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domingo, 15 de diciembre de 2013

El ultimo baile

En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?
Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba -dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo- se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...
Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...
Y gracias a la manificencia del señorito y del párroco, seguía bailándose aún el repinico; pero no por la gente moza, que lo había olvidado completamente y se entregaba con delicia al otro baile pecador. Los que salían al corro, a trenzar puntos, invitando a la pareja, eran tres viejos caducos: Sebastián el Marro, el tío Achoca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, rendidas a su llamamiento, pero vergonzosas y recatadas, acababan por asomar al redondel moviendo el pie tímido, con los ojos bajos y las yemas de los dedos junturas, eran la tía Nabiza, la Manuela de Currás y la señora María la Fiandeira; entre las tres parejas contarían, de seguro, sus cuatrocientos y pico de años. Nadie sin embargo, se reía burlonamente cuando las estantiguas rompían a bailar; una sensación de respeto convertía la mofa en aprobación. No era el respeto a las canas ni a las arrugas, sino a la veneración involuntaria del pueblo a todo el que realiza perfectamente un ejercicio corporal, porque no sabía cuál de las parejas repinicaba con mayor garbo, ligereza y donaire. En los primeros momentos, dijérase que los goznes mohosos de aquellos cuerpos se resistían y rechinaban; pero una vez calientes las junturas, daba gozo ver cómo brincaban, cómo señalaban los puntos y pasos, al son de las postizas, meneadas ágilmente por los dedos que había deformado el reúma. Un poco de juventud volvía, no se sabe gracias a qué milagro, a las piernas temblonas, a los brazos cansados de la labor, a las cabezas en que ya la piel se pegaba a los huesos secos... y el repinico, una vez todavía, era vitoreado y aplaudido por el concurso, pareciendo la gaita sonar más alegre y estridente para acompañar el baile tradicional, la danza de los mayores, de los que duermen en los cementerios herbosos, en la gran paz de lo eterno...
Y del poético cementerio, en la falda del Montiño, con sus cuatro arciprestes y sus matorrales de zarzas al borde, cuyas moras maduras tentaban a los chicos, salió la voz que impuso el descanso -descanso sin fin- a tres de los bailarines... El invierno se llevó al tío Atocha de «un frío malo»; a Manuela de Currás, de un «pasmo por todo el cuerpo», y a Matabóis, de la paliza que le atizaron al volver de la feria los pillavanes para robarle los cuartos de la venta de una yunta que daba envidia... Quedaron descabaladas las parejas, dos mujeres para un hombre... Y el hombre, Sebastián el Marro, era la única esperanza del abad y del señorito de Mourelle -no despreciando, un señorito cabal- cuando se planteó el problema de que se bailase el repinico, según los usos patriarcales, en el atrio de la milagrosa Santa Comba, al pie del crucero dorado por el liquen.
-¡El Marro! Que venga el Marro... ¿Dónde está?
Descubrieron por fin al que había de salvar una vez más la tradición sagrada. Sentado en una piedra, en el escarpe de la montañita, con su cabeza toda blanca y su tez toda amoratada, apenas si podía, con lengua estropajosa, responder a las interrogaciones y a las órdenes terminantes:
-¡Eh!... ¿Qué hace ahí, tío Sebastián?
-¿En qué cavila?
-Que es ahora el repinico... Venga, este año nadie le disputa los dos pesos.
-Ande, menéese...
-¿Seque está tonto?
-Lo que está es borracho como una uva... -declaró, escandalizado, el abad.
-No..., no, señor...; borracho, dispénseme -articuló al fin el viejo. Con perdón de las barbas honradas que me escuchan, un hombre es un hombre, y un hombre tiene que echar un vaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno un mozo... Están duros los huesos y cuesta caro el arrincar.
-¡Arriba! -incitó chancero el señorito ayudándole; y Sebastián se enderezó difícilmente. Sus pies titubeaban, sus rodillas temblaban, su cara tenía una expresión entre jocosa y humilde. ¡Al corro! La gaita ya espira sus notas de preludio; el tamboril, porfiado, marca el compás...
Sebastián de despoja de la chaqueta, se adapta las postizas y se queda en pie, oscilante, próximo a caer, sostenido por un prodigio de equilibrio y voluntad oscura. Empieza a marcar los pasitos -la invitación a la hembra, repicando las castañuelas también bruñidas de vejez, y todas las miradas buscan a la Nabiza, habitual pareja del Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoya en una muleta; el invierno, que acabó con otras, a ella la ha dejado medio tullida... Todos la acosan; una le arrebata la muleta, empujándola suavemente al espacio del corro, donde entra risueña y azarada, enseñando su boca, que ningún diente guarnece ya, y moviendo sus dedos retorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidos en zapatones gruesos...
Ya está la pareja en baile. Sebastián, desenfurruñado, hace primores. Sus pies dibujaban en el polvo, y un rumor de admiración saluda sus vueltas y mudanzas. A veces vacila: es la humareda del vino que sube a su cerebro y le embarga. Se rehace en seguida: enderézase y vuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamente graduados. Galantemente se quita el sombrero, saluda a la concurrencia, lo arroja y se queda en el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel sol de brasa dijérase que le calienta y anima: baila aprisa, con un frenesí mecánico, con saltos que no son naturales, sino que semejan las de un muñeco de resorte... Y -a un salto más rápido- se tiende cuan largo es sobre la hierba agostada del atrio, sin proferir un grito. Le levantan, le socorren, pero no vuelve en sí. La congestión fue de las buenas...
Y así se acabó la danza tradicional del repinico, en el Montiño, donde, una vez al año, sonríe Santa Comba, en sus andas pintadas de azul, a los que suben al santuario por festejarla.

«Blanco y Negro», núm. 916, 1908.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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