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domingo, 22 de diciembre de 2013

El prisionero del caucaso

Capitulo I

En el Cáucaso servía un oficial llama­do Jilin. Un día recibió una carta de su casa. Su anciana madre le escribía: "He envejecido mucho, y me gustaría verte, querido hijo, antes de morir. Ven a despedirte de mí. Cuando me muera, podrás volver al servicio. Te he buscado una novia; es buena e inteligente y tiene dote. Si te gusta te podrás casar con ella y quedarte aquí para siempre."
Jilin empezó a pensar: "En efecto, mi madre es muy vieja. Tal vez no se me presente otra ocasión para verla. Es mejor que vaya ahora. Además, si me gusta la novia que me ha encontrado, me casaré."
Fué a ver al coronel, para pedirle permiso. Se despidió de sus compañe­ros, ofreció vodka a sus soldados, y se dispuso a partir.
Por aquel entonces había guerra en el Cáucaso. Ni de día ni de noche se podía transitar por los campos. Apenas se alejaba de la fortaleza algún ruso, los tártaros lo mataban o se lo llevaban prisionero a las montañas.
Dos veces por semana los soldados guías escoltaban a la gente que hacía el recorrido de una fortaleza a otra.
Era en verano. De madrugada, se ha­bían reunido algunos carros tras de la fortaleza; y, en cuanto llegaron los sol­dados, se pusieron en camino. Jilin iba montado a caballo, y el carro que trans­portaba sus cosas formaba parte del convoy.
Tenían que recorrer veinticinco vers­tas. El convoy avanzaba despacio; tan pronto se detenían los soldados como se rompía el eje de alguna rueda o se paraba un caballo, y había que esperar.
Era ya mediodía; pero el convoy sólo había recorrido la mitad del camino Se elevaban columnas de polvo, hacía mucho calor, y el sol abrasaba y no ha­bía dónde refugiarse.
Iban por un camino que atravesaba la estepa desierta, sin árboles ni arbustos
Jilin se había adelantado y se detuvo a esperar el convoy. Oyó el son de la corneta: el convoy se paraba de nuevo. Entonces pensó: "Estoy por irme solo. Tengo un buen caballo; si los tártaros me atacan, huiré. ¿O no debo hacerlo?"
Entre tanto se le acercó, montado a caballo, el oficial Kostylin, que traía un fusil.
-Vámonos los dos solos, Jilin. No puedo aguantar más. Tengo hambre y hace un calor insoportable. Mi camisa está empapada de sudor -dijo.
Era un hombre alto, grueso colorado.
-¿Está cargado tu fusil? -preguntó Jilin, después de pensar un rato.
-Sí.
-Bueno; entonces, vámonos. Pero nuestro convenio será no separarnos.
Cabalgaron, camino adelante. Según atravesaban la estepa, charlaban miran­do hacia los lados. Al llegar al extremo, el camino desembocó en un desfiladero.
-Tenemos que subir a la montaña para otear, no vaya a ser que nos sor­prendan -dijo Jilin.
-¿Para qué? Sigamos adelante -repli­có Kostylin; pero su compañero no es­tuvo de acuerdo.
-No; espérate aquí. Voy a subir un momento a otear.
Acuciando al caballo, Jilin se dirigió hacia la izquierda de la montaña. El caballo que montaba era de raza (había pagado por él cien rublos, cuando aún era un potro, y lo había amaestrado él mismo). Llevó a Jilin a la cumbre de la montaña como sobre alas. Desde allí, Jilin divisó, a la distancia de una desia­tina, alrededor de treinta tártaros mon­tados a caballo. Volvió grupas; pero los tártaros lo habían visto ya, y se lanzaron en pos de él, sacando los fusiles de las fundas. Jilin llegó al pie de la montaña, a galope tendido y gritó a Kostylin:
-Prepara el fusil.
Mientras tanto, Jilin se dirigía men­talmente al caballo: "Amigo mío, sácame de este apuro. Como tropieces, estoy per­dido". Si consigo llegar donde está Kos­tylin, no me rendiré.
Pero en lugar de esperar a su com­pañero, al ver a los tártaros, Kostylin emprendió una carrera veloz hacia la fortaleza. Azotaba sin cesar los flancos del caballo. Tan sólo se veía la cola de éste, que se agitaba entre una nube de polvo.
Jilin comprendió que la cosa se po­nía seria. Kostylin se había llevado el fusil; y él nó podría defenderse con el sable. Entonces, espoleó al caballo para reunirse con los soldados. Pero seis tár­taros salieron a cortarle el paso. El ca­ballo de Jilin era bueno; pero los de los tártaros eran mejores y, además éstos cabalgaban con intención de cercarlo. Quiso frenar el caballo y volver grupas, pero ya no le fué posible; se había des­bocado, y avanzaba directamente hacia los tártaros. Un tártaro de barba rojiza, mon­tado sobre un corcel gris, venía hacia él, lanzando gritos, rechinando los dientes y con el fusil entre las manos.
"Conozco a esos diablos; si me pillan, me meterán en una mazmorra y me azo­tarán. No he de rendirme vivo...”, pen­só Jilin.
No era un hombre corpulento; pero su audacia era grande. Desenvainó el sable y acució al caballo en dirección al tártaro de la barba rojiza. "Lo aplas­taré bajo los cascos de mi caballo o lo atravesaré con el sable", se dijo.
Pero antes que hubiera recorrido diez pasos, los tártaros dispararon por de­trás e hirieron al caballo, que se des­plomó, cuan largo era, pillando una pier­na de Jilin.
Cuando quiso levantarse, dos tártaros malolientes habían acudido ya; y, co­giéndolo por los brazos, se los torcieron hacia atrás. Jilin se desprendió; pero, inmediatamente, otros tres que habían descabalgado, lo golpearan la cabeza con las culatas de los fusiles. Se le nubló la vista y se tambaleó. Después de atarle las manos a la espalda lo arrastraron hasta sus caballos. Le quitaron el gorro, las botas, el dinero y el reloj; y le ras­garon el uniforme. Jilin volvió la cabeza. Su pobre caballo se hallaba tendido so­bre un flanco, tal y como había caído; agitaba las patas sin lograr, incorporarse. De su cabeza manaba un raudal de san­gre que había cubierto aquel lugar pol­voriento, formando una gran mancha.
Uno de los tártaros se acercó al caballo para quitarle la silla. Como éste; seguía agitando las patas, desenvainó el puñal y lo degolló. El caballo emitió un sonido gutural; y, después de estre­mecerse, dejó de existir.
Los tártaros recogieron la silla y los arreos. El de la barba rojiza montó; colocaron a Jilin en la grupa de su ca­ballo, atándolo con una correa a la cin­tura del tártaro, y emprendieron el ca­mino hacia las montañas.
Jilin iba sentado detrás del tártaro, y cada vez que daba un tumbo, restre­gaba la cara contra su espalda malolien­te. Lo único que podía ver era aquella robusta espalda, el cuello surcado de ve­nas y la nuca afeitada del jinete. Jilin tenía una herida en la cabeza, y la san­gre se le había coagulado en la frente; pero le era imposible colocarse en una postura más cómoda, ni secarse la san­gre. Tenía los brazos tan fuertemente atados a la espalda, que incluso le dolían las clavículas.
Cabalgaron mucho rato, hasta llegar a la montaña; vadearon un río, desembo­caron a un camino y se internaron en un desfiladero.
Jilin hubiera querido observar el ca­mino que seguían; pero tenía los ojos llenos de sangre y, además, no podía volver la cabeza.
