En el corro
aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico
aquel año?
Desde tiempo
inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba -dulce paloma cristiana,
martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo- se
bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico
clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido
por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores
acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en
los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir
que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una
gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio
solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña
abrupta...
Si apasionados
del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde
en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el
castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos
solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que
ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima!
«Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado,
en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y
proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban
cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se
disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...
Y gracias a la
manificencia del señorito y del párroco, seguía bailándose aún el repinico;
pero no por la gente moza, que lo había olvidado completamente y se entregaba
con delicia al otro baile pecador. Los que salían al corro, a trenzar puntos,
invitando a la pareja, eran tres viejos caducos: Sebastián el Marro, el tío
Achoca y el tío Matabóis; y las danzarinas que, rendidas a su llamamiento, pero
vergonzosas y recatadas, acababan por asomar al redondel moviendo el pie
tímido, con los ojos bajos y las yemas de los dedos junturas, eran la tía
Nabiza, la Manuela
de Currás y la señora María la
Fiandeira ; entre las tres parejas contarían, de seguro, sus
cuatrocientos y pico de años. Nadie sin embargo, se reía burlonamente cuando
las estantiguas rompían a bailar; una sensación de respeto convertía la mofa en
aprobación. No era el respeto a las canas ni a las arrugas, sino a la
veneración involuntaria del pueblo a todo el que realiza perfectamente un
ejercicio corporal, porque no sabía cuál de las parejas repinicaba con
mayor garbo, ligereza y donaire. En los primeros momentos, dijérase que los goznes
mohosos de aquellos cuerpos se resistían y rechinaban; pero una vez calientes
las junturas, daba gozo ver cómo brincaban, cómo señalaban los puntos y pasos,
al son de las postizas, meneadas ágilmente por los dedos que había deformado el
reúma. Un poco de juventud volvía, no se sabe gracias a qué milagro, a las
piernas temblonas, a los brazos cansados de la labor, a las cabezas en que ya
la piel se pegaba a los huesos secos... y el repinico, una vez todavía,
era vitoreado y aplaudido por el concurso, pareciendo la gaita sonar más alegre
y estridente para acompañar el baile tradicional, la danza de los mayores, de
los que duermen en los cementerios herbosos, en la gran paz de lo eterno...
Y del poético
cementerio, en la falda del Montiño, con sus cuatro arciprestes y sus
matorrales de zarzas al borde, cuyas moras maduras tentaban a los chicos, salió
la voz que impuso el descanso -descanso sin fin- a tres de los bailarines... El
invierno se llevó al tío Atocha de «un frío malo»; a Manuela de Currás, de un
«pasmo por todo el cuerpo», y a Matabóis, de la paliza que le atizaron al
volver de la feria los pillavanes para robarle los cuartos de la venta
de una yunta que daba envidia... Quedaron descabaladas las parejas, dos mujeres
para un hombre... Y el hombre, Sebastián el Marro, era la única esperanza del
abad y del señorito de Mourelle -no despreciando, un señorito cabal- cuando se
planteó el problema de que se bailase el repinico, según los usos
patriarcales, en el atrio de la milagrosa Santa Comba, al pie del crucero
dorado por el liquen.
Descubrieron por
fin al que había de salvar una vez más la tradición sagrada. Sentado en una
piedra, en el escarpe de la montañita, con su cabeza toda blanca y su tez toda
amoratada, apenas si podía, con lengua estropajosa, responder a las
interrogaciones y a las órdenes terminantes:
-No..., no,
señor...; borracho, dispénseme -articuló al fin el viejo. Con perdón de las
barbas honradas que me escuchan, un hombre es un hombre, y un hombre tiene que
echar un vaso... si ha de mover los pies. Ya no es uno un mozo... Están duros
los huesos y cuesta caro el arrincar.
-¡Arriba!
-incitó chancero el señorito ayudándole; y Sebastián se enderezó difícilmente.
Sus pies titubeaban, sus rodillas temblaban, su cara tenía una expresión entre
jocosa y humilde. ¡Al corro! La gaita ya espira sus notas de preludio; el
tamboril, porfiado, marca el compás...
Sebastián de
despoja de la chaqueta, se adapta las postizas y se queda en pie, oscilante,
próximo a caer, sostenido por un prodigio de equilibrio y voluntad oscura.
Empieza a marcar los pasitos -la invitación a la hembra, repicando las
castañuelas también bruñidas de vejez, y todas las miradas buscan a la Nabiza , habitual pareja del
Marro. Allí está la mujeruca, pero se apoya en una muleta; el invierno, que
acabó con otras, a ella la ha dejado medio tullida... Todos la acosan; una le
arrebata la muleta, empujándola suavemente al espacio del corro, donde entra
risueña y azarada, enseñando su boca, que ningún diente guarnece ya, y moviendo
sus dedos retorcidos, tofosos, y sus pies torpes, metidos en zapatones
gruesos...
Ya está la
pareja en baile. Sebastián, desenfurruñado, hace primores. Sus pies dibujaban
en el polvo, y un rumor de admiración saluda sus vueltas y mudanzas. A veces
vacila: es la humareda del vino que sube a su cerebro y le embarga. Se rehace
en seguida: enderézase y vuelve a bordar y tejer los pasos, clásicamente
graduados. Galantemente se quita el sombrero, saluda a la concurrencia, lo
arroja y se queda en el cráneo al sol, al vivo sol de agosto. Aquel sol de
brasa dijérase que le calienta y anima: baila aprisa, con un frenesí mecánico,
con saltos que no son naturales, sino que semejan las de un muñeco de
resorte... Y -a un salto más rápido- se tiende cuan largo es sobre la hierba
agostada del atrio, sin proferir un grito. Le levantan, le socorren, pero no
vuelve en sí. La congestión fue de las buenas...
Y así se acabó
la danza tradicional del repinico, en el Montiño, donde, una vez al año,
sonríe Santa Comba, en sus andas pintadas de azul, a los que suben al santuario
por festejarla.
«Blanco y Negro», núm. 916, 1908.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario