Sucedía lo que
voy a referir en los tiempos modernísimos de la China , séptimo siglo de
nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los historiógrafos sinenses
a esta dama en la lista de los soberanos, alegando que Vu era una usurpadora,
ni más ni menos que la actual emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.
Hija de un
príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung con otras veinte
doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar, guardándolos en cajas de
sándalo oriental, los ropajes de seda del emperador. La reconocieron los
eunucos; se cercioraron de que tenía el aliento sano, la dentadura pareja y
completa, el cuerpo puro y gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres
complicados del alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las
enseñanzas de la literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa
nada más que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de
divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la perfumaron
con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra cabellera, peinada en
complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a Tai-Sung. Éste apenas la
miró; altos designios, planes heroicos, sabias máximas ocupaban su mente.
Estaba disponiendo las instrucciones que había de dar al príncipe heredero
Kao-Sung, entre las cuales figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y
sujeta tus pasiones.»
Y el príncipe
heredero -asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que adornaban placas
de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían campanillitas de plata- vio pasar a
la nueva esclava de su padre y la codició en su corazón de un modo insensato.
Un mes más
tarde, el emperador bebía una taza de té servida por Vu, y disuelta en la rubia
efusión, fuerte dosis de opio ofrecía al mortal reposo eterno. Después del
solemne entierro del ilustre guerrero y legislador, Kao-Sung repudió a sus
legítimas esposas, emperatrices del Poniente y del Levante, y sentó a su lado, en
el trono, a Vu, dándole el título nuevo e inaudito de reina celestial.
Jamás se había
cometido tan grave y escandalosa acción. La piedad filial es la virtud china
por excelencia, y Confucio dice en el Y-King o Libro de los libros que
el padre es al hijo lo que el sol al mundo. Pero habían pasado los tiempos en
que el prestigio de la ley podía más que el respeto al monarca, y nadie se
atrevió a chistar. Solamente un literato -en aquel país los literatos llevaban
la voz de la conciencia pública- tuvo valor para anunciar a Kao-Sung que los
Espíritus o manes de los antepasados tomarían venganza de la ofensa; por lo
cual el literato fue esmeradamente cortado en diez mil pedacitos, suplicio que
se reserva a los grandes culpables.
Sin duda los
Espíritus quisieron dejar bien al literato, pues Kao-Sung murió pronto,
consumido por el incendio de sus venas, por el amor desesperado y loco.
Sucedíale su hijo Shun-Sung; pero a los pocos días la emperatriz le hizo
sorprender en su lecho y trasladar en palanquín a una fortaleza fronteriza, de
las que defendían la
Gran Muralla. Y apoderándose del trono dio rienda suelta a su
soberbia infinita. Mandó construir un palacio desmesurado, y en él reunió
servidumbre innumerable, entre la cual había bailarinas, atletas, astrólogos,
arqueros muy diestros y palafreneros tártaros de suma habilidad. Todas las
noches los jardines se iluminaban con millares de farolillos, y barcas
empavesadas, de figura de dragones o cisnes, llenas de músicos, con mesas
dispuestas para el banquete, recorrían los estanques y lagos; en la más
suntuosa de las embarcaciones, la emperatriz, rodeada de su corte, se entregaba
a los delirios de la orgía. Hasta tuvo el capricho de hacer un lago de vino
rojo y ver cómo se bañaban en él, ebrios ya, los cortesanos. En medio de su
desatinada vida, Vu pensaba en agrandar su Imperio, y veteranos generales
consiguieron para sus armas brillantes victorias. Los literatos, no queriendo
ser aserrados o cortados en diez mil trozos, cantaban la gloria de la excelsa
Vu, y el Imperio entero, postrado a sus casi invisibles pies, la reverenciaba
acobardado, pues las proscripciones habían hecho oscilar, al extremo de un
bambú corvo, muchas y muy ilustres cabezas.
