Ante una mesa cubierta de papelotes, sepultado en vasto sillón de cuero
inglés, un mozo, pensativo, registra el fárrago. Sus cejas negras, que dibujan
sobre la frente sin arrugas un arco de azabache, se fruncen de descontento, y
sus ojos sombríos se nublan más al empezar a leer un documento voluminoso,
hojas y hojas de letra temblona y confusa: el testamento del año 1920.
Es lo que llaman ológrafo; es decir, escrito de puño del otorgante. Y el
mozo reniega de quien tal mamotreto le condenó a descifrar. A la vez, cuanto
más claro resultase su texto, siente que acaso fuese mayor su confusión y
disgusto. En vez de legar al sucesor fincas, dinero, bienes de todas clases,
como era de esperar de tan opulento señor, de un señor en cuyos tiempos de tal
suerte había crecido como ola de espuma la riqueza, se encontraba el heredero
con que le dejaban únicamente, y a montones, conflictos, miseria y luchas. Y
esto de las luchas era lo que más desconcertaba al muchacho, lo que le causaba
horror. Cuando, desconocido, recluso en una isla quimérica, le adoctrinaban
ciertos brujos espectrales para que luego ejerciese dignamente sus funciones de
Año, decíanle los tales brujos que el mundo pertenecía a la paz y que una
fraternal corriente de amor unía a los pueblos. Y por el mazorral legajo que en
las manos tenía, le era fácil ver al novato que la paz, más que nunca, parecía
fantasma de ensueño, y la fraternidad, dogma ya desechado. El primer desengaño,
el primer contacto con la realidad de la vida, era lo que envolvía en cendales
de tristeza las facciones del Año mozo y crispaba sus dedos al volver con
fastidio las hojas del instrumento legal.
¿Y cómo iba él a hacer frente a todo lo que el testamento planteaba?
Aunque aplicase a la tarea el brío intacto de su juventud, no podría conseguir
gran cosa. Era superior a sus fuerzas el trabajo. Por todas partes surgirían
combates, cataclismos, enigmas, terrores, el mal desatado, y la humanidad,
titubeando como un hombre ebrio, avanzando hacia los abismos. Y el corazón
generoso del mancebo, no curtido aún por el desengaño, temblaba, y sus
lagrimales acabaron por humedecerse: rechazó el testamento fatal y dejó caer la
cabeza sobre las cruzadas manos.
Y he aquí que experimentó la sensación repentina de no estar solo.
Frente a él aparecía, sobre el rico tapete de la mesa y sentado encima del
testamento, un ser extraño. Era una especie de enanito, barrigudo, de
redondeadas y menudísimas formas, vistiendo jubón de raso cereza y pantalones
bombachos, atavío semejante al de los músicos de alguna jazz band exótica. La expresión de su rostro era puerilmente
jovial, con toques de mefistofélica ironía. Unos cascabelillos de plata le
formaban un collar, y tintineaban, ¡clin, clin!, a cada uno de sus movimientos,
con gozoso repique. Fumaba una breva que le llenaba casi la boca, y el humo
perfumado que aspiraba envolvió la cara del Año nuevo en sedante niebla.
-¡Ea! -dijo con garbo el hombrecito. ¡A echar fuera esos pensamientos
negros! Vengo a darte ánimos. Levanta la frente, afiánzate en las piernas y
goza de tu mocedad. Tu vida ha de ser bien corta: no la desperdicies.
El Año sintió, por reacción súbita impulsos de reír, ante la facha del
consejero.
-¿Y quién eres tú, galán, que así me confortas? -preguntó en tono
humorístico.
-¡Yo! Pues lo estás viendo: una burbuja de humanidad, un átomo tripudo.
Nada valgo, pero represento una idea que te consolará, si llegas a
tenerla a tu alcance. Represento a la frivolidad, ¡la santa frivolidad!
-¿Y de qué me servirá la frivolidad, enanillo? -insistió el Año,
distraído como a pesar suyo por la presencia de aquel ente desaprensivo y
burlón.
-¡La frivolidad! ¡Te servirá de todo, infeliz, de todo! Cualquier
cuestión que surja ante ti, sea la que fuere, te la resuelve la frivolidad.
Fíjate bien: los conflictos no son conflictos, sino porque así se presentan
ante nuestro espíritu. En cuanto sueltes una carcajada, en cuanto, ¡clin,
clin!, suenen mis cascabeles, adiós problemas, adiós preocupaciones. Las cosas
son lo que queremos que sean, no lo que son realmente. Mira, te voy a poner un
ejemplo: ¿verdad que el morirse es trágico? Bueno; pues yo he resuelto esa
dificultad suprimiendo la huella del dolor, que son los lutos. La santa
frivolidad ha decretado que no se vista luto, o que si se viste, se paseen los
crespones por teatros y bailes, como si tal cosa. Para escamotear la pena, se
ha declarado inelegante eso de meterse en un tintero, y menos distinguido aún
interrumpir la vida de goces y diversiones bajo pretexto de que alguien se ha
ido al otro mundo. Y así, una de las mayores amarguras ya no lo es. El muerto,
al hoyo, y el vivo, a la danza. Al bollo le sería difícil, en vista de las
huelgas de panaderos.