Empezaba a oscurecer: vadearon otro río y emprendieron la subida hacia una montaña pedregosa. Se percibió olor a humo y se oyeron ladridos. Poco des­pués llegaban a una aldea. Los tártaros se apearon; un grupo de chiquillos ro­deó a Jilin y, lanzando alegres gritos, empezaron a tirarle piedras.
Un tártaro echó a la chiquillería; y, después de bajar a Jilin dell caballo, lla­mó a un obrero. Este era habitante del Nogai. Tenía los pómulos salientes y lle­vaba una camisa destrozada, que le de­jaba el pecho al descubierto. El tártaro dijo unas palabras; y, poco después, el obrero trajo unos grilletes. Después de desatar a Jilin, le colocaron los grilletes y lo condujeron a la cuadra, donde lo metieron, a fuerza de trompicones, en­cerrándolo con llave. Jilin cayó sobre un montón de estiércol.
Permaneció un rato en la postura que cayera; luego buscó a tientas, en la os­curidad, un lugar más blando y se tendió.

Capitulo II

Pasó casi toda la noche sin dormir. En aquella época las noches eran cor­tas. Cuando vió, por una rendija, que empezaba a amanecer, se levantó; y, des­pués de agrandarla un poco, empezó a mirar fuera.
Por aquella rendija vió el camino que bajaba desde la montaña; a la derecha, había una chocita tártara y, junto a ésta, dos árboles. Un perro negro estaba echa­do en el umbral de la choza y una ca­bra, con sus cabritos, deambulaba por allí. Una joven tártara, vestida con blu­sa de color, pantalones y botas, llevaba sobre la cabeza, cubierta con un caftán, un cántaro de metal, lleno de agua. An­daba meciéndose y, de cuando en cuan­do, se inclinaba hacia un chiquillo de cabeza pelada, con una camisita por toda ropa, al que llevaba de la mano. La mu­chacha entró en la choza y, al poco rato, salió de allí el tártaro de la barba rojiza de la víspera, con un blusón de seda, un puñal de plata al cinto y unas babuchas en los pies desnudos. Se cu­bría con un gorro alto, de piel negra de cordero, que llevaba echado hacia atrás. Se desperezó y se acarició la barba. Al cabo de un rato, dijo unas palabras al obrero, que se encontraba allí, y se marchó.
Luego, dos muchachos, montados a caballo, pasaron hacia el abrevadero. Los caballos tenían los hocicos mojados. Va­rios chiquillos, de cabezas peladas y que por toda ropa llevaban una camisita, se agolparon junto a la cuadra y se en­tretuvieron en meter ramitas secas por la rendija. Jilin les dió un grito. Asus­tados, los chiquillos echaron a correr, chillando; y Jilin no vió más que sus piernecitas desnudas.
Jilin tenía mucha sed; sentia la gar­ganta completamente reseca. "Sí, al me­nos, alguien viniera a verme...", pensó. De pronto oyó que abrían la puerta de la cuadra. Era el tártaro de la barba rojiza, acompañado de otro, algo más bajo de estatura, moreno; de ojos negros y radiantes, buenos colores y con una pequeña barba. Su rostro sonriente expresaba alegría. Estaba mejor vestido que su compañero: llevaba un blusón de seda, de color azul, bordado, un gran puñal de plata al cinto, y calzaba unas babuchas de piel roja bordadas en plata. Sobre estas babuchas llevaba otras, de piel, más gruesa. Iba cubierto con un go­rro alto, de piel blanca de cordero.
Al entrar, el tártaro de la barba rojiza dijo unas palabras, como si regañara, se apoyó contra el quicio de la puerta y, jugueteando con el puñal, lanzó a Jilin, de reojo, una mirada de lobo. Mientras tanto, el moreno -hombre de movimien­tos rápidos y bruscos que parecía andar sobre resortes -se acercó a Jilin; y, po­niéndose en cuclillas, le dió unas palma­ditas en un hombro. Dejando al descu­bierto sus dientes, empezó a chapurrear algo en su idioma Guiñaba los ojos, chascaba la lengua y repetía: "Bueno ruso". "Bueno ruso"..
Jilin no entendió nada.
-Beber, dadme agua -dijo a su vez.
-Bueno ruso -repitió el tártaro, rien­do; y luego continuó hablando en su lengua.
Jilin hizo señas con los labios y con las manos pidiendo de beber. El tártaro moreno lo comprendió; se echó a reír y, asomándose a la puerta, llamó:
-¡Dina!
Acudió, corriendo, una muchachita del­gada, de unos trece años, que se parecía al tártaro moreno. Debía de ser su hija. También tenía los ojos negros y radian­tes, y era guapa. Llevaba una blusa azul, suelta, de anchas mangas, con un ribete rojo en el escote, en las bocaman­gas y en el bajo, pantalones y, sobre las babuchas, otras babuchas de tacón alto. En el cuello jucía tan collar de mo­nedas rusas. Iba descubierta; y, del ex­tremó de su trenza negra, colgaba una cinta, con plaquitas de metal y un rublo de plata.
El tártaro dijo unas palabras, y la muchacha salió corriendo y regresó con una jarrita de metal. Se la tendió a Jilin y se sentó, en cuclillas, tan encorvada, que sus hombros quedaron más bajos que las rodillas. Miró a Jilin, mientras éste bebía, como si contemplara a una fiera.
Cuando éste le devolvió la jarrita, la muchacha dió un salto hacia atrás como una cabra montés. Hasta su padre se echó a reír. Luego, dijo algo y la muchacha se fué, llevándose la jarra. Volvió al cabo de un rato con un pan sin levadura, colocado en una tablita redonda; y se sentó, en cuclillas, lo mismo que antes, a mirar a Jilin.
Al cabo de un momento, los tártaros se fueron, cerrando la puerta con llave. Poco después, llegó el obrero y dijo a Jilin:
Aida, amo, aida!
Tampoco él sabía hablar en ruso. Jilin comprendió que lo invitaba a ir a algún lugar.
Siguió al obrero. Iba cojeando, debido a.ios grilletes. Al salir, vió una aldea tártara compuesta de unas diez casas, y una iglesia, con su torrecilla. A la en­trada de una casa había tres caballos en­sillados, que unos chiquillos sujetaban por las bridas. El tártaro moreno salió a la puerta de aquella casa e hizo señas para que entraran allí a Jilin. Sin dejar de hablar en su idioma ni de reír, volvió a entrar. El obrero introdujo a Jilin en la casa. El interior estaba bien acondi­cionado; las paredes, muy lisas, recu­biertas de arcilla. En la del fondo se veían una serie de cojines multicolores; y, en las de los lados, colgaban valiosos tapices y sobre éstos, fusiles, pistolas y sables con vainas de plata. En una de las paredes había una estufa muy bajita, al ras del suelo, que estaba liso, como una era. En el rincón del fondo había unas, alfombras de fieltro y sobre éstas, tapices y cojines. Allí se hallaban senta­dos reclinándose en unos cojines varios tártaros que calzaban babuchas. Eran el moreno, el de la barba rojiza y otros tres invitados. Tenían ante sí una tablita redonda, con tartas, un tazón con man­tequilla derretida y una jarrita de cerve­za tártara. Comían con las manos, por las que les chorreaba la grasa.
El tártaro moreno se levantó de un salto; y ordenó que sentaran a Jilin a un lado, no en la alfombra, sino en el suelo raso. Volvió a ocupar su sitio y siguió obsequiando a sus invitados, con tortas y cerveza. Después de indicar a Jilin que se sentara, el obrero se quitó las babuchas de encima, las colocó jun­to a la puerta, al lado de otras que es­taban allí, y tomó asiento en la alfom­bra de fieltro, cerca del amo. Se le caía la baba, viéndolo comer.