Cualquiera
pensaría que Vu, en tal esplendor de triunfo, no envidiaba a nadie en la Tierra. Y sin embargo, a
los tres días de reinar, dio marcadas señales de cansancio y hasta de
melancolía, por lo cual los médicos y astrólogos de palacio no sabían a qué
santo encomendarse, pues la emperatriz, encerrada en sus habitaciones, se
negaba a ver a nadie, y hasta hubo días en que rehusaba el alimento. Mil
versiones corrían acerca del padecimiento incomprensible de la emperatriz, y
es que nadie podía sospechar que Vu, la ambiciosa, la caprichosa, estaba
perdidamente enamorada de un joven bonzo, sacerdote de Fo (a quien en la India llaman el Buda).
Ni toda la
ciencia del gran Confucio y de Lao-Seu, el filósofo de las blancas cejas,
alcanzaría a explicar la secreta razón del enamora-miento y del sufrimiento de
la emperatriz. Así como se habían reclinado en los cojines de seda de su
gabinete los esculturales hijos de Corea o Kaolín (la tierra cuyo barro sirvió
al Espíritu para modelar al primer hombre), los indianos del Himalaya, de
negros ojos de gacela y dorada piel; los siberianos, de azules pupilas, y los
monta-ñeses kirguizos, de arrogante apostura, nada más fácil para la celeste
emperatriz que prender al joven bonzo Hoay y encerrarle allí, entre jardines de
arbustos enanos en flor, que convidan a la molicie. Mas no era eso lo que Vu
deseaba. Había visto al bonzo en ocasión de hallarse ella pescando en un
estanquito peces de colores. Al tirar de la cuerda y sacar un plateado ciprino
de aletas de carmín, el budista, que pasaba con los ojos bajos, había alzado la
voz, exclamando severamente:
-Mujer, ¿por qué
haces daño a los seres vivos e inofensivos? Si quieres saciar tu crueldad,
clávame el anzuelo a mí.
Y desde aquel
instante, Vu veía siempre el grave rostro, la mirada intensa, de fuego, la
figura penitente del bonzo Hoay; y en memoria suya, a ningún ser viviente se
hacía mal en el inmenso palacio. Vu comía frutas confitadas, legumbres cocidas,
y las aves anidaban pacíficamente en el imbricado reborde de los pabellones de
recreo.
Un día, ya
desesperada, sintiendo que la tristeza la consumía hasta la médula de los
huesos, Vu se hizo conducir al monasterio donde habitaba el bonzo y arrojándose
a sus pies, sin orgullo ni alarde de poderío, le explicó su mal y le pidió el
remedio:
Vu erigió dos
templos altísimos, que agotaron su tesoro; terminadas las obras, avisó al
bonzo, el cual acudió, y, armado de una antorcha, incendió los maravillosos
edificios. No quedó de ellos más que ceniza. Después dijo a la consternada
emperatriz:
-Ahora, mujer,
eleva un templo más alto, más alto, dentro de ti, en tu corazón, al Cielo y a la Luz... y cuando esté
erigido vuélveme a llamar.
Vu ignoraba cómo
arreglárselas para elevar un templo dentro de su corazón; no obstante por
instinto del querer -instinto infalible-, adoptó la vida distinta de la
anterior: abrió las prisiones, prohibió los suplicios, rebajó los impuestos,
oyó las quejas justas, dio premios a la piedad filial, amparó la agricultura, y
en su palacio estableció tal moralidad, que podrían ser de vidrio las paredes.
El bonzo, satisfecho, venía a visitarla todas las tardes, y cogidos de las
manos, apaciblemente, conversaban sobre las cuatro virtudes sublimes y la
liberación de la bienaventuranza final. Vu era dichosa como en su vida lo había
sido.
Sin embargo, los
veteranos generales, los eunucos directores de las fiestas, los panzudos
mandarines y hasta los literatos, envidiosos de la privanza de Hoay, al ver que
ya no se ordenaban suplicios, conspiraron. Y Vu, aquella emperatriz que (según
el dicho del historiador padre Amiot) emprendió y ejecutó impunemente las cosas
más extraordinarias y más opuestas al criterio y costumbres de la China , fue sorprendida en su
pabellón y secretamente estrangulada, en castigo de haber concebido un amor
diferente de otros amores, y de haber, a impulsos de ese extraño sentimiento,
elevado en su corazón un templo muy alto al Cielo y a la Luz.
«El Imparcial», Almanaque, 1901.
Cuentos de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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