corpulento estaba completamente desfallecido, cubierto de sudor con los pies
llagados. Jilin quiso incorporarlo.
-Me haces daño -gritó
Kostylin. Jilin se quedó petrificado.
-¡No grites! El tártaro
está cerca y puede oírte.
Mientras decía esto
pensaba: "Realmente, está extenuado. ¿Qué voy a hacer con él? No se
puede abandonar a un compañero."
-Levántate y monta sobre
mi espalda. Te llevaré ya que no puedes andar.
Cargó a Kostylin sobre su
espalda, lo agarró por las piernas y salió al camino.
-¡Pero, por Dios, no me
ahogues! ¡No me aprietes el cuello con las manos! Sujétate a mis hombros.
La carga de Jilin era muy
pesada; también él tenía los pies ensangrentados. De cuando en cuando, se
agachaba y acomodaba a Kostylin, para que se mantuviese más alto sobre sus
espaldas, y luego seguía adelante.
Al parecer, el tártaro
había oído gritar a Kostylin, porque Jilin oyó de repente que alguien cabalgaba
detrás de ellos, lanzando gritos en tártaro. Se ocultó entre los arbustos. El
tártaro disparó sin dar en el blanco. Entonces, lanzó un grito en su lengua y
volvió a alejarse.
-Estamos perdidos -exclamó
Jilin. Ese perro reunirá a los tártaros y saldrán en nuestra persecución. Si no
logramos recorrer tres verstas más,
estamos perdidos.
Al mismo tiempo pensó:
"¿Para qué diablos habré cargado con este zoquete? Si estuviera solo,
hace mucho que habría llegado."
-Márchate solo. No es
justo que perezcas por mí -dijo Kostylin.
-No; no me iré. No se
puede abandonar a un compañero.
Cargó de nuevo con
Kostylin sobre su espalda y recorrió una versta.
Avanzaba por el bosque sin ver la salida. La niebla empezó a disiparse y unas
nubecillas cubrieron el cielo. Ya no se veían las estrellas. Jilin estaba
extenuado.
Llegó a un arroyo
bordeado de piedras. Se detuvo y bajó a Kostylin
-Espera. Voy a descansar
un momento y beber un poco de agua. Luego comeremos pan. Probablemente
estamos cerca ya.
Pero apenas se habían
inclinado para beber, oyeron galopar a unos caballos, a sus espaldas. De nuevo
corrieron hacia la derecha, para ocultarse en los matorrales. Percibieron las
voces de los tártaros, que se habían parado junto al arroyo. Después de hablar
un rato, azuzaron a los perros. Los dos compañeros oyeron unos crujidos entre
la maleza; un perro desconocido para Jilin venía directamente hacia ellos. Se
detuvo y empezó a ladrar.
Entonces penetraron en la
espesura unos tártaros, también desconocidos y, agarrando a los fugitivos, los
maniataron y los colocaron sobre sus caballos.
Después de recorrer
alrededor de tres verstas, les salió
al encuentro Abdul acompañado de dos tártaros. Habló un momento con los que
habían capturado a sus prisioneros mandó que los pusieran sobre sus caballos,
y regresaron a la aldea.
Abdul no reía como antes;
y no cambió una sola palabra con los dos compañeros. Llegaron a la aldea, de
madrugada; y dejaron a los prisioneros sentados en la calle. Los chiquillos
armaron gran alborozo, lanzándoles piedras y pegándoles con látigos.
Después los tártaros se
reunieron formando un círculo; el viejo que vivía al pie de la montaña acudió
también. Empezaron a deliberar. Jilin comprendió que se ponían de acuerdo sobre
lo que harían con él y con su compañero. Unos decían que era preciso llevarlos
más lejos e internarlos en las montañas; pero el viejo exclamó:
-¡Hay que matarlos!
-He pagado dinero por
ellos y he de cobrar el rescate -replicó Abdul.
-No te van a pagar y sólo
te darán disgustos. Además, es pecado dar de comer a los rusos. Hay que
matarlos y asunto concluído-insistió el viejo.
