Hay conversaciones que desde que el mundo es
mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto,
pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la
materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los
mismos argumentos.
Posee este género de
conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la
naturaleza, imponiendo la ostentación de sen-timientos convencionales; y de
aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita
variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las
preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.
Una de estas pláticas a que
aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel... ¡Qué de
resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran
entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el
médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo -así como la
observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los
prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que
esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy
contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la
resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.
-Lo que escasea -me decía
un amigo aficionado a indagar historias- es la resignación envuelta en
ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber
ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra,
donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.
El tío Marcos Loureiro
emigró porque no podía sobrellevar el peso de las contribuciones ni sostener
con su labor agrícola a la mujer y a los tres rapacinos. En Montevideo, con
harta fatiga, fue atesorando un modestísimo peculio suficiente para vivir con
cierto desahogo, a lo villano, en su querido rincón: lo bastante para que no le
faltase -como ellos dicen- pan y puerco todo el año.
Con patriarcal sencillez,
Marcos se daba ya por contento; mas principió a recibir de su aldea cartas de
cierto compadre Antón, muy razonadas, disuadiéndole de volver tan pronto y
animándole a traer algo más que «una pobreza».
Aseguraba también el
compadre Antón que la familia de Marcos ya no pasaba necesidad alguna, porque
el amo, el señor conde de Castro, les había rebajado en más de la mitad el
arriendo del lugar que llevaban, y la comadre Sabel, con su trabajo, ganaba lo
suficiente para que ni ella ni los chiquillos careciesen de abrigo y caldo «de
pote».
Es de advertir que el
compadre Antón hablaba oficialmente, porque a la comadre Sabel le estorbaba lo
negro, y por medio de Antón se comunicaba con el ausente esposo. Pareció el
consejo muy discreto, y Marcos siguió reuniendo patacones; pero transcurridos
cinco años, y dueño ya de un capitalejo tan humilde en América como
considerable en la aldea de Castro, comenzó a escamarle el empeño de tenerle a
distancia que mostraba el tío Antón. No era Marcos ningún bolonio, y la
suspicacia natural del labriego se despertó y dio en atar cabos y devanar
cavilaciones.
Resolvió, pues, volver
secretamente a su hogar, y así como lo resolvió lo hizo, desembarcando en
Marineda de Cantabria y tomando al punto el coche de línea que le llevó, no sin
peligro de sus huesos, a Compostela. Allí se echó a la calle con propósito de
ajustar un jamelgo para andar las cuatro leguas que faltaban hasta Castro.Iba
Marcos regodeándose con su plan que consideraba excelente. Si en su casa todo
marchaba en orden, ¡magnífica sorpresa la de verle llegar tan bien portado y
hasta con su cadena de oro de tres vueltas! Y si había allá «choyo»...,
¡magnífica sorpresa también!
Saboreando sus propósitos,
al revolver de una esquina tropezó con un aldeano, que, al verle, pegó
involuntario respingo y trató de escabullirse, ocultándose en un portal; mas no
le valió la treta, porque Marcos echó a correr detrás del fugitivo, le agarró por
la faja de lana de colores y obligó al compadre Antón -pues él era- a volverse
y reconocerle. Cogido ya el labriego, hizo a mal tiempo buena cara y saludó a
Marcos mostrando cordialidad. Al enterarse de que Marcos proyectaba salir para
Castro inmediatamente, tuvo Antón nuevos conatos de fuga, igualmente
frustrados, porque el marido de Sabel, con suma firmeza, declaró a su compadre
que no se descosería de su lado por un imperio.
«Te veo, viejo encubridor
-pensaba Marcos. Quieres adelantarte para avisar y que yo encuentre todo
aquello amañadito. No me chupo el dedo. Así duermas hoy aquí, contigo duermo
yo. No te valen las triquiñuelas. A Castro hemos de llegar más juntos que la
oblea y el papel.»
Apenas se convenció el tío
Antón de que el compadre no le soltaba, como era menos terco que ladino,
resignóse, ajustó el caballo para Marcos, arreó su propia cabalgadura, y tres
horas antes de ponerse el sol salieron carretera adelante.
Ya se comprende que Marcos
ni soñaba en que el compadre, con aquel pescuezo que parecía corteza de tocino
rancio y aquella cara de polichinela entrado en edad, pudiese ser el ladrón de
su honra; además, Marcos sabía que el tío Antón estaba más pobre que las
arañas, más viejo que el pecado, y que como no se aficionase de una ternera o
de un saco de maíz, lo que es de otra cosa...
Seguro, pues, del papel que
en el reparto de aquel drama podía corresponderle al tío Antón, Marcos se
propuso sacarle la verdad del cuerpo durante el camino, y, en efecto, a cosa de
legua y media, ya el esposo de Sabel no ignoraba el nombre y condición del
ofensor, que no era otro que el mayordomo del conde de Castro. Exigirían un
libro entero, si se hubiesen de escribir, los circunloquios, amonestaciones,
consejos, palabras calmantes y reflexiones filosóficas, a lo Sancho, que el
viejo compadre le endilgó al ultrajado marido. Oyó este con sorna, mirando de
reojo al consejero y calculando los perdones de renta y otras ventajas que a
cuenta del señor conde de Castro habían premiado el servicio de tenerle a él, Marcos
Loureiro, tanto tiempo allá por tierras de ultramar. Cuando el tío Antón hubo
terminado su insinuante arenga, Marcos se encogió de hombros, y, sin mover un
músculo de la cara, dijo por toda respuesta:
-En eso estamos -confirmó
el vejezuelo-; pero, a las veces, el hombre, cuando ve delante ciertas cosas,
vásele el seso de la cabeza, compadre.
-Pues me da la gana de
verlas, y no se me adelante, que hemos de llegar con las cabezas de las bestias
juntas así.
Diciendo y haciendo, Marcos
puso su jamelgo tan cerca del cazurro vejete, que la espuma de un freno manchó
al otro; y, callando los dos, prosiguieron el viaje hasta avistar la aldea, a
la hora del anochecer.
A favor de las sombras que
empezaban a tender su crespón, dejaron los caballos atados a unos árboles y
entraron a pie y recatadamente, pegados a las choza, en la aldeílla. Marcos
reconoció su casa y se fue a ella derecho, arrastrando al tío Antón, que ya
temblaba como un azogado.
-No mire, compadre; no mire
-decía el viejo al marido; pero éste, aplicando un ojo a la abertura, se
estremeció ligeramente, a pesar de su estoicismo de salvaje, porque había visto
a su mujer (a quién dejó enfermiza y amarillenta) fresca, redonda, sanota, con
una criatura de pocos meses colgada del blanco pecho... Aquellas eran, sin duda
(ahora lo comprendía), las «cosas malas» que sin remedio tenían que metérselas
por los ojos, pues el suprimirlas no parecía grano de anís...
Marcos se apartó de la
ventana y pegó en la puerta tres golpes secos y sonoros. El tío Antón comenzó a
rezar el credo. Sabel dejó el niño en la cuna y salió a abrir. Cuando reconoció
a su marido no gritó; al contrario; se quedó hecha una estatua, extendiendo los
brazos como para impedirle entrar.
Abarcó el esposo de una
sola ojeada el aspecto de la vivienda, y lo encontró excelente. Antes de que él
se marchase eran allí desconocidos los lujos de colchones, colchas, cunas,
mesas, sillas, armarios y buen quinqué de petróleo; nunca Sabel había vestido
de lana rasa como entonces, ni calzado rico borceguí de becerro, ni usado tan
finas ropas como las que se entreparecían al través del justillo aún
desabrochado.
Ello es que, penetrando en
la casa, pasó a donde antaño estaban las camas de los tres hijos y, al contar
cinco cabezas de mayor a menor y ver la del mamoncillo en su cuna aparte,
llegóse a su mujer, le tomó la barba y la acarició un momento; después movió la
mano derecha de alto abajo, amenazando en broma, con media sonrisa, y murmuró:
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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