Hay seres
superiores o siquiera diferentes y hasta opuestos al medio donde aparecen. Uno
de estos seres fue Goros Aguillán, protagonista de la verídica e insignificante
historia que me refirieron en la aldea, donde la comentan sin entenderla ni
mucho ni poco y buscándole explicaciones a cuál más absurdas.
Goros fue el
mayor de los cinco o seis hijos de un sacristán labriego, perezoso como un
caracol y pobre como las ratas. No habiendo en la casa ni un ochavo moruno, ni
ánimos para ganarlo trabajando, puede calcularse cómo estarían de abandonados,
miserables y sucios la vivienda y sus habitadores. La morada de los Aguillanes
era, sin embargo, de las más espaciosas y bien construidas de la aldehuela; pero
la incuria y el desaliño la tenían transformada en pocilga repugnante. Desde
que Goros (Gregorio) tuvo edad para empuñar una escoba, fabricada por él con
mango de palo de aliaga e hisopo de silbarda, se dedicó los domingos,
con el ardor de la vocación que se revela, a barrer, asear, desarañar y dejarlo
todo como un espejo. Los vecinos se burlaban, su madre le puso un apodo... y él
barría, redoblando su actividad, y sintiéndose en un mundo aparte, superior,
lejos de su gente, dentro de una existencia más noble y refinada, que no
conocía, pero presentía con una especie de intuición, y de la cual sólo un tipo
se había presentado ante sus ojos: el pazo del señor, con sus anchos salones
mudos y graves, y sus ventanas de colores claros. Justamente Goros sufría un
diario tormento al ver en la ventanuca del tabuco, donde dormían hacinados él y
otros cuatro hermanitos, un vidrio roto, del que apenas quedaban picos
polvorientos adheridos al marco, y que se defendía por medio de un papel
aceitoso pegado con engrudo. ¡Si Goros hubiese tenido dinero...! Cada mañana,
al despertarse, la vista del vil remiendo en el cristal le producía la misma
impresión de rabia. No lo decía. ¿Para qué? Su padre le hubiese contestado que
así estaban los vidrios de la parroquial; su madre, más viva de genio, le
hubiese soltado un pescozón...; y en cuanto a los chiquillos, le mirarían
atónitos: retozaban tan felices en la porquería como los patos y las gallinas
en la charca y el cieno del corral.
A los quince
años, Goros, poniendo por obra lo que meditaba, logró colarse de contrabando o
polisón en un transatlántico que partía de Marineda con rumbo a la América del Sur. Empezaba
a realizar su mundo propio, huyendo de aquel mundo inmundo -claro es que a él
no se le hubiese ocurrido el juego de palabras- en que el destino le había
confinado. Y es el caso que, al perder de vista la costa, al divisar a lo lejos
como un ligero centelleo rojo que se extinguía, el relumbrar de las
acristaladas galerías marinedinas, sintió una pena rápida, sorda, una punzada
en el corazón, que era amor hacia lo que dejaba, detestándolo. ¡Anomalía de
nuestro ser, espuma del mar de contradic-ciones en que nadamos!
El sentimiento
de cariño de lo dejado atrás fue acentuándose con el tiempo. Goros, después de
privaciones crueles y trabajos de bestia, empezaba a salir a flote. Así que
sentó el pie en terreno firme, medró aprisa. Su inteligencia comercial, su
olfato del confort moderno le adquirieron la estimación de sus patronos;
asociado al negocio, le imprimió vuelo sorprendente; la riqueza, sólo deseada
para satisfacer ciertos pujos artísticos de goce en el arte ajeno -porque
artista creador no lo sería nunca-, acudió a sus manos. ¡A las del artista
sería más difícil que acudiese...! Y Goros, una mañana, se despertó en camino
de millonario, viendo el porvenir al través de lunas anchas, transparentes, sin
una mota de polvo...
