Sebastián Becerro dejó su aldea a
la edad de diecisiete años, y embarcó con rumbo a Buenos Aires, provisto,
mediante varias oncejas ahorradas por su tío el cura, de un recio paraguas, un
fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y el certificado falso de hallarse
libre de quintas, que, con arreglo a tarifa, le facilitaron donde suelen
facilitarse tales documentos.
Ya en la
travesía, le salieron a Sebastián amigos y valedores. Llegado a la capital de la República Argentina ,
diríase que un misterioso talismán -acaso la higa de azabache que traía al
cuello desde niño- se encargaba de removerle obstáculos. Admitido en poderosa
casa de comercio, subió desde la plaza más ínfima a la más alta, siendo primero
el hombre de confianza; luego, el socio; por último, el amo. El rápido
encumbramiento se explicaría -aunque no se justificase- por las condiciones de
hormiga de nuestro Becerro, hombre capaz de extraer un billete de Banco de un
guardacantón. Tan vigorosa adquisividad -unida a una probidad de autómata y a
una laboriosidad más propia de máquinas que de seres humanos -daría por sí sola
la clave de la estupenda suerte de Becerro, si no supiésemos que toda planta
muere si no encuentra atmósfera propicia. Las circunstancias ayudaron a
Becerro, y él ayudó a las circunstancias.
Desde el primer
día vivió sujeto a la monástica abstinencia del que concentra su energía en un
fin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabeza para oír la melodía de las
sirenas posadas en el escollo. Lenta y dura comprensión atrofió al parecer sus
sentidos y sentimientos. No tuvo sueños ni ilusiones; en cambio, tenía una
esperanza.
¿Quién no la
adivina? Como todos los de su raza, Sebastián quería volver a su nativo
terruño, fincar en él y deberle el descanso de sus huesos. A los veintidós años
de emigración, de terco trabajo, de regularidad maniática, de vida de topo en
la topinera, el que había salido de su aldea pobre, mozo, rubio como las barbas
del maíz y fresco lo mismo que la planta del berro en el regato, volvía
opulento, cuarentón, con la testa entrecana y el rostro marchito.
Fue la travesía
-como al emigrar- plácida y hermosa, y al murmullo de las olas del Atlántico,
Sebastián, libre por vez primera de la diaria esclavitud del trabajo, sintió
que se despertaban en él extraños anhelos, aspiraciones nuevas, vivas, en que
reclamaba su parte alícuota la imaginación. Y a la vez, viéndose rico, no
viejo, dueño de sí, caminando hacia la tierra, dio en una cavilación rara, que
le fatigaba mucho; y fue que se empeñó en que la Providencia , el poder
sobrenatural que rige el mundo, y que hasta entonces tanto había protegido a
Sebastián Becerro, estaba cansado de protegerle, y le iba a zorregar
disciplinazo firme, con las de alambre: que el barco embarrancaría a la vista
del puerto, o que él, Sebastián, se ahogaría al pie del muelle, o que cogería
un tabardillo pintado, o una pulmonía doble.
De estas
aprensiones suele padecer quien se acerca a la dicha esperada largo tiempo. Y
con superstición análoga a la que obligó al tirano de Samos a echar al mar la
rica esmeralda de su anillo, Sebastián, deseoso de ofrecer expiatorio
holocausto, ideó ser la víctima, y reprimiendo antojos que le asaltaran al
fresco aletear de la brisa marina y al murmullo musical del oleaje, si había de
prometer al Destino construir una capilla, un asilo, un manicomio, hizo otro
voto más original, de superior abnegación: casarse sin remedio con la soltera
más fea de su lugar. Solemnizado interiormente el voto, Sebastián recobró la
paz del alma, y acabó su viaje sin tropiezo.
Cuando llegó a
la aldea, poníase el sol entre celajes de oro; la campiña estaba muda,
solitaria e impregnada de suavísima tristeza, todo lo cual es parte a sacar
chispas de poesía de la corteza de un alcornoque, y no sé si pudo sacar alguna
del alma de Sebastián. Lo cierto es que en el recodo del verde sendero encontró
una fuente donde mil veces había bebido siendo rapaz, y junto a la fuente, una
moza como unas flores, alta, blanca, rubia, risueña; que el caminante le pidió
agua, y la moza, aplicando el jarro al caño de la fuente y sosteniéndolo
después, con bíblica gracia, sobre el brazo desnudo y redondo, lo inclinó hasta
la boca de Sebastián, encendiéndole el pecho con un sorbo de agua fría, una
sonrisa deliciosa y una frase pronunciada con humildad y cariño: «Beba, señor,
y que le sirva de salú.»
