¿Conocéis por
tradiciones y descripciones el torreón fatídico desde cuya plataforma la
infeliz Isaura, séptima esposa de Barba Azul, aguardó con sudores de agonía a
sus hermanos, que venían a libertarla de la muerte? Aferrada a una almena como
si ya se defendiese instintivamente del cuchillo, Isaura, con el rostro del
color de la cera y el cuerpo tembloroso, no tenía ánimos ni para seguir
avizorando el horizonte. Su esposo y verdugo, después de sorprender la delatora
mancha de sangre en la llave del terrible gabinete, mandó a Isaura subir a lo
más alto de la torre para encomendarse a Dios, advirtiéndola que de allí a
media hora, sin remisión, iría a degollarla. Isaura, flaqueándole las piernas,
nublados por el miedo los ojos, sólo acertaba a preguntar de minuto en minuto,
con voz a cada paso más apagada y desfallecida: «Hermana Ana: ¿No ves nada? ¿No
viene nadie?» Y Ana, dolorosamente, respondía: «Sólo veo la hierba que verdea y
el camino que blanquea.» Cuando ya faltaban pocos instantes para cumplirse el
plazo; cuando Isaura, crispadas las manos, se agarraba a las piedras creyendo
sentir en la garganta el frío del cuchillo, Ana exhaló un grito loco,
delirante: «¡Allí vienen, allí vienen!» Y disipada la nube de polvo que
arremolinaba el galope de los corceles, Isaura reconoció a los paladines que
volaban a salvarla...
Mucho se ha
escrito y discutido acerca del torreón de Barba Azul. La opinión más general es
que yace en ruinas, y que si los medrosos subterráneos, con sus mazmorras y
pozos donde aparecen aún hoy, al excavar y registrar, huesos y calaveras
humanas, se conservan intactos, el torreón de la Esperanza se vino a
tierra.
Mejor informado,
puedo asegurar que el torreón existe. Es tan fuerte y sólido, sus piedras están
tan bien trabadas, con cemento tan indestructible; su gorguera de elegantes
almenas posee una resistencia tal, que ni las tormentas, ni la lluvia, ni el
aire, ni siquiera el transcurso del tiempo y el abandono, han podido dar cuenta
de él.
Hay más todavía.
No solo no ha sufrido deterioro el torreón, sino que actualmente es visitado
por innumerables peregrinos y viajeros de todos los países del mundo, que
acuden allí como en romería, atraídos por la leyenda. Ésta asegura que
encaramándose al torreón de la
Esperanza y aguardando con paciencia -sin dejar de implorar
el auxilio del Cielo, cada cual acaba por ver venir, alzando la indispensable
nube de polvo, una representación de su porvenir y su destino. Ya se adivina si
estará concurrida la plataforma de la torre y si los que se agarran a sus
almenas -las mismas a que Isaura se abrazó en trance apretadísimo- sentirán
latir el pecho de ansiedad, a veces de dolor, a veces de suprema alegría.
No hace mucho
-esta noticia nos interesa especialmente, una caravana de viajeros españoles,
como pasase cerca del torreón de la Esperanza , deseó subir a él. Antes de realizar la
ascensión conferenciaron, y con la verbosa familiaridad y la espontánea
franqueza que caracteriza a los españoles, se confiaron recíproca-mente sus
aspiraciones y hasta sus fantásticos sueños. Abrieron su corazón como se abre
una puerta, de par en par, y resultó que existía entre sus anhelos afinidad y
analogía extraña. Querían encaramarse al torreón de la Esperanza , porque,
aburridos y hastiados de lo presente, sólo fiaban en las novedades que diese de
sí lo futuro. Mostrábanse los peregrinos descontentos de cuanto existe, y
andaban conformes en atribuir los males y decaimiento de España a los
individuos que figuran a la cabeza de la nación. Sólo un ciego no vería la
decadencia y lastimoso agotamiento de nuestros «héroes». Sobre este tema había
que oír a los peregrinos, oportunos, decidores y epigramáticos. Las flaquezas,
las deficiencias, las torpezas y los yerros de las celebridades salieron a
relucir con salsa de mostaza picante, con fuego graneado de chistes y
anécdotas.
Quedaron allí
las altas famas pulverizadas, las glorias disueltas y devoradas por el ácido
corrosivo de una crítica mofadora. ¿Los estadistas? Garduñas, vividores sin
conciencia. ¿Los caudillos? Cobardones, y, por contra, ineptos, sin el acierto
instintivo del guerrillero ni la vasta estrategia del verdadero gran capitán.
