Entre las caras aldeanas, a la
salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un
presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no
van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el
pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la
montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de
dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a
nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los
cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más
emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.
Habiéndole
manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de
sus bigotes lacios.
-Pues apenas se
alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia... Como que los
demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje... Solo se la aguantamos una
vez al año, o antes si hay peligro de muerte...
Convenido;
vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja
piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje
limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba.
Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de
amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su
perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas,
sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de
Naturaleza.
Hay en estos
aspectos otoñales del paisaje una melancolía tranquila y, por lo mismo, más
profunda, un mayor convencimiento de lo efímero de las cosas... Cuando entraron
el cura y el señorito, dispuestos a satisfacer una curiosidad tan transitoria
como la vida, ya mi espíritu andaba muy lejos: se había ido a donde no hay
curiosidades, a una región de contemplativa serenidad.
Media hora
después oía yo el relato de una aventura vulgar, pero que había bastado para
dar aroma de pena antigua a la existencia de aquel hombre y para sugerirle un
romanticismo, allá a su manera, complicado de cierto orgullo... Por la aventura
podía mirar con superioridad, en lo interno, a sus compañeros, y en las largas
sobremesas de los convites parroquiales, excitada la imaginación a poder del
generoso y el anisete, revivir los dramáticos momentos, ser otra vez el que
corrió graves peligros y estuvo a punto de que un vórtice le tragase...
-Al concluir la
carrera -díjome después de recogerse un momento, como si no se supiese la
relación de memoria- me encontré con que se murió una buena señora que era mi
madrina de misa, y tuvo la ocurrencia de legarme una manda regular. Eché mis
cuentas, y en vez de prestar a réditos para sacar al año una pequeñez, cargando
además mi alma con responsabili-dades, acordé salir un poco a ver el mundo. Yo
hijos no había de tener; mis sobrinos..., ¡que se arreglasen!..., y como el
viajar es la única diversión que no se mira mal en nosotros, ¡viajemos! Casi
siempre, en tocando a salir de casa, mis colegas la emprenden hacia Roma. Una
peregrinación..., ¡y adelante! Muy natural... Pero a mí, no sé por qué me entró
afán de hacer todo lo contrario. Lo más diferente de Roma y de cuanto conocemos
-pensé- serán los Estados Unidos... Y allá me fui, en un buque hermosísimo, y
llegué a Cuba sin el menor tropiezo, y de la Habana , que por cierto me gustó de veras (a poco
me quedó allí a vivir), pasé a la
América del Norte, hallando tantas cosas de admirar que, para
lo que me resta de estar en el mundo, tengo que rumiar memorias. Todo lo apunté
en unos cuadernos para que no se me olvidase; y cada vez que leo en la Prensa algún invento o
algún caso que parece mentira..., de mis cuadernos echo mano... y digo para
mí...
-Y para los
demás también -advirtió el señorito. ¡Pues no nos tendrá leídos los
cuadernitos que digamos!
-Y, bueno ¿de
qué voy a tratar? ¿De política? ¿De chismes? ¡Ello es que en mis cuadernitos
será raro que no se halle ya mencionado lo que nos dan por grandes novedades
los periódicos...! En fin, yo me pasé más de un año entre aquella gente, sin
conocer a nadie, con barbas y sin corona, aunque, gracias a Dios, sin faltar a
las obligaciones de mi estado. Y así me estaría hasta la consumación de los
siglos si no llega a escasearme el dinero, droga más necesaria allí, según pude
advertir, que en parte alguna... Como no era cosa de echarme a pedir limosna, y
a más no es costumbre de aquella gente el darla, tomé el partido de embarcarme
otra vez, y la travesía desde Nueva York a la Habana fue una delicia...
En la Habana -donde no quise
saltar a tierra, temeroso de no decidirme luego a salir de allí, aunque para
mantenerme en aquel paraíso hubiese de ponerme a hacer la zafra en lugar de un
negro- subió a bordo una señora joven, de riguroso luto -no despreciando, bien
parecida, con un niño muy guapo, de unos seis años. Éramos la señora y yo de
los pocos españoles que en el buque iban; éramos ambos pasajeros de segunda, y
por educación y porque me daba lástima empecé a saludarla y a entretenerme con
el niño, una monada de listo y de cariñoso. El padre, por lo visto, era
empleado, y se había muerto del vómito. Cada vez que salía la conversación, la
viuda, lamentando su desamparo, lloraba; pero poco a poco se puso casi alegre,
me gastaba bromas, y siempre procuraba encontrarse conmigo en el puente para
charlar. No sabía que yo era sacerdote, y yo, vamos, no se lo dije: me parecía
raro, con la barba que me llegaba a las solapas del chaleco. Al desembarcar,
después de rasurarme..., bueno que lo supiese.
Como un golfín
iba la embarcación hasta llegar a la altura de las Azores. Sin embargo, el
capitán había torcido el gesto al ver un celaje muy descolorido, que luego fue
volviéndose cobrizo al anochecer, y ya de noche, negro, lo propio que si en el
cielo se hubiese volcado un tonel de tinta... Algunas exhalaciones parpadearon
en el horizonte; pero la calma era tal, que el agua parecía aceite grueso. No
se acostó el capitán, y yo tampoco; no sé qué inquietud me desvelaba. Al
amanecer, el celaje se mostró más negro si cabe, y una ceja gigantesca, un arco
inmenso apareció casi encima de nosotros, dibujado como por mano firme y
maestra.
-¡Qué ha de
haber, me...! -y juró entre dientes. ¡Que tenemos encima el tornado... y que
será de los primera! ¿No ve usted qué perfecto es el arquito?
Ya había yo oído
en el pasaje mentar el tornado con expresiones de terror; el tornado es el coco
de aquellos mares. Así y todo, como la calma era tan absoluta y yo no entendía
de achaque de navegación, no sentí al pronto mucho miedo. Empecé a sentir las
cosquillas cuando pasajeros y tripulación salieron al puente y en voz baja se
cambiaron impresiones. Todos mirábamos fijamente a aquella ceja colosal de un
ojo terrible, inmóvil, que nos amenazaba. La calma era de plomo; no sé
expresarlo sino así; en plomo nos creíamos envueltos. Una pluma de ave echada al
aire permanecía en suspensión. Y nuestras almas estaban como aquella pluma;
pendientes y esperando el primer soplo...
En aquellos
segundos de ansiedad trágica en que ni respirábamos, fue cuando la viuda, con
su niño de la mano, su ropa negra, y más blanca la cara que un papel, se acercó
a mí y me dijo de una manera que me llegó al corazón:
-No tenemos a
nadie en este mundo... Yo sólo en usted he puesto mi esperanza... Si sucede
algo, ¿nos amparará? Esta criaturita sin padre...
Y, sin duda, yo
estaba loco del susto que todos teníamos metido en el cuerpo, porque le
contesté cogiéndola de las manos:
-A no ser que
muriese yo primero, ni usted ni el niño han de pasar daño ninguno. El padre del
niño aquí está.
Aún no hube
proferido tal dislate..., ¡zas!, prorrumpe el huracán por el Nordeste con una
fuerza inaudita; una fuerza tal, que todo el barco tembló y se paró; y no era
que se hubiese roto la máquina -que se rompió después-, sino que ni con cien
máquinas avanzaría... Saltaron luego unas olas..., ¡vaya unas olas de horror!
Nadie creería que de aquella mar de aceite podían levantarse semejantes
monstruos... Caíamos al fondo, y nos veíamos de repente en la cumbre de una
muralla altísima, y debajo nos esperaba, para recogernos en otra caída, un
abismo sin fin... El capitán estaba como loco; dos veces rodó al suelo, y en
una de ellas, por desdicha, se rompió la cabeza contra no sé qué... Tomó el
mando el segundo. Era mucho menos hombre, de menos agallas marineras, y
comprendimos que estábamos perdidos sin remedio. El barco, al tener que
ascender, se cansaba como una persona, se dormía cada vez más tiempo y no
aguardábamos sino el instante en que, sin fuerzas la embarcación para vencer la
espantosa subida, la ola se cerrase sobre nosotros y nos quedásemos allá abajo,
en el remolino que produjésemos al ser absorbidos. Entre la confusión y el
alocamiento de todos -cada uno pensaba en sí o en los suyos y nadie atendía a
nadie- la viuda, sin saber lo que hacía, se me agarró a los hombros y empezó a
decirme disparates..., ¡porque estaba como los demás: fuera de juicio!... Yo no
iba a seguirla por el camino que emprendía..., y a su oído, murmuré:
-No puedo
hacerle más favor que darle la absolución... Soy sacerdote, y vamos a morir en
este instante...
Pegó un chillido
y se apartó de mí... Y en el mismo momento, al rolar al Sur y al Sudeste,
abonanzó de un modo tan repentino que parecía cosa milagrosa... Los oficiales
dijeron después que sucede así con los tornados, que si duraran como dan...
En el resto de
la travesía no volví a acercarme ni siquiera al pobre del niño. Desembarqué lo
más pronto posible; en Lisboa. Y a veces, en esta paz que ahora disfruto, me
parece que cuanto me pasó no me pasó, sino que lo habré soñado.
-Por eso nos lo
cuenta cada año doce veces -arguyó, escéptico, el señorito. Contándolo se
convence de que no es inventiva... Así nos convenciese a los demás...
«Blanco y Negro», núm. 928, 1908.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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