Las dos de la tarde. Por la gran
mercería «Novedades de París», situada en una de las galerías, bulle una muchedumbre
de compradores y se escucha el runruneo de las voces de los dependientes,
semejante al que suele producirse en el colegio cuando el profesor obliga a
todos los niños a estudiarse algo de memoria y en voz alta. Pero ese monótono
rumor no interrumpía la risa de las señoras, ni el chirrido de la puerta
cristalera de entrada, ni el correr de los chicos para los recados.
Acababa de llegar Polinka. Era
una rubia menudilla y vivaz -hija de María Andreyevna, dueña de una casa de
modas- y buscaba a alguien con los ojos. Un muchacho se le acercó de prisa y le
preguntó, mirándola muy serio:
-¿Desea algo, señorita?
-Ver a Nicolás Timofeich, que es
quien me despacha siempre -respondió Polinka.
El dependiente Timofeich, joven,
moreno, cuidadosamente peinado, vestido a la última moda y luciendo un gran
alfiler de corbata, se había abierto ya sitio en el mostrador y, alargando el
cuello, miraba sonriente a Polinka.
-¡Hola, muy buenas! -la saludó
con una fuerte y agradable voz de barítono-. Tenga la bondad.
-¡Ah, buenas tardes! -le contestó
Polinka acercándosele. Aquí estoy otra vez... A ver algún agremán...
-¿Para qué lo quería?
-Para un sujetador en la espalda,
o sea, para adornar.
-Ahora mismo.
Nicolás Timofeich puso ante
Polinka unas cuantas clases de agremán y la muchacha empezó a revolverlas
despaciosamente, regateando en el precio.
-Por favor, a rublo no es nada
caro -exclamó el dependiente, sonriendo para convencerla. Es un agremán francés
de ocho centímetros... Si quiere, puedo enseñarle otros más baratos: hay uno de
a cuarenta y cinco kopecs pero, claro, es peor. Se lo voy a traer.
-Necesito también azabache con
botones de agremán -dijo Polinka, inclinándose sobre los géneros y suspirando.
Y ¿no tendría borlas de azabache de este color?
-Sí que tenemos.
Polinka, entonces, se inclinó aún
más sobre el mostrador.
-¿Por qué te fuiste el jueves tan
temprano de casa, Nicolás? -preguntó en voz baja.
-Me extraña hasta que te dieras
cuenta -dijo con sorna amarga el dependiente. Estabas tan entusiasmada con ese
estudiante, que... bueno, no sé cómo te fijaste.
Polinka se ruborizó y no
contestó. Timofeich, a su vez, cerró las cajas con manos temblorosas y, sin necesidad
de hacerlo, las apiló unas sobre otras. Hubo un instante de silencio.
-También quiero encajes de
azabache -habló Polinka, levantando hacia el dependiente unos ojos culpables.
-¿De qué clase los quiere? Los
encajes de azabache para el tul hacen muy bonito. Se llevan mucho negros o de
color.
-¿A cuánto están?
-Los hay negros desde ochenta
kopecs, y los de color, a dos rublos cincuenta. No iré a tu casa nunca más -añadió
Nicolás, bajando la voz.
-¿Por qué?
-¿Que por qué? Pues muy sencillo.
Tienes que comprenderlo: ¿para qué me voy a atormentar? ¿Crees que puede
gustarme ver cómo ese estudiante hace su teatro?... Entiendo muy bien todo lo
que pasa. Desde el otoño anda detrás de ti, casi todos los días se pasea
contigo, y, cuando está en tu casa, lo miras como si fuera un ángel. Claro:
como estás enamorada de él, te crees que es único. ¡Pues muy bien! No hablemos
más del asunto.
Silenciosa y como aturdida,
Polinka trazaba invisibles dibujos con el dedo sobre las cajas.
-Lo veo todo perfectamente -insistió
el dependiente: ¿qué necesidad tengo de ir por tu casa? Uno tiene su amor
propio; a nadie le gusta ser plato de segunda mesa. ¿Qué me decías antes?
-Mamá me ha encargado que compre
varias cosas, pero se me están olvidando... ¡Ah!, me hacen falta plumas.
Alguien se acercaba demasiado y
desapareció el tuteo.
-¿Cómo las quiere?
-De las mejores que tenga. Y que
estén de moda.
-Las que más se llevan son las de
pájaros, y en colores, el morado y el amarillo. Tenemos un gran surtido... No
entiendo todo este lío, Polinka. Ahora estás enamorada de ese hombre, pero
¿cómo va a terminar la cosa?
A Nicolás Timofeich se le
marcaron unas manchas rosadas junto a los ojos y, mientras seguía hablando, estrujaba
con las manos una cinta sedosa.
-¿Te figuras que se va a casar
contigo? ¡Qué equivocada estás! Los estudiantes no pueden casarse y, además, no
creo que vaya por tu casa con buenas intenciones. Todos ésos nos consideran a
los del comercio como si no fuéramos personas... Visitan a los comerciantes y a
las modistas para distraerse, para burlarse de nosotros, que no sabemos tanto
como ellos, y para emborracharse. En sus casas y en las de la gente de categoría
les da vergüenza, pero en las de la gente sencilla, en las de las personas que
no son tan cultas, como nosotros, no tienen ningún reparo; entran hasta sin
zapatos... Bueno, ¿qué plumas vas a llevarte por fin?... Y si ése anda
rondándote, ya sabes las intenciones que lleva: cuando llegue a médico o
abogado, dirá:
«¿Qué habrá sido de aquella rubia
que fue novia mía?». De ahí no va a pasar. Ten la seguridad de que también en
este momento estará presumiendo entre sus compañeros de tener a su disposición
una modistilla guapísima...