Siguió su camino
el indiano, y a pocos pasos se le escapó un suspiro, tal vez el primero que no
le arrancaba el cansancio físico; pero al llegar al pueblo recordó la promesa,
y se propuso buscar sin dilación a su feróstica prometida y casarse con ella,
así fuese el coco.
Y, en efecto, al
día siguiente, domingo, fue a misa mayor y pasó revista de jetas, que las había
muy negruzcas y muy dificultosas, tardando poco en divisar, bajo la orla
abigarrada de un pañuelo amarillo, la carátula japonesa más horrible, los ojos
más bizcos, la nariz más roma, la boca más bestial, la tez más curtida y la
pelambrera más cerril que vieron los siglos; todo acompañado de unas manos y
pies como paletas de lavar y una gentil corcova.
Sebastián no
dudó ni un instante que la monstruosa aldeana fuese soltera, solterísima, y no
digo solterona, porque la suma fealdad, como la suma belleza, no permite el
cálculo de edades. Cuando le dijeron que el espantojo estaba a merecer, no se
sorprendió poco ni mucho, y vio en el caso lo contrario que Policrates en el
hallazgo de su esmeralda al abrir el vientre de un pez; vio el perdón del
Destino, pero... con sanción penal: con la fea de veras, la fea expiatoria. «Esta
fea -pensó- se ha fabricado para mí expresamente, y si no cargo con ella, habré
de arruinarme o morir.»
Lo malo es que a
la salida de misa había visto también el indiano a la niña de la fuente, y no
hay que decir si con su ropa dominguera y su cara de pascua, y por la fuerza
del contraste, le pareció bonita, dulce, encantadora, máxime cuando, bajando
los ojos y con mimoso dengue, la moza le preguntó «si hoy no quería agüiña
bien fresca». ¡Vaya si la quería! Pero el hado, o los hados -que así se invocan
en singular como en plural- le obligaban a beber veneno, y Sebastián, hecho un
héroe, entre el asombro de la aldea y las bascas del propio espanto, se informó
de la feona, pidió a la feona, encargó las galas para la feona y avisó al cura
y preparó la ceremonia de los feos desposorios.
Acaeció que la
víspera del día señalado, estando Sebastián a la puerta de su casa, que
proyectaba transformar en suntuoso palacete, vio a la niña de la fuente, que
pasaba descalza y con la herrada en la cabeza. La llamó, sin que él mismo
supiese para qué, y como la moza entrase al corral, de repente el indiano, al
contemplarla tan linda e indefensa -pues la mujer que lleva una herrada no
puede oponerse a demasías, le tomó una mano y la besó, como haría algún galán
del teatro antiguo. Rióse la niña, turbóse el indiano, ayudóla a posar la
herrada, hubo palique, preguntas, exclamaciones, vino la noche y salió la luna,
sin que se interrumpiese el coloquio, y a Sebastián le pareció que, en su
espíritu, no era la luna, sino el sol de mediodía, lo que irradiaba en oleadas
de luz ardorosa y fulgente...
-Señor cura
-dijo pocas horas después al párroco, yo no puedo casarme con aquélla, porque
esta noche soñé que era un dragón y que me comía. Puede creerme que lo soñé.
-No me admiro de
eso -respondió el párroco, reposadamente. Ella dragón no será, pero se le
asemeja mucho.
-El caso es que
tengo hecho voto. ¿A usted qué le parece? Si le regalo la mitad de mi caudal a
esa fiera, ¿quedaré libre?
-Aunque no le
regale usted sino la cuarta parte o la quinta... ¡Con dos reales que le dé para
sal!...
Sin duda, el
cura no era tan supersticioso como Becerro, pues el indiano, a pesar de la
interpretación latísima del párroco, antes de casarse con la bonita, hizo
donación de la mitad de sus bienes a la fea, que salió ganando: no tardó en
encontrar marido muy apuesto y joven. Lo cual parece menos inverosímil que el
desprendimiento de Sebastián. Verdad que este era fruto del miedo...
«El Imparcial», 15 de agosto de 1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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