Cuando acabaron, entró una mujer que llevaba una blusa igual que la de la muchacha, pantalones y un pañuelo en la cabeza. Se llevó el tazón y las tortas y trajo una cubeta y una jarra de cuello estrecho con agua. Los tártaros se lava­ron las manos, se pusieron en cuclillas y leyeron unas oraciones. Después habla­ron en su lengua; y, finalmente, uno de los invitados. -se volvió hacia Jilin, y le dijo en ruso:
-Kasi-Mohamed -señaló al tártaro de la barba rojiza- te ha hecho prisionero y te ha entregado a Abdul-Murat -indi­có al moreno- y ahora este último es tu dueño,
Jilin guardó silencio. Abdul Murat se echó a reír y, señalando a Jilin, repitió:
-Soldado ruso, ruso bueno.
-Abdul-Murat te ordena que escribas una carta a tu casa, para que manden el dinero del rescate. En cuanto lo recibas, te pondrán en libertad -dijo el intérprete.
-¿Cuánto dinero quiere? -preguntó Jilin, después de reflexionar un momento.
Los tártaros hablaron entre sí y el in­térprete tradujo:
-Tres mil monedas.
-No puedo pagar esa cantidad -excla­mó Jilin.
Abdul se levantó de un salto y, ges­ticularido, dijo unas palabras a Jilin. Se figuraba que lo entendería. El intérprete tradujo:
-¿Qué cantidad le ofreces?
-Quinientos rublos -contestó Jilin, después de pensarlo.
Los tártaros empezaron a hablar muy de prisa, todos a un tiempo. Dirigién­dose al de la barba rojiza, Abdul gri­taba, con tal excitación, que hasta sal­picó con saliva a su interlocutor.
Este frunció las cejas e hizo chascar la lengua.
-El amo dice que quinientos rublos son pocos para el rescate -explicó el intérprete, cuando todos hubieron ca­llado. Acaba de pagar por ti doscien­tos Kasi-Mohamed, que se los debía. Te ha entregado en pago de su deuda. Abdul no te pondrá en libertad por menos de tres mil rublos. Y si te nie­gas a escribir la carta, te encerrarán y te azotarán.
"Si uno se intimida ante ellos será peor", pensó Jilin; y, poniéndose en pie de un salto, exclamó:
-Dile a ese perro que si me quiere asustar, no le daré, un solo copeck ni escribiré a mi casa. Nunca os he temi­do, ni pienso temeros ahora, ¡perros!
Cuando el intérprete tradujo estas pa­lábras los tártaros se pusieron a hablar todos a la vez. Después de una lar­ga charla, el tártaro moreno se acercó a Jilin.
-Ruso djiguit, ruso djiguit -dijo.
Esa palabra significaba "valiente" en tártaro. El tártaro moreno se echó a reir y pronunció unas cuantas palabras; en su lengua, que el intérprete tradujo:
-Dale mil rublos.
-No pienso datos más de quinien­tos. Y si me matáis, no obtendréis nada -replicó Jilin, manteniéndose firme.
Los tártaros hablaron entre sí y lue­go mandaron al obrero a alguna parte.
Mientras esperaban, ora dirigían mi­radas a la puerta, ora a Jilin. Volvió el obrero, seguido de un hombre alto y grueso, que iba descalzo y, vestido con harapos.
También llevaba grilletes.
Jilin lanzó un "¡ah"! al reconocer a Kostylin. Los tártaros lo habían cap­turado también. Colocaron a los prisio­neros, uno al lado del otro; y se que­daron mirándolos, en silencio. Jilin con­tó lo que había sucedido; Kostylin dijo que su caballo se había negado a seguir andando, que se le había encasquillado el fusil y que lo había hecho prisionero Abdul.
Este se levantó y dijo algo señalando a Kostylin. El intérprete explicó que ahora los dos pertenecían al mismo amo, y que el que le entregara primero el dinero del rescate, obtendría antes la libertad.
-Tú tienes muy mal genio; en cam­bio, tu compañero está tranquilo y ha escrito una carta a su casa para que le manden cinco mil monedas. Ahora le darán buena comida y lo tratarán bien.
-Mi compañero puede hacer lo que quiera. Tall vez sea rico. Yo no lo soy -replicó Jilin. Mantendré mi palabra. Si queréis, podéis matarme, aunque con eso no sacaréis nada en limpio. No pe­diré más de quinientos rublos.
Todos permanecieron callados duran­te un rato. Repentinamente, Abdul cogió un cofrecito y sacando de él una pluma, un trocito de papel y un frasco de tin­ta, dió una palmada en un hombro a Jilin y le hizo señas para que escribiera. Aceptaba los quinientos rublos:
-Dile que nos de bien de comer, que nos vista y que nos calce como es debido, que nos permita estar juntos, para que estemos más distraídos, y que nos quite los grilletes -dijo Jilin al in­térprete.
Después de pronunciar estas palabras, se quedó mirando al amo y se echó a reír. Este rió también, escuchó al in­térprete y replicó:
-Les daré las mejores ropas y bue­nas botas como si fueran a casarse. Los alimentaré como a unos príncipes. Si quieren, pueden vivir juntos en la cua­dra. Pero no les podemos quitar los gri­lletes, porque se escaparían. Se los quitaremos de noche -y, acercándose a Ji­lin, le dió unas palmaditas en un hom­bro, añadiendo: Si tú bueno, yo bue­no también.
Jilin escribió una carta, pero puso las señas equivocadas para que no llegara. "Me escaparé", pensó.
Se llevaron a los prisioneros a la cua­dra, les pusieron hojas de maíz, les tra­jeron agua en una jarra, pan, dos casa­cas y dos pares de botas de soldados, usadas. Probablemente se las habían qui­tado. a algunos- soldados muertos. De noche, quitaron los grilletes a los pri­sioneros y'cerraron con llave la puerta de la cuadra.

Capitulo III

Jilin y su compañero vivieron así por espacio de un mes. El amo no hacía más que burlarse de ellos. Los alimen­taba únicamente con pan de harina de mijo sin levadura, cocido en forma de tortas y, a veces, con masa sin cocer.
Kostylin volvió a escribir a su casa. Esperaba impacientemente que le man­dasen el dinero; y estaba muy triste. Se pasaba los días enteros sentado en la cuadra contando los que faltaban para que llegara la contestación, o bien dor­mía. En cambio, Jilin sabía que su carta no llegaría, y no volvió a escribir.
"¿De dónde podría sacar mi madre tanto dinero para rescatarme? Vivía casi exclusivamente de lo que le mandaba yo. Para reunir quinientos rublos, tendría que arruinarse hasta el fin de sus días. Si Dios quiere, lograré escaparme", se decía.
Y no hacía más que pensar en la ma­nera de huir.
Paseaba por la aldea silbando o, sen­tado en cualquier rincón, hacía alguna labor manual: ya modelaba muñecos de barro, ya trenzaba cestitos de mimbre. Jilin era maestro en toda clase de labo­res manuales.
Una vez hizo un muñeco, vestido con un blusón tártaro y lo colocó sobre el tejado de la cuadra. Cuando las mujeres iban por agua, la hija del amo, Dinka, vió el muñeco y llamó a sus compañe­ras. Todas dejaron las jarras en el suelo y, riendo, contemplaron el muñeco. Ji­lin lo quitó del tejado y se lo ofreció a las mujeres. Estas seguían riendo; pero no se atrevieron a coger el muñeco. En­tonces, Jilin lo dejó allí, y volvió a la cuadra, para ver qué pasaría.
