Emelián trabajaba como
obrero en casa de un propietario. Un día en que atravesaba un prado para ir al
trabajo vió una rana que saltaba bajo sus pies. Pasó cuidadosamente por encima
de la rana, para no pisarla; y siguió su camino.
De repente, oyó que
alguien lo llamaba. Se volvió: era una muchacha muy bella.
-¿Por qué no te casas,
Emelián? -le dijo.
-¿Cómo quieres que me
case, preciosa criatura? No poseo nada; ninguna muchacha me querría.
-Cásate conmigo -exclamó
la muchacha.
-De buena gana me casaría
contigo; pero ¿dónde íbamos a vivir?-replicó Emelián, mirando embelesado a la
muchacha.
-¡Qué cosas tienes! Lo
único que hace falta es trabajar más y dormir menos; de ese modo siempre
tendremos casa y ropa.
-Bueno, casémonos, pues.
¿Dónde iremos a vivir?
-A la ciudad.
Emelián y la muchacha
fueron a una casita de la ciudad. Se casaron y vivieron juntos.
Un día el zar fué a
pasear a las afueras. Cuando pasaba ante la casita de Emelián, la mujer de
éste salió a la puerta, para verlo. El zar se sorprendió de su belleza. ¿De
dónde podía proceder aquella muchacha tan hermosa? Mandó detener la carroza y,
llamando a la esposa de Emelián, le preguntó:
-¿Quién eres?
-La mujer del obrero
Emelián.
-¿Por qué, siendo tan
guapa, te has casado con un mujik?
Merecías ser reina.
-Te agradezco tus
palabras. Pero me contento con un mujik.
Después de cambiar estas
palabras con la muchacha, el zar prosiguió su camino. Regresó a palacio; pero
no se le iba de la cabeza la mujer de Emelián. Pasó toda la noche sin pegar un
ojo, pensando cómo podría arrebatársela. Sin embargo, no se le ocurrió el modo
de hacerlo. Llamó a sus consejeros y les ordenó que se las ingenieran para
llevar a cabo su proyecto.
-Llama a Emelián a
trabajar a palacio. Acabaremos con él a fuerza de trabajo; y, cuando su mujer
se quede viuda, podrás casarte con ella -dijeron ellos.
El zar hizo lo que le
habían, aconsejado. Envió en busca de Emelián, ofreciéndole trabajo en el
palacio, donde podría vivir con su mujer. Cuando los emisarios transmitieron a
Emelián los deseos del zar, su mujer le dijo:
-Puedes ir. Trabajarás de
día; y de noche, volverás conmigo.
Emelián fué a palacio.
Cuando llegó allí, el administrador le preguntó:
-¿Por qué vienes sin tu
mujer?
-¿Para qué iba a traerla
aquí? Tiene su propia casa.
Encargaron a Emelián que
hiciera un trabajo muy grande. Probablemente ni siquiera dos personas hubieran
dado abasto para hacerlo en un día. Cuando lo emprendió, Emelián no esperaba poderlo
terminar. Sin embargo, le dió fin antes que llegara la noche. Entonces, el
administrador le asignó para el día siguiente un trabajo cuatro veces mayor.
Al llegar a su casa,
Emelián la encontró barrida, limpia y ordenada. La estufa estaba encendida y
había comida en abundancia. Su mujer, sentada ante la rueca, hilaba
esperándolo. Se levantó a recibirlo, le sirvió la cena y, mientras Emelián
comía y bebía, le hizo preguntas acerca de su trabajo.
-Estoy preocupado. Es tal
la faena que me mandan hacer, que me agotarán.
-Cuando estés trabajando,
no pienses en el trabajo, no vuelvas la cabeza hacia atrás, ni mires hacia
adelante para averiguar si has hecho mucho, ni lo que te queda por hacer. Limítate
a trabajar. Acabarás todo a su debido tiempo.
Emelián se fué a acostar.
A la mañana siguiente se dirigió de nuevo a palacio. Trabajó sin volver la
cabeza ni una sola vez. Acabó la tarea que le habían asignado hacia el
anochecer; y aún no había caído la noche, cuando regresó a su hogar.
Cada vez le daban más
trabajo; no obstante, Emelián lo acababa a su debida hora y se iba a dormir a
casa. Así transcurrió una semana. Los consejeros del zar comprendieron que no
podrían acabar con Emelián por medio del trabajo que le habían encargado al
principio; y empezaron a darle otros que haceres. Pero tampoco así lograron extenuarlo.