Cuando los tártaros se
dispersaron, el amo se acercó a Jilin y le dijo:
-Si no recibo el dinero
del rescate dentro de quince días, os azotaré. Y si se te ocurre volver a huir,
te mataré como a un perro. Escribe una carta, pero escríbela como es, debido.
Trajeron papel y los dos
compañeros escribieron las cartas. Les pusieron los grilletes y los llevaron
más allá de la mezquita. Allí había un hoyo de unos cinco arshines de
profundidad. Metieron a los dos compañeros dentro de aquel foso.
Capitulo VI
La existencia de los dos prisioneros se tornó muy penosa. No les quitaban los grilletes ni los dejaban salir a la luz del día. Les arrojaban dentro masa sin cocer, como a unos perros, y les bajaban jarras con agua. En el interior, la atmósfera era pestífera, asfixiante y muy húmeda. Kostylin cayó enfermo. No hacía más que quejarse y a ratos se quedaba dormido. Jilin se desanimó también, persuadido de que la situación se había agravado y no sabía cómo salir de ella.
Empezó a cavar un
subterráneo para huir; pero, como no tenía donde arrojar la tierra, el amo se
dió cuenta y lo amenazó con la muerte.
Un día, Jilin estaba
sentado en cuclillas en el foso, pensando tristemente en la vida libre,
cuando, de pronto, cayeron en sus rodillas dos tortas y varias cerezas. Miró
hacia arriba y vió a Dinka. Después de mirarlo un ratito, la muchacha se echó
a reír y se fué corriendo. "Tal vez me ayude ella", se dijo Jilin.
Limpió un trecho del suelo, cogió un poco de arcilla y modeló muñecos, caballos
y perros. "Cuando venga Dinka, se los echaré", pensó.
Pero al día siguiente
Dinka no vino. En cambio, Jilin oyó ruido de cascos de caballos. Los tártaros
se habían reunido al pie de la mezquita y discutían a voz en grito.
Deliberaban acerca de los rusos. Jilin oyó la voz del viejo. No pudo distinguir
bien de. qué trataban; y se figuró que los rusos habían llegado cerca, que los
tártaros temían que entraran en la aldea, y no sabían qué hacer con los
prisioneros.
Después de hablar un
rato, se dispersaron. Repentinamente, Jilin oyó un ruido en la misma boca del
hoyo. Viá a Dinka, sentada en cuclillas, con la cabeza metida entre las
rodillas, y tan inclinada que el collar se balanceaba por encima del hoyo. Los
ojos de la muchacha brillaban como dos luceros. Sacó de una manga dos
quesitos, que arrojó a Jilin.
-¿Por qué no has venido
en tanto tiempo? -preguntó el cautivo, después de coger los quesos. Te he
hecho unos juguetes; toma, ahí los tienes -añadió, arrojándole las figurillas de
barro, una tras de otra.
-No los quiero -exclamó
Dinka, volviendo la cabeza, sin mirar los juguetes. Permaneció sentada un rato
en silencio y luego dijo: Iván; quieren matarte.
Al pronunciar estas
palabras, la muchacha se llevó las manos al cuello.
-¿Quién me quiere matar?
-Mi padre. Se lo han
ordenado los viejos. Me da lástima de ti.
-Si es cierto que te da
lástima de mí, tráeme un palo muy largo.
La niña movió la cabeza
para decir que no podía hacerlo. Jilin cruzó las manos en actitud suplicante.
-¡Dinka, por favor!
¡Dinushka! ¡Tráeme el palo!
-No puedo; me verían.
Todos están en casa.
Dinka se fué. Anochecido,
Jilin se preguntaba: "¿Qué pasará?" Y miraba hacia arriba sin cesar.
El cielo estaba estrellado; pero la luna no había salido aún. Se oyó la voz del
almuédano y luego todo quedó en silencio. Jilin empezó a adormilarse y se
dijo: "Le dará miedo traerme el palo."
De repente le cayeron
unos pedacitos de barro en la cabeza; miró hacia arriba y vió que alguien
introducía una pértiga en el agujero. Embargado por una alegría inmensa, la
agarró y tiró de ella. La pértiga era resistente. Jilin la había visto sobre el
tejado de la choza de su amo.
