La tradición
era constante: en aquel vetusto pazo había enterrado un tesoro.
¡Se había
hablado de él tantas noches en las veladas de la aldea, junto al hogar donde
hierve mansamente el pote y se asan las primeras castañas, ya rellenas de
sabrosa pulpa! En tantas ocasiones se había mentado el tesoro oculto, en la
tertulia del atrio, a la salida de misa, apoyados los hombres en sus palos y
bien rebozadas las mujeres en sus mantillas de paño y en sus pañuelos amarillos
de lana con cenefas y flecos de vivos colore!
Y estaban
conformes todos los pareceres: si ellos fuesen los dueños del pazo, ya lo
habrían demolido, piedra por piedra, para buscar el tesoro hasta en sus
cimientos. No comprendían cómo el señor, aquel señor de tan adusta traza y de
tan consumido rostro, y al cual, en punto a intereses, no le iba muy bien, pues
estaba comido de hipotecas y deudas, no desenterraba o sacaba de la pared,
donde sin duda dormía, el tesoro fabuloso.
Y, en efecto, don
Mariano José Lamela de Lamela andaba a la cuarta pregunta, y nunca había
querido ni arañar la cal ni meterse con las telarañas de las vigas, por si el
tesoro aparecía tras de ellas en algún escondrijo. Razón bien sencilla: don
Mariano José no creía en la existencia de tesoro semejante.
No; no creía,
ni predicado por frailes descalzos. ¿Cuál de sus ascendientes, a ver, guardó en
el pazo de Lamela tal riqueza, y cuándo, y cómo? Los tesoros no llueven del
cielo; si la gente es rica, no se ignora. Ahora bien: desde tres generaciones
acá, los Lamela eran pobres, más cada vez, porque iban dejando mermar su
hacienda, roída por los ratoncillos, o sea los malos pagadores, que, hoy uno y
mañana otro, iban desertando, especialmente los foreros, que tienen la especialidad
del atraso crónico, por el cual van apropiándose las tierras sin satisfacer ni
la microscópica pensión. Los Lamela sufrían con paciencia que no se les pagase,
y lentamente se deslizaban hacia la miseria. Don Mariano José no recordaba
nunca que en su casa hubiese dinero, y lo que le ponía sombras de tristeza en
el rostro era justamente ese ahogo continuo, encubierto bajo la apariencia de
señorío, y no diré de pasada grandeza, porque nunca la hubo en aquel nido de
menesterosos hidalgos. Un poco de remordimiento ante la ruina, en que no dejaba
de caberles responsabilidad por las ocultaciones y negativas de rentas, era tal
vez lo que instigaba a los aldeanos a recordar siempre el tesoro. Don Mariano
José era pobre porque quería; con buscar el tesoro, sería opulento. La fantasía
bordaba el tema. El tesoro eran miles de onzas portuguesas y castellanas; eran
ollas de monedas de todas clases; eran sabe Dios qué magnificencias que ellos
no pudieron describir, por no conocerlas de vista, por no tener idea de su
forma; pero que pintaban a su modo, tomando por base las sartas y brincos
llamados sapos de oro que lucían al cuello las mujeres en los días de
fiesta.
El señor de la Lamela se encogía de
hombros cuando alguno de sus convecinos tocaba este punto. ¡Cuentos de viejas!
Que no le hablasen de tal patraña. Más valiera que le pagasen lo que le debían,
para que él, a su vez, pudiese acallar a los que le abrumaban a demandas y
reclamaciones de todo género.
Era uno de
éstos un industrial muy despabilado, dueño de un almacén de quincalla
establecido en la villa más próxima, y llamado Barcote de apodo, el que
un día se presentó en la Lamela ,
no con el gesto fruncido y la tendencia a la grosería que caracteriza al
acreedor desesperanzado, sino con el aire más cordial, y hasta un poco tímido,
del que solicita.
-Don Mariano,
yo vengo a proponerle... No le parezca mal... No piense que traigo exigencias,
no, señor; todo lo contrario. Si nos avenimos, hasta le daré recibo finiquito
de esa suma de novecientos veintiocho reales que tenía, ¿ya recordará?, que
satisfacerme.
-Oiga usted
-repuso el señor de Lamela, a cuyas mejillas descoloridas y flacas asomó un
lampo de rubor-. Yo no admito regalos. Pienso pagarle como Dios manda. Sólo
que, casualmente, en este momento...
-No, si no se
trata de regalar... Es un convenio, y yo pienso ganar bastante en él. Se
trata..., ¡verá usted!, del tesoro que hay en este edificio...
-Señor don
Mariano, usted no lo puede saber, una vez que no ha hecho ninguna diligencia
para descubrirlo; ni usted, ni su señor padre, ni su abuelo, que santa gloria
haya, ni nadie de su familia. Y yo no le pido sino una cosa bien sencilla y
bien útil para usted. Me permite registrar el pazo. Si destruyo algo, lo
construyo a mi costa. Si aparece lo que pienso, partimos. Si no aparece nada,
está usted lo mismo que ahora. Quien ha perdido tiempo y el trabajo soy yo, Barcote.
