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domingo, 15 de diciembre de 2013

El templo

Sucedía lo que voy a referir en los tiempos modernísimos de la China, séptimo siglo de nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los historiógrafos sinenses a esta dama en la lista de los soberanos, alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.
Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar, guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda del emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía el aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa nada más que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a Tai-Sung. Éste apenas la miró; altos designios, planes heroicos, sabias máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones que había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.»
Y el príncipe heredero -asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían campanillitas de plata- vio pasar a la nueva esclava de su padre y la codició en su corazón de un modo insensato.
Un mes más tarde, el emperador bebía una taza de té servida por Vu, y disuelta en la rubia efusión, fuerte dosis de opio ofrecía al mortal reposo eterno. Después del solemne entierro del ilustre guerrero y legislador, Kao-Sung repudió a sus legítimas esposas, emperatrices del Poniente y del Levante, y sentó a su lado, en el trono, a Vu, dándole el título nuevo e inaudito de reina celestial.
Jamás se había cometido tan grave y escandalosa acción. La piedad filial es la virtud china por excelencia, y Confucio dice en el Y-King o Libro de los libros que el padre es al hijo lo que el sol al mundo. Pero habían pasado los tiempos en que el prestigio de la ley podía más que el respeto al monarca, y nadie se atrevió a chistar. Solamente un literato -en aquel país los literatos llevaban la voz de la conciencia pública- tuvo valor para anunciar a Kao-Sung que los Espíritus o manes de los antepasados tomarían venganza de la ofensa; por lo cual el literato fue esmeradamente cortado en diez mil pedacitos, suplicio que se reserva a los grandes culpables.
Sin duda los Espíritus quisieron dejar bien al literato, pues Kao-Sung murió pronto, consumido por el incendio de sus venas, por el amor desesperado y loco. Sucedíale su hijo Shun-Sung; pero a los pocos días la emperatriz le hizo sorprender en su lecho y trasladar en palanquín a una fortaleza fronteriza, de las que defendían la Gran Muralla. Y apoderándose del trono dio rienda suelta a su soberbia infinita. Mandó construir un palacio desmesurado, y en él reunió servidumbre innumerable, entre la cual había bailarinas, atletas, astrólogos, arqueros muy diestros y palafreneros tártaros de suma habilidad. Todas las noches los jardines se iluminaban con millares de farolillos, y barcas empavesadas, de figura de dragones o cisnes, llenas de músicos, con mesas dispuestas para el banquete, recorrían los estanques y lagos; en la más suntuosa de las embarcaciones, la emperatriz, rodeada de su corte, se entregaba a los delirios de la orgía. Hasta tuvo el capricho de hacer un lago de vino rojo y ver cómo se bañaban en él, ebrios ya, los cortesanos. En medio de su desatinada vida, Vu pensaba en agrandar su Imperio, y veteranos generales consiguieron para sus armas brillantes victorias. Los literatos, no queriendo ser aserrados o cortados en diez mil trozos, cantaban la gloria de la excelsa Vu, y el Imperio entero, postrado a sus casi invisibles pies, la reverenciaba acobardado, pues las proscripciones habían hecho oscilar, al extremo de un bambú corvo, muchas y muy ilustres cabezas.
Cualquiera pensaría que Vu, en tal esplendor de triunfo, no envidiaba a nadie en la Tierra. Y sin embargo, a los tres días de reinar, dio marcadas señales de cansancio y hasta de melancolía, por lo cual los médicos y astrólogos de palacio no sabían a qué santo encomendarse, pues la emperatriz, encerrada en sus habitaciones, se negaba a ver a nadie, y hasta hubo días en que rehusaba el alimento. Mil versiones corrían acerca del padecimiento incomprensible de la emperatriz, y es que nadie podía sospechar que Vu, la ambiciosa, la caprichosa, estaba perdidamente enamorada de un joven bonzo, sacerdote de Fo (a quien en la India llaman el Buda).