Miró hacia arriba. Las
estrellas refulgían en el firmamento y, en la boca del hoyo, los ojos de Dinka
brillaron como los de un gato. Inclinándose hacia el borde, susurró :
-¡Iván! ¡Iván!
Y agitó las manos delante
de la cara para indicarle que hablara bajo.
-¿Qué hay? -preguntó
Jilin.
-Todos se han ido; sólo
quedan dos hombres en la aldea.
-Vamos, Kostylin,
intentemos huir por última vez, te llevaré a cuestas -dijo Jilin.
Pero su compañero no
quiso ni oír hablar de ello.
-No; por lo que veo no me
está predestinado salir de aquí. ¿Dónde quieres que vaya, si no tengo fuerzas
ni para moverme? -replicó Kostylin.
-Bueno, entonces ¡adiós!
No me guardes rencor.
Se despidieron con un
beso. Jilin agarró la pértiga, recomendó a Dinka que la sujetara bien y empezó
a trepar. Dos veces se cayó a causa de los grilletes que le molestaban.
Kostylin le ayudó desde abajo y, finalmente, logró llegar a la boca del foso.
Dinka tiró con todas sus fuerzas de él, agarrandole por el cuello de la
camisa, riendo de contento.
-Dinka, lleva la pértiga
a su sitio; si la echaran en falta, te matarían.
La muchacha se llevó la
pértiga mientras Jilin se encaminaba al pie de la montaña. Bajó hasta un
valle. Cogió una piedra afilada y trató de abrir el candado de los grilletes.
Pero era muy resistente y no había manera de arrancarlo.
Además, le resultaba
incómodo hacerlo él mismo. En aquel momento, oyó que alguien bajaba,
corriendo, de la montaña dando ligeros saltos. "Probablemente es
Dinka", se dijo. Al llegar, la muchacha le quitó la piedra de las manos,
diciendo:
-Trae, yo te los quitaré.
Se puso en cuclillas y
empezó a golpear el candado. Pero sus bracitos eran delgados y no tenían
fuerzas. Arrojó la piedra y se deshizo en lágrimas. Jilin trató de nuevo de
arrancar el candado con sus propias manos, mientras Dinka, en cuclillas a su
lado, lo sostenía por un hombro. Jilin volvió la cabeza a la izquierda, al otro
lado de la montaña; el cielo se había iluminado con unos tintes rojizos.
Empezaba a remontarse la luna. "Tengo que atravesar el valle y llegar al
bosque antes que esté alta la luna", pensó. Se puso en pie y arrojó la
piedra. Era preciso emprender la marcha, sea como fuere, incluso con los
grilletes puestos.
-Adiós, Dinushka, no te
olvidaré mientras viva -dijo.
Dinka agarró a Jilin y lo
palpó buscando sus bolsillos para echar en ellos unas cuantas tortas. Jilin
las cogió.
-Gracias, querida niña.
¿Quién te hará muñecos cuando no esté yo? -añadió, acariciándole la cabeza.
Dinka se echó a llorar,
desconsoladamente; y, cubriéndose la cara con las manos, corrió al monte,
saltando como una cabrita. En medio de la oscuridad, tan sólo se oía el ruido
que producía su collar de monedas.
Jilin se persignó y,
cogiendo en la mano el candado de los grilletes para que no hiciera ruido,
prosiguió su camino arrastrando los pies. Sin cesar miraba el resplandor del
cielo, por el lado en que iba a salir la luna. Reconoció el camino. Si lo
seguía todo derecho, tendría que recorrer ocho verstas. Era preciso llegar al
bosque antes que saliera la luna. Cuando vadeó el río, empezaba a clarear al
otro lado del monte. Siguió valle adelante. La luna no había aparecido todavía.
Por levante había clareado ya del todo, y una parte del valle se tornaba cada
vez más clara. La niebla bajaba de la montaña y, a ratos, era muy densa.
