El esclavo nubiano, portador de la
lámpara de arcilla, la colocó cuidadosa-mente sobre la estela de ónix, y el
reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con
pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina,
del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.
Cleopatra, sobre
la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de
turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia;
perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la
dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como
emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo
contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose
usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se
atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos,
cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.
Aparte del
collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con
sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban
como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa
silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su
dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra
abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de
Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el
entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza,
oscura.
El esclavo
obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas
negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.
Entrando en el
recinto que cerraba la puerta, Elao prendió con la lámpara que había traído las
mechas de otras preparadas ya, y la reina y el sacerdote penetraron también en
la primera cámara del tesoro. Detuviéronse en el umbral a contemplar tanta
magnificencia, mientras el esclavo iluminaba el segundo recinto. El gran sacerdote,
que no conocía el tesoro sino por la leyenda secular, alzó las manos en forma
de copa y exhaló un grito de admiración. Lo de menos eran las barras de oro
apiladas en el suelo.
Desde hacía
trescientos años, los reyes Lagidas reunían, ocultándolas en las profundidades
del sepulcro que los aguardaba, las joyas más raras y de más exquisita labor.
Preseas que pertenecieron a Alejandro; objetos salvados de los saqueos de
ciudades desaparecidas; collares y brazaletes de princesas que dormían el
sueño eterno; vasos sagrados de cultos que ya nadie practicaba; estatuas de oro
de dioses de olvidado nombre; perlas únicas, ofrecidas antaño a divinidades
monstruosas; cetros regios, coronas afiligranadas, broches que cerraron mantos
imperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas en la pared y revestidas de
telas y chapas de dorada madera, y se desbordaban en montones por las esquinas
y hasta colgaban del techo, dentro de espuertas finísimas de palma.
La luz de las
lámparas, incierta y parpadeante, hacía de pronto emerger de la sombra detalles
de maravillosa ejecución, adornos perfectos, líneas de belleza que convidaban a
arrodillarse, y Cleopatra, volviéndose al sacerdote, pronunció:
-Aquí se guarda
lo mejor del mundo. Los romanos, que han saqueado tantos reinos, nada poseen
comparable a este tesoro. Todos mis ascendientes, en su sangre griega, llevaban
el amor al arte, y lejos de las miradas profanas, que no deben posarse en la
suprema hermosura, juntaron lo que no tiene precio, lo que ardientes momentos
de inspiración fijan en la materia y pacientes trabajos perpetúan. Vencida,
amenazada, casi prisionera ya, todavía la reina de Egipto es dueña de algo que
envidiaría Octavio, y que además, Octavio necesita para pagar a sus tribuni
militum, a quienes debe cantidades, y a las legiones de Antonio, que acaban
de sometérsele. ¿No crees que, por este tesoro, Octavio me devolvería
libremente mi corona?
El sacerdote
reflexionaba, atusándose la barba ondulada en canalones simétricos. Sus ojos
ovales, negrísimos, expresaban la incertidumbre y la inquietud. El poder
sacerdotal había decaído mucho bajo los Lagidas, reyes impuestos por la
conquista alejandrina, y ahora, ante la arrolladora fuerza de los romanos y el
imperioso y caprichoso manto de Cleopatra, era apenas una sombra y un recuerdo.
Los ojos de
forma de almendra, de oblicua mirada, designaron al esclavo, inmóvil como una
estatua de basalto negro.
-O muerta yo, y
en caso necesario, tú harás desaparecer el tesoro de los Lagidas. Que no se
apodere de él Octavio, ¿entiendes? Que no llegue a ponerle encima la mano.
Destruye, entierra, arroja a lo más hondo del mar... Todo menos entregárselo al
romano vencedor.
La reina pasó al
segundo recinto. Era una cámara más chica, circular, acribillada de hornacinas
también, en las cuales objetos de formas extrañas, heteróclitas, se apiñaban
confusamente.
-Son amuletos,
talismanes, fetiches, mandrágoras, piedras del cielo, bezoares, uñas de la gran
bestia, redomas de encantamientos y filtros... Han sido traídos de todos los
países, recogidos sobre cadáveres, en santuarios quemados, en guaridas
nocturnas de hechiceras de Tesalia; han sido arrancados, robados, comprados a
peso de oro... Puesto que los dioses del Egipto nos abandonan, ¿no habrá ahí un
Dios o un genio que nos salve? ¡Considera la cantidad de poder sobrenatural que
encierran tantas cosas prodigiosas!
-Nuestros dioses
nos castigan, reina, por haber pactado alianza con el extranjero, por la
profanación de unirte a un general romano y hacerle monarca de Egipto. Hemos
merecido que nos abandonen, y nos abandonan. Contra su cólera no pueden nada
esas piedras y esos líquidos, esas raíces y esos despojos, que reciben su poder
del universal creador, de Ptah el eterno.
-Ptah el eterno
no puede impedirme morir, y entre esos amuletos hay venenos tan rápidos y
sutiles, que la muerte que producen debe llamarse dulce sueño. Las joyas más
preciadas de este tesoro son los instrumentos de mi libertad. En ningún caso
figuraré en el triunfo de mis enemigos.
-Tú no quieres
que yo muera, Elao... -articuló con aquella sonrisa que era un abismo de gracia
y coquetería, acercándose con movimiento felino, acariciador. Tú, que eres un
poco de arcilla, no quieres que perezca la hija de los Tolomeos... ¿Prefieres
que me humillen? ¿No sabes que la muerte es muy bella? No hay nada más hermoso
que la muerte y el amor. Tranquilízate, Elao. Busca en esa pared el resalte de
una cabeza de serpiente de metal y oprímela... Así...
Elao apretó sin
recelo. Un trozo de pavimento se hundió rápidamente, arrastrando consigo al
esclavo. Remoto, sordo, mate, como el amortiguado por el agua, se oyó el ruido
de su caída. Ya ascendía otra vez el pavimento y se encajaba en su lugar,
silenciosamente.
No hizo el
sacerdote observación alguna. La vida de un esclavo no merecía el trabajo de
abrir la boca. Y dejando encendidas las lámparas, que de suyo se apagarían,
abandonaron aquel lugar, escondido en las fundaciones de un sepulcro y
construido con tal arte, que arrasarían la ciudad entera sin dar con él.
El esclavo era
joven, hercúleo, y nadaba como los peces. Por milagro consiguió no ahogarse al
caer en un canal profundo, comunicado con la bahía de Alejandría. Y fue él
quien reveló a Octavio vencedor el secreto del inestimable tesoro de los
Lagidas, que Octavio derritió en el horno brutalmente, apremiado por la
urgencia de acallar con dinero a sus legiones, abriéndose camino al Imperio de
Roma. Privada de sus instrumentos de libertad, Cleopatra tuvo que pedir un
cesto de fruta, donde había una serpezuela cuya mordedura liberta también.
El Imparcial», 24 de junio de 1907
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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