I
Un pobre mujik[1]
tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que
apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre.
El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino
recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su
petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte,
que se detuvo y le preguntó:
-¿Adónde vas, mujik?
-El Señor me ha enviado un
hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para
que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi
aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.
El transeúnte le dijo:
-Yo seré el padrino de tu
hijo.
El mujik se alegró mucho, dio
las gracias al transeúnte y preguntó:
-¿Y quién será la madrina?
-La hija del comerciante
-contestó el transeúnte. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una
casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la
madrina de tu niño.
El campesino vaciló.
-¿Cómo podría dirigirme a
este acaudalado comerciante? Me despediría.
-No te preocupes de eso. Haz
lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.
El campesino regresó a su
casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al
encuentro.
-¿Qué deseas?
-Señor comerciante, Dios me
ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi
vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a
tu hija que sea la madrina.
-¿Cuándo será el bautizo?
-Mañana por la mañana.
-Pues bien, vete con Dios. Mi
hija irá mañana a la hora de la misa.
Al día siguiente llegaron los
padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién
era; desde entonces no lo volvieron a ver más.
II
El niño iba creciendo con
gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico.
Cuando cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año
aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.
Cuando llegó la Semana Santa , el niño
fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa
preguntó:
-Padrecitos, ¿dónde vive mi
padrino? Quiero ir a felicitarlo también.
-No sabemos, hijo querido,
dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a
ver desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.
-Padrecitos, déjenme ir a
buscarlo -suplicó el niño. Y los padres accedieron.
III
El niño salió de su casa y se
fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le
preguntó:
-¿Adónde vas, muchacho?
-He felicitado las Pascuas a
mi madrina. También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su
paradero. No lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo.
Voy en busca de él.
Entonces el transeúnte dijo:
-Yo soy tu padrino.
El niño se alegró mucho y
preguntó:
-¿Adónde vas ahora, padrino?
Si te diriges a nuestra aldea, ven a mi casa.
-No tengo tiempo para ir a tu
casa; tengo que hacer. Ven a verme tú mañana -le contestó el padrino.
-¿Cómo he de encontrarte?
-Camina de frente hacia el
levante. Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate
a descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás
un jardín que rodea una casita con tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate
a la verja. Yo saldré a recibirte.
Diciendo esto, el padrino
desapareció.
IV
El niño se puso en camino tal
como se lo había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y
llegó a una praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco
de roble atado con una cuerda. Debajo del tronco había una artesa llena de
miel. El niño se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se oyeron
chasquidos y apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se
dirigió hacia la artesa; introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños.
Éstos se lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló levemente, empujando a los
oseznos. Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a
golpear a los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa
gruñó y, agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí. El tronco salió volando
muy alto por los aires. Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa;
los demás quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar,
cuando el tronco volvió a su posición normal, matando al osito. Gruñendo, la
osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy
alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la
cuerda. Entonces la osa y los pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a
medida que el tronco volvía a su posición normal, iba adquiriendo más
velocidad. Golpeó en la cabeza a la osa y la mató. Entonces, los oseznos
salieron huyendo.
V
Muy sorprendido, el niño
siguió su camino y llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con
tejado de oro. Junto a la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en
sueños había visto el niño la belleza y la alegría que reinaba en aquel jardín.
El padrino lo condujo a la
casa, aún más regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres
habitaciones. Luego, llevándolo junto a una puerta sellada, le dijo:
-¿Ves esta puerta? No tiene
candado, tan sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas.
Instálate aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te
encargo una cosa: no traspases esta puerta. Y si lo hicieras, recuerda lo que
viste en el bosque.
Diciendo esto, el padrino se
marchó. El ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya
treinta años desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido
tres horas. Y entonces se acercó a la puerta sellada y pensó: «¿Por qué me
habrá prohibido mi padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay
dentro de ella».
Empujó la puerta y entró.
Pudo comprobar que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la
casa. En el centro había un trono de oro. El ahijado recorrió la sala, se
acercó al trono, subió las gradas y tomó asiento. Entonces vio que junto al
trono había un cetro. Lo tomó en las manos y en el mismo instante se
derrumbaron las cuatro paredes, dejando al descubierto al mundo entero. Ante
él, divisó el mar y los buques navegando. A la derecha, vio unos pueblos
desconocidos habitados por gente no cristiana. A la izquierda vivían
cristianos, pero no eran rusos. Y, finalmente, detrás de él se veía el pueblo
ruso.
-Voy a ver lo que ocurre en
mi casa. ¿Habrá sido buena la cosecha? -se dijo mirando en dirección a las
tierras de su padre. Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido
mucho trigo, cuando vio avanzar un carro guiado por un mujik. Era el ladrón
Vasili Kudriashov, que se dirigía al campo a robar las gavillas.
Irritado, el ahijado gritó:
-Padrecito, están robando el
trigo.
El padre se despertó. «He
soñado que están robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando un
caballo, se dirigió a sus tierras.
