El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de
fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana,
en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un
olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de
mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida
revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de
anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y
que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó
escapar un sonoro bostezo y dijo:
-Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido
creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes
odiado, odiado apasionada, rabiosamente?
¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?
No hubo respuesta.
-¿Nadie, señores? -siguió la voz de oficial de Estado Mayor-.
Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los
síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente
el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió
cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía
ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no
fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano,
poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una
criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios,
repasando las lecciones.
Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:
»-Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhala-mos?
»-Oxido de carbono -contesté yo, mirando a la misma ventana.
»-Bien -asintió Zínochka. Las plantas hacen lo contrario:
absorben óxido de carbono y desprenden oxígeno. El óxido de carbono es lo que
hay en agua de Seltz y en el tufo que se desprende del samovar...
Es un gas muy venenoso. Cerca de Nápoles se encuentra la Cueva del Perro, en la que
se desprende óxido de carbono; cuando un perro entra en ella, no puede respirar
y se muere.
»Esta desgraciada Cueva del Perro de cerca de Nápoles es el
límite de los conocimientos de química que ninguna institutriz se atreve a
traspasar. Zínochka defendía siempre con gran calor las ciencias naturales,
pero de la química apenas si sabía algo más que lo de esta cueva.
»Bueno, me mandó que lo repitiera. Así lo hice. Me preguntó
qué es el horizonte. Yo contesté. Y en el patio, mientras nosotros rumiábamos
lo del horizonte y la cueva, mi padre se preparaba para ir de caza. Los perros
ladraban, los caballos se removían impacientes y coqueteaban con los cocheros,
los criados cargaban el cochecillo con toda clase de paquetes. Había también
otro coche en el que tomaron asiento mi madre y mis hermanas, que iban a la
hacienda de los Ivanitski, donde celebraban un cumpleaños. Sin contarme a mí en
casa se quedaban Zínochka y mi hermano mayor, entonces estudiante, a quien le
dolían las muelas. ¡Pueden imaginarse mi envidia!
»-Así pues, ¿qué aspiramos? -preguntó Zínochka, mirando a la
ventana.
»-Oxígeno...
»-Sí, y se llama horizonte el lugar en que nos parece que la
tierra se junta con el cielo...
»Pero ambos coches se pusieron en marcha... Vi cómo Zínochka sacaba del bolsillo un
papelito, lo arrugaba nerviosamente y se lo apretaba contra la sien. Luego se
puso roja y miró el reloj.
»-Recuerde, pues -dijo: cerca de Nápoles está la Cueva del Perro... -miró de
nuevo el reloj y prosiguió, donde nos parece que el cielo se junta con la
tierra...
»La pobrecilla, muy agitada, dio unos pasos por la habitación
y miró de nuevo el reloj. Hasta el fin de la lección quedaba aún más de media
hora.
»-Ahora pasemos a la aritmética -dijo, respirando
fatigosamente y pasando con mano temblorosa las páginas del libro de problemas.
Resuelva el número 325, yo... volveré ahora...
»Salió. Oí que bajaba la escalera, y luego vi por la ventana
su vestido azul que cruzaba por el patio y desaparecía en el portillo del
jardín. La rapidez de sus movimientos, el rubor de sus mejillas y la agitación
de que daba muestras, me intrigaron. ¿Adónde había ido? ¿Para qué? Yo era muy
precoz y no tardé en comprenderlo todo: ¡había ido al jardín para, valiéndose
de la ausencia de mis severos padres, hartarse de frambuesas o cerezas! En tal
caso, ¡diablos!, también yo iría a coger cerezas. Dejé el libro de problemas y
corrí al jardín. Me acerqué a los cerezos, pero allí no estaba. Dejando atrás
los groselleros y la choza del guarda, se dirigía hacia el estanque, pálida y
temblando al más pequeño ruido.
La seguí, tratando de que no me viera, y me encontré, señores,
con lo siguiente. En la orilla del estanque, entre dos robustos y viejos
sauces, estaba Sasha, mi hermano mayor; no daba muestras de que le doliesen las
muelas. Al mirar a Zínochka que se le acercaba, todo él parecía resplandecer
como un sol de felicidad. Y Zínochka, como si la llevasen a la Cueva del Perro y la
obligasen a respirar óxido de carbono, iba hacia él moviendo apenas las
piernas, respirando fatigosamente y con la cabeza echada hacia atrás... Todo
denotaba que era la primera vez en toda su vida que acudía a una cita. Pero
acabaron por juntarse... Durante unos instantes se miraron en silencio como sin
dar crédito a sus ojos. Luego, cierta fuerza empujó a Zínochka por la espalda,
puso las manos en los hombros de Sasha e inclinó la cabeza sobre el chaleco de
mi hermano. Sasha se reía, balbuceaba algo inconexo y, con la torpeza del
hombre muy enamorado, tomó con ambas manos la cara de Zínochka. El tiempo,
señores, era maravilloso... El altozano tras el que se ocultaba el sol, los dos
sauces, las verdes orillas, el cielo, todo esto, con Sasha y Zínochka, se
reflejaba en el estanque. Pueden imaginarse la quietud que reinaba alrededor.
Sobre los dorados carices volaban millones de mariposas de largas antenas, al
otro lado del huerto pasaba la dula. En una palabra, como para pintar un
cuadro.
»De todo aquello lo único que yo comprendí es que Sasha besaba
a Zínochka. Esto era una inconveniencia. Si maman llegara a saberlo, los dos se
ganarían una buena reprimenda. Con un sentimiento de vergüenza que no sabría
explicarme, volví al cuarto de las lecciones, sin esperar el fin de la cita.
Con el libro de problemas ante mí, pensé en todo aquello. Por mi cara se
deslizaba una triunfal sonrisa. Por una parte, me era agradable ser dueño de un
secreto ajeno; por otra, también era muy agradable la conciencia de que unas
autoridades como Sasha y Zínochka podían ser en cualquier momento denunciadas
de infracción de las conveniencias mundanas. Eso lo podía hacer yo. Ahora
estaban en mis manos y su tranquilidad dependía por completo de mi generoso
espíritu. ¡Ya verían lo que era bueno!
»Cuando me hube acostado, Zínochka, según su costumbre, entró
en mi cuarto para comprobar si estaba bien tapado y si había hecho mis
oraciones. Miré su rostro bonito y feliz con una sonrisa irónica. El secreto
pugnaba por salir al exterior. Era necesario dejar escapar una reticencia y
disfrutar con el efecto.
»-¡Lo sé! -dije con una risita.
»-¿Qué es lo que sabe?
»-¡Ji, ji! Vi cuando usted y Sasha se besaban junto a los
sauces. La seguí y lo vi todo...
»Zínochka se estremeció toda roja y, abrumada por mis
palabras, se dejó caer en la silla sobre la que estaban el vaso de agua y la palmatoria.
»-Vi cómo... se besaban... -repetí con la risita de antes y
disfrutando con su turbación. ¡Hola! Se lo diré a mamá.
»La cobarde Zínochka me miró atentamente y, convencida de que,
en efecto, lo sabía todo, se apoderó desesperada de mi mano y balbuceó con un
susurro tembloroso:
»-Petia, eso es una acción muy baja... Se lo suplico, por
Dios... Ha de ser un hombre... no lo diga a nadie... Las personas decentes no
se dedican a espiar... Es una vileza... se lo suplico...
»La pobre temía más que al fuego a mi madre, una señora
virtuosa y severa. Esto, por una parte. Por otra, mi cara sonriente no podía
por menos de profanar su primer amor, un amor puro y poético. Pueden, pues,
imaginarse el estado de su espíritu. Por culpa mía no durmió en toda la noche y
a la mañana siguiente se presentó a la hora del té con ojeras... Después del
desayuno, al encontrarme con Sasha, no resistí a la tentación de presumir y
reírme de él:
»-¡Lo sé! Ayer vi cómo te besabas con mademoiselle Zina.
»Sasha me miró y dijo:
»-Eres un imbécil.
»No era tan pusilánime como Zínochka, y por eso no se produjo
el deseado efecto. Eso me aguijoneó todavía más. Si Sasha no se había asustado,
era porque no creía que yo lo hubiera visto todo. ¡Pues ya nos veríamos las
caras!
»Durante las lecciones, hasta la hora de la comida, Zínochka
no me miró y no cesaba de tartamudear. En vez de meterme el resuello en el
cuerpo, trataba de ganarse mis favores, poniéndome sobresalientes y sin
quejarse a mi padre de mis travesuras. Dada mi precocidad, yo exploté el
secreto como me venía en ganas: no estudié las lecciones, anduve por la
habitación con los pies por alto y le dije cuantas insolencias quise. En una
palabra, si hubiera seguido así hasta hoy, me habría convertido en un perfecto
chantajista.
