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domingo, 22 de diciembre de 2013

Emelian el obrero

Emelián trabajaba como obrero en casa de un propietario. Un día en que atrave­saba un prado para ir al trabajo vió una rana que saltaba bajo sus pies. Pasó cuidadosamente por encima de la rana, para no pisarla; y siguió su camino.
De repente, oyó que alguien lo lla­maba. Se volvió: era una muchacha muy bella.
-¿Por qué no te casas, Emelián? -le dijo.
-¿Cómo quieres que me case, pre­ciosa criatura? No poseo nada; ningu­na muchacha me querría.
-Cásate conmigo -exclamó la mu­chacha.
-De buena gana me casaría contigo; pero ¿dónde íbamos a vivir?-replicó Emelián, mirando embelesado a la mu­chacha.
-¡Qué cosas tienes! Lo único que hace falta es trabajar más y dormir me­nos; de ese modo siempre tendremos casa y ropa.
-Bueno, casémonos, pues. ¿Dónde iremos a vivir?
-A la ciudad.
Emelián y la muchacha fueron a una casita de la ciudad. Se casaron y vivie­ron juntos.
Un día el zar fué a pasear a las afue­ras. Cuando pasaba ante la casita de Emelián, la mujer de éste salió a la puer­ta, para verlo. El zar se sorprendió de su belleza. ¿De dónde podía proceder aquella muchacha tan hermosa? Mandó detener la carroza y, llamando a la es­posa de Emelián, le preguntó:
-¿Quién eres?
-La mujer del obrero Emelián.
-¿Por qué, siendo tan guapa, te has casado con un mujik? Merecías ser reina.
-Te agradezco tus palabras. Pero me contento con un mujik.
Después de cambiar estas palabras con la muchacha, el zar prosiguió su ca­mino. Regresó a palacio; pero no se le iba de la cabeza la mujer de Emelián. Pasó toda la noche sin pegar un ojo, pensando cómo podría arrebatársela. Sin embargo, no se le ocurrió el modo de hacerlo. Llamó a sus consejeros y les ordenó que se las ingenieran para llevar a cabo su proyecto.
-Llama a Emelián a trabajar a pa­lacio. Acabaremos con él a fuerza de trabajo; y, cuando su mujer se quede viuda, podrás casarte con ella -dijeron ellos.
El zar hizo lo que le habían, aconse­jado. Envió en busca de Emelián, ofre­ciéndole trabajo en el palacio, donde po­dría vivir con su mujer. Cuando los emisarios transmitieron a Emelián los deseos del zar, su mujer le dijo:
-Puedes ir. Trabajarás de día; y de noche, volverás conmigo.
Emelián fué a palacio. Cuando llegó allí, el administrador le preguntó:
-¿Por qué vienes sin tu mujer?
-¿Para qué iba a traerla aquí? Tie­ne su propia casa.
Encargaron a Emelián que hiciera un trabajo muy grande. Probablemente ni siquiera dos personas hubieran dado abasto para hacerlo en un día. Cuando lo emprendió, Emelián no esperaba po­derlo terminar. Sin embargo, le dió fin antes que llegara la noche. Entonces, el administrador le asignó para el día si­guiente un trabajo cuatro veces mayor.
Al llegar a su casa, Emelián la encon­tró barrida, limpia y ordenada. La es­tufa estaba encendida y había comida en abundancia. Su mujer, sentada ante la rueca, hilaba esperándolo. Se levan­tó a recibirlo, le sirvió la cena y, mien­tras Emelián comía y bebía, le hizo pre­guntas acerca de su trabajo.
-Estoy preocupado. Es tal la faena que me mandan hacer, que me ago­tarán.
-Cuando estés trabajando, no pien­ses en el trabajo, no vuelvas la cabeza hacia atrás, ni mires hacia adelante para averiguar si has hecho mucho, ni lo que te queda por hacer. Limítate a trabajar. Acabarás todo a su debido tiempo.
Emelián se fué a acostar. A la maña­na siguiente se dirigió de nuevo a pa­lacio. Trabajó sin volver la cabeza ni una sola vez. Acabó la tarea que le habían asignado hacia el anochecer; y aún no había caído la noche, cuando regresó a su hogar.