Dinka se acercó, miró a su alrededor y, agarrando el muñeco, echó a correr.
A la mañana siguiente, Jilin vió que Dinka salía de su casa con el muñeco en brazos. Lo había adornado con cin­tas rojas, y le cantaba una nana, me­ciéndolo como si fuese una criatura. Al poco rato salió la madre, riñó a Dinka y, arrebatándole el muñeco, lo hizo añi­cos; y la mandó a trabajar.
Jilin hizo otro muñeco, aún mejor, y se lo entregó a Dinka. Una vez, ésta le trajo una jarrita, que dejó en el suelo. Luego, se sentó a su lado y, riendo mi­raba a Jilin y señalaba la jarrita.
"¿Por qué se reirá así?", se preguntó Jilin. Tomó la jarrita y empezó a beber pensando que era agua, como siempre. Pero esta vez Dinka le había traído leche,
-Muy buena -dijo cuando se la hu­bo bebido.
La muchacha se alegró mucho y, le­vantándose, de un salto, empezó a dar palmadas.
-Bueno, Iván, bueno -exclamó. Arre­bató la jarrita de manos de Jilin y salió corriendo.
Desde entonces Dinka le traía todos los días una jarrita de leche, a escondi­das. Los tártaros suelen hacer quesos de leche de cabra, que ponen a secar sobre los tejados de las casas. La mu­chacha tomó la costumbre de llevarle a Jilin un queso de cuando en cuando. Un día en que el amo había degollado un carnero, Dinka ocultó un trozo en una manga y se lo entregó después al prisionero. Solía dejarle las cosas que traía, e inmediatamente echaba a correr.
Un día estalló una tormenta muy fuerte y, por espacio de una hora, llo­vió a cántaros. Se desbordaron todos los riachuelos. En los vados, el agua subió hasta tres arshines, y la corriente arrastró grandes piedras. Por doquier discurrían arroyos. Los truenos retum­baban entre los montes. Después de ha­ber amainado la tormenta, quedaron muchos arroyos por la aldea. Tras in­sistentes ruegos, Jilin consiguió que su amo le diera un cuchillo. Hizo un me­canismo con unas tablitas, un eje y una rueda; y, con trocitos de tela que le habían traído las chiquillas, vistió dos muñecos -uno de mujer y otro de hom­bre- que afianzó a ambos lados de la rueda. Puso el mecanismo en el arroyo. La corriente hizo girar la rueda, con lo cual los muñecos empezaron a saltar. Toda la aldea acudió allí, chiquillos, mujeres e, incluso, hombres. Todos chas­caban la lengua, diciendo:
-¡Vaya ruso! ¡Vaya ruso!
Abdul tenía un reloj descompuesto. Llamó a Jilin; y, después de enseñár­selo, chascó la lengua.
-Dámelo; te lo arreglaré -dijo Jilin.
Tomó el reloj, lo desmontó con el cuchillo y, una vez arreglado, se lo en­tregó al tártaro. El reloj andada lo mis­mo que antes. Abdul, muy contento, regaló a Jilin un viejo casacón, todo destrozado. Jilin lo aceptó. ¿Qué podía hacer? Al menos le serviría para taparse de noche.
Desde entonces, Jilin adquirió fama de artesano. Empezaron, a acudir gentes de otras aldeas, trayendo pistolas, fusiles y relojes, para que los compusiera. El amo le facilitó toda clase de herramientas.
Un día, el tártaro cayó enfermo. Lla­maron a Jilin para que lo curara. Este no tenía ni la menor idea de lo que debía hacer. Examinó al tártaro, y se dijo:
"Tal vez se cure solo." Volvió a la cuadra, cogió un poco de agua y la mezcló con arena. Después, en presen­cia de los tártaros, pronunció unas pa­labras ante la jarra de agua; y se la entregó a Abdul para que la tomara. Afortunadamente para él, Abdul se curó. Jiliñ empezaba a comprender la lengua de los tártaros. Algunos se acostumbraron a él. Cuando lo necesitaban, solían gri­tar: "¡Iván! ¡Iván!" En cambio, otros lo miraban de reojo, como si se tratara de una fiera.
El tártaro de la barba rojiza no que­ría a Jilin. En cuanto se encontraba con él, fruncía el ceño y volvía la ca­beza, o lo llenaba de improperios. Ha­bía un viejo que vivía al pie de la mon­taña y solía ir a la aldea. Jilin lo veía tan sólo cuando iba a rezar a la mez­quita. Era bajo de estatura y llevaba una toalla, a modo de turbante, sobre el go­rro. Tenía la barba y el bigote cortos y blancos como el plumón, el rostro de color ladrillo, y surcado de arrugas, la nariz en forma de gancho, como un bui­tre, los ojos grises, de expresión cruel, y la boca sin dientes, de la que asoma­ban dos colmillos. Solía andar apoyán­dose en un cayado y miraba en torno suyo como un lobo. En cuanto veía a Jilin, empezaba a gruñir y volvía la ca­beza.
Una vez Jilin se dirigió al pie de la montaña, para ver dónde vivía ese vie­jo. Al fin de un senderito, vió un jar­dín cerrado con una tapia, en el que había cerezos y duraznos y, entre ellos, una chocita de tejado plano. Jilin se acercó más y vió unas colmenas de paja, en tomo a las cuales revolotea an y zumbaban enjambres de abejas. El viejo estaba arrodillado ante una colmena. Al encaramarse en la tapia para ver mejor, Jilin hizo un ruido con los grilletes. El viejo volvió la cabeza, lanzó un grito y sacando la pistola que llevaba reme­tida al cinto, disparó a quema ropa. Jilin sólo tuvo tiempo de ocultarse tras de una piedra.
El viejo fué a quejarse al amo de Jilin. Abdul llamó a éste y preguntó sonriendo:
-¿Para qué has ido a casa del viejo?
-No le he hecho ningún daño. Sólo quería ver cómo vive.
El amo tradujo las palabras de Jilin al viejo, el cual, muy encolerizadn, se­ñalaba a éste y mascullaba algo, dejando ver sus colmillos. Jilin no comprendió todo lo que dijo el viejo; pero pudo deducir que exigía que Abdul matara a los rusos en lugar de tenerlos en la aldea. Cuando el viejo se marchó, Jilin preguntó al amo quién era.
-¡Es un hombre importante! -excla­mó Abdul. Ha sido el primer djiguit del lugar. Ha matado a muchos rusos. En tiempos, fué muy rico y tuvo tres mujeres y ocho hijos. Todos vivían en la misma aldea. Llegaron los rusos, des­truyeron la aldea y mataron a siete de sus hijos. El que quedó se entregó a los rusos y el viejo hizo lo mismo. Vivió tres meses entre ellos y, al encontrar a su hijo, lo mató y logró huir. Desde entonces no ha vuelto a guerrear y se ha ido a la Meca a orar; por eso lleva turbante. No quiere a los rusos. Me exige que te mate; pero yo no pue­do hacerlo, porque he pagado por ti y, además, porque te quiero. No soy capaz de matarte y ni siquiera te daría la libertad si no hubiese dado palabra de hacerlo -concluyó, echándose a reír. Lue­go añadió en ruso: Tú, Iván, bueno, y yo, Abdul, buena también.