»En fin, pasó una semana. El secreto ajeno me instigaba y
atormentaba como si se me hubiese clavado una espina en el alma. Ardía en
deseos de revelarlo y de gozar del efecto. Y en cierta ocasión, durante la
comida, cuando teníamos muchos invitados, yo miré con malicia a Zínochka, dejé
escapar una estúpida risita y dije»
-Lo sé... ¡Ji, ji! Lo vi...
»-¿Qué es lo que sabes? -preguntó mi madre.
»Yo miré con más malicia todavía a Zínochka y Sasha. ¡Había que
ver cómo enrojeció la muchacha y cómo brillaron de cólera los ojos de Sasha! Yo
me mordí la lengua y no seguí adelante. Zínochka acabó por ponerse pálida,
apretó los dientes y ya no probó bocado. Aquel día, durante la clase de la
tarde, advertí un profundo cambio en la cara de Zínochka.
Me pareció más severo, más frío, como de mármol, y sus ojos me
miraban a la cara con una mirada extraña. Palabra de honor, ni siquiera en los
perros que dan alcance al lobo vi nunca unos ojos como aquéllos. Comprendí muy
bien su expresión cuando en plena clase apretó los dientes y me dijo rabiosa:
»-¡Le aborrezco! ¡Es usted asqueroso, repugnante! ¡Si supiera
cómo le odio, cómo me desagradan su cabeza pelada al cero y sus orejas de
soplillo!
»Pero al instante se asustó y dijo:
»-No me refiero a usted, estaba ensayando un papel...
»Luego, señores, por la noche vi que ella se acercaba a mi
cama y durante largo rato estuvo mirándome a la cara. Me odiaba apasionadamente
y no podía vivir sin mí. La contemplación de mi odiada cara era para ella una
necesidad. Por lo demás, recuerdo que la noche era hermosa... Olía a heno, todo
estaba quieto, etc. La luna brillaba. Yo caminaba por la avenida y pensaba en
el dulce de cerezas. De pronto, Zínochka, pálida y hermosa, se me acercó, me
agarró del brazo y, jadeante, empezó a explicarse:
»-¡Cómo te odio! ¡A nadie he deseado tanto mal como a ti!
¡Recuérdalo! ¡Quiero que lo comprendas!
»¿Se dan cuenta? La luna, el pálido rostro ardiendo
apasionadamente, la quietud... Hasta a mí, un pequeño cerdo, me era agradable.
La escuché y la miré a los ojos... En un principio me gustó aquello por la
novedad, pero luego, dominado por el miedo, lancé un grito y, corriendo con
todas mis fuerzas, escapé hacia la casa.
»Decidí que lo mejor era quejarse a maman. Y me quejé,
contándole de paso cómo Sasha y Zínochka se habían besado. Yo era un estúpido y
no sabía a qué consecuencias iba esto a llevar; de otro modo, habría guardado
el secreto... Maman, después de oírme, se puso roja de indignación y dijo:
»-Eres muy joven para hablar de estas cosas... Aunque, ¡qué
ejemplo para los niños!
»Mi maman era no sólo virtuosa, sino también una mujer de
mucho tacto. Para no originar un escándalo, no echó a Zínochka al momento, sino
poco a poco, de una manera sistemática, como saben hacerlo las personas
honestas, pero intolerantes. Cuando Zínochka se marchó de casa, su última
mirada fue para la ventana donde yo estaba, y les aseguro que hasta ahora la
recuerdo.
»Zínochka no tardó en convertirse en la esposa de mi hermano.
Es Zinaída Nikoláievna, a quien ustedes conocen. Volví a verla cuando ya estaba
en la Academia
Militar. A pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible
identificar al bigotudo cadete con el odioso Petia, pero, aun así, no me trató
como a un pariente... Incluso ahora, con mi calva, mi pacífico vientre y mi
sumiso aspecto, sigue mirándome de soslayo y no se siente tranquila cuando me
acerco a ver a mi hermano. Evidentemente, el odio no se olvida, lo mismo que el
amor... ¡Vaya! Oigo cantar al gallo. Buenas noches. ¡Quieto, Milord!
1.014. Chejov (Anton)
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