Cada vez le daban más trabajo; no obstante, Emelián lo acababa a su de­bida hora y se iba a dormir a casa. Así transcurrió una semana. Los conseje­ros del zar comprendieron que no po­drían acabar con Emelián por medio del trabajo que le habían encargado al prin­cipio; y empezaron a darle otros que haceres. Pero tampoco así lograron ex­tenuarlo. Emelián llevaba a cabo cual­quier clase de trabajo, ya fuese de car­pintero, albañil o pizarrero. De este modo transcurrió la segunda semana. El zar llamó a sus consejeros y les dijo:
-¿Acaso os mantengo por gusto? Han transcurrido dos semanas y sigo sin ha­ber conseguido nada de vosotros. Pre­tendíais acabar con Emelián por medio del trabajo; pero todos los días veo por la ventana que se va a su casa entonando canciones. ¿Es que os burláis de mí?
-Hemos procurado extenuar a Eme­lián, encargándole un trabajo superior a sus fuerzas; pero ha sido imposible vencerlo -replicaban los consejeros, tra­tando de justificarse. Realiza cualquier trabajo con la misma facilidad que si barriera una habitación, y no se cansa nada. También le hemos encomendado trabajos en los que tenía que pensar, creyendo que le fallaría la inteligencia. Pero tampoco así hemos conseguido na­da. Cumple a las mil maravillas cualquier labor. ¿Qué significa esto? Probablemen­te tanto él como su mujer son brujos. Es­tamos hartos de ese hombre. Nos gus­taría encomendarle algún trabajo que no pueda llevarse a cabo. Llámalo y mán­dale que construya, frente al palacio, una catedral en un solo día. Si no la hace po­drás cortarle la cabeza, por desobediencia.
El zar mandó que llamaran a Emelián.
-Te ordeno que construyas una ca­tedral en la plaza, frente al palacio, y que esté terminada mañana por la noche. Te recompensaré si la construyes; pero te mataré si no ló haces.
Después de escuchar las palabras del zar, Emelián se dirigió a su casa. "Ahora sí que ha llegado mi último momento", pensó por el camino.
-Prepárate, mujer; es preciso que huyamos donde sea. De otro modo esta­mos perdidos -dijo a su esposa al llegar.
-¿Qué es lo que te asusta tanto? ¿Por qué quieres huir?
-¿Cómo no voy a tener miedo? El zar me ha ordenado que cons-truya una catedral en un solo día. Me ha amena­zado con cortarme la cabeza si no lo hago. No nos queda más remedio que huir, ahora que aún es tiempo.
La mujer de Emelián no hizo caso de estas palabras.
-El zar tiene muchos soldados, te cogerían en cualquier sitio al que fueses. No podrías huir de él. Mientras sea po­sible, es preciso que le obedezcas.
-¿Cómo podría obedecerlo, cuando se trata de un trabajo superior a mis fuerzas?
-No te aflijas, cena y acuéstate. Ma­ñana procurarás levantarte más tempra­no y verás cómo te da tiempo para todo.
Emelián se fué a acostar. A la ma­ñana siguiente, su mujer lo despertó.
-Date prisa. Ve a acabar la catedral; toma este martillo y estos clavos. Te queda trabajo para un día.
Emelián fué a la ciudad. Al llegar a la plaza, vió una catedral nueva, casi aca­bada. Se puso a terminarla y, por la noche, todo quedó listo.
Al despertarse, el zar miró por la ventana y vió que la catedral estaba construida. Emelián iba de un lado a otro, clavando algunos clavos. Aquello encolerizó al zar. Fué presa de una gran ira, porque no encontraba la manera de castigar a Emelián, ni de arrebatarle a su mujer.
Volvió a llamar a sus consejeros.
Emelián ha cumplido esta vez tam­bién, y no tengo motivo para castigarlo. Esta prueba no ha sido suficientemente dura. Hay que inventar algo más difícil de realizar. Inventadlo vosotros, pues de otro modo os castigaré antes que a él -les dijo.
Los consejeros propusieron al zar que Emelián hiciera un río en torno al pa­lacio para que navegasen barcos.
El zar llamó a Emelián y le encomen­dó el nuevo trabajo.
-Si has sido capaz de construir una catedral en una sola noche, también podrás hacer lo que te pido ahora. Pero necesito que mañana esté acabado. De no ser así, te cortaré la cabeza.
Emelián se entristeció. Llegó a su casa muy desanimado.
-¿Por qué te afliges? ¿Te ha encar­gado algo nuevo el zar?
Emelián contó a su mujer lo que le había ocurrido.
-Tenemos que huir -dijo.
-No podrás escapar de los soldados; te pillarían en cualquier sitio. Es preciso obedecer.
-Pero ¿cómo?
