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domingo, 22 de diciembre de 2013

Ilias

En la provincia de Ufim vivía un bashkiro llamado Ilias. Apenas hacía un año que su padre lo había casado, cuan­do murió, sin dejarle una gran herencia. Los bienes de Ilias se reducían a siete yeguas, dos vacas y veinte carneros. Pe­ro era un buen administrador y no tar­dó en aumentar su patrimonio. Trabaja­ba desde por la mañana hasta por la noche, ayudado por su mujer; era el primero en levantarse y el último en acostarse. De este modo, su fortuna cre­cía de año en año.
Ilias vivió así durante treinta y cinco y llegó a reunir grandes riquezas.
Poseía doscientas cabezas de ganado caballar, ciento cincuenta de ganado va­cuno y mil doscientos carneros. Nume­rosos pastores apacentaban sus rebaños, las mozas ordeñaban las yeguas y las va­cas, preparaban el kumys[1] y hacían mantequilla y queso. Todo era abundante en casa de Ilias. Por eso las gentes de la región le envidiaban y solían decir:
-¡Qué dichoso es este Ilias! Tiene de todo en abundancia. La verdad es que no necesita morir para estar en el paraíso.
Las buenas gentes buscaban su amis­tad. Algunos venían a visitarlo desde le­jos. Ilias acogía bien a todo el mundo, y a todos agasajaba, dándoles de comer y beber. Viniera quien viniese, había kumys, té y carne. En cuanto llegaba un visitante, se mataba uno o dos car­neros y, si eran varios, se sacrificaba incluso a una yegua.
Ilias tenía dos hijos y una hija. Los había casado a los tres. Mientras fué pobre, sus hijos le ayudaban en las fae­nas y guardaban los rebaños; pero cuan­do se hicieron ricos, no pensaron más que en divertirse y uno de ellos hasta se dió a la bebida. El mayor murió en una riña; el otro, casado con una mujer or­gullosa, dejó de obedecer a su padre, y éste tuvo que separarlo de la familia.
Al separarse de su hijo, Ilias le dió una casa y ganado, con lo que dismi­nuyeron sus bienes. Poco después, se declaró una epidemia entre los carneros, y murieron muchos. Luego sobrevino un año de hambre; los prados no dieron hierba y, durante el invierno, pereció gran parte del ganado. Por último, los kirguises se apoderaron de muchos de los rebaños de Ilias y su fortuna dismi­nuyó sensiblemente. Cada vez caía más bajo. También le fallaron las fuerzas. Al llegar a los setenta años, se vió obli­gado a vender las pieles, los tapices, las sillas de montar, los coches y hasta las últimas cabezas de ganado que había podido conservar.
Y, poco tiempo después, se quedó sin nada. Así fué como, en los últimos días de su vida, se vió obligado a ir a servir a los demás para poder vivir. De sus an­tiguos bienes, lo único que le quedaba era una pelliza, un gorro, unas botas, y su mujer, Sham Shemagui, que no era menos vieja que él. Su hijo habíase mar­chado a un país lejano y su hija había muerto. No había nadie que pudiera acu­dir en ayuda de los viejos.
Su vecino, Mujamedshaj se compa­deció de ellos. No era ni pobre ni rico, y llevaba la vida uniforme de un hom­bre bueno. Recordó la hospitalidad de Ilias y le dijo:
-Ven a mi casa; vivirás en ella con tu esposa. En verano trabajarás en los melonares, en la medida de tus fuerzas; y, en invierno, darás de comer al gana­do. Sham Shemagui ordeñará a las ye­guas y preparará el kumys. Os manten­dre y vestiré a ambos, y os daré lo que me pidáis.
Ilias dió las gracias a su vecino y se trasladó a su casa, en compañía de Sham Shemagui. Al principio, se les hizo pe­noso estar al servicio de Mujamedshaj; pero luego se acostumbraron y hasta pu­dieron soportar el trabajo sin cansarse demasiado.
Mujamedshaj estaba encantado de sus nuevos servidores, porque, como habían sido propietarios, sabían cómo se debe gobernar una casa y no escatimaban sus propios esfuerzos. Pero, al mismo tiem­po, le daba pena ver que hubiesen caído tan bajo aquellas personas que vivieran tan bien en otro tiempo.
Sucedió un día que vinieron a visi­tar a Mujamedshaj unos parientes, que vivían muy lejos. Entre ellos había un almuédano. Mujamedshaj ordenó a Ilias que sacrificara un carnero. El viejo obe­deció; y, tras de asarlo, lo mandó a su amo y a los huéspedes. Estos comieron, bebieron té y luego, sentados sobre edre­dones y tapices, empezaron a charlar con el anfitrión, ante unas tazas de ku­mys. En aquel momento, Ilias, que había terminado sus faenas, pasó ante la puer­ta. Al verlo, Mujamedshaj dijo a uno de huéspedes:    
-¿Has visto a este viejo que acaba de pasar ante la puerta?
-Sí; lo he visto. ¿Qué tiene de particular? –replicó el interpelado.
-Pues verás. Era el hombre más rico de toda la región. Se llama Ilias. Tal vez lo hayas oído nombrar.
-Claro que lo he oído nombrar. No lo conocía personalmente; pero su fama llegaba hasta muy lejos.
