La
encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia
Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se
había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...
Lo
primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su
sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero...
¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una
chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color
bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo
la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la
sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión
de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más
mínimo.
-¡Si al
menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo
rehusaría.
Pero
los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil
encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no
se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer
entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de
andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último
recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.
"¿A
quién podré dirigirme? -meditaba. A casa de Mischa no es posible. Tiene
familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en
su despacho..."
Vanda
se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres
meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo
alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.
El
recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.
"Estoy
segura de que me dará dinero. Lo importante es encontrarlo -pensaba camino de
su casa. Si no me da nada, le romperé todas las lámparas."
Al
acercarse a la casa del dentista llevaba ya su plan preparado. Riendo subiría
la escalera a toda prisa, entraría volando en su consulta y con tono exigente
le pediría veinticinco rublos. Este plan, sin embargo, cuando puso la mano
sobre la campanilla pareció salírsele solo de la cabeza. Empezó de repente a
sentir miedo, a ponerse nerviosa y a acobardarse; cosa que antes nunca le
ocurría. Únicamente entre gente borracha era valiente y descarada; pero así...
con un vestido sencillo y en un papel de vulgar solicitante al que se puede no
recibir, se sentía tímida e insignificante.
"Puede
que ya no se acuerde de mí -pensaba, sin decidirse a tirar del cordón de la
campanilla. Y ¿cómo voy a entrar en su casa con este vestido? ¿Como una mendiga
o una pequeña burguesa?..."
Y llamó
muy indecisa. Al otro lado de la puerta sonaron pasos. Era el portero.
-¿Está
en casa el doctor? -preguntó.
Ahora
le hubiera gustado mucho más que el portero la dijera que no; pero éste, en
lugar de darle tal contestación, la hizo pasar al recibi-miento y le ayudó a
quitarse el abrigo. La escalera le pareció lujosa y magnífica; pero de todo
aquel lujo lo que más la llamó la atención fue el gran espejo, en el que vio
reflejada a una figura deslucida, sin sombrero alto, sin chaquetón a la moda y
sin zapatos color bronce. Encontraba extraño que ahora, por estar vestida
pobremente y parecer una costurerita o una lavandera, se despertara dentro de
ella aquel sentimiento de vergüenza; se sintiera sin animo y sin valentía y ya
no se llamara a sí misma con el pensamiento Vanda, sino como antes, Nastía
Kanavkina.
-Tenga
la bondad de entrar -dijo la doncella acompañándola hasta la consulta. El
doctor viene en seguida...
Vanda
tomó asiento en la mullida butaca.
"Esto
es lo que le diré... Haga el favor de prestarme... La cosa es correcta, puesto
que me conoce... ¡Si siquiera se marchara la doncella!... ¡Delante de ella es
molesto!... ¿Para qué estará aquí?"
Al cabo
de cinco minutos la puerta se abrió, y entró Finkel, un judío converso de alta
estatura, moreno, con grasientas mejillas y ojos saltones. Las mejillas, los
ojos, el vientre, las gruesas caderas..., todo en él respiraba satisfacción y
era asqueroso y severo. En el Renaissance y en el Círculo alemán solía
ser algo bebedor, gastaba mucho con las mujeres y soportaba con paciencia sus
bromas. (Por ejemplo cuando Vanda le echó aquella cerveza por la cabeza, lo
único que hizo fue sonreír y amenazarla con el dedo.) En cambio ahora, tenía un
aspecto taciturno y soñoliento, y su mirada, mientras masticaba algo, era
importante y fría, como la de un jefe.
-¿Qué
desea? -preguntó sin mirar a Vanda.
Vanda
vio el rostro serio de la doncella, el aire satisfecho de Finkel, que al
parecer no la había reconocido, y enrojeció.
-¿Qué
desea usted? -repitió él, comenzando a impacientarse.
-Me... duelen
las muelas... -murmuró Vanda.
-¡Hum!...
¿Qué muelas?... ¿Dónde?
Vanda
se acordó de que tenía una carie en una de ellas.
-Abajo...,
a la derecha.
-¡Hum!...
¡Abra la boca!
Finkel
frunció el entrecejo, retuvo la respiración y se puso a examinar con detenimiento
la muela enferma.
-¿Duele?
-preguntó hurgando en ella con un hierrecito.
-Duele
-mintió Vanda.
"Si
le digo algo..., con seguridad me reconocerá en seguida -pensó; pero... y la
doncella, ¿para qué estará ahí?"
Finkel,
de pronto, soplé como una locomotora directamente sobre su boca y dijo:
-No le
aconsejo que se la empaste... ¡Ya no le va a servir de nada!
Después
de hurgar un poco más en ella y de manchar los labios y las encías de Vanda con
sus dedos sucios de tabaco, volvió a retener la respiración y le metió en la
boca algún objeto frío. Vanda sintió de repente un terrible dolor, lanzó un
grito y agarró la mano de Finkel.
-No es
nada..., no es nada... No se asuste -masculló éste. ¡Esa muela ya no le iba a
servir para nada!... ¡Hay que ser valiente!
Y los
dedos sucios de tabaco, ensangrentados, presentaron la muela ante sus ojos,
mientras la doncella le acercaba a la boca una taza.
-Enjuáguese
con agua fría para que deje de sangrar.
Su
actitud era la del hombre que esperaba que se marchara pronto y le dejara
tranquilo.
-Adiós
-dijo Vanda dirigiéndose a la puerta.
-¡Hum!...
Y ¿quién va a pagarme el trabajo? -dijo Finkel en tono risueño.
-¡Ah,
sí!... -recordó Vanda, enrojeciendo.
Y dio
al dentista el rublo recibido por la sortija de turquesa.
Cuando
salió a la calle se sentía aún más avergonzada que antes; pero ya no era su
pobreza lo que le avergonzaba..., ya no pensaba en que no llevaba un sombrero
alto ni una chaquetita a la moda. Iba por la calle escupiendo sangre, y cada
uno de aquellos esputos rojos le hablaba de su vida, de su mala y penosa vida,
de las ofensas que había soportado y de las que soportaría mañana, dentro de
una semana, dentro de un año, toda su vida y hasta la misma muerte.
"¡Oh,
qué miedo de todo esto! ¡Qué horrible, Dios mío!"
Al día
siguiente, sin embargo, estaba ya bailando en el Renaissance. Llevaba un
nuevo, bonito y enorme sombrero, una nueva chaquetita a la moda y unos zapatos
de color bronce. La obsequiaba con aquella cena un joven comerciante recién
llegado de Kasañ.
1.014. Chejov (Anton)
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