Emelián llevaba a cabo cualquier clase de trabajo, ya fuese de carpintero,
albañil o pizarrero. De este modo transcurrió la segunda semana. El zar llamó a
sus consejeros y les dijo:
-¿Acaso os mantengo por
gusto? Han transcurrido dos semanas y sigo sin haber conseguido nada de
vosotros. Pretendíais acabar con Emelián por medio del trabajo; pero todos los
días veo por la ventana que se va a su casa entonando canciones. ¿Es que os
burláis de mí?
-Hemos procurado extenuar
a Emelián, encargándole un trabajo superior a sus fuerzas; pero ha sido
imposible vencerlo -replicaban los consejeros, tratando de justificarse.
Realiza cualquier trabajo con la misma facilidad que si barriera una
habitación, y no se cansa nada. También le hemos encomendado trabajos en los
que tenía que pensar, creyendo que le fallaría la inteligencia. Pero tampoco
así hemos conseguido nada. Cumple a las mil maravillas cualquier labor. ¿Qué
significa esto? Probablemente tanto él como su mujer son brujos. Estamos
hartos de ese hombre. Nos gustaría encomendarle algún trabajo que no pueda
llevarse a cabo. Llámalo y mándale que construya, frente al palacio, una
catedral en un solo día. Si no la hace podrás cortarle la cabeza, por desobediencia.
El zar mandó que llamaran
a Emelián.
-Te ordeno que construyas
una catedral en la plaza, frente al palacio, y que esté terminada mañana por
la noche. Te recompensaré si la construyes; pero te mataré si no ló haces.
Después de escuchar las palabras
del zar, Emelián se dirigió a su casa. "Ahora sí que ha llegado mi último
momento", pensó por el camino.
-Prepárate, mujer; es
preciso que huyamos donde sea. De otro modo estamos perdidos -dijo a su esposa
al llegar.
-¿Qué es lo que te asusta
tanto? ¿Por qué quieres huir?
-¿Cómo no voy a tener
miedo? El zar me ha ordenado que cons-truya una catedral en un solo día. Me ha
amenazado con cortarme la cabeza si no lo hago. No nos queda más remedio que
huir, ahora que aún es tiempo.
La mujer de Emelián no
hizo caso de estas palabras.
-El zar tiene muchos
soldados, te cogerían en cualquier sitio al que fueses. No podrías huir de él.
Mientras sea posible, es preciso que le obedezcas.
-¿Cómo podría obedecerlo,
cuando se trata de un trabajo superior a mis fuerzas?
-No te aflijas, cena y
acuéstate. Mañana procurarás levantarte más temprano y verás cómo te da
tiempo para todo.
Emelián se fué a acostar.
A la mañana siguiente, su mujer lo despertó.
-Date prisa. Ve a acabar
la catedral; toma este martillo y estos clavos. Te queda trabajo para un día.
Emelián fué a la ciudad.
Al llegar a la plaza, vió una catedral nueva, casi acabada. Se puso a
terminarla y, por la noche, todo quedó listo.
Al despertarse, el zar
miró por la ventana y vió que la catedral estaba construida. Emelián iba de un
lado a otro, clavando algunos clavos. Aquello encolerizó al zar. Fué presa de
una gran ira, porque no encontraba la manera de castigar a Emelián, ni de
arrebatarle a su mujer.
Volvió a llamar a sus
consejeros.
Emelián ha cumplido esta
vez también, y no tengo motivo para castigarlo. Esta prueba no ha sido
suficientemente dura. Hay que inventar algo más difícil de realizar. Inventadlo
vosotros, pues de otro modo os castigaré antes que a él -les dijo.
Los consejeros
propusieron al zar que Emelián hiciera un río en torno al palacio para que
navegasen barcos.
El zar llamó a Emelián y
le encomendó el nuevo trabajo.
-Si has sido capaz de
construir una catedral en una sola noche, también podrás hacer lo que te pido
ahora. Pero necesito que mañana esté acabado. De no ser así, te cortaré la
cabeza.
Emelián se entristeció.
Llegó a su casa muy desanimado.
-¿Por qué te afliges? ¿Te
ha encargado algo nuevo el zar?
Emelián contó a su mujer
lo que le había ocurrido.
-Tenemos que huir -dijo.
-No podrás escapar de los
soldados; te pillarían en cualquier sitio. Es preciso obedecer.
-Pero ¿cómo?
-No te aflijas. Cena y
acuéstate. Mañana procurarás levantarte más temprano y tendrás todo listo a
su debida hora.
