En la
iglesia de la Virgen
de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie-Saprudi, acaba de terminar
la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no
se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente
de Verknie-Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la
balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado,
grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos
contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin
límites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados
colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de
paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos
chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de
profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las
imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al
guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos
portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado
junto al altar llevando pan bendito... Hace mucho tiempo que todo esto ha sido
tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos... En realidad, lo
único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii
junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien
gestos enojados con las espesas cejas.
"¿Para
quién serán esos gestos?..., ¡y que Dios le conserve la salud! -piensa el
tendero. ¡Ahora llama con el dedo!... ¡Y golpea con el pie!... ¡Vaya!... ¿Qué
pasa, Virgen Santísima?... ¿A quién hará eso?"
Andrei
Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la
puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.
-¡Ven
cuando te llamen!... ¿Qué haces ahí parado como una estatua? -oye decir a la voz
enfadada del padre Grigorii. ¡Es a ti a quien estoy llamando!
El
tendero mira el rostro rojo e irritado del padre Grigorii, y sólo entonces se
le ocurre pensar que el fruncimiento de cejas y la señal del dedo pudieran
haberle sido dirigidos. Estremeciéndose abandona la balaustrada, e indeciso,
metiendo ruido con los macizos chanclos, se dirige al altar.
-¡Andrei
Andreich!, ¿eres tú el que ha enviado una nota con este nombre, María, para que
sea encomendada en la invocación por los difuntos? -pregunta el sacerdote
mirando con ojos enfadados su grasiento y sudoroso rostro.
-Sí,
señor.
-Entonces,
¿fuiste tú quien escribió esto? ¿Lo escribiste tú?...
Y el
padre Grigorii, muy enfadado, acerca un papelito a sus ojos. En este, que
Andrei Andreich entregara y que contiene el nombre de la difunta a quien desea
encomendar, aparece escrito: "Por el eterno descanso de la sierva de Dios
y fornicadora María."
-En
efecto, señor; yo fui el que lo escribió -contesta el tendero.
-¿Y
cómo te atreviste a escribir una cosa así? -pronuncia en un murmullo el padre
Grigorii alargando las sílabas; murmullo que revela a la vez enfado y miedo.
El
tendero lo contempla con expresión de embotado asombro, queda perplejo y se
asusta a su vez. ¡Jamás en su vida el padre Grigorii empleó este tono con los inteligentes
de Verknie-Saprudj!... Ambos guardan silencio y, por espacio de un minuto, se
miran el uno al otro a los ojos. La perplejidad del tendero es tal que su
grasiento rostro parece desparramarse en todas direcciones, como una masa que
se derrite.
-¿Cómo
te atreviste? -repite el cura.
-Yo...,
¿a qué?... -se asombra Andrei Andreich.
-Pero
¿no lo comprendes? -murmura con un gesto sorprendido el padre Grigorii
retrocediendo un paso-. ¿Se puede saber qué es lo que llevas sobre los hombros?
¿Es una cabeza lo que llevas o un objeto cualquiera?... ¡Entregas una nota para
el altar y escribes en ella unas palabras que ni siquiera en la calle sería
conveniente pronunciar!... ¿Qué haces ahí mirándome con esos ojos tan
espantados?... ¿Ignoras acaso el significado de esas palabras?...
-¿Se
refiere usted a lo de fornicadora?... -balbucea el tendero, poniéndose
encarnado y parpadeando. ¡Sin embargo, Nuestro Señor..., en su bondad...,
perdonó a la pecadora!... ¡La llevó a su lado!... ¡Y en el libro de Santa María
Egipciaca se ve el sentido en que se emplean esas palabras..., con perdón de
usted!
El
tendero intenta aportar en su defensa un nuevo argumento, pero se embarulla y
se seca los labios con la manga.
-¡Ah!...
