Al reunirse en el embarcadero para
estibar el balandro Mascota, los cinco tripulantes salían de la taberna
disfrazada de café llamada de «América» y agazapada bajo los soportales de café fronterizos al Espolón; tugurio
donde la gentualla del muelle: marineros, boteros, cargadores y «lulos»,
acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el
recinto oscuro, maloliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y colillas,
y el techo ahumado a redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son
blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del
tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla en «América»
a proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos puntiagudos, anguarina
embreada y gorro catalán es lacónica, y si fueseis a juzgar de su corazón y sus
creencias por los palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os
equivocaríais como si formaseis ideas del profundo Océano por los espumarajos
que suelta contra el peñasco.
Acababan de
sonar las ocho en el reloj del Instituto cuando acometieron aquellos valientes
la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia. Y no era para menos.
¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la carga de bocoyes de vino,
si había de ir como siempre en la cala, fuese sobre cubierta? Aquello no lo
tragaba un marinero de fundamento como tío Reimundo, alias Finisterre,
que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la diferencia entre los que navegaron
en mares de verdad, donde hay tiburones y huracanes, y los que toda la vida
chapalatearon en una ponchera. ¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón
que el barco se les pusiese por sombrero? ¡Era menester estar loco de la
cabeza, corcias! ¡Para más, en noche semejante, con lo falsa que es esa costa
de Penalongueira, y habiendo empezado a soplar el Sur, un viento traidor que
lleva de la mano el cambiazo al «Nordés»! No se la pegaba al tío Reimundo la
calma de la bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil
luces de la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el
aire «de allá», de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la
mordedura de la brisa. Todo esto, a su manera, broncamente, a media habla, lo dijo
Finisterre. El Zopo, otro experto, listo de manos y contrahecho
de pies, opinaba lo mismo.
Pero Adrián y el
Xurel -mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas con tres copas
de caña legítima y sentían duplicados sus bríos- ya estaban rodando los bocoyes
para encima de la Mascota.
Sabedores de que aquellos toneles encerraban vino, los
manejaban con fiebre de alegría codiciosa, calculando la suma de goces que
encerraban en sus panzas colosales. ¿A ellos qué les importaban los gruñidos de
Finisterre? Donde hay patrón no manda marinero.
Entre gritos
furiosos para pujar mejor, el «¡ahiaaá!» y el «¡eieiea!» del esfuerzo, acabóse
la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes despejado, se
condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo frío rizaba la
placa lisa del agua. Juró Finisterre entre dientes y renegó el patrón de
los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así irían con la vela tan
ricamente! El balandro no era una pluma, y necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó
su lugar, empuñando el timón. ¡Ea, hala, rumbo avante!
Como por un lago
de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía. Según disminuía y se
alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo farol del Espolón llegaba a
parecer un punto imperceptible, y otro la luz verde del puerto, el vientecillo
terral insistía, vivaracho, como niño juguetón. Habían izado la cangreja, y la Mascota cortó el
oleaje más aprisa, no sin cabecear. Descasaban los remeros, bromeando. Sólo Finisterre
se ponía fosco. A cada balance de la embarcación le parecía ver desequilibrarse
la carga.
Ya transponía la
barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se extendía a su
alrededor. Para «poncheras» según el despreciativo dicho del tío Reimundo, la
ponchera «metía respeto». El patrón, a quien se le iba disipando el humo de la
caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de inquietud. Puede que tuviese razón
aquel roñicas de Finisterre; la mar, sin saber por qué, no le parecía
«mar de gusto»... Tenía cara de zorra, cara de dar un chasco la maldita...
Al vientecillo
se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo, siniestra, abrumadora,
cayó encima. Fue preciso apretar en los remos porque la vela apenas atiesaba.
El balandro gemía, crujía, en el penoso arranque de su marcha lenta. Súbitas
rachas, inflando la cangreja un momento, impulsaban la embarcación, dejándola
caer después más fatigada, como espíritu que desmaya al perder una esperanza
viva. Y cuando ya veían a estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era
preciso bordear para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género,
se incorporó de golpe Finisterre, soltando un terno feroz. Acababa de
percibir, allá a lo lejos ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad
repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata su
furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela. Aquello fue
ni visto ni oído.
Enormes olas,
empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban ya con el balandro,
llevándolo al abismo o subiéndolo a la cresta espantosa. De cabeza se
precipitaba la embarcación, para ascender oblicuamente al punto. El patrón,
sintiendo su inmensa responsabilidad, hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La
tormenta! ¡Bah! Otras había pasado y salido con bien, gracias a Dios y a
Nuestra señora de la Guía ,
de quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misa y excotos de
barquitos, retratos de la Mascota
para colgar en el techo del santuario... Verdad; no era el primer temporal que
corrían; pero..., no llevaban la carga estibada sobre cubierta, sino en el
fondo de la cala, bien apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente
del oficio. Y los que había cometido aquella barbaridad supina, ahora, a pesar
de las furiosas voces de mando de patrón, perdían los ánimos para remar, como
si sintiesen en las atenazadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo una
resolución podía salvarlos. Finisterre la sugirió, mezclando las
interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño a la
vida tira mucho, y por unanimidad resolvió largar al agua los malditos bocoyes.
¡Afuera con ellos, antes de que se corriesen a una banda y sucediese lo que se
estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una de las barricas para
lanzarla por encima de la borda...
Los que
intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder a saltos. La barrica
andaba; la barrica se les venía encima ella sola. Y las demás, como rebaño de
monstruos panzudos la seguían. Corrían, rodaban locas de vértigo, a hacinarse
sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando, con la proa recta a la sima,
daba espantoso salto, el pinche-carneiro vaticinado por Finisterre, y
soltando en las olas toda su carga, barricas y hombres, flotaba quilla arriba,
como una cáscara de nuez.
La primera
noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles, frontero a la
bahía, porque dos bocoyes salieron allí, a la madrugada, y quedaron varados en
la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la presa, y se apiñaron en
la orilla más de cien personas -pescadores, aldeanos, carreteros, carabineros,
sardineras, mujerucas, chiquillería. Nadie ignoraba lo que significa la
aparición de bocoyes llenos en una playa de la costa. Aún les retumbaba en los
oídos el bramar de la tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día
magnífico, «criador». Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con
la presa, no había de faltar vino para remojar la gorja. ¡Nadie hizo
comentarios tristes, sino los pescadores, que, sin embargo, se consolaron
pensando en el rico vientre de las barricas...! Solo una vejezuela, que había
perdido a su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la
playa dando alaridos y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los
toneles al campo de la romería, chillaba:
«El Imparcial», 18 junio 1900».
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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