A pesar suyo, lo pasaba bien el Año oyendo al bufoncete.
-No está mal visto, no está mal visto -repetía.
-¿Qué ha de estar? -y el barrigudo se esponjó, vanidoso. No creas que
esto que voy diciéndote es un modernismo, no señor. La frivolidad tiene
pergaminos, es antigua, y dondequiera que aparece consuela mucho a los hombres.
Aquel Faraón que despreció los prodigios que obraba Moisés, y se empeñó en
meterse en el mar Rojo con toda su caballería y su infantería, era sin duda un
frívolo, y aunque se lo tragó el mar, y a todo su ejército, fue sin hacerle
perder el buen humor ni un solo instante. Y aquellos augústulos romanos de la
decadencia, que veían desde las terrazas de sus palacios cabalgar a los
bárbaros, crines al viento, y no por eso alzaban con menos ilusión la copa del
falerno exquisito, ¿quién duda que hubiesen sufrido mucho si la leve contextura
de su espíritu no los amparase envolviéndolos en frivolidad? No hay cosa más
injusta que hablar mal de la decadencia; porque la decadencia es, en suma, la
frivolidad aplicada a todas las horas de la vida, y al quitarle su gravedad, le
quita su melancolía y, sobre todo, su importancia. ¡Clin, clin, clin! Anda,
fúmate una breva, como yo, tonto, y ríete de testamentos fúnebres.
Encendió el puro el Año nuevo y se reclinó en el sillón, contagiado por
el optimismo cascabelero del tripudo.
-La verdad es -dijo al cabo- que la mitad de las complicaciones deben
arreglarse no haciendo mucho caso de ellas, y, si acaso, negándolas, Porque
también, al negar una cosa, como si la suprimiésemos. ¿No es así? ¿He
interpretado bien tu doctrina, enanito desenfadado?
-Admirablemente -afirmó el tripudo con nuevo repique de sus sonajas de
plata-. Niega y niega, alzando los hombros, entre desdeñoso y tranquilo. Sostén
todo optimismo y da por seguro que, a la larga, no hay cuestión que no se
solucione ella sola, por cansancio o por quedar arrinconada en el desván de las
ansias antiguas, démodées.
Espéralo todo de un personaje omnipotente que se llama el Señor Tiempo... Y tú
verás como no te entran moscas...
Cuando esto decía el enano, el Año, tirando de su breva, se envolvía en
la fluida humareda gris. Aquella nube fina le adormecía, y sus párpados se
cerraban insensiblemente. No veía ya a su alrededor sino algo humoso que
borraba los contornos y adquiría la imprecisión de los sueños. Hasta su olfato
se figuró que respondía a las sensaciones de la fumadora. Olía a algo tostado,
socarrado por el fuego, como si ardiesen maderas aromáticas, impregnadas de
barnices y de esencias inflamables. Al principio, el Año no definió bien estas
impresiones sensorias; pero iban acentuándose, y ya no era posible atribuirlas
al cigarro sólo. Denso ambiente cercaba al Año joven, y, al través, entreveía
al barrigudo haciendo gestos y muecas, abriendo anhelosamente la boca, cual pez
sacado del agua, y manoteando a modo de quien rechaza y se defiende de un
peligro. Y el Año, quieras o no quieras, tuvo que convencerse. Los envolvía un
humo, no ingrávido y delicado como el del tabaco exquisito sino denso,
asfixiante, que hacía imposible la respiración. El enano acababa de saltar de
la mesa -¡clin, clin!- y de correr a la ventana, queriendo abrirla; pero no
alcanzaba a la falleba, y cayó al suelo, retorciéndose y murmurando:
-No darle importancia... No es nada... Es que la casa arde...
Ardía, en efecto, por los cuatro costados, y cortas llamitas, brotando
al través del piso, acariciaron el cuerpo deforme del tripón y tostaron sus
pies calzados con presuntuosas botas húngaras, mientras repetía:
-Nada... El tiempo todo lo soluciona...
Al contraerse y hacer movimientos convulsivos, los cascabelillos
argénteos sonaron -¡clin, clin, clin!- una vez más. Es de creer que sería la
última. Y el buen discípulo, el Año nuevo, al tratar de huir despavorido,
pensaba:
«Se quema el testamento de papá... Buena tabarra me ahorro»
«La esfera», núm. 365, 1921
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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