¿Es esa la manera que tienes entonces de compren-derlo?... -exclama el padre
Grigorii. ¡Nuestro Señor lo que hizo fue perdonar!..., ¿comprendes?... mientras
que tú acusas..., ¿comprendes?... ¡Designas con una fea palabra..., ¿y a quién,
además?... ¡A tu propia hija, que en paz descanse!... ¡No ya en los libros religiosos...,
ni en los libros profanos podría encontrarse un pecado semejante!... ¡Te lo
repito, Andrei!... ¡No te las eches de sabio!... ¡Sí, hermano!... ¡No tienes
que dártelas de sabio!... ¡Aunque Dios te haya dado una inteligencia
despejada..., si no la sabes conducir..., mejor será que no intentes
profundizar en nada!... ¡No profundices y cállate!
-Pero
es que ella..., con perdón de usted... ¡fue actriz! -pronunció confuso Andrei.
-¡Una
actriz!... ¡Fuera lo que fuera, después de su muerte debes olvidarlo todo y no
escribir en una nota una cosa así!...
-Cierto...
-concede el tendero.
-¡Lo
que habría que haber hecho contigo era imponerte alguna penitencia! -dice desde
el fondo, junto al altar, la voz de bajo del diácono, que mira con desprecio el
rostro turbado de Andrei Andreich. ¡Así es como hubieras dejado de echártelas
de inteligente!... ¡Tu hija fue una actriz célebre!... ¡En ocasión de su
fallecimiento, todos los periódicos hablaron de ella!... ¡Vaya filósofo que
estás hecho!
-¡Claro
que sí!... ¡Cierto!... -balbucea el tendero. ¡Esas palabras no serán
adecuadas..., pero yo no lo hice como censura, padre Grigorii!... Lo hice con
fines espirituales… ¡para que viera usted más claramente a quién tenía que
encomendar!... En esas notas se designa a los difuntos de muchas maneras...,
como, por ejemplo: "El tierno infante Iona..." "Pelagueia la
ahogada..." "Egor el guerrero..." "El interfecto
Pavel..." ¡También yo quise!...
-¡No es
juicioso, Andrei!... ¡Que Dios te perdone, pero otra vez ten cuidado! Y, sobre
todo, ¡no te las eches de sabio!... ¡Para pensar, toma ejemplo de los demás!...
¡Bueno!... ¡Haz diez genuflexiones y vete!
-Lo que
usted diga -responde el tendero, alegrándose de que hubieran terminado de
amonestarlo e imprimiendo de nuevo a su semblante un aire de importancia y
gravedad. ¿Diez genu-flexiones?... Muy bien. Comprendo perfectamente... ¡Ahora,
señor cura, permítame un ruego!... ¡Como de todas maneras soy su padre, como
usted sabe, y ella..., fuera lo que fuera, de todas maneras es mi hija...;
yo..., y usted perdone..., quisiera que se dijera un Réquiem por su alma!...
¡También me permito pedírselo a usted, padre diácono!...
-Eso
está bien -dice el padre Grigorii, despojándose de sus vestiduras. ¡Eso te lo
alabo!... Se dirá... Retírate ahora, que saldremos en seguida.
El
guardián Matvei hace los preparativos para el Réquiem, que no tarda en empezar.
Con
paso mesurado se aleja Andrei Andreich del altar, y rojo y con cara de Réquiem,
se coloca en el centro de la iglesia.
Reina
el silencio. Sólo se escucha el sonido metálico que hace el incensario al
moverse y las notas largas del canto... Junto a Andrei Andreich está el
guardián Matvei, la portera Makarievna y su hijito Mitka, el del brazo seco.