Polinka se sentó, mirando
distraídamente el montón de cajas blancas.
-No, no me llevo las plumas -dijo
con un suspiro. Que venga mamá y compre las que quiera, porque yo puedo
equivocarme. Dame seis varas de galón, del de cuarenta kopecs la vara, y
botones blancos de los fuertes.
Nicolás le preparó un paquete con
los géneros que ella había pedido y Polinka le miraba, esperando oírle decir
algo más. Pero el dependiente guardó silencio y, pensativamente, se dedicó a
poner las plumas en orden.
-¡Ah, que no se me olviden los
botones para la capa! -dijo Polinka al cabo de un momento, pasándose el pañuelo
por los labios pálidos.
-¿Cómo los quieres?
-Estamos haciéndole una capa a la
mujer de un nuevo rico. Dámelos llamativos.
-Sí: si son para la mujer de un
nuevo rico, tienen que ser un poco chillones. Los hay de varios colores: azules,
rojos, dorados... Los clientes de otros gustos nos los compran negro mate con
un cerco brillante...
Sólo que no comprendo cómo no te
das cuenta: ¿en qué van a acabar esos... paseos?
-Ni yo misma lo sé -murmuró
Polinka, inclinándose sobre los botones. Ni yo misma sé lo que me está pasando,
Nicolás.
Por detrás de Timofeich, y
obligándole a estrecharse contra el mostrador, se deslizó otro dependiente, robusto
y con patillas, que estaba diciendo con gran cortesía:
-Señora, tenga usted la bondad de
pasar a esta otra sección. Tenemos tres clases de jerséis: lisos, con dibujos y
con adornos de azabache. ¿Cuál de ellos prefiere?
Al mismo tiempo cruzó junto a
Polinka una señora gruesa, que hablaba con voz hombruna, casi de bajo.
-Pero haga el favor de darme uno
que no tenga costuras, puro tejido -decía.
-Disimula como si estuvieras
escogiendo algo -se inclinó Nicolás hacia Polinka, procurando reprimir la voz y
con una sonrisa forzada. Estás desencajada, pálida, ¡pareces una enferma! Ese
va a dejarte. Y si llega a casarse contigo, no va a ser por amor, sino por
hambre: atraído por tu dinero. Viviría estupendamente de tu dote y, además, se
avergonzaría de ti. Nunca te llevaría con sus amigos, porque no eres culta,
porque no puedes alternar con médicos y abogados. Para todos ésos eres una
modistilla, una ignorante...
-¡Nicolás! -gritó alguien desde
más allá del mostrador. Aquí una señorita quiere tres varas de nicó.
¿Tenemos?
Nicolás Timofeich se volvió
sonriente y gritó:
-¡Sí! Hay cintas de nicó, de
otomán con satén y de satén con moaré.
-¡Ay!, y me dijo Olia que no se
me olvidara llevarle un corsé -habló Polinka.
-Tienes los ojos llenos de
lágrimas -advirtió, asustado, Nicolás. ¿Qué te pasa? Vamos a ver los corsés y
así te esconderé a las miradas de la gente; no está bien que te vean en ese
plan.
Sonriendo forzadamente y con
exagerada soltura, el dependiente condujo a Polinka a la sección de corsés y la
escondió del público tras una alta pirámide de cajas.
-¿Qué corsé prefiere? -preguntó
subiendo el tono, y en seguida añadió en voz baja: ¡Sécate esas lágrimas!
-Déme..., déme usted uno de
cuarenta y ocho centímetros. Pero me lo pidió doble, con forro y con ballenas
resistentes. Necesito hablar contigo, Nicolás. Vete luego por casa.
-¿Hablar de qué? No tenemos más
que hablar.
-Eres el único... que me quiere
y, aparte de ti, no tengo con quien hablar.
-Y esto no es caña ni hueso, sino
ballena auténtica... ¿De qué, de qué vamos a hablar? No tenemos nada que
decirnos. ¿No vas a salir de paseo hoy con él?
-S... sí.
-Bueno, y entonces ¿de qué
quieres que hablemos? Las conversaciones no conducirían a nada. ¿Estás o no
estás enamorada de él?
-Sí-susurró Polinka indecisa,
mientras le caían lagrimones de los ojos.
-Entonces ¿de qué vamos a hablar?
-repitió Timofeich, encogiendo los hombros nerviosamente.
No tenemos nada que decirnos. Sécate
esas lágrimas, y se acabó Yo... yo no quiero nada.
En ese momento se acercó a la
pirámide de cajas un dependiente flacucho, que le decía a su clienta:
-¿Y no le hace falta un buen
elástico para ligas? Es una goma que deja circular la sangre bien. Los médicos
la recomiendan mucho...
Nicolás Timofeich hacía todo lo
posible por ocultar a Polinka y, procurando disimular sus aprietos, contrajo el
rostro en otra penosa sonrisa y decía en voz alta:
-Hay dos clases de encaje,
señorita. En algodón y en seda. Tenemos los orientales y también ingleses, de
Valenciennes, crochet y torchon; de algodón todos éstos. Pero los rococós,
sutás y cambras son de seda, y de la buena... ¡por lo que más quieras, sécate
esas lágrimas, que viene gente!
Y al ver que la muchacha seguía
llorando, continuaba anunciando cada vez más fuerte:
-Españoles, rococós, sutás,
cambrés... ¡Medias de hilo de Escocia, de algodón, de seda!...
1.014. Chejov (Anton)
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