¿Los artistas? Imitadores misérrimos, que se traían del extranjero las ideas y
hasta las formas, como las bailarinas se traen pantorrillas de algodón. ¿Los
literatos? Pobres diablos secos y vacíos hasta la médula de los huesos, y
además, pesadísimos... «¡Lateros insufri-bles!», gritó uno de los peregrinos,
que frisaría en los veintitrés años y lidiaba a la sazón con el tercero de
Derecho.
La frase resumió
el debate; todos convinieron en que se estaba erigiendo una catedral de
hojalata para que se riese la posteridad. Urgía refrescar, variar el personal;
era llegado el instante de cambiar de baraja, estrenando una nueva, tersa,
reluciente, no sobada ni fatigada del uso... ¡Vengan otros, los desconocidos,
los ignorados genios que encierra en su seno la multitud anónima! Por eso
ardían los españoles en deseos de subir al torreón y divisar a lo lejos el
remolino de polvo que anuncia la irrupción triunfante del porvenir...
A la mañana
siguiente, al despuntar el día, trepando por las piedras, agarrándose a las
matas de hiedra, valiéndose de escalas y de sogas, arañándose las manos, alcanzaron
la plataforma, y reclinados en el parapeto y el almenaje, consultaron ansiosos
el horizonte. Desde luego pudieron cerciorarse de la verdad
histórico-topográfica que envuelve la conseja de Barba Azul. Arrancando de la
calzada que conduce al puente levadizo del castillo, y prolongándose hasta
perderse allá entre dos montañas casi difuminadas en la lejanía, serpeaba por
frescos prados la cinta de plata del camino. En lo más distante que de él podía
percibirse clavaron los ojos los españoles, como los había clavado la
despavorida Isaura; y repitiendo su pregunta con afán poco menor, preguntaban
los cortos de vista a los que asestaban poderosos gemelos:
Pasaron horas y
horas, y mis españoles quietos allí, catalejo en ristre, o haciéndose pantallas
y tubos con periódicos los que de anteojo carecían. El sol, que iba
remontándose al cenit, picaba más de lo justo y quemaba las pupilas y derretía
los sesos; la sed inflamaba los gaznates y el hambre pellizcaba los estómagos;
pero la magia de la
Esperanza , como un filtro, sostenía a los expedicionarios,
impidiéndoles retirarse. Cerca ya de la hora meridiana, un privilegiado que
poseía unos soberbios marinos exhaló chillido indescriptible. ¡Allá, allá, en
lontananza remotísima, acababa de aparecer un punto blanco, el núcleo de un
astro, la misteriosa nube de polvo!
Creyeron
volverse locos los españoles. De mano en mano pasaron los gemelos. ¡Sí, sí,
allí estaba, creciendo, dilatándose, la nube!
Pronto, roto el
turbio velo, lograron distinguir lo que se acercaba. Era una lucida cohorte a
caballo, una hueste espléndida, bizarramente engalanada y armada de punta en
blanco, apercibida al combate. Ya se podían admirar el corveteo de los fogosos
bridones, ya el damasquinado de los arneses y cotas; ya gallardeaba el ondear
de las plumas y el flotar de las bandas de colores; ya se distinguían las
empresas de los pendones y el blasón de los escudos... Los de la plataforma,
ebrios de entusiasmo, gritaban, vitoreaban, cabalgaban en las almenas a riesgo
de estrellarse... Faltábales sólo ver las caras de los paladines: era una
fatalidad; llevaban todos baja la visera del casco ¡Grande, ardiente era el anhelo
de conocer a los que cifraban el destino de la patria española!...
Un clamoreo
inmenso, de nervioso entusiasmo, se alzó de la plataforma cuando, llegados al
pie del puente levadizo, los «héroes» que venían alzaron la visera... Y otro
clamor especial, de ironía y desencanto, siguió al primero.
Los de la hueste
esperada, los de la hueste desconocida... no eran sino «aquellos» mismos, ¡vive
Dios!, aquellos que desde hacía años lidiaban, resistiendo los embates de la
censura y las exigencias del descontento y del cansancio. Todos iguales,
invariables, ya curtidos, ya veteranos... Los mismos caudillos, los mismos
estadistas, los mismos artistas y literatos célebres... ¡Ni una cara nueva,
vive Dios!
Y los viajeros
españoles, asaz mohínos, descendieron aprisa... A la noche se consolaron
armando una tertulia, volviendo a pulverizar a los eternos «héroes», y
planeando, para el otoño próximo, otra subida al torreón de la Esperanza.
«Blanco y Negro», núm. 376, 1898.
Cuento de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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