En la provincia de Ufim
vivía un bashkiro llamado Ilias. Apenas hacía un año que su padre lo había
casado, cuando murió, sin dejarle una gran herencia. Los bienes de Ilias se
reducían a siete yeguas, dos vacas y veinte carneros. Pero era un buen
administrador y no tardó en aumentar su patrimonio. Trabajaba desde por la
mañana hasta por la noche, ayudado por su mujer; era el primero en levantarse y
el último en acostarse. De este modo, su fortuna crecía de año en año.
Ilias vivió así durante
treinta y cinco y llegó a reunir grandes riquezas.
Poseía doscientas cabezas
de ganado caballar, ciento cincuenta de ganado vacuno y mil doscientos
carneros. Numerosos pastores apacentaban sus rebaños, las mozas ordeñaban las
yeguas y las vacas, preparaban el kumys[1]
y hacían mantequilla y queso. Todo era abundante en casa de Ilias. Por eso las
gentes de la región le envidiaban y solían decir:
-¡Qué dichoso es este
Ilias! Tiene de todo en abundancia. La verdad es que no necesita morir para
estar en el paraíso.
Las buenas gentes
buscaban su amistad. Algunos venían a visitarlo desde lejos. Ilias acogía
bien a todo el mundo, y a todos agasajaba, dándoles de comer y beber. Viniera
quien viniese, había kumys, té y
carne. En cuanto llegaba un visitante, se mataba uno o dos carneros y, si eran
varios, se sacrificaba incluso a una yegua.
Ilias tenía dos hijos y
una hija. Los había casado a los tres. Mientras fué pobre, sus hijos le
ayudaban en las faenas y guardaban los rebaños; pero cuando se hicieron
ricos, no pensaron más que en divertirse y uno de ellos hasta se dió a la
bebida. El mayor murió en una riña; el otro, casado con una mujer orgullosa,
dejó de obedecer a su padre, y éste tuvo que separarlo de la familia.
Al separarse de su hijo,
Ilias le dió una casa y ganado, con lo que disminuyeron sus bienes. Poco
después, se declaró una epidemia entre los carneros, y murieron muchos. Luego
sobrevino un año de hambre; los prados no dieron hierba y, durante el invierno,
pereció gran parte del ganado. Por último, los kirguises se apoderaron de
muchos de los rebaños de Ilias y su fortuna disminuyó sensiblemente. Cada vez
caía más bajo. También le fallaron las fuerzas. Al llegar a los setenta años,
se vió obligado a vender las pieles, los tapices, las sillas de montar, los
coches y hasta las últimas cabezas de ganado que había podido conservar.
Y, poco tiempo después,
se quedó sin nada. Así fué como, en los últimos días de su vida, se vió
obligado a ir a servir a los demás para poder vivir. De sus antiguos bienes,
lo único que le quedaba era una pelliza, un gorro, unas botas, y su mujer, Sham
Shemagui, que no era menos vieja que él. Su hijo habíase marchado a un país
lejano y su hija había muerto. No había nadie que pudiera acudir en ayuda de
los viejos.
Su vecino, Mujamedshaj se
compadeció de ellos. No era ni pobre ni rico, y llevaba la vida uniforme de un
hombre bueno. Recordó la hospitalidad de Ilias y le dijo:
-Ven a mi casa; vivirás
en ella con tu esposa. En verano trabajarás en los melonares, en la medida de
tus fuerzas; y, en invierno, darás de comer al ganado. Sham Shemagui ordeñará
a las yeguas y preparará el kumys.
Os mantendre y vestiré a ambos, y os daré lo que me pidáis.
Ilias dió las gracias a
su vecino y se trasladó a su casa, en compañía de Sham Shemagui. Al principio,
se les hizo penoso estar al servicio de Mujamedshaj; pero luego se
acostumbraron y hasta pudieron soportar el trabajo sin cansarse demasiado.
Mujamedshaj estaba
encantado de sus nuevos servidores, porque, como habían sido propietarios,
sabían cómo se debe gobernar una casa y no escatimaban sus propios esfuerzos.
Pero, al mismo tiempo, le daba pena ver que hubiesen caído tan bajo aquellas
personas que vivieran tan bien en otro tiempo.
Sucedió un día que
vinieron a visitar a Mujamedshaj unos parientes, que vivían muy lejos. Entre
ellos había un almuédano. Mujamedshaj ordenó a Ilias que sacrificara un
carnero. El viejo obedeció; y, tras de asarlo, lo mandó a su amo y a los
huéspedes. Estos comieron, bebieron té y luego, sentados sobre edredones y
tapices, empezaron a charlar con el anfitrión, ante unas tazas de kumys. En aquel momento, Ilias, que
había terminado sus faenas, pasó ante la puerta. Al verlo, Mujamedshaj dijo a
uno de huéspedes:
-¿Has visto a este viejo
que acaba de pasar ante la puerta?
-Sí; lo he visto. ¿Qué
tiene de particular? –replicó el interpelado.
-Pues verás. Era el
hombre más rico de toda la región. Se llama Ilias. Tal vez lo hayas oído
nombrar.
-Claro que lo he oído
nombrar. No lo conocía personalmente; pero su fama llegaba hasta muy lejos.