-Ahora no le queda nada de sus bie­nes; vive en mi casa como un criado, y su mujer ordeña mis yeguas.
Muy sorprendido, el invitado chascó la lengua, movió la cabeza y dijo:
-Está visto que la fortuna gira como una rueda, elevando a unos y haciendo bajar a otros. Me figuro que el viejo estará muy triste. ¿Verdad?
-¿Quién sabe? Vive apaciblemente y trabaja bien.
-¿Podría hablar con él? -preguntó el invitado.
-Claro que sí. ¡No faltaría más! -exclamó Mujamedshaj; y, asomándose a la puerta, llamó: Babai- abuelito en lengua bashkira, ven a tomar una taza de kumys, y trae también a tu mujer.
Ilias entró en el aposento, acompa­ñado de Sham Shemagui. Saludó a los invitados y al dueño de la casa, recitó una oración y se puso en cuclillas junto a la puerta. Sham Shemagui pasó al otro lado de la cortina; y se instaló al lado de la mujer del amo.
Sirvieron a Ilias una taza de kumys. Después de hacer una reverencia a Mu­jamedshaj y a los invitados, bebió un trago y dejó la taza a un lado.
-Me parece que debe de apenarte vernos y comparar tu dicha de otro tiempo con la existencia que llevas hoy día. ¿No es cierto, abuelo?
-Si te hablase de la dicha y de la desdicha, no me creerías. Mejor será que le preguntes a mi vieja. Es una mu­jer y tiene en la lengua lo mismo que en el corazón. Ella te dirá la verdad sobre esto.
-Abuelita, ¿qué piensas de tu dicha pasada y de tu desgracia presente? -pre­guntó el invitado, a través de la cortina que separaba a las mujeres de los hués­pedes.
Sham Shemagui respondió así, des­de el otro lado de la cortina:
-He aquí lo que pienso. Mi viejo y yo hemos vivido cincuenta años bus­cando la felicidad sin encontrarla. Sólo desde hace dos años, ahora que no po­seemos nada y servimos a otros, hemos hallado la verdadera dicha y no aspira­mos a nada más.
Sorprendiéronse los invitados y el due­ño de la casa. Este se levantó y apartó la cortina para ver a la viejecita. Sham Shemagui estaba en pie, con los brazos cruzados. Sonreía a su marido, que la miraba con una sonrisa también.
-He dicho la verdad. No creas que bromeo -continuó. Durante medio si­glo hemos buscado la felicidad; pero mientras fuimos ricos, no la encontra­mos. Ahora no nos queda nada, estamos sirviendo a otros y es cuando hemos hallado una felicidad tan grande, que no deseamos nada más.
-¿En qué consiste la dicha de que gozáis actualmente?
-Pues verás. Eramos ricos; pero ni mi marido ni yo teníamos un momento de sosiego. No podíamos conversar tran­quilamente, pensar en la salvación de nuestra alma, ni rezar a Dios. ¡Eran tantas nuestras preocupaciones! Ora lle­gaban invitados y era preciso desvelarse por obsequiarlos u hacerles regalos, a fin de que no nos censurasen; ora ha­bía que vigilar a los criados, siempre inclinados a descansar y a comer bien, mientras que nosotros debíamos estar pendientes de que no se despilfarrasen nuestros bienes; ora era la preocupación de que los lobos arrebatasen un pollino o una ternera, o de que los ladrones se llevasen un rebaño. Una vez acostados, casi no dormíamos, temiendo, que los carneros aplastasen a los corderos. Nos levantábamos a dar una vuelta por los rediles; pero en cuanto volvíamos a acostarnos, nos asaltaba la preocupación de que había que proveerse de pastos para el invierno. Y por si esto fuera poco, el viejo y yo no nos llevábamos bien. El quería hacer esto y yo aquello. Y em­pezábamos a discutir y pecábamos. Así es como vivíamos; de preocupación en preocupación, y de pecado en pecado, sin conocer la felicidad.
-¿Y ahora?
-Ahora estamos siempre de acuerdo mi viejo y yo. No tenemos por qué dis­cutir, ni más preocupación que la de ser­vir a nuestro amo. Trabajamos con arre­glo a nuestras fuerzas, y lo hacemos con gusto para que el amo no pierda, sino que obtenga beneficio. Volvemos del tra­bajo, y nos encontramos con que la comi­da está servida y que no nos falta el kumys. Si hace frío, tenemos buen fuego y pellizas. Y nos queda tiempo para conversar, para pensar en nuestras al­mas y rezar a Dios. Hemos buscado la felicidad durante cincuenta años, y sólo la hemos encontrado ahora.
Los invitados se echaron a reír.
-¡No os riáis, hermanos! -exclamó Ilias. No se trata de una broma, sino de la vida humana. ¡Bien necios hemos sido antes mi mujer y yo, por haber llorado la pérdida de nuestra fortuna! Ahora Dios nos ha revelado la verdad; y si nosotros os la decimos, no es por nuestro gusto; sino por vuestro bien.
Entonces el almuédano dijo:
-Estas palabras están llenas de sabi­duría. Ilias os ha dicho la verdad. Así está escrito en las Sagradas Escrituras.
Y los huéspedes cesaron de reir y se quedaron pensativos.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Bebida fermentada hecha con leche de yegua.

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