Nunca Leoncia se había sentido más triste que aquella perruna noche de
invierno, última del año, en que la lluvia se desataba torrencial, y las
violentas ráfagas, sacudiendo el arbolado del parque, desmelenaban sus ramas
escuetas, sin hojas. Lúgubres silbidos estremecían las altas ventanas de la
torre y producían la impresión de hallarse a bordo de un barco que corre
desatado temporal. En noches tales, todas las penas vuelven, como espectros
llamados por conjuro de bruja, y el aire se puebla de seres invisibles,
enemigos. La impresión es de agobiador desconsuelo. Y Leoncia, sumida en un
sopor de melancolía, segura de no encontrar alivio, apoyaba en el borde de la
chimenea sus pies, y pensaba en lo vano, en lo inútil de todo. Ningún bien era
cierto, y la memoria sólo conservaba la impronta de los males, grabada más
hondamente que la de las alegrías...
Adelantaba la noche en su curso; el silbo del viento se hacía más
estridente y desgarrador, cuando resonó la campana de la verja, con toque
presuroso, como angustiado. ¿Quién a tales horas? ¿Con un tiempo tan horrible?
Y, como se repitiese la llamada, al fin mandó que abriesen. Poco después entró
en la sala, bien resguardada y tibia, una extraña figura.
Era un viejo caduco, de indefinible edad, a quien hasta pudiera
considerarse centenario.
Venía chorreando, dejando un reguero, que dibujaba el zig-zag de sus
pasos temblorosos. La contera de su paraguas soltaba un riachuelo, y al
descubrirse, el sombrero de fieltro volcó un charco. Se oía claramente
entrechocarse sus mandíbulas, y titubeaba, como próximo a desplomarse.
-Siéntese, abuelo... ¿De dónde viene, con este temporal? Arrímese a la
lumbre... A ver, pronto, caldo caliente, o café, o coñac...
El vejestorio se acogió a la magnífica chimenea, entre cuyas columnas de
granito, la hoguera, cebada con nuevos cepos de seco pino, se alzaba en movible
pirámide de oro, toda jirones flameantes.
El café hervía, y sin recelo de abrasarse, lo trasegó el viandante a su
estómago helado. Chasqueaba la lengua de placer, y reanimado, sonreía. Parecía
como si le hubiesen quitado, de golpe, treinta años.
-Siempre ando por los caminos -declaró. No ceso, porque mi comercio me
obliga. Si me parase, sería una gran desgracia.
Despojado de su capote, presentaba los lomos a la hoguera bienhechora,
que arrancaba de sus vestiduras húmedas un vaho denso. Luego se volvió, y
tendió las manos, restregándolas. Vio Leoncia que del cinturón de cuero del
carcamal pendía una bolsa voluminosa, repleta.
-¿Y puede saberse qué vende usted? Yo le compraría...
Recelaba vagamente que fuese un malhechor, porque, mirándole a la
claridad de la lámpara y de la llama, encontraba que parecía recio y sólido: su
espinazo se enderezaba, su cutis amoratado y marchito recobraba coloración
saludable, y su pelo, al secarse, se arremolinaba con brío en las sienes.
¿Traería armas? También era imprudencia acoger así al primer vagabundo...
Sin responder verbalmente a la pregunta, el viejo desabrochó el cinto,
soltó el bolsón y abrió su cierre de metal.
Calmoso, extrajo paquetitos, estrechos y largos, cuidadosamente
envueltos en papeles de seda. Con precaución deslió uno, y puso sobre la mesa,
bajo el círculo de luz de la lámpara, una hilera de limas de acero, resplandecientes,
de diversos tamaños, marcadas con letras y cifras diferentes. Las ordenó, las
examinó y eligió una, que separó de las demás, recogiéndolas en el bolso otra
vez.
Sonreía el viejo, en el fondo de sus barbazas, ya secas, plateadas y
grises como las propias limas.
-Son -murmuró- limas medicinales. ¡Limas prodigiosas! Lo que ésas no
sanen, ningún remedio del mundo lo sanará. Aquí tengo, justamente, la que usted
necesita...
Y tendió a Leoncia una limita bastante prolongada, con cifras de oro.
-Tómela usted sin recelo... Nadie puede dejar de emplear mis limas
-prosiguió el vagabundo con fruición. A fuerza de rodar por caminos y veredas,
sufriendo agua y sol, nieve y canículas, he aprendido una sabiduría que debo
comunicar a los mortales: no hay padecimiento que mis limas no curen. Nada
resiste a su lenta acción, de cada minuto. Todo lo va royendo, poquito a poco,
sin que se den cuenta los enfermos de cómo les viene la salud. Como que ni lo
notan: y a veces, cuando ya no sienten el mal, creen padecerlo todavía. ¡Estas
limitas, qué monada! Ri, ri... Un poco de polvo, un poco de materia inerte...
¡y desaparecen los sufrimientos, los dolores, los daños, los cuidados, todo lo
que parecía que no iba a acabarse nunca!
Leoncia empezaba a darse cuenta, a entender la parábola del vejestorio.
-¡Si supiese usted las cosas que yo he limado! -añadió él, lleno de
orgullo. Pueblos, tronos, ideas, poderes, todo ha cedido a mis limas, todo,
todo... El mundo es una serpiente que muerde mis limas sin mellarlas. ¡Descrea
usted de todo, excepto de mis limas!
Y como Leoncia ya había comprendido, y permanecía atónita, el viejo, con
sonrisa indefinible, avanzó, puso los dos pies dentro de la chimenea enorme,
metió la cabeza en la honda campana, y el fuego, prendiendo en sus melenas de
acero claro y en su barba argentada, lo envolvió, consumiendo rápidamente su
forma, mientras su voz cascada y lejana murmuraba, como en sueños.
-Yo paso, yo permanezco, yo soy la manifestación de la eternidad...
-¡El tiempo se ha ido! -suspiró Leoncia, recogiendo la brillante lima, y
leyendo en su hoja bruñida: «1914»... Otro año...
«Nuevo teatro crítico», núm.
1, 1891
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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