Al llegar, descubrió a Vasili
y llamó a los campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo
condujeron a la cárcel.
El ahijado miró a la ciudad
donde residía su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se hallaba
durmiendo y, mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le
gritó a su madrina:
-¡Levántate, que tu marido
está haciendo cosas malas!
La mujer se levantó, fue en
busca de su esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.
Después, el ahijado miró a su
casa. Su madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la isba
un ladrón, que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó y dio un
grito. El malhechor se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.
Sin poderse contener, el
ahijado lanzó el cetro y le dio en la sien al ladrón, matándolo en el acto.
VI
En aquel instante se
volvieron a cerrar las paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió
la puerta y apareció el padrino. Se acercó a su ahijado, lo tomó de la mano y,
bajándolo del trono le dijo:
-No has cumplido mi orden. Lo
primero que has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo
tercero añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono,
hubieras echado a perder medio mundo.
El padrino sentó luego al
ahijado en el trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se
vio todo lo que ocurría por el mundo.
El padrino dijo:
-Mira lo que le has hecho a
tu padre. Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún
más. Ves, ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su
granja. Esto es lo que has conseguido.
Después, el padrino mandó a
su ahijado que mirara en otra dirección.
-Ya hace un año que el marido
de tu madrina ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha
marchado por ahí con otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a
causa de su pena -dijo el padrino, y le mandó al ahijado que mirase hacia su
casa.
Entonces, éste vio a su madre
que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:
-Mejor sería que me hubiese
matado el bandido, no habría yo pecado tanto.
-He aquí lo que has hecho a
tu madre.
Y el padrino le mandó al
ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.
Después, el padrino dijo:
-Este malhechor ha asesinado
a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has
tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados. He aquí lo
que te has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello
sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos
y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te
doy treinta años de plazo. Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido.
Si los redimes, tendrás que ocupar su puesto.
El ahijado preguntó:
-¿Cómo puedo yo redimir sus
pecados?
-Cuando hayas aniquilado
tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus
pecados y los de ese hombre.
-¿Y cómo aniquilar el mal?
-volvió a inquirir el ahijado.
-Camina en línea recta, en
dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los
hombres y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que
veas. Al cuarto día de marcha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En
ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que
debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido
tus pecados y los del bandido.
Diciendo esto, el padrino
acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.
VII
El ahijado se puso en camino,
pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar
sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a
ninguna conclusión.
Anduvo mucho y llegó a un
campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera
había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un
lado para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero,
asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la
perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:
-Van a agotar a mi ternera.
Entonces, el ahijado les dijo
a los campesinos:
-¿Por qué obran así? Salgan
todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.
Los campesinos obedecieron.
La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal
irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su
ama. Todos se alegraron mucho.
El ahijado siguió su camino,
pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal. Cuanto más se le
persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir.
La ternera ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla
salir del trigo?».
Por más que meditó sobre
esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.
VIII
El ahijado anduvo mucho hasta
que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba
fregando, pidió permiso para pernoctar.
Se instaló en un banco y
observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a
limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que
utilizaba estaba sucio.
El ahijado preguntó:
-¿Qué haces, mujer?
-¿No ves que estoy limpiando
en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy
completamente agotada.
-Debes aclarar antes el paño.
La mujer obedeció y no tardó
en dejar limpia la mesa.
-Gracias por haberme enseñado
-dijo.
A la mañana siguiente, el
ahijado se despidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que
llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos.
Al acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no
se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:
-¿Qué hacen, muchachos?
-Estamos curvando arcos. Los
hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos.
-Deben fijar el banco.
Los mujiks obedecieron y
entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después,
siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer,
llegó a un lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a descansar junto a
ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una
hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido,
echaron encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces
trataron de encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.
Entonces les dijo el ahijado:
-No se apresuren tanto en
echar las ramas húmedas, esperen primero a que se prendan bien las secas.
Entonces podrán echar las húmedas, que también se prenderán.
Los pastores hicieron lo que
les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de
permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba
pensando qué significaba lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.
Después de caminar todo el
día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se acercó y llamó a la puerta.
Alguien preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
-Un gran pecador que va a
redimir los pecados de sus semejantes.
Salió el ermitaño y le hizo
varias preguntas.
El ahijado le relató todo lo
que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.
-He comprendido que no se
puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe
destruirse.
Entonces le dijo el ermitaño.
-Dime lo que has visto en el
camino.
El ahijado le relató todo lo
que había visto hasta llegar allí.
El ermitaño le escuchó
atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.
-Vámonos -dijo.
Llegaron hasta un árbol y el
ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó:
-Tala este árbol.
Dando varios hachazos, el
ahijado derribó el árbol.
-Pártelo en tres -dijo el
ermitaño.
El ahijado cumplió la orden.
Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.
-Quema estos tres troncos.
El ahijado los prendió y los
troncos ardieron hasta convertirse en tizones.
-Ahora planta estos tizones.
El ahijado hizo lo que le mandaban.
-¿Ves el río que corre al pie
de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua.