Capitulo IV

Jilin vivió así por espacio de un mes. De día paseaba por la aldea o se dedi­caba a alguna labor manual, pero en cuanto anochecía y se recogían los habi­tantes, se ponía a cavar un agujero en la cuadra. Le costaba mucho trabajo hacerlo porque había piedras que tenía que cortar con una sierra. Consiguió hacer un agujero debajo del muro lo bastante grande para. poder salir por él. "Necesito examinar bien el lugar para saber la dirección que he de tomar. Por­que ningún tártaro me la diría", pensó.
Eligió para eso un día en que el amo se había ido fuera. Después de comer salió de la aldea, con intención de su­bir a una montaña. Quería examinar los alrededores, desde la cumbre. Pero, al marcharse, el amo había ordenado a un hijo suyo que siguiera a Jilin, sin per­derlo de vista un solo instante. El mu­chacho corrió tras de Jilin y le gritó:
-¡No te vayas! Papá ha dado orden de que no salgas de aquí. Si no me ha­ces caso, llamaré gente.
-No voy a ir lejos; sólo quiero subir a esa montaña para buscar unas hierbas que necesito para curar a los enfermos. Vente conmigo, no puedo escaparme con los grilletes. Mañana te haré un arco y unas flechas -dijo Jilin.
El muchacho aceptó; y ambos se fue­ron. A simple vista parecía que la mon­taña estaba cerca, pero fué difícil llegar hasta allí con los grilletes puestos. Jilin anduvo mucho rato y a duras penas llegó a la cumbre. Se sentó y empezó a examinar el lugar. Al Sur, tras de la cuadra, se veía un barranco en el que pastaba una recua de caballos y, más allá, una aldea. Al otro lado de ésta se elevaba una montaña muy escarpada y, algo más lejos, otra. Entre esas dos mon­tañas se extendía un bosque; y, en lontananza, se divisaba una cadena de montañas, cada vez más altas, cubiertas de una nieve, blanca como el azúcar. Entre las montañas nevadas sobresalía una. Por Oriente y Occidente también se erguían montes; y, acá y acullá, se divisaban columnas de humo, de las al­deas de los valles. "Toda esta región debe de ser de ellos", pensó Jilin. Y empezó a mirar hacia la parte de los rusos. Al pie de la montaña había un riachuelo y una aldea rodeada de huer­tos. En las orillas del río, las mujeres, que por la distancia parecían muñecos; lavaban ropa. Entre las dos últimas mon­tañas había un valle y en éste, muy le­jos, se distinguía una columna de humo. Para orientarse, Jilin trató de recordar por qué lado salía el sol y por dónde se ponía cuando vivía en la fortaleza. Y le pareció que la fortaleza debía de estar en aquel valle. Hacia aquellas dos montañas era a donde tendría que di­rigirse.
El sol empezó a declinar. Las mon­tañas, cubiertas de nieve blanca, se ti­ñeron de rojo; los montes que aparecían oscuros se ensombrecieron aún más; el valle sobre el cual se elevaba la colum­na de humo y aquel en que debía de estar la fortaleza rusa, se iluminaron con los rayos del sol poniente. Jilin miró con atención y distinguió unas humare­das, que fe confirmaron sus suposicio­nes. Se hizo tarde. Empezaron a reco­gerse los rebaños y por doquier se oía mugir a las vacas. El muchacho insistía en que debían volver; pero Jilin no tenía ganas de irse de allí.
Cuando regresaron, Jilin pensó: "Aho­ra que conozco los alrededores, ha lle­gado el momento de huir." Estaba dis­puesto a fugarse aquella misma noche. Era una noche oscura, sin luna. Desgra­ciadamente, hacia el anochecer, volvieron los tártaros. Por lo general, volvían con ganado y muy contentos; pero esta vez no habían capturado ningún animal y, en cambio, traían un cadáver atado a la silla: era hermano del tártaro de la barba rojiza. Todos venían muy excita­dos y se reunieron para enterrar el ca­dáver. Jilin salió a ver lo que hacían. Envolvieron al muerto en un lienzo blanco y lo llevaron así al extremo de la aldea, donde lo depositaron en la hierba, el pie de unos plátanos. Llegó el al­muédano, se reunieron los viejos, se pu­sieron unas toallas sobre los gorros, a modo de turbante; y, después de descal­zarse, se sentaron en cuclillas ante el cadáver.
El almuédano estaba al frente de to­dos; detrás de él, había tres viejos con turbante y, a sus espaldas, un grupo de tártaros. Todos permanecieron en si­lencio con las cabezas inclinadas durante mucho rato. De pronto, el almuédano levantó la cabeza y dijo:
-Alá.           
Después de pronunciar esta palabra, bajó la cabeza; y de nuevo todos se sumieron en un gran silencio, permane­ciendo inmóviles.
El almuédano volvió a levantar la ca­beza, y pronunció:
-Alá.
Todos repitieron "¡Alá!" y volvieron a guardar silencio. Los tártaros perma­necían tan inmóviles como el cadáver. Se oía tan sólo el rumor de las hojas, que la brisa agitaba. Después, el almué­dano recitó una oración y todos se pu­sieron en pie; levantaron el cadáver y se lo llevaron. Llegaron al lugar donde había una fosa cavada a modo de sub­terráneo. Cogiendo el cadáver por debajo de los brazos, la bajaron lentamente a la fosa, donde lo colocaron sentado, y le cruzaron las manos sobre el vientre. El obrero trajo cañas verdes, que echaron en el hoyo; lo cubrieron de tierra; y, en la cabecera de la tumba, colocaron una piedra. Después de apisonar bien la tierra, todos se sentaron ante la tumba y permanecieron callados durante mu­cho rato.
-¡Alá! ¡Alá! iAlá! -exclamaron, al fin, levantándose.
El tártaro de la barba rojiza repartió dinero entre los viejos; y, cogiendo un látigo, se dió tres latigazos en la frente y se fué a su casa.
A la mañana siguiente, Jilin vió que el tártaro de la barba rojiza se iba con una yegua, seguido de tres tártaros. En cuanto salieron de la aldea, el de la barba rojiza se quitó el casacón, se re­mangó la camisa, dejando al descubier­to sus robustos brazos, y sacó un puñal, que afiló en una piedra de amolar. Los tártaros levantaron la cabeza de la ye­gua; el de la barba rojiza la degolló y, echándola al suelo, procedió a desollar­la y a descuartizarla. Acudieron muje­res y muchachas, que lavaron los intes­tinos y el vientre del animal. Después se llevaron la yegua descuartizada a la choza del tártaro de la barba rojiza, donde se reunieron todos los habitantes de la aldea, para honrar la memoria del difunto.
Durante tres días comieron la carne de la yegua y bebieron cerveza. Ningún tártaro salió de casa. Al cuarto día, Ji­lin : vió que se disponían a salir hacia la hora de comer. Ensillaron los caba­llos y, una vez que todos estuvieron vestidos, unos diez hombres, entre ellos el de la barba rojiza, emprendieron la marcha. El único que quedó en la aldea fué Abdul. La luna estaba en su cuarto creciente y las noches eran aún oscuras.
"Es preciso huir hoy", pensó Jilin; y se lo dijo a su compañero.
Pero éste se acobardó.
-¿Cómo vámos a huir si no conoce­mos el camino?
-Yo lo conozco.
-Además, no podremos llegar en una noche.
-Si no llegamos, nos detendremos en el bosque. He hecho acopio de unos cuantos panes. ¿Qué sacarás con que­darte? Si te mandan el dinero, muy bien; ¿y si no lo pueden reunir? Los tártaros están furiosos, porque los ru­sos han matado a uno de los suyos. Se están poniendo de acuerdo para ma­tarnos.
Después de reflexionar un rato, Kosty­lin accedió.
-Vámonos, pues.

Capitulo V

Jilin se introdujo en el agujero y lo cavó un poco más para que pudiera pasar Kostylin. Luego, se sentaron a es­perar a que se recogieran los habitan­tes de la aldea. En cuanto reinó el si­lencio, Jilin atravesó el sub-terráneo y salió a la calle. "Anda, ven" susurró. Al meterse en el subterráneo, Kostylin tropezó con una piedra e hizo ruido. El amo tenía un perro para vigilar a los prisioneros. Se llamaba Uliashin y era muy fiero. Jilin había tenido cui­dado de darle de comer de antemano. Al oír el ruido Uliashin se abalanzó ha­cia la cuadra ladrando, seguido de otros perros. Jilin emitió un leve silbido y arrojó un pedazo de pan a Uliashin, que movió el rabo y dejó de ladrar en cuan­to lo reconoció.
El amo oyó ladrar al perro y le gritó desde la choza.
-¡Calla, Uliashin, calla!
Mientras tanto, Jilin le rascó tras de las orejas. El perro se calló y, restregán­dose contra las piernas de Jilin, siguió moviendo el rabo.
Los dos amigos permanecieron senta­dos un rato detrás de la cuadra. Todo quedó en silencio; tan sólo se oían los balidos de los carneros y los arroyos que discurrían entre las piedras. La no­che era oscura. En lo alto del firmamen­to, se veían estrellas; por encima de la montaña, remontaba la luna nueva, rojiza, con sus cuernos vueltos, hacia arriba. Los valles estaban cubiertos de una niebla tan blanca como la leche.
-Bueno, amigo, aida -dijo Jilin a su compañero, mientras se levantaba. En cuanto se hubieron alejado unos cuantos pasos, oyeron -al almuédano que invoca­ba a Alá desde el alminar. Aquello sig­nificaba que los tártaros iban a ir a la mezquita. Los dos compañeros se senta­ron de nuevo, ocultándose al pie de un muro. Permanecieron allí largo rato, es­perando a que pasara la gente. Volvió a reinar el silencio.
-¡Bueno, que Dios nos acompañe! -exclamó Jilin.
Se persignaron y reemprendieron el camino. Atravesaron un corral para lle­gar al río; lo vadearon y siguieron valle adelante. La niebla era densa y se man­tenía muy baja; el cielo estaba cubierto de estrellas. Jilin se guiaba por éstas para saber qué dirección tomar. Hacía fresco, era fácil caminar y lo único malo eran las botas, incómodas porque esta­ban desgastadas. Jilin se descalzó, arrojó las botas y prosiguió el camino. Salta­ba de una piedra a otra, mirando sin cesar las estrellas.
-Anda más despacio, estas condena­das botas me han desollado los pies.
-Quítatelas; irás más cómodo.
Kostylin empezó a caminar descalzo, pero fué aún peor. Se lastimó los pies con las piedras y continuó rezagándose.
-Si te lastimas los pies, se te curarán; en cambio, si nos alcanzan los tár­taros nos matarán -dijo Jilin.
Koshylin no respondió, siguióó adelan­te, malhumorado. Durante mucho rato avanzaron por el valle. De pronto, oyeron ladridos a su derecha. Jilin se detuvo. Miró en torno suyo y subió a la mon­taña, palpándola con las manos.
-¡Oh! Nos hemos equivocado. He­mos torcido demasiado a la derecha. Aquí hay una aldea enemiga; la he visto desde la montaña. Es preciso re­troceder hacia la izquierda, hacia aquel monte, Allí debe de haber un bosque.
-Espera un poco siquiera, déjame co­ger aliento. Tengo los pies ensangren-ta­dos -replicó Kostylin.
¡Ya se te curaran ! Salta con más ligereza. ¡Así, mira!
Y Jilin echó a correr hacia la izquier­da, en dirección al monte.
Kostylin se quedó rezagado y empe­zó a quejarse. Jilin le chistaba, mientras seguía avanzando. Una vez en la cum­bre del monte, vieron que, en efecto, había un bosque. Al penetrar en aquella espesura, se desgarraron la ropa hasta que, finalmente, encontraron un sende­rito y siguieron por él.
De repente, distinguieron el ruido de los cascos de un caballo. Se detuvieron a escuchar. El ruido cesó. En cuanto reemprendieron la marcha, volvieron a oírlo de nuevo. Se pararon por segunda vez; y aquel ruido volvía a cesar. Enton­ces Jilin se acercó, cautelosamente, al camino, y distinguió un bulto parecido a un caballo y, sobre éste una figura ex­traña que no debía ser la de un hom­bre. Oyó que resoplaba. "¡Qué cosa tan extrañaP', se dijo, y emitió un leve sil­bido. La figura se lanzó bosque aden­tro, destrozando las ramas a su paso, como un huracán.
Kostylin se desplomó aterrorizado.
-Es un ciervo -exclamó Jilin echán­dose a reír-. ¿No oyes cómo destroza las ramas con sus cuernos? Nos hemos asustado de él y él de nosotros.
Reemprendieron la marcha. Empeza­ba a clarear; pronto amanecería, pero no sabía si caminaban por el camino bueno. Jilin se figuraba que los tárta­ros los habían traído por ese camino y que faltaban unas diez verstas para lle­gar hasta los suyos. Pero no tenía nin­gún indicio seguro y, además, no le era posible orientarse de noche. Llegaron a un prado.
-Puedes hacer lo que te parezca; pero yo no sigo. Mis pies se niegan a caminar -dijo Kostylin, sentándose.
Jilin trató de convencerlo.
-No; no llegaría, no puedo seguir andando.
-Entonces me iré solo. Adiós -excla­mó Jilin, enojado; y llenó de imprope­rios a su compañero.
Este se levantó y siguió a Jilin. Re­corrieron otras cuatro verstas. La nie­bla se había vuelto más densa; ya no se distinguía nada y apenas se vislum­braban las estrellas en el cielo.
Repentinamente, oyeron los cascos de un caballo que venía a su encuentro. Se oían los golpes de las herraduras contra las piedras. Jilin se echó boca abajo y escuchó la vibración de la tierra.
-En efecto; un jinete se acerca a nosotros.
Abandonaron el camino y, ocultos en­tre unos arbustos, esperaron. Luego Jilin se deslizó hasta el camino y vió a un tártaro, a caballo, que llevaba una vaca delante de sí. Iba mascullando algo a media voz. Cuando hubo pasado, Jilin volvió junto a su compañero.
-Bueno, gracias a Dios, ha pasado ya. Levántate y vámonos.
Kostylin intentó levantarse, pero se desplomó.
-No puedo, palabra que no puedo. No tengo fuerzas.
Aquel hombre tan corpulento estaba completamente desfallecido, cubierto de sudor con los pies llagados. Jilin quiso incorporarlo.
-Me haces daño -gritó Kostylin. Jilin se quedó petrificado.
-¡No grites! El tártaro está cerca y puede oírte.
Mientras decía esto pensaba: "Real­mente, está extenuado. ¿Qué voy a ha­cer con él? No se puede abandonar a un compañero."
-Levántate y monta sobre mi espal­da. Te llevaré ya que no puedes andar.
Cargó a Kostylin sobre su espalda, lo agarró por las piernas y salió al ca­mino.
-¡Pero, por Dios, no me ahogues! ¡No me aprietes el cuello con las ma­nos! Sujétate a mis hombros.
La carga de Jilin era muy pesada; también él tenía los pies ensangrenta­dos. De cuando en cuando, se agachaba y acomodaba a Kostylin, para que se mantuviese más alto sobre sus espal­das, y luego seguía adelante.
