El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su
desconocida admiradora lejana,
indicando un gesto de melancolía. "Me pregunta si soy joven aún..."
Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano,
en estrofas, sin
embargo, brillantes, la especie
de apólogo que transformo en cuento.
***
Fue en una tienda de anticuario
parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le
pidieron: el resto de sus ahorros.
Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que
poseía. Poco a poco, sin embargo, el
tapiz se destacaba.
Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o -actitud más
significativa- afectaban frialdad y secura
y, previos circunlo-quios de chalán, pregunta-ban, como al descuido, si
no
pensaba Rafael
"cambiar el tapicito". Ante la negativa, venían
las proposiciones insinuantes:
-Vamos, hasta los dos mil me correría...
Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien
abultada de billetes.
-¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un
encaprichado...
Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía,
empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo ma-ravilloso.
A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que
lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el
orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:
-¡Feliz mortal! Posee usted un objeto precioso. ¡Ya lo creo que se lo
pagarían si se propusiese usted venderlo! Ya creo que aquí no saben su
verdadero valor, su
rareza inestimable. Únicamente
yo, por mis viajes y mis especiales indagaciones, puedo asegurar que tapiz así
no se encuentra. Solo he visto uno, y menos hermoso; lo poseía el rajá de Mirzapur
y aseguraba que era sin par.
-Y ¿en qué
consiste la singularidad...? -interrogó Rafael.
-¡Oh! Fíjese usted bien... Sus dibujos y matices encierran un secreto
que ya se considera perdido. Se asegura que este colorido extraño, a
la vez sombrío
y esplendoroso, solo se
obtenía tiñendo las
lanas en la
caliente sangre de la
tejedora. Se cuenta
asimismo que estos dibujos son un conjuro de hechicería, escrito
en un idioma
más viejo que el
sánscrito; en un
alfabeto desaparecido. Llámelas
usted patrañas... Ello
es que el
tapiz, no aquí, en Asia misma no tiene precio.
Desde aquel punto y hora, como se declara una enfermedad latente en el
organismo, se declaró en Rafael la fascinación del tapiz. Díriase que
las misteriosas cláusulas
del conjuro habían sido
murmuradas a su oído por la voz de una bruja, y que el encanto le envolvía en
su invisible red de telaraña. Rafael era romántico impenitente, y ocultaba el
romanticismo porque comprendía
que es inactual.
Pero al ocultarlo
lo acrecía, como
acrece la luz de
la lám-para al
recatarla con la
mano.
Soñaba algo divino e imposible. Encontró en el tapiz lo que buscaba a
ciegas. Encontró el amor.
El trozo de oriental tejido, flexible, suave, de entonaciones cálidas
y vivas como las de carne morena, se transformó para Rafael en lo que
se transforma para
el enamorado la ropa que ha cubierto el cuerpo de la amada
y que conserva su
dulce calor. Más
aún: se transformó en ella misma.
¿Acaso, según los informes del sabio, no estaban las lanas del tapiz reteñidas
en la sangre de la tejedora? A aquella
maga única, a
la que había
tejido y matizado el portento,
era a quien Rafael evocaba con ansia infinita, con vértigos de locura. Y la
veía, la veía de bulto, tan pronto como se envolvía en el tapiz sin precio, o
cuando lo extendía
para tratar de
descifrar con ávida mirada el
conjuro inscrito en caracteres de un alfabeto ya eternamente borrado de la
memoria de los hombres, y ni aun conserva-do por la tradición.
Algunas lecturas, un poco de erudicción a salto de mata, debida a sus
visitas a los talleres de pintores y escultores, habían sembrado en el cerebro
de Rafael ideas que ahora se traducían en represen-taciones plásticas.
Figu-rábase a lo vivo una de aquellas mujeres del Irán, de
quienes dijo Alejandro
Magno "que hacen daño al
corazón". Una doncella de las que se ven en las miniaturas del Chá Namé:
pálidas como la luna, mostrando en el rostro, exagera-damente oval,
los sombríos ojos,
el doble arco perfecto de las cejas anchas, el rojo cinabrio de la boca,
entre el cual los dientes menudos brillan húmedos, como guijas en el fondo de
cristalino remanso... Una doncella de cuerpo esbeltísimo y talle largo, menudo
el seno, prolongados los brazos, con esas líneas fugaces, casi inmateriales,
flexuosas, de enloquecedoras curvas de serpiente, adivinadas y restituidas al
arte por el modernismo. Y se la figuraba sentada en cojines en una terraza de
azulejos de color,
donde los rosales florecen en jarrones de porcelana -a
un lado un veladorcillo, en que
el servidor dejó
la bandeja con frutas y bebidas; a otro el laúd de tres cuerdas- sin
interrumpir la languidez
de su reposo más que para
trabajar en el tapiz, para tejer en él, con lanas a que su sangre dio un color
que no da ningún otro tinte, los caracteres del conjuro que despierta el amor
en las profundidades del ser...
Y aquella mujer
no sería como
las otras: joven, hermosa, sí,
pero de diferente modo, con rara hermosura, con juventud que brotaba de
eternos manantiales, en las entrañas de la creación. Y las palabras que
ella dijese serían las nunca oídas, y los estremecimientos de
ventura que ella
diese tendrían otro sabor, como de ambrosía jamás gustada
por humanos labios.
Cuatro o cinco meses pasó Rafael a solas con su irrealizable ensueño.
Y sentía necesidad de confiarlo, de explayarlo, de darle forma. Un día, encontró
confidente: era un amigo que regresaba de largo viaje, y a quien no veía desde
años atrás.
-Estoy hechizado -dijo
Rafael, sufro un maleficio. Me siento enamorado perdidamente
de la tejedora de este tapiz, que fue una doncella, una beldad iraniense, y que
me ha embrujado con su labor y con su sangre.
El amigo sonrió,
mostrando el desengaño de los que han vivido mucho.
-¿De dónde sacas la belleza y la juventud de la tejedora? -preguntó
irónicamente. Las tejedoras de tapices
tan preciosos son
unas viejas secas como bambúes... Y mira... ¡en el tapiz está la prueba!
Sutilmente, entre las yemas de los dedos, manejó el tapiz y extrajo un
cabito amarillento, casi invisible: una cana. Rafael la miró con
espantados ojos. El
conjuro mágico -que
no tiene otro nombre sino juventud- se desvanecía, llevándose consigo
las rosas alejandrinas y los tulipanes pérsicos del ensueño.
"Blanco y Negro",
núm. 602, 1902.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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