Emelián se fué a acostar.
Su mujer lo despertó al amanecer.
-Vete a palacio, todo
está terminado. Sólo queda un montículo de tierra junto al embarcadero, que has
de nivelar.
Emelián fué a la ciudad.
En torno al palacio había un río por el que navegaban buques. Dirigiéndose al
embarcadero, Emelián empezó a igualar el suelo.
Al despertarse, el zar
vió el río, por el que navegaban buques, y a Emelián, que nivelaba el suelo.
Le indignó mucho no poder
castigarlo. "No existe ningún problema que no sea capaz de resolver. ¿Qué
hacer ahora?", pensó.
Llamó a sus consejeros y
todos juntos se pusieron a meditar.
-Idead algo que Emelián
no sea capaz de hacer. He llevado a cabo todo lo que habéis pensado hasta
ahora; y no he podido quitarle a su mujer.
Tras de pensar mucho, los
consejeros idearon una cosa. Se presentaron ante el zar y le dijeron.
-Hay que llamar a Emelián
y decirle lo siguiente: "Ve al lugar que desconoces y trae lo que no
sabes." Así no tendrá escape, pues vaya donde vaya, y traiga lo que
traiga, le dirás que no ha sabido cumplir tu encargo. Entonces podrás matarlo y
tomar a su mujer.
-Es muy ingenioso lo que
habéis ideado -exclamó el zar, alegrándose. Y envió a buscar a Emelián. Vete
al lugar que desconoces y tráeme lo que no sabes. Si no lo haces, te cortaré
la cabeza.
Emelián llegó a su casa y
contó a su mujer lo que el zar le había ordenado.
-Han puesto tu cabeza en
peligro, dándole ideas al zar. Ahora es preciso obrar con gran prudencia -dijo
su esposa, y tras de sumirse en reflexiones, añadió-: Tienes que ir a casa de
nuestra abuelita, la madre de los campesinos y de los soldados, a pedirle
misericordia. Ella te dará una cosa y volverás directamente a palacio. Yo
estaré allí. Porque esta vez no podré librarme de ellos. Me cogeran por la
fuerza, pero no he de quedarme allí mucho tiempo. Si cumples todo lo que te
ordene la abuelita, no tardarás en recuperarme.
La mujer preparó las
cosas de Emelián, y le dió una alforja y un huso.
-En cuanto le entregues
esto a la abuelita, sabrá que eres mi marido.
Indicó a Emelián el camino
que debía seguir. En cuanto éste salió de la ciudad, se encontró con una
regimiento de soldados que hacía la instrucción. Emelián se detuvo a mirarlos.
Al cabo de un rato, los soldados se sentaron a descansar. Emelián se acercó a
ellos y les preguntó:
-¿Podríais decirme cómo
he de ir al lugar que desconozco y cómo he de traer lo que no sé?
Al oír estas palabras,
los soldados se sorprendieron.
-¿Quién te ha mandado
buscar eso?
-El zar.
-Desde que somos soldados
siempre vamos al lugar que des-conocemos; pero jamás lo encontramos. No podemos
ayudarte.
Emelián permaneció un
rato en compañía de los soldados; y luego prosiguió la marcha. Caminó largo
rato, llegando finalmente a un bosque. Allí había una pequeña isba en la que una viejecita, la madre
de los campesinos y de los soldados, estaba hilando. La vieja lloraba; y, en
lugar de mojarse los dedos con saliva, se los mojaba con las lágrimas.
-¿A qué vienes? -exclamó,
al reparar en Emelián.
Este le entregó el huso y
le dijo que se lo enviaba su mujer. La anciana se dulcificó en el acto e hizo a
Emelián una serie de preguntas. Este le contó toda su vida; le dijo cómo se
había casado y cómo se había trasladado a vivir a la ciudad, donde el zar lo
había requerido para trabajar en palacio. Le contó asimismo que había
construído una catédral y que había hecho que pasara un río por el que
navegaban buques, en torno a palacio; y que, por último, el zar le había
ordenado que fuera al lugar que desconocía y le trajera lo que no sabía.
La vieja lo escuchó en
silencio y dejó de llorar.
-Por lo visto ha llegado
el plazo -masculló, como hablando consigo misma. Siéntate y come algo, hijo
mío -añadió, dirigiéndose a Emelián.
Cuando Emelián terminó de
comer, la vieja pronunció las siguientes palabras:
-Toma esta bola. Echala a
rodar y síguela hasta llegar a orillas del mar. Allí verás una gran ciudad.