Jilin caminaba siguiendo
la sombra. Aunque se daba mucha prisa, la luna se remontaba con más rapidez. Ya
empezaban a iluminarse las copas de los árboles del lado derecho. Cuando Jilin
se acercaba al bosque, la luna surgió entre las montañas, iluminándolo todo con
una luz blanca y clara, como si fuese de día. Se podían ver perfectamente las
hojas de los árboles. Los montes se erguían, silenciosos, como si todo
estuviese muerto. Sólo se oía el murmullo del arroyo en el fondo del valle.
Jilin llegó al bosque,
sin haberse encontrado con nadie. Eligió un sitio algo más oscuro; y se sentó
a descansar. Al cabo de un rato, comió una torta, de nuevo trató de quitarse el
candado con una piedra. Pero lo único que consiguió fué lastimarse las manos.
Entonces reemprendió la marcha; y cuando hubo recorrido una versta, quedó
completamente extenuado. Sentía dolor en las piernas y, a cada diez pasos, se
veía obligado a pararse. "No tengo más remedio que seguir mientras me
queden fuerzas. Si me siento, no podré volver a levantarme. Seguramente, no
llegaré a la fortaleza esta noche. Así, pues, cuando amanezca, me acostaré en
el bosque, a pasar el día, para reemprender el camino anochecido", se
dijo.
Caminó durante toda la
noche. Sólo se encontró con dos tártaros a caballo; pero los oyó desde lejos, y
pudo ocultarse tras de un árbol.
La luna empezó a
palidecer y no tardaría en hacerse de día; pero Jilin no había llegado aún al
extremo del bosque. "Recorreré otros treinta pasos y me internaré en el
bosque para descansar", pensó. Pero al recorrer esos treinta pasos se
dió cuenta de que había llegado al límite del bosque. Al salir de él era ya
completamente de día. Y vió ante sí, como sobre la palma de la mano, la estepa
y la fortaleza. A la izquierda, al pie de la montaña, divisó unas llamas que
se encendían y se apagaban, columnas de humo y hombres que se afanaban en
torno a las hogueras.
Miró con más atención y
vió los relucientes fusiles de los cosacos y de los soldados rusos. Presa de
gran alegría, reunió sus últimas fuerzas y empezó a bajar de la montaña,
mientras se decía: "Dios me libre de que me vea aquí, en este campo raso, un
tártaro a caballo. A pesar de estar tan cerca, no lograría escapar."
Y en aquel preciso
instante reparó en tres tártaros que se hallaban en un cerro de la izquierda, a
una distancia de dos desiatinas. Al
ver a Jilin se lanzaron hacia él. Este sintió que le desfallecía el corazón.
Agitó los brazos y, a voz en grito, pidió socorro :
-¡Hermanos! ¡Salvadme!
¡Hermanos!
Los rusos oyeron a Jilin.
Varios cosacos salieron a galope tendido, para cortar el paso a los tártaros.
Pero aún estaban lejos; en cambio, los tártaros se acercaban a Jilin. Haciendo
un último esfuerzo, éste recogió los grilletes y emprendió una carrera hacia
los cosacos.
Fuera de sí, corría
persignándose y gritando:
-¡Hermanos! ¡Hermanos!
Los cosacos eran
aproximadamente quince. Atemorizados, los tártaros se detuvieron, antes de
llegar hasta Jilin. Este pudo reunirse con los cosacos. Todos lo rodearon,
preguntándole quién era y de dónde venía. Fuera de sí, Jilin lloraba,
repitiendo:
-¡Hermanos! ¡Hermanos!
Acudieron varios soldados
trayendo pan, gachas y vodka. Cubrieron a Jilin con un capote y le quitaron los
grilletes.
Los oficiales lo
reconocieron y lo llevaron a la fortaleza. Los soldados se alegraron mucho de
verlo y todos se reunieron en rededor de él. Jilin relató lo que le había
sucedido resumiéndolo con estas palabras:
-¡Así es como he ido a mi
casa para casarme ! Decididamente, no es ése mi destino.
Jilin se quedó sirviendo
en el Cáucaso.
Sólo al cabo de un mes
rescataron á Kostylin, por cinco mil rublos.
Cuando llegó estaba medio
muerto.
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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