Fría, glacial era
la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en
ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había
atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la
deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del
trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al punto en que
con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que
llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la
instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en
noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la
calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar
viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber
reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una
hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una
tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las
doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy
señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para
amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado
zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el
corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase
compadecida:
Y la
bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca,
descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella
voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero,
saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desem-barazo el chambergo, cuyas
plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la
hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta
apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía
reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al
primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar
los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido,
rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar
alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se
mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz
lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la
cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a
dormir.
Asustada de su
propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche,
esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped.
Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el
desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por
la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no
tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron
semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que
aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger.
Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso
que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y
pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus
caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al
principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue
creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de
todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón:
sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o
contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a
la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a
los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces
angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre;
ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las
ternezas más rendidas.
Sus
extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de
punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal
momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando
justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no
parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia
de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios,
sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas
desazones.
¡Que en olvido
las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y
rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó
de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre
las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja
frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como
Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor
dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
Y habéis de saber
que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las
fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal
viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador
cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso
del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del
rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado
en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban
al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas
mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre
de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y
excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No
sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las
noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella
contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a
fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta
el huésped.
«Blanco y Negro», núm. 246, 1896.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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