Riega el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la
mujer, a los artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos
tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y
redimirás los pecados.
IX
El ahijado se fue hacia el
río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los
otros dos. Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir
algún alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado
encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a
cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante
el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía
a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos
para el viejo.
Entonces se enteraron de que
éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al
ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.
El ahijado se quedó a vivir
en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado. Regaba los tres
tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la
gente.
Así transcurrió un año.
Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus
pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo
comerciantes ricos que le llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que
necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.
Desde entonces, el ahijado
dedicaba medio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y
descansar.
Pensaba que cuando le habían
mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el
mal.
Así transcurrió otro año; el
ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.
Una vez oyó que cabalgaba un
hombre entonando una canción. Salió a ver quién era. Montando un hermoso
caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.
El ahijado le detuvo y le
preguntó quién era y adónde se dirigía.
-Soy un malhechor, asalto a
la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis
canciones.
El ahijado se horrorizó y
pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer
a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas. En
cambio, este hombre se jacta del daño que hace».
Sin pronunciar ni una palabra
más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba: «¿Qué hacer? Si este
hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de
visitarme. Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»
Entonces se dirigió al
bandido, diciéndole:
-Las gentes que vienen aquí
no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus
pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo,
márchate y no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no
obedeces, te castigará Dios.
El bandido se echó a reír.
-No temo a Dios ni te
obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus
oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las
mujeres que vienen a verte; a mí no tienes que enseñarme nada. Por haberme
hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te mataría a ti,
pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde
ahora en adelante.
X
Un día, después de haber
regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al
sendero esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El
ahijado permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y
meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus
oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado
el ermitaño. Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio
yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando
estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es
que difunden mi santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los
antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque
para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los
antiguos pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con
mendrugos de pan y una azada para construirse una choza en un lugar solitario.
Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro.
Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:
-¿Adónde vas?
El ahijado le contó que
deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.
El malhechor se sorprendió:
-¿Con qué te vas a sustentar
si deja de visitarte la gente?
El ahijado ni siquiera había
pensado en esto.
-Me alimentaré con lo que
Dios me mande -le respondió.
El bandido prosiguió su
camino.
«No le he dicho nada acerca
de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No
me ha amenazado con matarme» -pensó y le gritó:
-Debías arrepentirte. No
podrás huir de Dios.
El malhechor volvió grupas,
sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro. El bandido no le
persiguió, sólo le dijo:
-Viejo, te he perdonado dos
veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.
Al decir esto, desapareció.
Por la noche, el ahijado fue
a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.
XI
El ahijado vivió solitario,
sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.
En cuanto se puso a buscar
raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la
bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le terminaron, halló otra
bolsa con pan en la misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de
sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto lo oía cabalgar, se escondía,
pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».
De este modo transcurrieron
diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo
estado.
Un día, después de regar el
manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo
morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por medio de la muerte»,
pensó, y al punto oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y
lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro
del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y
maniatado. El ahijado detuvo al malhechor:
-¿Adónde llevas a este
hombre?
-Al bosque. Es el hijo de un
comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré
hasta que me lo diga.
Diciendo esto, el bandido se
disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas
del caballo.
-¡Suelta a este hombre!
El malhechor se irritó e hizo
ademán de pegar al ahijado.
-¿Quieres correr la misma
suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!
Pero el ahijado permaneció
impávido.
-No me impones, sólo temo a
Dios. Deja en paz a este hombre.
El bandido se entristeció.
Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del
comerciante.
-Márchense los dos y no se
vuelvan a poner ante mi vista -dijo.
El hijo del comerciante saltó
del caballo y echó a correr.
El bandido iba ya a
reemprender la marcha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de
manera de vivir.
El malhechor lo escuchó en
silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado
vio que había retoñado el segundo tizón.
XII
Transcurrieron otros diez
años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y en su corazón reinaba la
alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se
atormentan. Podrían vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la
humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario
ir a decir a los hombres lo que sé» -pensó.
Y entonces oyó que venía el
bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni
siquiera me entenderá». Pero después cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que
cabalgaba triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.
-Hermano querido,
¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres,
atormentas a tus semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto! No
te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! -exclamó el ahijado asiendo por una
rodilla al malhechor.
Éste frunció el ceño y,
volviéndose, dijo:
-¡Déjame!
El ahijado sujetó con más
fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.
-Viejo, me has vencido. He
luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo
que desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de
convencerme tan sólo lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando
supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres.
Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.
El ahijado recordó en aquel
momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el
paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó
a purificar los de sus semejantes.
-Mi corazón se conmovió al
ver que no temías a la muerte -prosiguió el bandido.
El ahijado recordó entonces
que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuando fijaron el banco.
Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y venció un corazón
invencible.
-Mi corazón se dulcificó
solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.
Invadido por la alegría, el
ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También
el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que
los pastores sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo
bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.
Fue inmensa la alegría del
ahijado cuando comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.
Después de relatar su vida al
bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a
vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.
1.013. Tolstoi (Leon)
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