-Ahora no le queda nada
de sus bienes; vive en mi casa como un criado, y su mujer ordeña mis yeguas.
Muy sorprendido, el
invitado chascó la lengua, movió la cabeza y dijo:
-Está visto que la
fortuna gira como una rueda, elevando a unos y haciendo bajar a otros. Me
figuro que el viejo estará muy triste. ¿Verdad?
-¿Quién sabe? Vive
apaciblemente y trabaja bien.
-¿Podría hablar con él? -preguntó
el invitado.
-Claro que sí. ¡No
faltaría más! -exclamó Mujamedshaj; y, asomándose a la puerta, llamó: Babai- abuelito en lengua bashkira, ven
a tomar una taza de kumys, y trae
también a tu mujer.
Ilias entró en el
aposento, acompañado de Sham Shemagui. Saludó a los invitados y al dueño de la
casa, recitó una oración y se puso en cuclillas junto a la puerta. Sham
Shemagui pasó al otro lado de la cortina; y se instaló al lado de la mujer del
amo.
Sirvieron a Ilias una
taza de kumys. Después de hacer una
reverencia a Mujamedshaj y a los invitados, bebió un trago y dejó la taza a un
lado.
-Me parece que debe de
apenarte vernos y comparar tu dicha de otro tiempo con la existencia que llevas
hoy día. ¿No es cierto, abuelo?
-Si te hablase de la
dicha y de la desdicha, no me creerías. Mejor será que le preguntes a mi vieja.
Es una mujer y tiene en la lengua lo mismo que en el corazón. Ella te dirá la
verdad sobre esto.
-Abuelita, ¿qué piensas
de tu dicha pasada y de tu desgracia presente? -preguntó el invitado, a través
de la cortina que separaba a las mujeres de los huéspedes.
Sham Shemagui respondió
así, desde el otro lado de la cortina:
-He aquí lo que pienso.
Mi viejo y yo hemos vivido cincuenta años buscando la felicidad sin
encontrarla. Sólo desde hace dos años, ahora que no poseemos nada y servimos a
otros, hemos hallado la verdadera dicha y no aspiramos a nada más.
Sorprendiéronse los
invitados y el dueño de la casa. Este se levantó y apartó la cortina para ver
a la viejecita. Sham Shemagui estaba en pie, con los brazos cruzados. Sonreía a
su marido, que la miraba con una sonrisa también.
-He dicho la verdad. No
creas que bromeo -continuó. Durante medio siglo hemos buscado la felicidad;
pero mientras fuimos ricos, no la encontramos. Ahora no nos queda nada,
estamos sirviendo a otros y es cuando hemos hallado una felicidad tan grande,
que no deseamos nada más.
-¿En qué consiste la
dicha de que gozáis actualmente?
-Pues verás. Eramos
ricos; pero ni mi marido ni yo teníamos un momento de sosiego. No podíamos
conversar tranquilamente, pensar en la salvación de nuestra alma, ni rezar a
Dios. ¡Eran tantas nuestras preocupaciones! Ora llegaban invitados y era
preciso desvelarse por obsequiarlos u hacerles regalos, a fin de que no nos
censurasen; ora había que vigilar a los criados, siempre inclinados a
descansar y a comer bien, mientras que nosotros debíamos estar pendientes de
que no se despilfarrasen nuestros bienes; ora era la preocupación de que los
lobos arrebatasen un pollino o una ternera, o de que los ladrones se llevasen
un rebaño. Una vez acostados, casi no dormíamos, temiendo, que los carneros
aplastasen a los corderos. Nos levantábamos a dar una vuelta por los rediles; pero
en cuanto volvíamos a acostarnos, nos asaltaba la preocupación de que había que
proveerse de pastos para el invierno. Y por si esto fuera poco, el viejo y yo
no nos llevábamos bien. El quería hacer esto y yo aquello. Y empezábamos a
discutir y pecábamos. Así es como vivíamos; de preocupación en preocupación, y
de pecado en pecado, sin conocer la felicidad.
-¿Y ahora?
-Ahora estamos siempre de
acuerdo mi viejo y yo. No tenemos por qué discutir, ni más preocupación que la
de servir a nuestro amo. Trabajamos con arreglo a nuestras fuerzas, y lo
hacemos con gusto para que el amo no pierda, sino que obtenga beneficio. Volvemos
del trabajo, y nos encontramos con que la comida está servida y que no nos
falta el kumys. Si hace frío, tenemos buen fuego y pellizas. Y nos queda tiempo
para conversar, para pensar en nuestras almas y rezar a Dios. Hemos buscado la
felicidad durante cincuenta años, y sólo la hemos encontrado ahora.
Los invitados se echaron
a reír.
-¡No os riáis, hermanos! -exclamó
Ilias. No se trata de una broma, sino de la vida humana. ¡Bien necios hemos
sido antes mi mujer y yo, por haber llorado la pérdida de nuestra fortuna!
Ahora Dios nos ha revelado la verdad; y si nosotros os la decimos, no es por
nuestro gusto; sino por vuestro bien.
Entonces el almuédano
dijo:
-Estas palabras están
llenas de sabiduría. Ilias os ha dicho la verdad. Así está escrito en las
Sagradas Escrituras.
Y los huéspedes cesaron
de reir y se quedaron pensativos.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
No entendí😐
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