Ni toda la ciencia del gran Confucio y de Lao-Seu, el filósofo de las blancas cejas, alcanzaría a explicar la secreta razón del enamora-miento y del sufrimiento de la emperatriz. Así como se habían reclinado en los cojines de seda de su gabinete los esculturales hijos de Corea o Kaolín (la tierra cuyo barro sirvió al Espíritu para modelar al primer hombre), los indianos del Himalaya, de negros ojos de gacela y dorada piel; los siberianos, de azules pupilas, y los monta-ñeses kirguizos, de arrogante apostura, nada más fácil para la celeste emperatriz que prender al joven bonzo Hoay y encerrarle allí, entre jardines de arbustos enanos en flor, que convidan a la molicie. Mas no era eso lo que Vu deseaba. Había visto al bonzo en ocasión de hallarse ella pescando en un estanquito peces de colores. Al tirar de la cuerda y sacar un plateado ciprino de aletas de carmín, el budista, que pasaba con los ojos bajos, había alzado la voz, exclamando severamente:
-Mujer, ¿por qué haces daño a los seres vivos e inofensivos? Si quieres saciar tu crueldad, clávame el anzuelo a mí.
Y desde aquel instante, Vu veía siempre el grave rostro, la mirada intensa, de fuego, la figura penitente del bonzo Hoay; y en memoria suya, a ningún ser viviente se hacía mal en el inmenso palacio. Vu comía frutas confitadas, legumbres cocidas, y las aves anidaban pacíficamente en el imbricado reborde de los pabellones de recreo.
Un día, ya desesperada, sintiendo que la tristeza la consumía hasta la médula de los huesos, Vu se hizo conducir al monasterio donde habitaba el bonzo y arrojándose a sus pies, sin orgullo ni alarde de poderío, le explicó su mal y le pidió el remedio:
-Yo sanaré si tú me guías; yo sanaré si tú estás a mi lado.
Hoay levantó del suelo a la emperatriz celeste, y con palabras fraternales la calmó:
-Empieza -le dijo- por elevar un templo a la Luz y otro al Cielo..., y después llámame.
Vu erigió dos templos altísimos, que agotaron su tesoro; terminadas las obras, avisó al bonzo, el cual acudió, y, armado de una antorcha, incendió los maravillosos edificios. No quedó de ellos más que ceniza. Después dijo a la consternada emperatriz:
-Ahora, mujer, eleva un templo más alto, más alto, dentro de ti, en tu corazón, al Cielo y a la Luz... y cuando esté erigido vuélveme a llamar.
Vu ignoraba cómo arreglárselas para elevar un templo dentro de su corazón; no obstante por instinto del querer -instinto infalible-, adoptó la vida distinta de la anterior: abrió las prisiones, prohibió los suplicios, rebajó los impuestos, oyó las quejas justas, dio premios a la piedad filial, amparó la agricultura, y en su palacio estableció tal moralidad, que podrían ser de vidrio las paredes. El bonzo, satisfecho, venía a visitarla todas las tardes, y cogidos de las manos, apaciblemente, conversaban sobre las cuatro virtudes sublimes y la liberación de la bienaventuranza final. Vu era dichosa como en su vida lo había sido.
Sin embargo, los veteranos generales, los eunucos directores de las fiestas, los panzudos mandarines y hasta los literatos, envidiosos de la privanza de Hoay, al ver que ya no se ordenaban suplicios, conspiraron. Y Vu, aquella emperatriz que (según el dicho del historiador padre Amiot) emprendió y ejecutó impunemente las cosas más extraordinarias y más opuestas al criterio y costumbres de la China, fue sorprendida en su pabellón y secretamente estrangulada, en castigo de haber concebido un amor diferente de otros amores, y de haber, a impulsos de ese extraño sentimiento, elevado en su corazón un templo muy alto al Cielo y a la Luz.

«El Imparcial», Almanaque, 1901.

Cuentos de la patria

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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