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domingo, 15 de diciembre de 2013

El tapiz

El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de  su  desconocida  admiradora  lejana,  indicando un gesto de melancolía. "Me pregunta si soy joven aún..." Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada  mano,  en  estrofas,  sin  embargo,  brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.


***
 Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros.
Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin  embargo,  el  tapiz  se  destacaba.  Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o -actitud más significativa- afectaban frialdad  y  secura  y,  previos  circunlo-quios  de chalán, pregunta-ban, como al descuido, si no
pensaba Rafael "cambiar el tapicito". Ante la negativa,  venían  las  proposiciones  insinuantes:
-Vamos, hasta los dos mil me correría...
Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.
-¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado...
Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo ma-ravilloso.
A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:
-¡Feliz mortal! Posee usted un objeto precioso. ¡Ya lo creo que se lo pagarían si se propusiese usted venderlo! Ya creo que aquí no saben  su  verdadero  valor,  su  rareza  inestimable. Únicamente yo, por mis viajes y mis especiales indagaciones, puedo asegurar que tapiz así no se encuentra. Solo he visto uno, y menos hermoso; lo poseía el rajá de Mirzapur y aseguraba que era sin par.
-Y  ¿en  qué  consiste  la  singularidad...?  -interrogó Rafael.
-¡Oh! Fíjese usted bien... Sus dibujos y matices encierran un secreto que ya se considera perdido. Se asegura que este colorido extraño,  a  la  vez  sombrío  y  esplendoroso,  solo se  obtenía  tiñendo  las  lanas  en  la  caliente sangre  de  la  tejedora.  Se  cuenta  asimismo que estos dibujos son un conjuro de hechicería,  escrito  en  un  idioma  más  viejo  que  el sánscrito;  en  un  alfabeto  desaparecido.  Llámelas  usted  patrañas...  Ello  es  que  el  tapiz, no aquí, en Asia misma no tiene precio.
Desde aquel punto y hora, como se declara una enfermedad latente en el organismo, se declaró en Rafael la fascinación del tapiz. Díriase  que  las  misteriosas  cláusulas  del  conjuro habían sido murmuradas a su oído por la voz de una bruja, y que el encanto le envolvía en su invisible red de telaraña. Rafael era romántico impenitente, y ocultaba el romanticismo  porque  comprendía  que  es  inactual.
Pero  al  ocultarlo  lo  acrecía,  como  acrece  la luz  de  la  lám-para  al  recatarla  con  la  mano.
Soñaba algo divino e imposible. Encontró en el tapiz lo que buscaba a ciegas. Encontró el amor.
El trozo de oriental tejido, flexible, suave, de entonaciones cálidas y vivas como las de carne morena, se transformó para Rafael en lo  que  se  transforma  para  el  enamorado  la ropa que ha cubierto el cuerpo de la amada y que  conserva  su  dulce  calor.  Más  aún:  se transformó en ella misma. ¿Acaso, según los informes del sabio, no estaban las lanas del tapiz reteñidas en la sangre de la tejedora? A aquella  maga  única,  a  la  que  había  tejido  y matizado el portento, era a quien Rafael evocaba con ansia infinita, con vértigos de locura. Y la veía, la veía de bulto, tan pronto como se envolvía en el tapiz sin precio, o cuando  lo  extendía  para  tratar  de  descifrar  con ávida mirada el conjuro inscrito en caracteres de un alfabeto ya eternamente borrado de la memoria de los hombres, y ni aun conserva-do por la tradición.
Algunas lecturas, un poco de erudicción a salto de mata, debida a sus visitas a los talleres de pintores y escultores, habían sembrado en el cerebro de Rafael ideas que ahora se traducían en represen-taciones plásticas. Figu-rábase a lo vivo una de aquellas mujeres del Irán,  de  quienes  dijo  Alejandro  Magno  "que hacen daño al corazón". Una doncella de las que se ven en las miniaturas del Chá Namé: pálidas como la luna, mostrando en el rostro, exagera-damente  oval,  los  sombríos  ojos,  el doble arco perfecto de las cejas anchas, el rojo cinabrio de la boca, entre el cual los dientes menudos brillan húmedos, como guijas en el fondo de cristalino remanso... Una doncella de cuerpo esbeltísimo y talle largo, menudo el seno, prolongados los brazos, con esas líneas fugaces, casi inmateriales, flexuosas, de enloquecedoras curvas de serpiente, adivinadas y restituidas al arte por el modernismo. Y se la figuraba sentada en cojines en una terraza de azulejos  de  color,  donde  los  rosales florecen en jarrones de porcelana -a un lado un veladorcillo,  en  que  el  servidor  dejó  la  bandeja con  frutas y bebidas;  a otro el laúd de tres cuerdas-  sin  interrumpir  la  languidez  de  su reposo más que para trabajar en el tapiz, para tejer en él, con lanas a que su sangre dio un color que no da ningún otro tinte, los caracteres del conjuro que despierta el amor en las profundidades del ser...
Y  aquella  mujer  no  sería  como  las  otras: joven, hermosa, sí, pero de diferente modo, con rara hermosura, con juventud que brotaba  de  eternos  manantiales,  en  las  entrañas de la creación. Y las palabras que ella dijese serían las nunca oídas, y los estremecimientos  de  ventura  que  ella  diese  tendrían  otro sabor, como de ambrosía jamás gustada por humanos labios.
Cuatro o cinco meses pasó Rafael a solas con su irrealizable ensueño. Y sentía necesidad de confiarlo, de explayarlo, de darle forma. Un día, encontró confidente: era un amigo que regresaba de largo viaje, y a quien no veía desde años atrás.
-Estoy  hechizado  -dijo  Rafael,  sufro  un maleficio. Me siento enamorado perdidamente de la tejedora de este tapiz, que fue una doncella, una beldad iraniense, y que me ha embrujado con su labor y con su sangre.
El  amigo  sonrió,  mostrando  el  desengaño de los que han vivido mucho.
-¿De dónde sacas la belleza y la juventud de la tejedora? -preguntó irónicamente. Las tejedoras  de  tapices  tan  preciosos  son  unas viejas secas como bambúes... Y mira... ¡en el tapiz está la prueba!
Sutilmente, entre las yemas de los dedos, manejó el tapiz y extrajo un cabito amarillento, casi invisible: una cana. Rafael la miró con espantados  ojos.  El  conjuro  mágico  -que  no tiene otro nombre sino juventud- se desvanecía, llevándose consigo las rosas alejandrinas y los tulipanes pérsicos del ensueño.

"Blanco y Negro", núm. 602, 1902.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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