Al parecer, el tártaro había oído gri­tar a Kostylin, porque Jilin oyó de re­pente que alguien cabalgaba detrás de ellos, lanzando gritos en tártaro. Se ocul­tó entre los arbustos. El tártaro disparó sin dar en el blanco. Entonces, lanzó un grito en su lengua y volvió a ale­jarse.
-Estamos perdidos -exclamó Jilin. Ese perro reunirá a los tártaros y saldrán en nuestra persecución. Si no logramos recorrer tres verstas más, estamos per­didos.
Al mismo tiempo pensó: "¿Para qué diablos habré cargado con este zoque­te? Si estuviera solo, hace mucho que habría llegado."
-Márchate solo. No es justo que pe­rezcas por mí -dijo Kostylin.
-No; no me iré. No se puede aban­donar a un compañero.
Cargó de nuevo con Kostylin sobre su espalda y recorrió una versta. Avanzaba por el bosque sin ver la salida. La nie­bla empezó a disiparse y unas nubecillas cubrieron el cielo. Ya no se veían las estrellas. Jilin estaba extenuado.
Llegó a un arroyo bordeado de pie­dras. Se detuvo y bajó a Kostylin
-Espera. Voy a descansar un momen­to y beber un poco de agua. Luego co­meremos pan. Probablemente estamos cerca ya.
Pero apenas se habían inclinado para beber, oyeron galopar a unos caballos, a sus espaldas. De nuevo corrieron ha­cia la derecha, para ocultarse en los matorrales. Percibieron las voces de los tártaros, que se habían parado junto al arroyo. Después de hablar un rato, azu­zaron a los perros. Los dos compañeros oyeron unos crujidos entre la maleza; un perro desconocido para Jilin venía directamente hacia ellos. Se detuvo y empezó a ladrar.
Entonces penetraron en la espesura unos tártaros, también desconocidos y, agarrando a los fugitivos, los maniata­ron y los colocaron sobre sus caballos.
Después de recorrer alrededor de tres verstas, les salió al encuentro Abdul acompañado de dos tártaros. Habló un momento con los que habían capturado a sus prisioneros mandó que los pusie­ran sobre sus caballos, y regresaron a la aldea.
Abdul no reía como antes; y no cam­bió una sola palabra con los dos com­pañeros. Llegaron a la aldea, de madru­gada; y dejaron a los prisioneros sen­tados en la calle. Los chiquillos arma­ron gran alborozo, lanzándoles piedras y pegándoles con látigos.
Después los tártaros se reunieron for­mando un círculo; el viejo que vivía al pie de la montaña acudió también. Empezaron a deliberar. Jilin comprendió que se ponían de acuerdo sobre lo que harían con él y con su compañero. Unos decían que era preciso llevarlos más le­jos e internarlos en las montañas; pero el viejo exclamó:
-¡Hay que matarlos!
-He pagado dinero por ellos y he de cobrar el rescate -replicó Abdul.
-No te van a pagar y sólo te darán disgustos. Además, es pecado dar de co­mer a los rusos. Hay que matarlos y asunto concluído-insistió el viejo.
Cuando los tártaros se dispersaron, el amo se acercó a Jilin y le dijo:
-Si no recibo el dinero del rescate dentro de quince días, os azotaré. Y si se te ocurre volver a huir, te mataré como a un perro. Escribe una carta, pero escríbela como es, debido.
Trajeron papel y los dos compañeros escribieron las cartas. Les pusieron los grilletes y los llevaron más allá de la mezquita. Allí había un hoyo de unos cinco arshines de profundidad. Metie­ron a los dos compañeros dentro de aquel foso.

Capitulo VI

La existencia de los dos prisioneros se tornó muy penosa. No les quitaban los grilletes ni los dejaban salir a la luz del día. Les arrojaban dentro masa sin cocer, como a unos perros, y les bajaban jarras con agua. En el interior, la atmósfera era pestífera, asfixiante y muy húmeda. Kostylin cayó enfermo. No hacía más que quejarse y a ratos se quedaba dormido. Jilin se desanimó también, persuadido de que la situación se había agravado y no sabía cómo salir de ella.
Empezó a cavar un subterráneo para huir; pero, como no tenía donde arro­jar la tierra, el amo se dió cuenta y lo amenazó con la muerte.
Un día, Jilin estaba sentado en cucli­llas en el foso, pensando tristemente en la vida libre, cuando, de pronto, cayeron en sus rodillas dos tortas y varias cere­zas. Miró hacia arriba y vió a Dinka. Después de mirarlo un ratito, la mu­chacha se echó a reír y se fué corrien­do. "Tal vez me ayude ella", se dijo Jilin. Limpió un trecho del suelo, cogió un poco de arcilla y modeló muñecos, caballos y perros. "Cuando venga Din­ka, se los echaré", pensó.
Pero al día siguiente Dinka no vino. En cambio, Jilin oyó ruido de cascos de caballos. Los tártaros se habían re­unido al pie de la mezquita y discutían a voz en grito. Deliberaban acerca de los rusos. Jilin oyó la voz del viejo. No pudo distinguir bien de. qué trataban; y se figuró que los rusos habían llega­do cerca, que los tártaros temían que entraran en la aldea, y no sabían qué hacer con los prisioneros.
Después de hablar un rato, se dis­persaron. Repentinamente, Jilin oyó un ruido en la misma boca del hoyo. Viá a Dinka, sentada en cuclillas, con la cabeza metida entre las rodillas, y tan inclinada que el collar se balanceaba por encima del hoyo. Los ojos de la mucha­cha brillaban como dos luceros. Sacó de una manga dos quesitos, que arrojó a Jilin.
-¿Por qué no has venido en tanto tiempo? -preguntó el cautivo, después de coger los quesos. Te he hecho unos juguetes; toma, ahí los tienes -añadió, arrojándole las figurillas de barro, una tras de otra.
-No los quiero -exclamó Dinka, vol­viendo la cabeza, sin mirar los juguetes. Permaneció sentada un rato en silencio y luego dijo: Iván; quieren matarte.
Al pronunciar estas palabras, la mu­chacha se llevó las manos al cuello.
-¿Quién me quiere matar?
-Mi padre. Se lo han ordenado los viejos. Me da lástima de ti.
-Si es cierto que te da lástima de mí, tráeme un palo muy largo.
La niña movió la cabeza para decir que no podía hacerlo. Jilin cruzó las manos en actitud suplicante.
-¡Dinka, por favor! ¡Dinushka! ¡Tráeme el palo!
-No puedo; me verían. Todos están en casa.
Dinka se fué. Anochecido, Jilin se preguntaba: "¿Qué pasará?" Y miraba hacia arriba sin cesar. El cielo estaba estrellado; pero la luna no había salido aún. Se oyó la voz del almuédano y luego todo quedó en silencio. Jilin em­pezó a adormilarse y se dijo: "Le dará miedo traerme el palo."
De repente le cayeron unos pedaci­tos de barro en la cabeza; miró hacia arriba y vió que alguien introducía una pértiga en el agujero. Embargado por una alegría inmensa, la agarró y tiró de ella. La pértiga era resistente. Jilin la había visto sobre el tejado de la choza de su amo.
Miró hacia arriba. Las estrellas re­fulgían en el firmamento y, en la boca del hoyo, los ojos de Dinka brillaron como los de un gato. Inclinándose ha­cia el borde, susurró :
-¡Iván! ¡Iván!
Y agitó las manos delante de la cara para indicarle que hablara bajo.
-¿Qué hay? -preguntó Jilin.
-Todos se han ido; sólo quedan dos hombres en la aldea.
-Vamos, Kostylin, intentemos huir por última vez, te llevaré a cuestas -dijo Jilin.
Pero su compañero no quiso ni oír hablar de ello.
-No; por lo que veo no me está pre­destinado salir de aquí. ¿Dónde quieres que vaya, si no tengo fuerzas ni para moverme? -replicó Kostylin.
-Bueno, entonces ¡adiós! No me guardes rencor.
Se despidieron con un beso. Jilin aga­rró la pértiga, recomendó a Dinka que la sujetara bien y empezó a trepar. Dos veces se cayó a causa de los grilletes que le molestaban. Kostylin le ayudó desde abajo y, finalmente, logró llegar a la boca del foso. Dinka tiró con todas sus fuerzas de él, agarrandole por el cue­llo de la camisa, riendo de contento.
-Dinka, lleva la pértiga a su sitio; si la echaran en falta, te matarían.
La muchacha se llevó la pértiga mien­tras Jilin se encaminaba al pie de la montaña. Bajó hasta un valle. Cogió una piedra afilada y trató de abrir el candado de los grilletes. Pero era muy resistente y no había manera de arrancarlo.
Además, le resultaba incómodo hacer­lo él mismo. En aquel momento, oyó que alguien bajaba, corriendo, de la montaña dando ligeros saltos. "Probable­mente es Dinka", se dijo. Al llegar, la muchacha le quitó la piedra de las ma­nos, diciendo:
-Trae, yo te los quitaré.
Se puso en cuclillas y empezó a gol­pear el candado. Pero sus bracitos eran delgados y no tenían fuerzas. Arrojó la piedra y se deshizo en lágrimas. Jilin trató de nuevo de arrancar el candado con sus propias manos, mientras Din­ka, en cuclillas a su lado, lo sostenía por un hombro. Jilin volvió la cabeza a la izquierda, al otro lado de la mon­taña; el cielo se había iluminado con unos tintes rojizos. Empezaba a remon­tarse la luna. "Tengo que atravesar el valle y llegar al bosque antes que esté alta la luna", pensó. Se puso en pie y arrojó la piedra. Era preciso emprender la marcha, sea como fuere, incluso con los grilletes puestos.
-Adiós, Dinushka, no te olvidaré mientras viva -dijo.
Dinka agarró a Jilin y lo palpó bus­cando sus bolsillos para echar en ellos unas cuantas tortas. Jilin las cogió.
-Gracias, querida niña. ¿Quién te hará muñecos cuando no esté yo? -aña­dió, acariciándole la cabeza.
Dinka se echó a llorar, desconsolada­mente; y, cubriéndose la cara con las manos, corrió al monte, saltando como una cabrita. En medio de la oscuridad, tan sólo se oía el ruido que producía su collar de monedas.
Jilin se persignó y, cogiendo en la mano el candado de los grilletes para que no hiciera ruido, prosiguió su ca­mino arrastrando los pies. Sin cesar miraba el resplandor del cielo, por el lado en que iba a salir la luna. Reco­noció el camino. Si lo seguía todo de­recho, tendría que recorrer ocho vers­tas. Era preciso llegar al bosque antes que saliera la luna. Cuando vadeó el río, empezaba a clarear al otro lado del monte. Siguió valle adelante. La luna no había aparecido todavía. Por levante había clareado ya del todo, y una parte del valle se tornaba cada vez más clara. La niebla bajaba de la montaña y, a ratos, era muy densa.
Jilin caminaba siguiendo la sombra. Aunque se daba mucha prisa, la luna se remontaba con más rapidez. Ya em­pezaban a iluminarse las copas de los árboles del lado derecho. Cuando Jilin se acercaba al bosque, la luna surgió entre las montañas, iluminándolo todo con una luz blanca y clara, como si fuese de día. Se podían ver perfecta­mente las hojas de los árboles. Los mon­tes se erguían, silenciosos, como si todo estuviese muerto. Sólo se oía el murmu­llo del arroyo en el fondo del valle.
Jilin llegó al bosque, sin haberse en­contrado con nadie. Eligió un sitio algo más oscuro; y se sentó a descansar. Al cabo de un rato, comió una torta, de nuevo trató de quitarse el candado con una piedra. Pero lo único que consiguió fué lastimarse las manos. Entonces re­emprendió la marcha; y cuando hubo recorrido una versta, quedó completa­mente extenuado. Sentía dolor en las piernas y, a cada diez pasos, se veía obligado a pararse. "No tengo más re­medio que seguir mientras me queden fuerzas. Si me siento, no podré volver a levantarme. Seguramente, no llegaré a la fortaleza esta noche. Así, pues, cuando amanezca, me acostaré en el bosque, a pasar el día, para reemprender el ca­mino anochecido", se dijo.
Caminó durante toda la noche. Sólo se encontró con dos tártaros a caballo; pero los oyó desde lejos, y pudo ocultarse tras de un árbol.
La luna empezó a palidecer y no tar­daría en hacerse de día; pero Jilin no había llegado aún al extremo del bos­que. "Recorreré otros treinta pasos y me internaré en el bosque para descan­sar", pensó. Pero al recorrer esos trein­ta pasos se dió cuenta de que había lle­gado al límite del bosque. Al salir de él era ya completamente de día. Y vió ante sí, como sobre la palma de la mano, la estepa y la fortaleza. A la iz­quierda, al pie de la montaña, divisó unas llamas que se encendían y se apa­gaban, columnas de humo y hombres que se afanaban en torno a las hogueras.
Miró con más atención y vió los re­lucientes fusiles de los cosacos y de los soldados rusos. Presa de gran alegría, reunió sus últimas fuerzas y empezó a bajar de la montaña, mientras se decía: "Dios me libre de que me vea aquí, en este campo raso, un tártaro a caballo. A pesar de estar tan cerca, no lograría escapar."
Y en aquel preciso instante reparó en tres tártaros que se hallaban en un cerro de la izquierda, a una distancia de dos desiatinas. Al ver a Jilin se lan­zaron hacia él. Este sintió que le desfa­llecía el corazón. Agitó los brazos y, a voz en grito, pidió socorro :
-¡Hermanos! ¡Salvadme! ¡Herma­nos!
Los rusos oyeron a Jilin. Varios co­sacos salieron a galope tendido, para cortar el paso a los tártaros. Pero aún estaban lejos; en cambio, los tártaros se acercaban a Jilin. Haciendo un últi­mo esfuerzo, éste recogió los grilletes y emprendió una carrera hacia los co­sacos.
Fuera de sí, corría persignándose y gritando:
-¡Hermanos! ¡Hermanos!
Los cosacos eran aproximadamente quince. Atemorizados, los tártaros se de­tuvieron, antes de llegar hasta Jilin. Este pudo reunirse con los cosacos. Todos lo rodearon, preguntándole quién era y de dónde venía. Fuera de sí, Jilin lloraba, repitiendo:
-¡Hermanos! ¡Hermanos!
Acudieron varios soldados trayendo pan, gachas y vodka. Cubrieron a Jilin con un capote y le quitaron los grilletes.
Los oficiales lo reconocieron y lo lle­varon a la fortaleza. Los soldados se ale­graron mucho de verlo y todos se re­unieron en rededor de él. Jilin relató lo que le había sucedido resumiéndolo con estas palabras:
-¡Así es como he ido a mi casa para casarme ! Decididamente, no es ése mi destino.
Jilin se quedó sirviendo en el Cáu­caso.
Sólo al cabo de un mes rescataron á Kostylin, por cinco mil rublos.
Cuando llegó estaba medio muerto.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

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