-No te aflijas. Cena y acuéstate. Ma­ñana procurarás levantarte más tempra­no y tendrás todo listo a su debida hora.
Emelián se fué a acostar. Su mujer lo despertó al amanecer.
-Vete a palacio, todo está terminado. Sólo queda un montículo de tierra junto al embarcadero, que has de nivelar.
Emelián fué a la ciudad. En torno al palacio había un río por el que navega­ban buques. Dirigiéndose al embarcadero, Emelián empezó a igualar el suelo.
Al despertarse, el zar vió el río, por el que navegaban buques, y a Emelián, que nivelaba el suelo.
Le indignó mucho no poder castigar­lo. "No existe ningún problema que no sea capaz de resolver. ¿Qué hacer aho­ra?", pensó.
Llamó a sus consejeros y todos juntos se pusieron a meditar.
-Idead algo que Emelián no sea ca­paz de hacer. He llevado a cabo todo lo que habéis pensado hasta ahora; y no he podido quitarle a su mujer.
Tras de pensar mucho, los consejeros idearon una cosa. Se presentaron ante el zar y le dijeron.
-Hay que llamar a Emelián y decir­le lo siguiente: "Ve al lugar que desco­noces y trae lo que no sabes." Así no tendrá escape, pues vaya donde vaya, y traiga lo que traiga, le dirás que no ha sabido cumplir tu encargo. Entonces podrás matarlo y tomar a su mujer.
-Es muy ingenioso lo que habéis idea­do -exclamó el zar, alegrándose. Y en­vió a buscar a Emelián. Vete al lugar que desconoces y tráeme lo que no sabes. Si no lo haces, te cortaré la cabeza.
Emelián llegó a su casa y contó a su mujer lo que el zar le había orde­nado.
-Han puesto tu cabeza en peligro, dándole ideas al zar. Ahora es preciso obrar con gran prudencia -dijo su es­posa, y tras de sumirse en reflexiones, añadió-: Tienes que ir a casa de nues­tra abuelita, la madre de los campesinos y de los soldados, a pedirle misericordia. Ella te dará una cosa y volverás direc­tamente a palacio. Yo estaré allí. Porque esta vez no podré librarme de ellos. Me cogeran por la fuerza, pero no he de quedarme allí mucho tiempo. Si cumples todo lo que te ordene la abuelita, no tar­darás en recuperarme.
La mujer preparó las cosas de Eme­lián, y le dió una alforja y un huso.
-En cuanto le entregues esto a la abuelita, sabrá que eres mi marido.
Indicó a Emelián el camino que de­bía seguir. En cuanto éste salió de la ciudad, se encontró con una regimiento de soldados que hacía la instrucción. Emelián se detuvo a mirarlos. Al cabo de un rato, los soldados se sentaron a descansar. Emelián se acercó a ellos y les preguntó:
-¿Podríais decirme cómo he de ir al lugar que desconozco y cómo he de traer lo que no sé?
Al oír estas palabras, los soldados se sorprendieron.
-¿Quién te ha mandado buscar eso?
-El zar.
-Desde que somos soldados siempre vamos al lugar que des-conocemos; pero jamás lo encontramos. No podemos ayu­darte.
Emelián permaneció un rato en com­pañía de los soldados; y luego prosiguió la marcha. Caminó largo rato, llegando finalmente a un bosque. Allí había una pequeña isba en la que una viejecita, la madre de los campesinos y de los solda­dos, estaba hilando. La vieja lloraba; y, en lugar de mojarse los dedos con sali­va, se los mojaba con las lágrimas.
-¿A qué vienes? -exclamó, al re­parar en Emelián.
Este le entregó el huso y le dijo que se lo enviaba su mujer. La anciana se dulcificó en el acto e hizo a Emelián una serie de preguntas. Este le contó toda su vida; le dijo cómo se había ca­sado y cómo se había trasladado a vivir a la ciudad, donde el zar lo había reque­rido para trabajar en palacio. Le contó asimismo que había construído una ca­tédral y que había hecho que pasara un río por el que navegaban buques, en torno a palacio; y que, por último, el zar le había ordenado que fuera al lu­gar que desconocía y le trajera lo que no sabía.
La vieja lo escuchó en silencio y dejó de llorar.
-Por lo visto ha llegado el plazo -masculló, como hablando consigo mis­ma. Siéntate y come algo, hijo mío -añadió, dirigiéndose a Emelián.