Más que nunca se
acordó de la vieja casa de los Aguillanes, del feo vidrio roto y tapado con
papel churretoso, que el aire hacía bambolear y las moscas nublaban con nube
rebullente y zumbadora... Ya había girado distintas veces regulares cantidades
para librar de quintas al hermano, para la grave enfermedad de la madre, para
la boda de la hermanita, que se estableció poniendo en Areal una tienda. Era un
gotear continuo; cada correo traía una súplica plañidera, dolorosa, un ¡ay! de
la estrechez. Ahora consideró Goros que estaba en el caso de adelantarse, sin
esperar a que le rogasen humildemente. Y giró rumboso un bonito pico: seis mil
pesos oro, para que fuese sin tardanza reparada, restaurada, amueblada y
arreglada decorosa-mente la casa patrimonial. «Que pongan en las ventanas
vidrios bien fuertes, bien hermosos; que muden aquel roto, y que la
criada, porque es preciso que mi madre tenga una criada para su servicio, los
lave de vez en cuando. Lo encargó mucho. En los vidrios sucios está el germen
de mil enfermedades, os lo advierto...» Y Goros, que ya era don Gregorio,
escrito este párrafo, probó un bienestar íntimo y dulce, figurándose cómo
estaría la vetusta mansión, antes tan miserable y hoy asombro de la aldea;
pintada, encalada, con ventanas espejeantes al sol, y un huerto-jardín,
cultivado por jornaleros, sin que el achacoso padre tuviese que encorvarse para
destripar terrones...
Cuando tales
imágenes asaltan la mente, engendran tentación irresistible de ir a
contrastarlas con la realidad. Cada vez más fáciles y cortos los viajes,
puestos en marcha los asuntos, don Gregorio decidió presentarse en su aldea de sorpresa
-es el programa seguro de todo indiano. Y así pensado, así hecho. Desembarcó
en Marineda, donde nadie le conocía; alquiló el primer coche que vio enganchado
al pie del muelle, cargó en él solo el magnífico saco de mano, y con voz que
temblaba un poco, ordenó: «A Santa Morna...» Él mismo, no sabría expresar lo
que embargaba su espíritu... Si consiguiese llorar, se sentiría completamente
dichoso. Pensaba, más que en la familia, en la casa, el domicilio... ¡Qué
emoción encontrar viva, reinozada, a la caduca, a la triste mansión! Y ofrecía
propina al cochero para que volase.
Al avistar el
sitio soñado, dudó de sus ojos... Porque la fe tiene esta rara virtud: creemos
que es lo que debía ser, y descreemos de la evidencia... Allí estaba la
casa, allí, pero idéntica a como don Gregorio la había dejado al marchar: el
mismo montón de estiércol a la puerta, el mismo charco infecto que las lluvias
habían saturado del hediondo puré del estercolero, iguales carcomidas puertas
despintadas, igual fachada de tierra y pizarra, donde las parietarias crecían...
¿Es esto posible, santo Dios?
Se precipitó
adentro como una bomba... En vez de abrazar, pidió cuentas. El padre,
tembloroso, casi se arrodillaba ante aquel señor adinerado, que era su hijo.
-¡Válganos San
Amaro!... Goros... mi alma... fue una cosa así... No fue con mal pensar...
Mercamos tierras, santo bendito, con los santos cuartos que mandaste... La
casa, buena está para nosotros; así Dios nos dé casa en el cielo...
-Y puedes subir
-añadió, triunfalmente, la madre, y has de ver que mudamos el vidrio a la
ventana, como disponías...
Don Gregorio se
lanzó a su tabuco, la mísera habitación donde aleteaban los sueños de la niñez.
Era cierto: en el sitio del vidrio roto habían colocado uno nuevo, verdoso,
manchado de masilla. No supo don Gregorio lo que le pasaba, qué conmoción
sentía. ¡El vidrio aquel! Tanto como lo había mirado al despertarse, guiñando
los ojos al sol que en él reía, a pesar de las impurezas, de las inmundicias,
de que no se acordaba ya. Por aquel vidrio roto le entraban el fresco y el olor
del campo, y hasta las moscas eran de oro sobre él, y hasta sus aristas
fulguraban a veces. Y volviéndose tristemente a su madre, murmuró:
***
Y en la aldea de
Santa Morna no saben por qué el indiano se fue tan cabizbajo y tan
cariacontecido, cuando su madre, según ella repite, le había complacido en casi
todo.
«Blanco y Negro», núm. 856, 1907.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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