-Haga lo que le
dé la gana... Pero lo que usted encuentre de tesoro, ¡que me lo claven aquí! -y
apoyó con fuerza el índice en la frente.
Al día
siguiente, el almacenista se instaló en el pazo y dio principio a su
indagación. No manejó el pico, no demolió nada, limitándose a prolijos
reconocimientos, tanteos de paredes y suelos, apoyando la cabeza y el oído para
percibir si existían vacíos, huecos sospechosos. Don Mariano, de muy mal humor,
empezó por encerrarse en su dormitorio; que no le hablasen de tales tonterías.
Al poco tiempo, sin embargo, fue dejándose ver, y hasta interesándose, si bien
en broma, por la labor de Barcote.
-¿Y luego, mi
amigo? ¿Apareció ese gato? ¿No? ¿No se lo decía yo, hombre? Mire, es como la
luz. El tesoro, caso de haberlo, no viene de muy antiguo; estos disparates
comenzaron a correr allá en vida de mi abuelo don Juan Nepomuceno de la Lamela. Ni él, ni su
padre, ni sus hijos, tenían onzas que enterrar. ¡Onzas! ¡Quién se las diera! Y
siendo así, ¿de dónde procede semejante caudalazo?
Barcote miró fijamente al señor. Su
fisonomía despierta y astuta expresaba algo singular, entre burla y lástima. Al
fin prorrumpió:
-¿No pasó
temporadas en este pazo el hermano de su abuelo de usted, que era canónigo en
Compostela y falleció de repente?
Quedóse don
Mariano hecho estatua. ¡Y más sí! ¡Allí había vivido el canónigo Lamela,
y existían cartas de él a su hermano, un fajo, en el archivo!
-Ese canónigo
-declaró Barcote- tuvo de ama de llaves a una tía mía, que ha muerto muy
anciana. Ella le contó a mi padre que el canónigo pasaba por riquísimo, y a su
muerte se le encontró muy poco. Por cierto que mi tía tuvo buenos disgustos,
porque le preguntaban los herederos, y ella no podía dar razón. Vea, don
Mariano, por dónde vine yo a escamarme. Si hay tesoro en el pazo, ese canónigo
fue quien lo escondió. Según mi tía, el canónigo se quedaba solo aquí cuando su
hermano salía fuera por algún motivo.
Don Mariano,
sin responder, corrió al archivo. Sufría ya el contagio de la locura general,
de la cual se había reído tantas veces. Buscó febrilmente las cartas del
canónigo a su hermano. Allí estaban, atadas con un balduque, amarillentas, pero
muy fáciles de leer por lo claro de la letra redondilla y lo terso del papel de
hilo. Y el señor de la Lamela
se enfrascó en su lectura. ¡Oh, desencanto! Nada en tal correspondencia podía
interpretarse, ni aún remotamente, como alusión al tesoro. Había, sí,
reiteradas quejas de los revueltos tiempos, de la inseguridad en que se vivía;
esto era un hilo para devanar que el canónigo quiso soterrar su riqueza, pero
¡hilo tan tenue! Barcote quiso ver las cartas a su vez. Tampoco sacó
gran cosa en limpio. Sin embargo, no parecía desconfiar del éxito. Era hombre
tenaz, perseverante. Y no quedándole rincón por registrar y estudiar en el
pazo, pidió a don Mariano las llaves de la capilla.
Hallábase
abandonada; la humedad había comido las pinturas; el retablo, apolillado, se
deshacía entre los dedos cuando se le tocaba. Barcote dio mil vueltas al
altar, por si en él se ocultaba algo. No había sino polvo y maderas rotas.
Entonces, el almacenista se fijó en el piso. Era éste de losas de piedra, y no
ofrecía particularidad alguna sospechosa. Barcote, sin embargo, palpó
las losas, pasó el dedo por sus junturas.
-¡Lo que está
aquí es el tesoro! -gritó enloquecido el almacenista. ¡Tráigame, por Dios, una
barra de hierro!
Don Mariano,
con repugnancia, vacilaba. ¡Revolver los despojos de los muertos! A pique
estuvo de mandar al diablo al almacenista.
Por fin, con el
palo de hierro, Barcote desquició la losa. Sudaba gotas gruesas; del
hueco negro que se descubrió salió un vaho de frialdad y sepulcro.
Desquiciada
otra losa, apareció un ataúd, cubierto de un paño negro hecho pingajos. Barcote
saltó al hueco y, sin vacilar, se abrazó al féretro. Mas no podía alzarlo;
pesaba como plomo. Don Mariano, de mala gana aún, hubo de ayudarle, y antes que
llegase a salir de la cavidad, ya por sus costados se escapaban las onzas y las
medias onzas...
«Blanco y Negro», núm. 1439, 1918.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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