Entra en ella y ve a pasar la noche en la última casa que está en el mismo
extremo. Allí encontrarás lo que necesitas.
-¿Cómo lo reconoceré,
abuelita?
-Cuando veas algo que la
gente escucha con más interés que a sus propios padres, cógelo y llévaselo al
zar. Te dirá que no es eso lo que necesita. Entonces le contestarás: "Si
no es eso, hay que romperlo"; y empezarás a darle golpes; lo romperás y lo
arrojarás al agua. Eso bastará para rescatar a tu mujer y enjugar mis
lágrimas.
Tras de despedirse de la
abuelita, Emelián arrojó la bola. Esta rodó y lo condujo a orillas del mar.
Allí había una gran ciudad. Y, en las afueras de ésta, una casa muy alta.
Emelián pidió permiso para pernoctar. Accedieron. A la mañana siguiente,
Emelián se despertó, al oír que el padre de familia se había levantado y
llamado a su hijo para que fuera o cortar leña. Este no quería obedecer.
-Todavía es pronto; aún
hay tiempo.
Después Emelián oyó a la
madre, que echada sobre la estufa, decía al muchacho:
-Vete, hijo mío, que a tu
padre le duelen los huesos. ¿Consentirás que vaya él? Ya es hora de ir;
obedéceme.
Dando media vuelta, el
hijo se volvió a dormir. Al poco rato, resonó un ruido en la calle. Entonces,
el joven se levantó de un salto, se vistió presurosamente y salió. Emelián se
levantó también y corrió en pos de él para averiguar cuál era el ruido que le
había obligado a levantarse.
Vió a un hombre que
avanzaba por la calle. Llevaba un objeto colgado sobre la barriga e iba
golpeándolo con los dedos. Ese objeto era el que armaba tanto ruido y era a él
al que había obedecido el muchacho. Emelián se acercó para examinarlo. Era
como un cubo y estaba cubierto de piel por ambos lados. Emelián preguntó cómo
se llamaba.
-Es un tambor -le
dijeron.
-¿Está vacío?
-Sí.
Emelián se quedó muy
sorprendido y rogó que le dieran aquel objeto. Pero no le hicieron caso.
Entonces siguió al hombre que lo llevaba. Anduvo tras de él todo el día y
cuando éste se acostó a dormir le robó el tambor y se escapó con él. Corrió
mucho y, finalmente, llegó a la ciudad. Pensaba que encontraría a su mujer;
pero ésta no estaba en su casa. Se la habían llevado a palacio al día siguiente
de la partida de Emelián.
Entonces se dirigió a
palacio. Pidió que comunicaran al zar que había llegado el hombre que había
ido al lugar que desconocía a buscar una cosa que no sabía. Así lo hicieron. El
zar ordenó que Emelián volviera al día siguiente.
-Vengo a traerle lo que
me ha pedido. Que salga a recibirme, pues de otro modo, entraré yo.
El zar salió a recibir a
Emelián.
-¿Dónde has estado? -le
preguntó.
Emelián se lo dijo.
-No es allí donde te he
mandado. Pero dime. ¿Qué traes?
Emelián quiso enseñarle
lo que traía; pero el zar, sin mirar siquiera aquel objeto, arguyó:
-No es esto.
-Si no es esto, hay que
romperlo. ¡Qué diablos! -exclamó Emelián.
Y salió del palacio
golpeando el tambor. Acto seguido, el ejército del zar se reunió en torno a
Emelián. Le rindieron honores, y esperaron sus órdenes. El zar gritó desde
una ventana que no siguieran a Emelián. Pero no le hicieron caso. Al ver esto,
el zar mandó que devolvieran a Emelián a su mujer y le pidió el tambor.
-¡No puedo devolvértelo! -declaró
Emelián. Me han mandado que lo rompa y arroje los trozos al agua.
Emelián se acercó al río
seguido de todos los soldados. Rompió el tambor y tiró los trozos al agua.
Entonces los soldados se dispersaron. Emelián cogió a su mujer y se la llevó a
su casa.
Desde entonces el zar
dejó de molestarlo y Emelián vivió feliz con su esposa.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
grasias por el cunto
ResponderEliminareste el cuento que aparece en el libro letras cardinales o me equivoco
ResponderEliminarLa abuela era la madre patria que lloraba por la soberbia del Zar, la señorita buscaba un hombre el cual fuera empático y amable, se demuestra al no pisar el sapo y justo donde aparece la esposa,Emelian crea un golpe de estado.
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