Nadie más. El sacristán canta mal, con desagradable voz de bajo, y el tema y
las palabras del canto son tan tristes que el tendero va perdiendo poco a poco
su continente grave y sumergiéndose en la tristeza... ¡Recuerda a su
Maschutka!... ¡Recuerda que nació mientras él prestaba servicio de lacayo en la
casa de los señores de Verknie-Saprudi! En medio del trajín de su trabajo de
lacayo no reparaba en cómo crecía su niña. El largo período de la
transformación de ésta en una graciosa criatura de cabellos rubios, ojos
pensativos y grandes, como kopekas..., le pasó inadvertido... Se educaba ella
como suelen educarse los hijos de los lacayos preferidos, en blancos pañales al
lado de las señoritas. Los señores, por no tener otra cosa que hacer, le
enseñaron a leer, a escribir, a bailar..., no teniendo él, por tanto, que
intervenir en su educación. Si acaso, a veces..., cuando se encontraba con ella
casualmente en las proximidades del portalón o en el descansillo de la
escalera, recordando que era su hija, aprovechaba los ratos libres para
enseñarle oraciones e Historia Sagrada. ¡Oh!... ¡Él ya era entonces famoso por
sus conocimientos de Doctrina e Historia Sagrada!... La niña, aunque el
semblante de su padre era grave y sombrío, lo escuchaba con gusto. Repetía
perezosamente las oraciones; pero cuando él, tartamudeando en su esfuerzo por
expresarse con más rebuscamiento, se ponía a contarle la Historia Sagrada ,
se hacía toda oídos. El plato de lentejas de Esaú, la destrucción de Sodoma,
las penalidades sufridas por el pequeño José, eran causa de que palideciera y se
abrieran muy grandes sus ojos azules. Más tarde, cuando dejó de ser lacayo y
pudo adquirir con el dinero ahorrado una tiendecita en el pueblo, Maschutka se
fue con los señores a Moscú. Tres años antes de su muerte vino a visitar a su
padre. Éste apenas la reconoció. Era una mujer esbelta y joven, con los
ademanes de una dama y vestida como se visten las damas. Hablaba de una manera
inteligente, como si estuviera leyendo en un libro, y dormía hasta el mediodía.
Cuando Andrei Andreich le preguntó en qué se ocupaba, mirándolo valientemente a
los ojos, anunció: "Soy actriz". Aquella sinceridad se le antojó al
ex lacayo el colmo del cinismo. Maschutka se dispuso a hacer valer sus éxitos
ya referir la vida de los actores; pero al ver que su padre se limitaba a ponerse
encarnado y a hacer gestos de des-concierto, guardó silencio. Y así, callados,
sin mirarse el uno al otro, vivieron las dos semanas que transcurrieron hasta
su partida. La víspera de la marcha suplicó a su padre que diera con ella un
paseo por la orilla del río. A pesar de su temor a presentarse en pleno día
ante las gentes con su hija actriz, cedió a sus ruegos.
-¡Qué
sitios tan maravillosos tienen aquí! -se admiraba ella durante el paseo. ¡Qué
despeñaderos y qué pantanos!... ¡Dios mío!... ¡Qué hermosa es mi tierra!...
Y se
echó a llorar.
"¡Son
cosas que no hacen más que ocupar sitio! -pensaba Andrei Andreich fijando una
mirada obtusa en los despeñaderos, y sin comprender el entusiasmo de su hija.
¡Se sacaría de ellos tanto provecho como leche de un cordero!..."
Ella
lloraba, lloraba. Su pecho aspiraba el aire con ansia... ¡como si presintiera
que no le quedaría mucho tiempo de aspirarlo!...
Igual
que el caballo que recibe un picotazo, Andrei Andreich sacude la cabeza y, para
amortiguar la pesadez del recuerdo, empieza apresuradamente a santiguarse...
"¡Perdona,
Señor, a tu sierva María, que en paz descanse! ¡A esa fornicadora!...
¡Perdónale sus pecados voluntarios e involuntarios!..."
Las
impropias palabras vuelven a salir de su lengua, pero él no repara en ello...
¡Lo que tan arraigado está en la conciencia no pueden arrancarlo ni las
amonestaciones del padre Grigorii ni el martillo!
Makarievna
suspira, murmura alguna cosa y respira hondamente. Mitka, el del brazo seco,
queda pensativo...
-¡...y
dale, Señor, el descanso eterno!... -retumba la voz del diácono, apoyando la
mejilla en su mano derecha.
Del
incensario fluye un humito azulado que flota en el ancho rayo de sol que
atraviesa oblicuamente el vacío sombrío y quieto de la iglesia. Y diríase que
con el humo vuela también, por el rayo de sol, el alma de la propia difunta.
Los pequeños ramalazos de humo, semejantes a los rizos de un niño, revolotean,
ascienden volando hacia la ventana, como si se alejaran del dolor de esta pobre
alma...
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario