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domingo, 15 de diciembre de 2013

El sonar del rio

La tradición era constante: en aquel vetusto pazo había enterrado un tesoro.
¡Se había hablado de él tantas noches en las veladas de la aldea, junto al hogar donde hierve mansamente el pote y se asan las primeras castañas, ya rellenas de sabrosa pulpa! En tantas ocasiones se había mentado el tesoro oculto, en la tertulia del atrio, a la salida de misa, apoyados los hombres en sus palos y bien rebozadas las mujeres en sus mantillas de paño y en sus pañuelos amarillos de lana con cenefas y flecos de vivos colore!
Y estaban conformes todos los pareceres: si ellos fuesen los dueños del pazo, ya lo habrían demolido, piedra por piedra, para buscar el tesoro hasta en sus cimientos. No comprendían cómo el señor, aquel señor de tan adusta traza y de tan consumido rostro, y al cual, en punto a intereses, no le iba muy bien, pues estaba comido de hipotecas y deudas, no desenterraba o sacaba de la pared, donde sin duda dormía, el tesoro fabuloso.
Y, en efecto, don Mariano José Lamela de Lamela andaba a la cuarta pregunta, y nunca había querido ni arañar la cal ni meterse con las telarañas de las vigas, por si el tesoro aparecía tras de ellas en algún escondrijo. Razón bien sencilla: don Mariano José no creía en la existencia de tesoro semejante.
No; no creía, ni predicado por frailes descalzos. ¿Cuál de sus ascendientes, a ver, guardó en el pazo de Lamela tal riqueza, y cuándo, y cómo? Los tesoros no llueven del cielo; si la gente es rica, no se ignora. Ahora bien: desde tres generaciones acá, los Lamela eran pobres, más cada vez, porque iban dejando mermar su hacienda, roída por los ratoncillos, o sea los malos pagadores, que, hoy uno y mañana otro, iban desertando, especialmente los foreros, que tienen la especialidad del atraso crónico, por el cual van apropiándose las tierras sin satisfacer ni la microscópica pensión. Los Lamela sufrían con paciencia que no se les pagase, y lentamente se deslizaban hacia la miseria. Don Mariano José no recordaba nunca que en su casa hubiese dinero, y lo que le ponía sombras de tristeza en el rostro era justamente ese ahogo continuo, encubierto bajo la apariencia de señorío, y no diré de pasada grandeza, porque nunca la hubo en aquel nido de menesterosos hidalgos. Un poco de remordimiento ante la ruina, en que no dejaba de caberles responsabilidad por las ocultaciones y negativas de rentas, era tal vez lo que instigaba a los aldeanos a recordar siempre el tesoro. Don Mariano José era pobre porque quería; con buscar el tesoro, sería opulento. La fantasía bordaba el tema. El tesoro eran miles de onzas portuguesas y castellanas; eran ollas de monedas de todas clases; eran sabe Dios qué magnificencias que ellos no pudieron describir, por no conocerlas de vista, por no tener idea de su forma; pero que pintaban a su modo, tomando por base las sartas y brincos llamados sapos de oro que lucían al cuello las mujeres en los días de fiesta.
El señor de la Lamela se encogía de hombros cuando alguno de sus convecinos tocaba este punto. ¡Cuentos de viejas! Que no le hablasen de tal patraña. Más valiera que le pagasen lo que le debían, para que él, a su vez, pudiese acallar a los que le abrumaban a demandas y reclamaciones de todo género.
Era uno de éstos un industrial muy despabilado, dueño de un almacén de quincalla establecido en la villa más próxima, y llamado Barcote de apodo, el que un día se presentó en la Lamela, no con el gesto fruncido y la tendencia a la grosería que caracteriza al acreedor desesperanzado, sino con el aire más cordial, y hasta un poco tímido, del que solicita.
-Don Mariano, yo vengo a proponerle... No le parezca mal... No piense que traigo exigencias, no, señor; todo lo contrario. Si nos avenimos, hasta le daré recibo finiquito de esa suma de novecientos veintiocho reales que tenía, ¿ya recordará?, que satisfacerme.
-Oiga usted -repuso el señor de Lamela, a cuyas mejillas descoloridas y flacas asomó un lampo de rubor-. Yo no admito regalos. Pienso pagarle como Dios manda. Sólo que, casualmente, en este momento...
-No, si no se trata de regalar... Es un convenio, y yo pienso ganar bastante en él. Se trata..., ¡verá usted!, del tesoro que hay en este edificio...
Saltó don Mariano José nerviosamente:
-Señor mío..., no hay tal tesoro. ¡Si lo sabré yo! Todo eso es una gran paparrucha.
-Señor don Mariano, usted no lo puede saber, una vez que no ha hecho ninguna diligencia para descubrirlo; ni usted, ni su señor padre, ni su abuelo, que santa gloria haya, ni nadie de su familia. Y yo no le pido sino una cosa bien sencilla y bien útil para usted. Me permite registrar el pazo. Si destruyo algo, lo construyo a mi costa. Si aparece lo que pienso, partimos. Si no aparece nada, está usted lo mismo que ahora. Quien ha perdido tiempo y el trabajo soy yo, Barcote.
No era posible negarse. Como última protesta, el señor de la Lamela exclamó todavía:
-Haga lo que le dé la gana... Pero lo que usted encuentre de tesoro, ¡que me lo claven aquí! -y apoyó con fuerza el índice en la frente.
Por toda contestación, Barcote murmuraba:
-Cuando el río suena...
Al día siguiente, el almacenista se instaló en el pazo y dio principio a su indagación. No manejó el pico, no demolió nada, limitándose a prolijos reconocimientos, tanteos de paredes y suelos, apoyando la cabeza y el oído para percibir si existían vacíos, huecos sospechosos. Don Mariano, de muy mal humor, empezó por encerrarse en su dormitorio; que no le hablasen de tales tonterías. Al poco tiempo, sin embargo, fue dejándose ver, y hasta interesándose, si bien en broma, por la labor de Barcote.
-¿Y luego, mi amigo? ¿Apareció ese gato? ¿No? ¿No se lo decía yo, hombre? Mire, es como la luz. El tesoro, caso de haberlo, no viene de muy antiguo; estos disparates comenzaron a correr allá en vida de mi abuelo don Juan Nepomuceno de la Lamela. Ni él, ni su padre, ni sus hijos, tenían onzas que enterrar. ¡Onzas! ¡Quién se las diera! Y siendo así, ¿de dónde procede semejante caudalazo?
Barcote miró fijamente al señor. Su fisonomía despierta y astuta expresaba algo singular, entre burla y lástima. Al fin prorrumpió:
-¿No pasó temporadas en este pazo el hermano de su abuelo de usted, que era canónigo en Compostela y falleció de repente?
Quedóse don Mariano hecho estatua. ¡Y más sí! ¡Allí había vivido el canónigo Lamela, y existían cartas de él a su hermano, un fajo, en el archivo!
-Ese canónigo -declaró Barcote- tuvo de ama de llaves a una tía mía, que ha muerto muy anciana. Ella le contó a mi padre que el canónigo pasaba por riquísimo, y a su muerte se le encontró muy poco. Por cierto que mi tía tuvo buenos disgustos, porque le preguntaban los herederos, y ella no podía dar razón. Vea, don Mariano, por dónde vine yo a escamarme. Si hay tesoro en el pazo, ese canónigo fue quien lo escondió. Según mi tía, el canónigo se quedaba solo aquí cuando su hermano salía fuera por algún motivo.
Don Mariano, sin responder, corrió al archivo. Sufría ya el contagio de la locura general, de la cual se había reído tantas veces. Buscó febrilmente las cartas del canónigo a su hermano. Allí estaban, atadas con un balduque, amarillentas, pero muy fáciles de leer por lo claro de la letra redondilla y lo terso del papel de hilo. Y el señor de la Lamela se enfrascó en su lectura. ¡Oh, desencanto! Nada en tal correspondencia podía interpretarse, ni aún remotamente, como alusión al tesoro. Había, sí, reiteradas quejas de los revueltos tiempos, de la inseguridad en que se vivía; esto era un hilo para devanar que el canónigo quiso soterrar su riqueza, pero ¡hilo tan tenue! Barcote quiso ver las cartas a su vez. Tampoco sacó gran cosa en limpio. Sin embargo, no parecía desconfiar del éxito. Era hombre tenaz, perseverante. Y no quedándole rincón por registrar y estudiar en el pazo, pidió a don Mariano las llaves de la capilla.
Hallábase abandonada; la humedad había comido las pinturas; el retablo, apolillado, se deshacía entre los dedos cuando se le tocaba. Barcote dio mil vueltas al altar, por si en él se ocultaba algo. No había sino polvo y maderas rotas. Entonces, el almacenista se fijó en el piso. Era éste de losas de piedra, y no ofrecía particularidad alguna sospechosa. Barcote, sin embargo, palpó las losas, pasó el dedo por sus junturas.
-¿Qué hay aquí debajo, don Mariano? -Interrogó afanosamente.
-¡Válgame Dios, hom! ¡Qué terco es! ¿Qué ha de haber? Huesos, cenizas de los antepasados.
-¡Lo que está aquí es el tesoro! -gritó enloquecido el almacenista. ¡Tráigame, por Dios, una barra de hierro!
Don Mariano, con repugnancia, vacilaba. ¡Revolver los despojos de los muertos! A pique estuvo de mandar al diablo al almacenista.
Por fin, con el palo de hierro, Barcote desquició la losa. Sudaba gotas gruesas; del hueco negro que se descubrió salió un vaho de frialdad y sepulcro.
-¿Lo ve usted? Ahí no hay sino osamentas...
Desquiciada otra losa, apareció un ataúd, cubierto de un paño negro hecho pingajos. Barcote saltó al hueco y, sin vacilar, se abrazó al féretro. Mas no podía alzarlo; pesaba como plomo. Don Mariano, de mala gana aún, hubo de ayudarle, y antes que llegase a salir de la cavidad, ya por sus costados se escapaban las onzas y las medias onzas...
Y Barcote, rompiendo a bailar, riendo de placer, exclamó:
-¿Eh? ¿Qué tal? ¿Huesos? ¿Cenizas? Cuando suena el río...

«Blanco y Negro», núm. 1439, 1918.


Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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