Cuando Emelián terminó de comer, la vieja pronunció las siguientes palabras:
-Toma esta bola. Echala a rodar y síguela hasta llegar a orillas del mar. Allí verás una gran ciudad. Entra en ella y ve a pasar la noche en la última casa que está en el mismo extremo. Allí encontrarás lo que necesitas.
-¿Cómo lo reconoceré, abuelita?
-Cuando veas algo que la gente es­cucha con más interés que a sus pro­pios padres, cógelo y llévaselo al zar. Te dirá que no es eso lo que necesita. En­tonces le contestarás: "Si no es eso, hay que romperlo"; y empezarás a darle golpes; lo romperás y lo arrojarás al agua. Eso bastará para rescatar a tu mu­jer y enjugar mis lágrimas.
Tras de despedirse de la abuelita, Eme­lián arrojó la bola. Esta rodó y lo con­dujo a orillas del mar. Allí había una gran ciudad. Y, en las afueras de ésta, una casa muy alta. Emelián pidió per­miso para pernoctar. Accedieron. A la mañana siguiente, Emelián se despertó, al oír que el padre de familia se había levantado y llamado a su hijo para que fuera o cortar leña. Este no quería obe­decer.
-Todavía es pronto; aún hay tiempo.
Después Emelián oyó a la madre, que echada sobre la estufa, decía al mu­chacho:
-Vete, hijo mío, que a tu padre le duelen los huesos. ¿Consentirás que va­ya él? Ya es hora de ir; obedéceme.
Dando media vuelta, el hijo se volvió a dormir. Al poco rato, resonó un rui­do en la calle. Entonces, el joven se le­vantó de un salto, se vistió presurosa­mente y salió. Emelián se levantó tam­bién y corrió en pos de él para averi­guar cuál era el ruido que le había obli­gado a levantarse.
Vió a un hombre que avanzaba por la calle. Llevaba un objeto colgado so­bre la barriga e iba golpeándolo con los dedos. Ese objeto era el que armaba tan­to ruido y era a él al que había obede­cido el muchacho. Emelián se acercó para examinarlo. Era como un cubo y estaba cubierto de piel por ambos lados. Eme­lián preguntó cómo se llamaba.
-Es un tambor -le dijeron.
-¿Está vacío?
-Sí.
Emelián se quedó muy sorprendido y rogó que le dieran aquel objeto. Pero no le hicieron caso. Entonces siguió al hombre que lo llevaba. Anduvo tras de él todo el día y cuando éste se acostó a dormir le robó el tambor y se escapó con él. Corrió mucho y, finalmente, llegó a la ciudad. Pensaba que encontraría a su mujer; pero ésta no estaba en su casa. Se la habían llevado a palacio al día si­guiente de la partida de Emelián.
Entonces se dirigió a palacio. Pidió que comunicaran al zar que había lle­gado el hombre que había ido al lugar que desconocía a buscar una cosa que no sabía. Así lo hicieron. El zar ordenó que Emelián volviera al día siguiente.
-Vengo a traerle lo que me ha pedido. Que salga a recibirme, pues de otro mo­do, entraré yo.
El zar salió a recibir a Emelián.
-¿Dónde has estado? -le preguntó.
Emelián se lo dijo.
-No es allí donde te he mandado. Pero dime. ¿Qué traes?
Emelián quiso enseñarle lo que traía; pero el zar, sin mirar siquiera aquel ob­jeto, arguyó:
-No es esto.
-Si no es esto, hay que romperlo. ¡Qué diablos! -exclamó Emelián.
Y salió del palacio golpeando el tam­bor. Acto seguido, el ejército del zar se reunió en torno a Emelián. Le rin­dieron honores, y esperaron sus órdenes. El zar gritó desde una ventana que no siguieran a Emelián. Pero no le hicieron caso. Al ver esto, el zar mandó que de­volvieran a Emelián a su mujer y le pi­dió el tambor.
-¡No puedo devolvértelo! -declaró Emelián. Me han mandado que lo rompa y arroje los trozos al agua.
Emelián se acercó al río seguido de todos los soldados. Rompió el tambor y tiró los trozos al agua. Entonces los soldados se dispersaron. Emelián cogió a su mujer y se la llevó a su casa.
Desde entonces el zar dejó de moles­tarlo y Emelián vivió feliz con su esposa.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

3 comentarios:

  1. este el cuento que aparece en el libro letras cardinales o me equivoco

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  2. La abuela era la madre patria que lloraba por la soberbia del Zar, la señorita buscaba un hombre el cual fuera empático y amable, se demuestra al no pisar el sapo y justo donde aparece la esposa,Emelian crea un golpe de estado.

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